Kurt Schleicher - Mi Universo Paralelo





Prólogo


Antes de nada, advertir que esto no pretende ser más que una novela de ciencia ficción, extrapolando lo –poco- que se sabe hoy en día sobre el universo y permitiendo, por tanto, hacer todo género de elucubraciones al respecto.

La ciencia ficción nos deja ese grado de libertad que a la ciencia no le es permitido, pues ésta requiere comprobaciones teóricas y experimentales de todos los modelos del universo que se puedan plantear. En el dominio de la ciencia –ficción ya no son tan necesarias, pudiendo dejar volar libremente la imaginación sobre unos cuantos “ladrillos” que continúan poniéndose en este terreno por los físicos teóricos y los cosmólogos; aprovechando que cada vez sabemos más -a la vez que vemos que también nos queda más por saber- trato de aportar un granito de simplicidad y orden en todos esos ladrillos, jugando con ellos como con un inmenso “lego”.- Desde el microcosmos al macrocosmos: ¿dónde están las fronteras? ¿las hay acaso?

Para lo que desde luego no hay límites es para la imaginación…

Lo emocionante es que muchas cosas “podrían -y hasta deberían -ser posibles”, de la misma forma que la física cuántica nos ha dejado ver que el Universo no tiene un solo pasado o una historia única, sino muchos caminos posibles. ¿Cuántos? Pues no lo sabemos, pero para dar una idea del margen de maniobra, se ha calculado que la cantidad de “universos” que deben existir aparte del nuestro es del orden de 10 elevado a 500, lo que para nuestra limitada comprensión es un número ya muy cercano al infinito. Para entender lo que esta cantidad significa, si alguien pudiera analizar las leyes predichas para tales universos en tan sólo un milisegundo por universo y hubiera empezado a trabajar en ello en el mismo instante del Big Bang de éste nuestro Universo hace 13700 millones de años, en el momento presente sólo hubiera podido analizar 10 elevado a 20 de ellos , y sin permitirse pausas para café.

Ancha es Castilla, pues…


“Hay otros mundos, pero todos están en éste” (Paul Èluard *) “… que a su vez también tiene su propio reflejo en alguno de los muchos universos que rondan por ahí…”

* Paul Èluard, poeta surrealista y primer marido de Gala, la musa y mujer de Dalí




CAPITULO I



  Me llamo Ricardo y soy cosmólogo.

Pues sí, cosmólogo o físico teórico, un poco de astrofísico y ante todo un vocacional de todo esto, llegando a veces a la frontera con lo metafísico. Lo que por ahí llaman un chalado, vamos, lo reconozco; me encuentro además en plenitud de mi vida habiendo ya sobrepasado los cincuenta años, gozo de buen físico y buena salud pero, ¡ay!, mis aficiones y mis sentimientos me han llevado a una situación límite y a un punto de no retorno.

Cuando se puedan leer estas memorias mías que he terminado antes de tomar “una decisión trascendental”, lo más probable es que yo ya no esté en este mundo y esta historia termine donde otra empieza y desconozco si será posible que algún día pueda ser leída; haría falta un bucle muy especial en el tiempo. Si esta segunda parte apareciera de hecho en este libro, sería magnífico, pues es señal que habrá sido posible transmitirla de alguna forma que hoy todavía desconozco o que alguien haya podido contarla. Ojalá sea así.

Para empezar por el principio, valga la redundancia, hay que volver a mi infancia y juventud; las primeras experiencias siempre marcan y muchas veces condicionan el futuro de uno.

Desde pequeñito yo era muy curioso y me cuestionaba cuál era la diferencia entre lo que podía tocar (eso que llamamos materia), entre lo que podía sentir (el calor y el frío, por ejemplo, algo que después me enteré que era eso que llamamos “energía”) e incluso lo que podía imaginar, que es algo que no se podía sentir ni tocar, pero sí manejar, por lo que de alguna forma debía de existir también (una forma de modelizar lo que pensamos es precisamente esto, un libro). Juntándolo todo, empecé a darme cuenta que me producía un enorme placer interno investigar sobre las tres cosas al mismo tiempo, es decir, comprender mejor los misterios de la masa y la energía y modelizarlas con el poder de mi imaginación, de forma que pudiera “manejar” mejor el resultado e incluso compartirlo con otros. Sin darme cuenta, se me había despertado la vocación de cosmólogo.

Durante los estudios primarios, antes de profundizar más en las ciencias, la física y la química, también teníamos clases de religión. Y claro, eso de que el mundo se creó por el soplo divino, la esencia de Dios, Adán y Eva, el Paraíso y todo aquello que nos enseñaban de pequeños me parecía sumamente interesante. Por los dogmas de la Iglesia la verdad es que no sentía tanta atracción, claro, pero escarbar en la raíz de todo sí que me motivaba: por ejemplo, la esencia del soplo divino que fué capaz de crear un universo y convertir el barro de la tierra en un ser animado e inteligente, era algo que merecía la pena ser analizado con mayor profundidad… ¿qué misterio encerraba el famoso soplo? ¿De qué energía estaba hecho? ¿Y desde dónde actuaba Dios? ¿Estaba realmente fuera de este mundo y si era así, dónde estaba? Y claro, la pregunta subsiguiente: ¿dónde estaba el Cielo, que es donde se suponía que íbamos todos cuando nos moríamos?

Cuando me presentaba con estas reflexiones al cura de religión, primero me recibía muy amablemente con una sonrisa beatífica, pero al cabo del rato ya se le congelaba un poco, me contestaba que era muy atrevido, que tenía que creer y tener fe y que la historia de todo aquello, como era sagrada, pues que estaba ahí, que nos había sido transmitida desde hacía dos mil años y que no había que cuestionarla. Aquello, claro, no me satisfizo y no hizo más que reforzarme en la determinación de continuar investigando. Recuerdo que la mejor definición de Dios era la que, según Moisés, le dijo al preguntarle quién era cuando le hablaba desde la zarza ardiendo: “Yo soy El que Soy”, o sea, que Dios es “el que Es”. En aquello infantiles años me pareció una redundancia sin contenido, pero más tarde me fui dando cuenta que había mucha, pero que mucha enjundia detrás de aquello del “SER”, pues en cierta forma significa la esencia del Todo. Había que buscar entonces la Teoría del Todo…

Menos mal que poco más tarde dieron comienzo las clases de física y química, en las que salían unos personajes que me eran muy simpáticos: Newton, Lavoisier, Faraday…; me admiraba que en aquellos tiempos ellos eran los que realmente se hicieron ya las mismas preguntas que yo me había hecho, solo que en un entorno relativamente hostil por la falta de conocimientos que por entonces, siglos XVII al XIX, existía. 

Por ejemplo, Newton y la manzana: ¡había descubierto la gravedad! Y encima fue capaz de poner sobre la mesa las ecuaciones que mostraban la interrelación entre las fuerzas del Universo, los planetas, el sol… y encima funcionaban, pues cuando era niño ya se lanzaban cohetes al espacio, satélites girando alrededor, etc., etc., que eran la demostración que esas teorías no estaban aparentemente equivocadas.- Pero cuando le preguntaron:

* Oiga, D. Isaac, ¿pero cuál es la naturaleza de esa fuerza de gravedad? ¿De dónde sale?

La respuesta fué:

* Pues no tengo ni idea, hijo mío, intentaré descubrirlo en lo que me quede de vida…-

Aún vivió muchos años, pero no lo logró. Y no solo eso, sino que ni siquiera se había acuñado todavía el concepto de “energía” y faltaba mucho para que alguien con imaginación se preguntase e investigase cuál era la relación y los vínculos entre todos los tipos de materia o “masa” y qué era aquella misteriosa fuerza del magnetismo de los imanes, que parecía ser similar a lo de la gravedad.

Pero sigamos con la masa. Lavoisier se hizo una pregunta: si una pieza metálica sufre un proceso de oxidación; al final, ¿pesa menos, lo mismo o más que antes?

Para ello construyó un recipiente hermético y le dió calor para acelerar la oxidación.- También controló la cantidad de aire que había dentro. Y la respuesta fué sorprendente: ¡pesaba más! Y el aire había perdido de su peso exactamente lo mismo; lo que faltaba se había combinado con la pieza de metal.

Había descubierto la ley de conservación de la masa, que era una ley universal: todas las sustancias que llenan nuestro universo pueden arder, disolverse o hacerse trizas, pero la cantidad de materia al final seguirá siendo la misma. Estamos en siglo XVIII y el pobre Lavoisier no tuvo mucho tiempo de gozar con su descubrimiento, pues fué guillotinado durante la Revolución Francesa. Injusto y prematuro fin de un precursor.-

Aún tuvo que pasar otro siglo para que Faraday acuñase el concepto de “energía” y constatar que le pasa lo mismo, que también puede sufrir toda clase de transformaciones, pero que al final siempre se conserva.

En aquellos ya menos lejanos tiempos se creía que la electricidad y el magnetismo eran cosas independientes, pero Faraday logró interrelacionarlos y descubrir al mismo tiempo el motor eléctrico (con un imán colgado verticalmente y un generador). Otro hito. Y el concepto de energía había cobrado vida propia: ni se crea ni se destruye, sencillamente se transforma. O sea, que la energía empleada por Dios en el soplo de la creación del mundo seguiría estando ahí por los siglos de los siglos…

Y así llegamos al bachillerato superior; en el libro de química, en las últimas páginas, ya aparecían algunos esbozos de lo que entonces se llamaba la “química moderna” y que más que química ya era física de partículas.

A nadie se le había ocurrido hasta el mencionado siglo XIX a relacionar la masa y la energía, que para todo el mundo eran cosas totalmente diferentes; tuvo que empezar el siglo XX para que un espíritu amante de la controversia diera un giro inesperado y lo relacionase: Albert Einstein. Y no lo hizo con experimentos, sino relacionándolos con la velocidad de la luz. De ésta ya se conocía su magnitud (antes se creía que era infinita); desde el siglo XVII a partir de observaciones astronómicas -el primer rayo de luz del sol al aparecer detrás de Júpiter medidos en dos épocas distintas con grandes diferencias de distancia de Júpiter a la Tierra- demostraron que dicha velocidad era finita y de 300.000 km/sg. = 3 x 10 elevado a 8 metros por segundo Maxwell, poco después de Faraday, concibió sus ecuaciones a partir de descubrir que la luz avanzaba a partir de una sucesión de rápidos saltos de electricidad a magnetismo y vice-versa. Pero no logró tampoco saber por qué; Planck en 1900 descubrió que esos saltos eran realmente paquetes, a los que llamó “quanta” y Einstein descubrió que la luz sólo existe cuando una onda luminosa se está moviendo activamente (como las ondas al tirar una piedra al agua), que su velocidad no puede ser superada y que NADA puede ir más rápido (al ser la luz un proceso físico, tiene su límite, lo mismo que la mínima temperatura posible, -273ºC). Además, que la naturaleza de la luz es doble, de onda y partícula.- Y ya, tras esto, el famoso paso siguiente relacionando la masa y la energía con una magnitud constante, fija y determinada como lo es la velocidad de la luz: E=mc2, siendo c la velocidad de la luz.- ¿Por qué el cuadrado de la velocidad y no la misma velocidad o el cubo de la misma? Pues porque ya nos acostumbramos a reconocer la energía cinética de la mecánica clásica newtoniana como la mitad del producto de la masa por su velocidad al cuadrado y eso “cuadraba”.

O sea, que dentro de la masa hay concentrada una enorme cantidad de energía; muy cierto, pues no hay más que superar la masa crítica de un material pesado e inestable como el uranio para obtener una desagradable sorpresa… ¿Cuánto es c al cuadrado como unidad de energía? Pues c al cuadrado sería 9 x 10 elevado a 16 Julios, que si lo expresamos en algo que estamos más acostumbrados a manejar (por lo de nuestros contadores de la luz con referencia a nuestros bolsillos) y siendo un Kwh 3,6 x 10 elevado a 6 Julios, la energía de la que estamos hablando, la que está almacenada por ejemplo en un kilogramo de masa, es 2,5 x 10 elevado a 10 Kwh, o sea, 25000 millones de Kwh ¡Madre mía del Amor Hermoso! ¡Vaya factura eléctrica!

Precisamente, su fórmula también explica por qué no se puede superar nunca la velocidad de la luz: supongamos que tenemos un acelerador de partículas y aceleramos una muy pequeñita, un muón, y logramos que se acerque a la velocidad de la luz; cuanto más rápido se mueve, más energía tiene y por tanto va “cogiendo masa” llegando a pesar 22 veces más a muy altas velocidades, del orden de 99,9 % de la de la luz. Pero es obvio que cuanto más pese una partícula y más masa tenga, más cuesta moverla, tanto, que cuando nuestro muón llega a 99,999% de la velocidad de la luz, la masa se multiplica por 224. Siguiendo por esta vía asintótica, llegaría un momento que haría falta un impulso con energía infinita para lograr alcanzar los 300.000 km/seg y eso sencillamente no es posible.

NOTA post-memoriam: Ésta es la razón de que, cuando recientemente se ha oído que un neutrino ha “volado” más rápido que la luz, si hubiera resultado ser cierto (se ha confirmado recientemente el error), la teoría –verificada por cierto como bien sabemos de la relación entre masa y energía por medio de las bombas y centrales nucleares- empezaría a hacer aguas y nos dejaría un poco descentrados, ahora que ya nos estábamos acostumbrando a los nuevos conceptos de la Física…

Poco antes de llegar a la universidad, ya se estudiaban en mi bachillerato los esbozos de la física cuántica, el principio de incertidumbre de Heisenberg y por supuesto, de forma muy, muy global, las teorías de la relatividad especial y general de Albert Einstein. Y, la verdad, es que todo aquello era bastante ininteligible y me propuse dedicar mi vida profesional a ello; ¡no estaba nada satisfecho con el pequeño nivel que me habían dejado como quien dice con la miel en la boca! Había mucho que estudiar.-

Más tarde supe que en esos años setenta empezaban a salir personajes (Stephen Hawking, Kip Thorne y otros muchos) que también se metieron a profundizar en todo aquello, pero tenía la sensación que cuanto más sacaban a la luz, más se descubría que quedase por conocer: igualito que las galaxias, cuanto mejor las vemos, más lejos van estando al menos de nosotros, aunque hay que tener en cuenta que de forma absoluta nuestro propio universo también se infla y sucede que nuestros propios ejes de referencia cada vez son cada vez más móviles y más difusos.

Aunque ya estaba bastante motivado, todo esto no hizo sino incrementar todavía más mi vocación; tenía la suerte que se me daban muy bien las matemáticas y que imaginación no me faltaba, así que me matriculé en la Universidad en Ciencias Físicas; tenía por entonces 17 años y ya había descubierto que, si bien el mundo era muy atractivo por todo lo que le quedaba por descubrir en el cosmos, en mi derredor también existían unos seres terrenales muy atrayentes: ¡las chicas!

Con todos estos afanes de encontrar explicación a todo, me había olvidado que somos humanos imperfectos y que también me atraían otras cosas menos etéreas. Tenía mi grupo de amigos -como cada cual- en el que no faltaban chicas de nuestra edad. Un día estábamos jugando a un juego que consistía en cogernos de la mano todos en cadena y apretar de vez en cuando, estando uno de nosotros en el centro con la misión de descubrir dónde se había producido el “chispazo”. Si lo descubría, tenía que salir el chico donde se había producido y abandonar el círculo. Pero me encontré con una sorpresa: a mi lado tenía una guapa chica, morenita y de mirada cálida y chispeante, a quien tenía cogida de la mano; cada vez que me enviaba una “señal” con su suave y pequeña mano, yo reaccionaba con un estremecimiento. ¿Sería acaso un nuevo fenómeno eléctrico? Pues no, era más bien magnético, pues empecé a notar una extraña atracción por aquella chica, lo que se evidenciaba por mi mirada embobada a la profundidad de sus ojos, que hizo que se me descubriese pronto y teniendo que abandonar temporalmente, mal que me pesara, lo de las manitas.
Probablemente las culpables serían las hormonas de mis calenturientos 17 años; lo suponía, ya que la biología no era mi fuerte. Eso era precisamente lo que había empezado a estudiar aquella chica, al mismo tiempo que yo acababa de comenzar con Físicas.

Empecé a rondar a la preciosa chica; su nombre era Cristina. Morena y no muy alta, con mirada soñadora, a mi modo de ver su aspecto era perfecto, todo bien puesto a su escala. Para mí tenía un encanto muy especial, tanto que era la primera vez que mis pensamientos dejaron de interesarse en prioridad absoluta por los misterios del cosmos como hasta entonces y su imagen quedaba clavada en lo más recóndito de mi cerebro, desalojando en parte mis otros intereses de siempre. Aquello me causaba cierta desazón, pero entendía que era la eterna lucha entre los sentimientos y la lógica.

Aunque estuvimos algún tiempo compartiendo el tiempo con el resto de mis amigos, pronto le pedí una primera cita; a ella no le interesaba perder el contacto del grupo, pero mis imaginativas historias empezaron a hacer mella y comenzamos a estar cada vez más emparejados. Me sentía inmensamente feliz cuando estaba cerca de ella y poco a poco parecía que también correspondía; fué un asedio largo y continuado, pero cada vez sintonizábamos más. Un buen día nos salió el primer beso, cálido y húmedo, es algo que nunca olvidaré; era como la fusión de dos cuerpos y dos almas al mismo tiempo. Y la mirada de complicidad subsecuente que me clavó Cristina es algo que tampoco olvidaré jamás, si es que esta palabra tiene de hecho un significado en nuestra realidad. Es evidente que me pasaba aquello que había sucedido a la mayoría de los seres humanos y que muchos tildan de imbecilidad transitoria: ¡me había enamorado! Y las corrientes eléctricas que circulaban por mis vías neuronales se ponían a cien. Los días que siguieron a este “hito” los recuerdo como si hubiera estado flotando en el éter, eso que ya sabíamos que no existía y que está hoy en día reemplazado por la materia y la energía oscuras, pero que poéticamente quedaba la mar de bien. Y las teorías del cosmos, por una vez, pasaron a un segundo plano.

Me decía yo que el enamoramiento juvenil debía ser algo natural y hasta inevitable; con el tiempo los atisbos de racionalidad van anulando a los de la imbecilidad, que son el efecto, claro. Y durante la fase de imbecilidad, pues a aguantar el chaparrón; estando seguro de uno mismo, ¡lo que había que hacer era lanzarse a amar sin temor ni vergüenza! Con mi leve atisbo de racionalidad en este tema, me daba cuenta que los enamorados rechazan las ideas que no les "convienen”; es igual que el chocolate: si te dicen que no lo tomes porque te engorda y te viene mal, siempre encontrarás razones -algunas poco racionales- para justificar que "no puedes vivir sin él"…

Pero mi otra vida también continuaba y me encontré con las teorías de la Relatividad de Einstein, que ya se me habían esbozado sin profundidad en el bachillerato y que también me atrajeron profundamente, pues no eran sino la consecuencia lógica y subsecuente del emparejamiento de la masa y la energía con la velocidad constante de la luz. O sea, que estaba doblemente “emparejado” y cada vez con más pasión…



CAPITULO II




Empezaba solo entonces a entender algo de todo aquello de la relatividad: resulta que tras unos experimentos al final del siglo XIX, época en la que aún se creía en el éter, parecía lógico pensar que si alguien viajaba rápidamente a favor y en contra de un rayo (u onda) de luz, ésta se movería con velocidad relativa diferente en cada caso, según la percepción del observador. Pues no; se hicieron experimentos al respecto y se evidenció que la luz viajaba siempre a la misma velocidad independientemente del movimiento del observador. Einstein postuló que todos los observadores, movieran como y cuanto se movieran, debían medir la misma velocidad de la luz. Dándole la vuelta a esto, la consecuencia era que había que abandonar la idea de que el tiempo era una magnitud universal y que cada observador, en función de su movimiento, tendría su propio reloj individual y que “su” tiempo sería diferente. Difícil de tragar, pero ya se había evidenciado por aquél entonces con mediciones de relojes atómicos que era verdad. O sea que si volabas hacia el este, en contra de la rotación de la tierra, el tiempo ES más corto que si volaras en dirección contraria, en cuyo caso el reloj medía un tiempo más largo. Extrapolando, envejeceríamos más lentamente si estuviésemos toda la vida volando hacia el este y nos convertiríamos en pasas veteranas si lo hacíamos al revés… lo que pasa es que desgraciadamente, con las velocidades con que nos movemos, sigue resultando más rentable llevar una vida sana.

Pues de esto iba la teoría de la Relatividad: que no había ningún reposo absoluto (el éter) ni un tiempo absoluto, sino que todo eso era relativo y dependiendo del movimiento del observador y que nosotros encima estábamos sobre unas referencias nada fijas y un universo alrededor de nosotros en constante ¡y rápido! movimiento. Pero Einstein siguió dando vueltas al magín y se planteó que había una profunda relación entre el campo gravitatorio y la aceleración; por ejemplo, dentro de un ascensor no se notaría la diferencia entre la fuerza de la gravedad o la aceleración del cohete. Manteniendo esta situación, tanto si cayésemos libremente como si acelerásemos continuamente, nos llevaría a un desastre… Pero encima, al ser la Tierra esférica y no plana, la equivalencia entre aceleración y gravedad no funcionaría cuando el observador estuviera en las antípodas y las personas no podrían alejarse entre sí al mismo tiempo que acelerándose en sentidos opuestos. Lo resolvió Einstein postulando que la geometría del espacio-tiempo fuese curva, con lo que las trayectorias aparecerían curvadas por un campo gravitatorio.

Esto es de forma simplificada la teoría de la Relatividad General, subsecuente a la Especial, pero ahora con la gravedad. Y ésta también se confirmó ya en 1919, con ocasión de un eclipse de Sol en que se pudo evidenciar que la luz de una estrella se curvaba al pasar cerca del astro rey.

Por otra parte, el universo a nuestro alrededor se estaba expandiendo con un movimiento uniformemente acelerado: las galaxias, cuanto más lejos están, más deprisa se alejan (constatado), lo que lleva a pensar que en el pasado, al principio de la formación del Universo hace 13700 millones de años, deberían haber estado muy, muy juntas, tanto que provendrían de un punto con una densidad enorme (1 seguido de 72 ceros en gramos por cm cúbico). Lo malo para Einstein es que en ese punto singular ya dejaban de funcionar sus teorías (por lo que no le gustaba del todo la idea del Big Bang), pero hoy en día todo apunta (o hay un acuerdo bastante generalizado entre mis colegas mayores) que éste sería el más probable origen del Universo. La siguiente pregunta era si antes ya habría habido otro anterior que se hubiese condensado en ese punto o, aún más, que todo fuera un ciclo sin principio ni fin (punto éste con el que la Iglesia Católica no simpatizaba precisamente y prefería el Big Bang, pues no se contradecía abiertamente con la idea de la Creación Divina).

Pues éstas eran las teorías en boga cuando dí comienzo a mis estudios en Físicas a finales de los 70, al tiempo que Stephen Hawking se metía con los agujeros negros, constatados en cierta forma por observaciones astronómicas cerca de estrellas gigantes afectadas por uno de ellos. Dentro del agujero negro, el tiempo se pararía y se terminaría: sería el “the end”. Y como nada podría salir de él, alguno con imaginación calenturienta incluso asociaba al Infierno bíblico con los agujeros negros, pues si las almas fuesen a parar allí, se cumpliría lo del Infierno de Dante: “abandonad toda esperanza…”

- - - - - -

Mi relación con Cristina continuaba, pero había llegado a una cierta fase de equilibrio y de menor temperatura; sin embargo, el amor que yo sentía por ella sí que había cristalizado y calado hondo; nos pasábamos los días intercambiando nuestras observaciones, las mías del cosmos y las de ella muy centradas en biología, pero cada vez más focalizadas en la paleontología, que era su afición favorita.
Los años iban pasando, avanzábamos en nuestras respectivas carreras, pero la velocidad de los descubrimientos del cosmos iban más deprisa que nuestra relación y tenía la sensación que nuestros sentimientos también se iban enfriando como los de una vieja estrella, aunque me quedaba instintivamente el convencimiento que al final, lo mismo que en las estrellas, se formaría en nuestro amor una especie de “super-nova” que lo haría volver a encender. Pero, ¿y después?

Pues a Cristina le pasaba algo parecido que lo que me sucedía a mí con la cosmología: se estaba aficionando cada vez más a su carrera de biología y se entusiasmaba y le fascinaba todo lo relacionado con la paleontología y en particular por descubrir huellas de dinosaurios. Se adscribió a un grupo de aficionados a lo mismo en su Facultad, que se dedicaban a viajar a los parajes en los que se habían descubierto huellas interesantes y además les servía de prácticas. De esta forma empecé a sufrir con sus cada vez más largas ausencias, metida en los campos del Maestrazgo de Teruel, que más tarde se convirtieron en viajes a Perú, lugar muy atractivo para los paleontólogos, por el que la era terciaria no había dejado ninguna huella y en el que pegando una patada en el suelo es altamente probable que te encuentres un huevo o un hueso de dinosaurio.

De esta forma, a mí me sucedía lo mismo y es que volvía a disponer de más tiempo para dedicarlo a mi vocación, y además en unos tiempos –principios de los 80- en los que se estaba poniendo de moda de nuevo la cosmología con el empuje y carisma de Stephen Hawking y sus conferencias. ¡Admirable aquél hombre que con todas sus limitaciones (ya iba en silla de ruedas y le ayudaban a traducir sus conferencias por entonces, pues su habla ya se había hecho ininteligible e iba a peor) era capaz de aglutinar y sintetizar las resbaladizas teorías relacionadas con el Universo!

Pero paso a paso. Mi carrera en Físicas también avanzaba sin mayores dificultades, pues mi facilidad para las matemáticas ayudaba mucho para minimizar los esfuerzos y me dejaba mucho tiempo libre para investigar en los campos que me gustaban y, asimismo, me proporcionaba acceso fácil a becas y viajes de estudios que me permitieron conocer la últimas tendencias. Me permitió también profundizar en el “hueso atravesado de Einstein”: la física cuántica y su principio de incertidumbre. Y ahí me encontré con un nuevo reto para entender la realidad del mundo que nos rodea, pues con estas teorías te dabas cuenta que todo aquello que se suponía inmutable y tangible, lo era cada vez menos. A Einstein le provocó en su día un ataque de celos, pues su teoría de la relatividad general no funcionaba en los momentos cercanos al Big Bang al entrar en el microcosmos y la física cuántica sí que funcionaba en ese entorno, que era de hecho una especie de singularidad (la famosa cabeza de alfiler origen del universo con la densidad del uno y 72 ceros). En concreto, Einstein, que estaba ya en 1920 trabajando en la idea cuántica, quedó bastante turbado con los trabajos de Schrödinger y Heisenberg desarrollando una nueva imagen de la realidad: la mecánica cuántica. Las partículas pequeñas tenían un comportamiento curioso: ¡cuanto mayor fuera la precisión de la localización de la partícula, menor sería la de su velocidad… y viceversa!. Heisenberg relacionó ambas, la posición y la velocidad, demostrando que la incertidumbre en la posición de la partícula multiplicada por la incertidumbre en su cantidad de movimiento (masa por velocidad) siempre debe ser mayor que la constante de Planck, ¡que está a su vez directamente relacionada con el contenido energético de un cuanto de luz!
O sea, que ya podíamos relacionar la “realidad” del Universo: el espacio curvo, el tiempo flexible, la entidad de la luz y la incertidumbre intrínseca en cualquiera de ellos, ¡lo que llevaba a cuestionar incluso nuestra propia realidad!

Y encima la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica parecían como el agua y el aceite, por lo que faltaba eso que no consiguió Einstein: unificarlas en una única teoría.

Cuando me dí cuenta de este hecho, todavía me motivé más en perseverar en este terreno… ¡cuánto quedaba por descubrir!

En la carrera me reuní con otro par de compañeros y nos dedicamos a profundizar en todo esto y hasta conseguimos asistir a varias conferencias, de las que teníamos que sintetizar después lo que se decía. Tuve la suerte que los años 80 fueron los de los ciclos de conferencias de los todavía jóvenes Stephen Hawking y Kip Thorne; Richard Feynman ya era más mayor por aquél entonces, pero todavía daba conferencias y asimismo Roger Penrose también divulgaba sus avanzadas teorías ligando incluso el mundo de lo físico con el de las ideas.

Como podía permitirme cierta libertad por mis circunstancias personales (mi padre ya había fallecido por un repentino infarto, mi madre se dedicaba a colaborar con una ONG y mis capacidades financieras no eran malas gracias a la herencia de mi padre … y era hijo único), no tenía trabas, pues, para viajar a Cambridge e incluso colaborar como becario con alguno de estos personajes o con los de su grupo.- Aquello también me dió la oportunidad de mejorar mi inglés.

Allí entré en contacto con alguien que me impactó (la verdad es que lo busqué): Paul Townsend, uno de los pioneros en la Teoría de Cuerdas; gracias a esto, pude presentar un original trabajo de doctorado. ¡La Teoría de Cuerdas podría constituir el eslabón que faltaba para empezar a dar sentido a ese universo que era como un pez recién pescado, que cada vez que intentaba cogerlo se me escurría entre mis dedos!

Dicho todo esto, resulta comprensible lo que me estaba pasando a nivel personal: mi relación con Cristina se deterioraba por “la falta de uso”, aunque al menos en mí, quizás precisamente por eso de la lejanía y la poca frecuencia de los momentos en que pudiéramos estar en contacto, se me daba la paradoja que mi amor por ella se hacía cada vez más hondo a la vez que lejano. Ocurría igual que para las partículas en la mecánica cuántica: al haber mayor “cantidad de movimiento”, o sea, frecuencia de desplazamientos, cada vez existía menor precisión en nuestra relación.

Ambos terminamos nuestras respectivas carreras a la vez y a mí me parecía que llegaba la hora de dar estabilidad a nuestra relación, es decir, menos “velocidad” y más precisión. Yo ya disponía de un piso y un buen día, de los raros momentos que encontramos para vernos entre nuestros múltiples viajes, se lo planteé abiertamente.

Quedamos en un banco del parque; el día era muy bueno y se respiraba paz en nuestro alrededor. Me armé de valor y lo solté:

* Cristina, ahora que los dos tenemos nuestros títulos en las manos, creo que es hora de que dejemos de diverger como hasta ahora y encaucemos de verdad nuestras vidas.- Incluso podemos casarnos, tener una familia y poner los cimientos de un futuro juntos…

Y tratando de mostrar la más convincente de mis sonrisas terminé:

* ¿Nos ponemos a ello? – y le dí un suave beso para dar más fuerza a mi propuesta, de la que estaba bastante seguro que me seguiría.

Craso error. Para mi sorpresa, su gesto se nubló y con vacilaciones en el hablar, me soltó:

* Ricardo, ya sabes que yo también siento algo hondo por ti, he estado contigo todos estos años de estudiantes, hemos pasado muy buenos ratos, pero lo que no quiero es, precisamente ahora que he terminado mis estudios, olvidarme de todo y ponerme a vivir plácidamente en una casa y dedicarme a cuidar de la familia. Me ha surgido la oportunidad de liderar un grupo de investigación peruano-español en Lima y me voy a marchar allí por un par de años. Me duele interrumpir nuestra relación, pero no soporto que ello coarte mi futuro. Me encantaría que pudieras venir también tú, pero me figuro que eso no es compatible con tu vocación y no quiero frenarte en ella. Tendremos que esperar… Y la verdad es que también quiero demostrarme algo a mí misma y por mí misma… ¡QUIERO VER MUNDO! ¡QUIERO VIVIR! – terminó con pasión mirándome directamente a los ojos


……………………………………. 



El que quiera leer más de esta novela, estaré encantado de enviársela en pdf. contactándome a mi correo à kurt_schleicher@hotmail.com 

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