Cuentos de Leyre
(Libro de cuentos)
Por
Eloy Maestre Avilés
Madrid,
a 28 de enero de 2013
Leyre y el león
Érase
una vez una niña valiente de nombre Leyre, tan valiente que echó a andar sola
por la selva.
A
la vuelta de un arbusto enorme se tropezó con un león, grande y peludo.
El
león quiso impresionar a la niña con un rugido, abrió la boca y no brotó de
ella sonido alguno.
Leyre
percibió el aliento y arrugó la nariz.
Te
huele mal la boca, dijo, tienes que masticar hojas de menta, como dice mi madre
a mi padre.
¿No
te doy miedo con lo grande que soy?
¿Por
qué vas a darme miedo, león peludo? Yo soy Leyre ¿cómo te llamas?
Los
leones no tenemos nombre, no somos juguetes.
No
me vengas con esas, leoncito, yo tengo nombre y no soy ningún juguete.
El
león se enfadó un poco más y replicó.
¡Soy
un león. El rey de la selva. Nada más!
Poco
impresionada, Leyre replicó.
Si
no tienes nombre yo te pondré uno.
Quedó
pensativa un rato y dijo al poco:
Ya
lo tengo, te llamaré Don.
¿Don?,
vaya nombre feo, no me gusta.
(Leyre
dio una patadita en el suelo, enfadada, puso el puño izquierdo en su cadera y
con el dedo índice de la mano derecha extendido)
¡Don
y no se hable más!
Bueno,
me da igual.
Leyre
vio al león un poco triste y por animarlo le preguntó extendiendo su manita:
Don,
¿quieres ser mi amigo?
Don
estrechó la manita con su zarpa y respondió
Vale.
Echaron
a andar, uno al lado de la otra y la niña pidió:
Si
eres el rey, enséñame tu selva.
En
la selva hay muchos animales y todos me tienen miedo menos tú.
¿Por
qué te tienen miedo?
Porque
me los como.
Leyre
se puso algo nerviosa y se echó a reír.
Ja,
ja, ja, ja, ¿te los comes a todos?
Sí,
cuando tengo hambre.
¿Ahora
tienes hambre?
No,
hoy ya he comido.
Bueno,
menos mal, no me gustaría verte comer a ningún animal.
Siguieron
andando y vieron correr unas cebras, y Leyre se echó a reír.
Ja,
ja, ja, ja.
¿De
qué te ríes?, preguntó Don.
De
esos animales, ¡cómo se llaman?
Cebras.
Tienen
la piel a rayas, como los colchones de mi abuelita.
Don
quedó intrigado.
Cuando
voy al pueblo de abuelita con mis papás siempre jugamos dando saltos sobre
ellos, y nos reímos mucho.
Se
paró un poco y luego dijo
Oye,
¿tú comes cebras?
No
puedo, corren mucho y no hay quien las atrape.
Leyre
contestó
¿No
dijiste que te comías a TODOS los animales?
A
todos los que pillo.
Menudo
pillo estás tú hecho.
Siguieron
andando y andando mucho trecho, hasta que Leyre se cansó.
Oye
Don, arrímate a esas piedras.
¿Para
qué?
Para
que me lleves a caballito, estoy cansada.
¡Ah
no, eso sí que no! Uno tiene su dignidad.
Dignidad,
dignidad, no me suena, ¿qué es?
Dignidad
significa que un león no puede llevar una niña encima. ¡Soy el rey de la selva!
Bueno,
vale, tú eres el rey y yo la princesa.
Don
se quedó pensando y Leyre siguió a lo suyo.
Arrímate
a esa piedra, rey, la princesa quiere que la lleves de paseo.
Don
obedeció y Leyre montó en su lomo, agarrando fuertemente sus crines.
Así
anduvieron un rato y Don preguntaba de cuando en cuando.
¿Vas
bien, princesa?
Estupendamente,
gracias.
El
paso de Don era un poco cansino, y por animarle, Leyre le tiraba de las crines
y golpeaba sus flancos con los talones diciendo:
¡Arre,
arre, caballito!
Al
principio a Don no le gustó que le llamaran caballito, pero luego se acostumbró
y a veces emprendía un trote corto para alegría de la princesa.
Pasaban
bajo unos árboles y Leyre alzó la vista y contempló unos ojos muy grandes
enfocándola desde arriba.
¿Y
eso?
Son
jirafas, comen brotes tiernos de los árboles.
Tenía
un cuello larguísimo, cuatro patas muy finas y manchas grandes en la piel.
¿Tú
comes jirafas?
Nooooo,
son muy altas y dan grandes saltos. Además, no tienen más que huesos.
Ya.
Siguieron
caminando y divisaron a lo lejos una gran nube de polvo. Cuando se acercaron
vieron una manada de grandes animales, con una trompa que les arrastraba casi
hasta el suelo
Al
distinguirlos bien, Don dio media vuelta y se apartó de su camino, dirigiéndose
a un altozano desde el que divisaban la sabana entera.
¿Y
esos cómo se llaman?
Son
elefantes, siempre van en grupo.
¿Tú
comes elefantes?
Nooooo,
son muy poderosos y me podrían aplastar con sus patas enormes.
Ya.
Detrás
de unos árboles divisaron una gran cinta de agua, y hacia ella se dirigieron.
Don
dijo: Ahora verás un hermoso río.
Desde
su elevada posición veía un montón de animales en una islita en medio del río,
con unas bocazas enormes llenas de dientes. Unos descansaban en la arena y
otros se internaban en el río nadando.
¿Y
esos?
Eso
son cocodrilos.
¿Tú
comes cocodrilos?
Nooooo,
tienen la piel muy dura y no hay quien los mastique.
Ya.
Siguieron
andando por la orilla del río y vieron unas cabezotas con ojos saltones de
animales grandes que buceaban de vez en cuando.
¿Y
esos?
Eso
son hipopótamos.
No
me lo digas. Tampoco te los comes.
Pero
¿cómo voy a comerme unos bichos tan grandes? Además, no veas los colmillos que
tienen.
Leyre
quedó pensativa y al fin dijo:
Oye
Don.
Dime,
princesa.
Tú
no comes cebras porque corren mucho.
Correcto.
Ni
jirafas ni elefantes porque son grandes.
Correcto.
Ni
cocodrilos ni hipopótamos.
Correcto.
Perdona,
yo no creo que tú seas el rey de la selva.
Ante
esta afirmación, Don se detuvo, se dejó caer al suelo y se echó a llorar.
Buaaaaaaaaa,
no puedo comerme a nadie, estoy viejo.
A
Leyre le dio pena, le acarició la melena y le dio un beso en la misma.
Venga
rey, no llores, yo soy tu princesa y te quiero mucho, aunque estés viejo.
Siguieron
andando y Leyre pidió.
Ahora
llévame a casa, no quiero que mis padres se preocupen.
¿Vendrás
a verme otro día?
Descuida,
en cuanto mis padres vuelvan por aquí yo te buscaré. Ya conozco tu selva.
Y
Don la llevó y este cuento se acabó.
FIN
Leyre y la
rana Juana
Iba
Leyre un día por una huerta cuando escuchó croar una rana en una charca
cercana.
-
Croac, croac, croac.
Se
acercó a curiosear y cuando la rana la vio, dio un salto y se ocultó entre unos
juncos. Leyre no tenía prisa y se sentó a esperarla. Pasado un rato, la rana no
salía y la niña la llamó:
-
Ranita, ranita, sal que quiero hablar contigo.
Y
al rato la llamó de nuevo:
-
Ranita, ranita, ven, que no te voy a hacer nada.
La
rana no salía y Leyre probó a llamar su atención de otra manera:
-
Ranita, ranita, ¿no serás un príncipe encantado?
La
rana dio dos saltos, alborotada, y se plantó delante de la niña que sonrió al
verla:
-
¿Qué dices de príncipe?
-
Me ha dicho un pajarito que por aquí anda un príncipe encantado en forma de
rana. ¿No serás tú, por casualidad?
-
¿Yooooooooo?
-
Sí tú, no disimules.
-
No disimulo, soy una rana y me llamo Juana.
-
No te creo, tú eres el príncipe encantado, pero la bruja que te encantó no te
permite decirlo.
-
Oye niña.
-
Me llamo Leyre.
-
Bien, Leyre, tú debes leer muchos cuentos de hadas y de brujas, con
encantamientos y todo eso, ¿verdad?
-
Algunos.
-
Pues yo no soy ningún príncipe encantado, que lo sepas.
-
No te creo.
-
¿Por qué tienes que ser tan cabezota?
-
No soy cabezota sino insistente. Déjame que te bese y me convencerás.
-
Yo soy solo una pobre rana y no entiendo de encantos ni de príncipes. ¿Por qué
quieres besarme?
-
Si te beso y no te conviertes en príncipe es que eres sólo una rana.
-
Bueno, bésame y te convencerás.
Pero
antes de que la niña lograse besarla dio otro salto y se alejó. Ella se acercó
e intentó besarla otra vez y la rana saltó de nuevo. Cuando se encontraba un
poco alejada, la rana se quedó quieta un instante.
-
He cambiado de idea, no dejaré que me beses. A cambio te diré una cosa, aquí en
la charca hay una rana rara, rara. Llegó hace poco, nadie la conoce y no es de
ninguna familia de aquí. Tal vez sea ella tu príncipe encantado.
-
Bueno, tráela.
-
Voy por ella.
Y
se alejó saltando y saltando hasta perderse de vista.
Pasó
un buen rato en el que Leyre admiraba los bellos colores de las libélulas con
sus alitas transparentes, que planeaban sobre la charca y a veces se detenían
en el aire, volando. A veces miraba entre los juncos por ver si venía la rana
pero nada distinguía.
Al
cabo regresó la rana Juana con otra de compañía, aunque cada una saltaba a su
aire. Cuando una se paraba la otra saltaba, parecían locas, y así tardaron un
buen rato en ponerse de acuerdo. Al final lograron ajustar los muelles del
salto, llegaron ambas junto a Leyre y se quedaron quietas.
La
rana Juana hizo las presentaciones:
-
Aquí tienes la rana que te dije. Adiós.
-
Adiós, gracias.
Y
la rana Juana se alejó dando saltos.
Leyre
iba a hablar a la nueva rana pero aquella inesperadamente pegó un salto y luego
otro y otro, se acercaba y se alejaba. Cuando la tuvo cerca lanzó una frase para
llamar su atención:
-Ranita,
ranita: ¿eres un príncipe encantado?
-
¿Quién, yo? Croac, croac, croac.
-
¿Eso es un sí o un no?
-
Croac, croac, croac.
-
Pues vaya, no me entero de nada.
Y
seguía saltando y saltando sin parar hasta que Leyre acabó por enfadarse con
ella:
-
Estate quieta de una vez y dime si eres un príncipe. ¿Cómo quieres que te bese
y elimine tu encanto si no haces más que saltar?
La
rana rara dio dos saltos más, se acercó y dijo:
-
Yo no salto.
-
¿Cómo que no saltas? Cada vez que me acerco saltas.
La
rana pegó nuevos saltos y dijo:
-
Esto no es saltar.
-
Bueno, ya vale de bromas. Quédate quieta o no podré besarte y seguirás siendo
por siempre una rana.
-
Yo soy una rana, no quiero que me beses.
-
O sea, que eres un príncipe encantado.
-
Que no, pesada.
Leyre
se acercó a ella poco a poco mientras hablaba para pillarla desprevenida,
agarrarla y besarla aunque no quisiera, a la fuerza, pero la rana se dio
cuenta, saltó de nuevo y escapó.
La
niña quedó pensativa un rato, sentada en una piedra. Y al cabo se alzó de pie y
dijo muy seria:
-
¡Te conjuro a que si eres un príncipe encantado te manifiestes ahora mismo!
Y
la rana rara quedó parada a la vista de Leyre, como fulminada por el conjuro.
La niña se acercó a ella, la alzó del suelo en su mano y le dio un beso.
De
golpe, la rana se convirtió en un apuesto príncipe de melena rubia como el oro,
vestido con hermosos ropajes y montado en un caballo blanco con una estrella
negra en la frente. Leyre quedó admirada ante la visión y dijo:
-
¡Qué guapo!
El
príncipe respondió
-
Gracias, muchas gracias, hermosa niña por tu beso. Tu constancia ha logrado
romper el hechizo que me lanzó aquella bruja malvada. Como premio a tu beso te
invito a venir conmigo a mi reino.
-
Iré contigo, bello príncipe.
El
príncipe le dio una mano y Leyre subió a la grupa del caballo agarrando al
jinete por la cintura.
Luego,
ambos se perdieron en la lejanía al trote del blanco caballo.
FIN
Leyre y el
avestruz
En
una excursión que sus padres hicieron por África con ella, Leyre vio un
avestruz. Al verlo, la niña agitó los brazos y movió mucho las manos para
llamar su atención, pero sólo consiguió asustarlo y que se alejase más.
Después
pensó otra cosa para atraerlo. Puso un puñadito de trigo en su mano abierta y
extendió el brazo ofreciéndolo al avestruz. Cuando ya estaba cerca se miraron y
la niña decidió presentarse:
-
Hola, soy Leyre. ¿Quieres ser mi amigo?, pájaro grande.
-
En primer lugar no soy un pájaro sino un ave. Y después, ¿por qué iba yo a
querer ser amigo de una niña?
-
Muy sencillo, yo soy amiga de todos los animales.
-
¿Qué llevas en esa mano?
-
Trigo.
-
¿Es para mí?
-
Claro.
-
Por si no lo sabes, soy un avestruz, y los avestruces no comemos trigo.
-
¿Y qué coméis?
-
Chocolate.
-
Ja, ja, ja, ja. Los animales no comen chocolate, sólo las personas.
-
Pues yo he comido chocolate y me gusta.
-
¿Ah, sí, y eso cuándo fue?
-
Unos excursionistas dejaron restos de comida y había chocolate y me lo comí.
Estaba bueno.
-
¿Cómo sabes que era chocolate?
-
Se lo pregunté a un avestruz muy viejo y muy sabio que conozco.
-
¿Cómo se llama?, me gustaría conocerle.
-
Se llama Domitilo.
-
Uffff, vaya nombrecito, Doniquilo.
-
No, no, DO-MI-TI-LO.
-
Domitilo, justo lo que yo decía. ¿Me llevarás con él?
-
Bueno, si quieres. Sube y en una carrerita te llevo.
Había
un arbolito cerca y Leyre trepó por él, el avestruz se acercó al árbol y la
niña pudo subirse encima de él agarrando fuerte su cuello.
Leyre
estaba un poco asustada allí tan alto, por eso dijo:
-
No corras mucho, amiguito, eres muy grande y no quiero caerme.
-
Descuida niña, iré despacio.
Y
así marcharon caminando despacio largo trecho, para que Leyre no se cayera,
atravesando una llanura. Llegaron a un valle muy hermoso, donde corría un
arroyo y había arbolitos con frutos silvestres y verde hierba con florecitas en
el suelo.
Allí
vieron a un avestruz viejo, el sabio Domitilo. La niña supo enseguida que era
el sabio porque tenía todas las plumas blancas, como las canas de su abuelo.
Domitilo
se dirigió a ellos de inmediato:
-
Hola, hola, ¿me traes una niña?
-
Se llama Leyre y quería conocerte.
-
Hola, Domitilo, ¿es cierto que los avestruces comen chocolate?
El
avestruz viejo quedó pensativo y luego dijo:
-
Bueno, vamos por partes. Mejor nos sentamos y charlamos tranquilamente.
La
niña bajó del avestruz y todos se sentaron en el suelo. Después, Domitilo
explicó:
-
Los avestruces podemos comer muchas cosas, entre ellas chocolate.
-
Ajá.
-
Pero lo que más comemos son hierbas, hojas y frutos de árboles.
-
¿No coméis trigo?
-
¿Qué es trigo?
-
Con lo que se hace el pan.
-
¿Qué es el pan?
-
Vaya, me han dicho que eres sabio, pero no lo pareces. No sabes nada de nada.
-
Oye, niña, no me faltes al respeto. Yo sé muchas cosas que tú ignoras.
-
A ver cuales.
-
¿Tú sabes que los avestruces comemos piedras?
-
¿Piedraaaaaaaaas? No me lo creo.
-
Pues es verdad, ¿quieres verlo?
-
Sí.
Domitilo
se puso en pie y buscó hasta encontrar unas piedrecitas, que se tragó una a una
picoteando, como hacen las gallinas con el trigo.
-
¡Qué bruto! Ahora te pesará mucho la tripa.
-
No me pesa.
Eso
hizo pensar un poco a Leyre, que dijo:
-
Comemos para alimentarnos.
-
Cierto.
-
¿Las piedras son un alimento?
-
Has acertado, las piedras NO son un alimento.
-
Y entonces, ¿por qué te las tragas?
-
Para ayudar a digerir otros alimentos.
-
¿De verdad, no me mientes?
Domitilo
se ofendió un poco.
-
Yo no miento nunca.
-
Perdona, es que me choca.
-
Bueno, hoy ya aprendiste algo.
-
Vale, gracias.
Como
vio que había metido la pata, Leyre decidió seguir con el chocolate.
-
¿Tú has comido chocolate, te gustó, de qué color es?
-
Sí, he comido chocolate y sabe raro, algo amargo, sobre todo el negro. El
chocolate puede ser blanco, negro o marrón.
-
¡Qué bárbaro! Es verdad que eres sabio.
-
Bueno, soy viejo y los viejos sabemos cosas.
-
¿Cómo mis abuelitos?
-
Eso es.
Quedaron
un rato callados y luego Leyre siguió:
-
¿Sabes cuántas estrellas hay en el cielo?
-
¿Lo sabes tú?
-
No vale responder a una pregunta con otra.
-
Pero tu pregunta era tramposa.
-
¿Por qué?
-
Tú ya sabes que hay muchas estrellas y que no se pueden contar.
-
Es verdad, me lo dijo abuelito una noche, cuando él y yo contamos estrellas.
-
¿Contaste muchas?
-
No sé, cien mil.
-
¿Y había más?
-
Muchas más, pero me cansé de contar, me dio sueño y me fui a dormir.
-
¿Te gustan las estrellas?
-
Mucho, pero me gustan más los animales.
-
¿Y eso por qué?
-
Porque les doy de comer como a las gallinas de abuelita, y si son grandes como
los avestruces puedo subirme en ellos si son mis amigos y así me paseo.
Se
tocó la tripa y dijo:
-
Me está entrando hambre, ¿no tenéis nada de comer?
-
Si quieres piedras hay muchas.
-
Ja, ja, ja, piedras, con lo duras que son.
Y
lo pensó un poco más.
-
Tengo que marcharme, es hora de comer y mis papás me echarán de menos. ¿Me
llevas a casa?
-Claro,
niña, sube.
Antes
de subir se despidió.
-
Adiós Domitilo he aprendido muchas cosas contigo.
-
Yo también te quiero, hasta la vista.
Leyre
subió en el avestruz que la llevó a casa, y este cuento se acabó.
FIN
Leyre y el mono Mico
Iba
Leyre una vez por el bosque buscando flores para hacer un ramito cuando vio un
mono dando saltos de rama en rama. Tantos saltos daba que la mareaba y por eso
lo llamó.
-
Monito, monito, mira lo que tengo para ti.
Extendió
la mano con un terrón de azúcar en ella, porque sabía que a los animales les
gustan los dulces.
El
mono dejó de dar saltos y la miró. Viendo que era una niña inofensiva se acercó
con miedo, tomó el terrón de azúcar, se apartó un poco y después de sentarse en
el suelo le quitó el papel y se lo comió.
-
Te gusta, ¡eh, pillín!
El
mono no respondió, pero sí le gustaba, por eso se quedó junto a la niña, por si
le daba otro.
Leyre,
siempre educada, se presentó:
-
Hola, yo soy Leyre, ¿tú como te llamas?
El
mono nada respondió y los dos se miraron un rato sin hablar.
-¿No
vas a decirme nada, te comió la lengua el gato?
El
mono seguía sin hablar, y Leyre se decidió:
-
Ya está, te llamaré Mico. ¿Te parece bien?
Al
cabo de un rato, el mono respondió:
-
Vale.
Ambos
se sentaron sobre las hojas para charlar más a gusto.
Dijo
Leyre:
-
Ya he visto que saltas muy bien, quiero que me enseñes a dar saltos mortales.
-
¿Saltos martales?, ¿qué es eso?
-
Mortales, se dice mortales. Es dar una voltereta en el aire tú sola, para
adelante o para atrás.
-
No entiendo.
Leyre
se levantó y dio una voltereta lateral usando las manos.
-
Esto es una voltereta, un mortal es lo mismo, pero sin usar las manos.
Mico
se levantó sin decir nada y saltó a un lado y a otro, adelante y atrás, a toda
velocidad.
Leyre
le detuvo con gestos:
-
Para, para, no tan rápido, que me mareo.
Mico
se paró y la miró.
-
Ahora enséñame.
-
Tú eres una niña y no aprenderás.
Leyre
se enfadó y dio una patadita en el suelo.
-
¡Sí que aprenderé!
-
Bueno, pero antes deberás entrenar.
-
Entrenaré, tú enséñame.
-
Empieza por dar cien saltos sin moverte del sitio.
-¿Cieeeeen?
-
Cien para empezar.
Mico
se sentó contemplándola tranquilamente y Leyre se puso a saltar y saltar pero
se le olvidó contar. Por descansar un poco se detuvo y preguntó:
-
¿Cuántos saltos llevo?
-
No sé, no los he contado, tú sigue.
Leyre
siguió saltando y saltando hasta que no pudo más y se detuvo.
-
Voy a descansar un poco.
-
Si quieres dar saltos mortales no puedes cansarte, sigue, sigue.
Y
Leyre siguió y siguió hasta que se cansó de veras, deteniéndose.
-
Estoy reventada, no puedo más.
Y
se dejó caer sobre la hierba y las hojas.
Mico
se acercó a ella y le tocó la pierna. Lo que tocó no le gustó nada.
-
Estás flojucha, así nunca darás saltos mortales.
Leyre
estaba tumbada recuperándose de tanto ejercicio. Sacó un terrón de azúcar, le
quitó el papel y se lo comió. Mico estiró la mano.
-
Dame uno.
-
No, enséñame primero.
-
Vale, pero no puedes ser tan flojucha.
Mico
fue mirando varios árboles cercanos con atención, hasta que se detuvo frente a
uno que le gustó.
-
Fíjate bien y trata de hacer lo mismo que yo.
Se
apartó del árbol unos pasos, pegó una carrerita, caminó sobre el tronco, dio
una voltereta y cayó al suelo de pie.
Leyre
aplaudió entusiasmada.
-
Bien, bien, bien. Hazlo otra vez.
Y
Mico lo hizo de nuevo a toda velocidad, sin esforzarse.
Luego
se detuvo y pidió:
-
Ahora tú.
-
Yo no sé hacer eso.
-
Vamos, inténtalo.
-
No.
-
Venga.
-
Me caeré.
-
Pues te levantas.
-
No.
-
Cagona, más que cagona, así nunca darás saltos mortales.
Enfurruñada,
Leyre cruzó los brazos y dijo:
-
Para ti es fácil porque eres un mono, pero yo soy una niña y no sé saltar ni
correr sobre el tronco de un árbol.
-
Entonces sigue saltando.
-
¿Cuántas veces?
-
Otras cien.
-
¿Cieeeeeen?
-
Cien por lo menos.
-
Vale, todo menos intentar correr sobre un tronco.
Y
se puso a saltar y saltar y saltar, horas y horas. Descansaba, comía un
terroncito de azúcar y seguía saltando.
Pasado
un tiempo, Mico la detuvo con un gesto de la mano y dijo:
-
Otra cosa. La voltereta esa no estuvo mal. Cada cincuenta saltos da cuatro o
cinco volteretas seguidas.
-
Me pides mucho.
-
Es necesario.
-
Vale.
Cuando
se encontró preparada le dijo a Mico:
-
Ya estoy dispuesta. Corre otra vez sobre el tronco del árbol, que yo te vea.
Y
Mico lo hizo a toda velocidad.
-
Más despacio, pidió Leyre.
-
Si voy más despacio me caigo, esto hay que hacerlo a toda velocidad. A ver,
inténtalo.
La
niña se decidió a hacerlo. Cogió carrerilla y casi le sale a la primera, aunque
cayó al suelo mal. Se levantó y sacudiéndose el polvo dijo:
-
No me he hecho daño.
Luego
dio otra carrerita, corrió sobre el tronco y consiguió caer medianamente bien.
Mico
la animó sin mucho entusiasmo:
-
No está mal.
Leyre
protestó:
-
¡Lo hice muy bien!
-
Para ser una niña no está mal.
Se
sentaron, Leyre sacó dos terrones de azúcar y le dio uno a Mico. Ambos se los
comieron.
-
Ahora enséñame a dar saltos mortales sin árbol.
-
Eso es más difícil. Tú sigue entrenando y lo conseguirás.
Se
dieron la mano, se dijeron adiós, y este cuento se acabó.
FIN
Leyre y el
cocodrilo Troncho
Leyre
encontró un día por la selva un pequeño cocodrilo que se movía lentamente, como
cansado, daba un paso y luego otro y apenas avanzaba. Estuvo mirando su andar
patoso desde atrás, llegó hasta él y le saludó:
-
Hola, cocodrilito.
El
cocodrilo volvió su cabeza, grande y con la bocaza llena de dientes, y
respondió:
-
Ah, hola.
-
¿Te has perdido?
-
¿Por qué lo dices?
-
He oído que los cocodrilos viven en el agua o cerca de ella, y por aquí no se
ve un río ni agua de ninguna clase.
-
Es verdad, me he perdido, ¡buaaaaaaaaaa!
-
No llores, hay que ser valiente, yo te ayudaré a encontrar a tu mamá.
Y
se puso a su lado y echaron a andar.
La
niña no podía estar callada mucho rato, por eso dijo al poco:
-
No me he presentado. Me llamo Leyre, ¿y tú?
-
Troncho.
-
Con ese nombre te reirás mucho.
-
¿Por qué?
-
Siempre se dice: me troncho de risa
-
¿Ah, sí?
-
Como lo oyes.
-
Vaya.
-
Tú eres el troncho y yo la risa, ja, ja, ja, ja.
Y
la niña se reía agarrándose la tripa.
Luego
siguieron andando y andando sin rumbo hasta que se detuvieron, cansados.
-
Oye Leyre.
-
Dime, Troncho.
-
¿Seguro que sabes dónde está el río?
-
Seguro.
-
Pues no lo parece.
-
¿Por qué?
-
Porque damos vueltas y vueltas y yo no veo el río por ninguna parte.
La
niña se calló porque nada tenía que añadir.
Al
rato vieron un pez dando saltos por el sendero y Leyre pensó: a este pez le voy
a preguntar dónde está el río y me lo dirá.
Pero
Troncho pensó otra cosa y cuando estuvo más cerca, abrió su bocaza y se lo
zampó.
La
niña protestó en el acto:
-
¡Oye!, ¿por qué hiciste eso?
-
Yo como peces.
-
Pues sí, ahora no sabremos dónde está el río.
-
No estará lejos, huelo el agua y un pez no puede saltar mucho.
-
¿Y si en vez de un pez te has comido una rana?
-
Pues sabía a pez.
-
¿Cuántas ranas has comido en tu vida?
-
Muchas, y eso no era una rana, te lo aseguro.
-
Bueno, habrá que esperar que pase otro animal, sea rana o pez, para
preguntarle.
-
Vale, esperaremos, yo ya he comido.
Y
esperaron sentados un rato largo, hasta que vieron deslizarse una serpiente
entre las hojas caídas en el suelo. Leyre fue corriendo hacia ella.
-
Señora serpiente, señora serpiente, ¿sabe dónde queda el río?
-
Ni idea.
Y
se marchó a su tarea.
La
niña volvió junto al cocodrilo y dijo:
-
Mala suerte. Nos hemos encontrado a la serpiente más tontorrona de la selva.
-
¿Y eso?
-
No sabía dónde está el río.
-
Mejor no hablemos de tontorrones.
-
¿Por qué?
-
Aquí hay una niña, y no miro a nadie, que hace un rato dijo que sabía el camino
al río.
Leyre
miró en todas direcciones, disimulando:
-
¿Dónde, dónde?
-
Aquí mismo, eres tú. Antes dijiste que sabías el camino y parece que no.
-
Es verdad, me he perdido, como tú.
-
Ahora somos dos los perdidos: tú y yo. ¡Buaaaaaaaaa!
-
¡Buaaaaaaaaaaa!
Lloraron
un ratito sin soltar una sola lágrima, como les pasa siempre a los cocodrilos y
a veces a las niñas, y luego pararon de golpe.
Leyre
habló a continuación:
-
Llorando no vamos a ninguna parte. Será mejor que esperemos otro animal
acuático.
-
¿Cuáles son los animales acuáticos?
-
Los que tú te comes, como ese pez o rana que te zampaste.
-
¡Ah, ya!
-
Si aparece otro no te lo comas, por favor, o nunca encontraremos el camino.
-
Vale, mantendré la boca cerrada.
Y
esperaron y esperaron, pero no aparecía ningún animal que les indicase el
camino.
La
niña dijo:
-
Troncho.
-
Dime.
-
Yo creo que asustas a los animales acuáticos.
-
¿Por qué?
-
Porque tienen miedo de que te los comas.
-
Ya he dicho que no me los voy a comer.
-
Pero ellos no lo saben.
-
Ya.
-
Será mejor que te escondas, de mí no tendrán miedo.
-
Bueno.
Y
se escondió.
Leyre
quedó sola y se levantó del suelo y comenzó a dar paseitos para acá y para
allá. A la vez cantaba para quitarse el miedo de encontrarse perdida:
-
Yo soy una niña buena,
Una
niña buena de verdad
Que
me gusta cantar
Y
me gusta reír
Y
me gusta bailar así.
Y
se puso a bailar levantando los brazos y girando sin cesar. Lo hacía muy bien
pues en el cole iba a clase de baile, y poco a poco los animales que pasaban
cerca se paraban a mirarla. Cuando terminó de bailar preguntó a los animales
que se habían congregado a su alrededor:
-
A ver, ¿cuál de vosotros sabe decirme dónde está el río?
Un
hipopótamo muy grande, dijo:
-
Yo voy para allá.
-
Vale, iremos contigo porque tengo un amigo.
Y
llamó con fuerza:
-
¡Troncho, Troncho, sal, aquí hay un amable hipopótamo que nos llevará al río!
Troncho
salió y Leyre le presentó:
-
Este es Troncho, mi amigo.
El
hipopótamo les miró y dijo después:
-
Vamos, el río está cerca.
Marcharon
detrás del hipopótamo y enseguida llegaron al río. Troncho encontró a su mamá y
Leyre a la suya, que estaba descansando sentada en un árbol caído.
Y
los cocodrilos se metieron en el río, y la niña a su mamá halló y este cuento
se acabó.
FIN
Leyre y el ciervo Alejandro
En
uno de sus paseos por el bosque, Leyre descubrió un ciervo con grandes cuernos
desde un árbol al que se había subido. Pese a estar lejos le saludó con la mano
y le hizo señas para que se acercara. El ciervo era tan curioso como la niña y
se acercó pasito a paso hasta llegar al pie del árbol. Ella se presentó:
-
Hola, me llamo Leyre, ¿y tú?
-
Yo soy Alejandro.
-
¿Quieres darme un paseo por tu bosque?
-
Claro, te presentaré a mis amigos.
Acercándose
al árbol dijo:
-
Sube y agárrate bien.
Leyre
lo hizo, se acomodó bien y el ciervo echó a andar.
La
niña iba encantada, viéndolo todo desde allí arriba. Los pájaros pasaban a su
lado, cantando y piando. También vio ardillas saltando de árbol en árbol y
trepando por el tronco y las ramas a toda velocidad.
Llegaron
a un claro del bosque y se detuvieron. Varios animales se fueron acercando,
curiosos, y al cabo la niña descendió de Alejandro que dijo:
-
Esta niña se llama Leyre. Estos son mis amigos: Pedro el conejo, Petra la
ardilla, Alfredo el raposo, Gerda la nutria, los pájaros Pic y Poc, Dina la
serpiente y muchos más.
Y
todos se lanzaron a preguntar a la vez, a tontas y a locas, a la niña y a
Alejandro:
-
¿Tú qué eres?, ¿por qué estás aquí?, ¿de dónde has sacado a esta niña?, ¿cómo
te hiciste amigo de ella?, ¿qué comen las niñas?, ¿qué llevas en los pies?,
¿por qué no usas las manos para caminar?, ¿cómo dijiste que te llamabas?
Gritando
un poco, Alejandro se impuso a aquella algarabía:
-
¡Vale, vale!, un poco de orden, por favor. Así no hay quien se aclare. Quedaos
quietos y callados y os lo explicaremos todo.
Volviéndose
a Leyre dijo:
-
Diles algo, niña.
-
Soy una niña a quien le gustan los animales, por eso estoy aquí. A veces, las
niñas usamos calcetines y zapatillas deportivas para los pies. ¿Qué más queréis
saber de mí?
-
¿Qué comen las niñas?
-
De todo: carne, pescado, verduras, fruta.
-
¿Y las zapatillas deportivas de color rosa?
-
Me gusta el rosa.
-
¿Y esas uñas pintadas de verde?
-
Lo hago por divertirme.
Aquí
intervino Alejandro:
-
Vale, no importunéis más a la niña, pensará que todos mis amigos son unos
pesados.
Y
Leyre repuso:
-
No, nada de eso. Son un encanto. ¿Y si jugamos al escondite?
Respondieron
todos a la vez, como siempre:
-
¿Y eso cómo se hace?, menudo rollo, ¿qué significa jugar?, no me gusta jugar,
¿qué es un escondite?
Leyre
alzó la mano y la voz:
-
¡Vale!, os lo diré en dos palabras. Uno se queda en la base. Se tapa los ojos.
Cuenta hasta cuarenta. Mientras tanto los demás se esconden. Cuando acaba de
contar los busca. Al primero que encuentra se queda la siguiente vez. ¿Habéis
entendido?
Y
otra vez la respuesta múltiple y el follón:
-
Yo no sé contar, ¿cómo se esconde uno?, qué es eso de contar?, no me gusta, ¿dónde está la base?, ¿cómo se
coge al primero?, ¿quién se queda?
Y
Leyre fue paciente para seguir explicando el juego:
-
Bueno, escuchadme otra vez. Yo me quedo la primera y así aprendéis. Este árbol
será la base. Cuando empiece a contar, cada uno debe esconderse. Luego tengo
que buscaros y encontraros si puedo. Alejandro es muy grande y no puede jugar.
Y
Alejandro se molestó:
-
¿Por qué?, yo quiero jugar. Todos juegan y yo no, no hay derecho. Si quieres
ser mi amiga tienes que dejarme jugar.
-
Vaaaaaale, tú también juegas. Ahora escondeos, que ya cuento.
Y
volviéndose de espaldas se aproximó a un gran árbol, se tapó los ojos con la
mano y empezó la cuenta:
-
Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho…
Todos
echaron a correr para esconderse menos la ardilla. Cuando la niña llegó a
veinte se acercó la ardilla, le tocó una pierna y dijo:
-
Leyre.
-
¿Qué quieres?
-
Yo no sé esconderme.
-
¿Cómo que no?, sube a un árbol y quédate quieta.
-
¿Cuánto tiempo?
-
Un rato.
-
¿Cuánto rato?
-
No lo sé, tú sube a un árbol y espera un rato.
-
Bueno.
Y
Leyre siguió la cuenta:
-
Veintiuno, veintidós, veintitrés, veinticuatro…
Al
terminar la cuenta se volvió:
-
¡Y cuarenta! ¡Voy!
Empezó
a mirar detrás de los árboles y no veía a nadie, miró por las ramas de los
árboles y nada, y siguió andando y buscando. Pero como no sabían jugar no
salían ni se acercaban a la base para salvarse.
La
niña siguió mirando y mirando por todos lados, y a nadie veía y nadie se movía.
Al final se sentó en el suelo, cansada y un poco aburrida porque un juego es
para divertirse y ella no se divertía.
Un
buen rato después, los animales se iban acercando, y como la veían quieta y
callada preguntaban en tropel:
-
¿Qué te pasa?, me canso, ¿este es el juego?, vaya rollo, ¿estás aburrida?, ¿te
duele algo?, háblanos, ¿por qué no dices nada?
Poniéndose
de pie contestó a todos:
-
Vale, vale. No sabéis jugar aunque yo me quede. Después de esconderos hay que
ir saliendo poco a poco. Yo os busco por un sitio y vosotros salís por otro.
Tenéis que llegar a la base antes que yo y tocar el árbol y estaréis salvados.
Si yo veo a alguien y toco el árbol antes que él, lo he pillado y se queda la
siguiente vez. ¿Lo entendéis ahora?
Y
la respuesta conjunta:
-
Sí, no, bueno, no me he enterado, así así, haberlo dicho antes, ¿cuál es la
base?, ¿nos escondemos sí o no?
-
Venga, yo cuento otra vez. Os escondéis. Yo busco por un sitio y cada uno si
puede se escapa por otro lugar y llega al árbol antes que yo. ¿Estamos?
-
Sííííííí.
Y
Leyre se dirigió de nuevo al árbol, puso el brazo sobre sus ojos, apoyado en el
árbol, y comenzó de inmediato a contar:
-
Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve…
-
Y cuarenta.
Se
volvió y dijo:
-
Allá voy.
Salió
poco a poco a buscarlos. A la primera que vio fue a la ardilla, pero no hizo
caso, como si no la hubiera visto, e hizo lo propio con la serpiente. Siguió
andando hacia otro lado, pero ni la ardilla ni la serpiente salían corriendo ni
reptando en dirección al árbol. Ninguna entendía el juego.
Siguió
mirando y mirando, cada vez más lejos del árbol. Poco a poco, todos los que
jugaban salían corriendo, volando o reptando, y tocaban en el árbol y se
quedaban al lado, tan contentos.
Leyre
se propuso no ver a ninguno para que todos aprendiesen el juego y quedarse de
nuevo y que se divirtieran. Así lo hizo. Hasta Alejandro, que no podía
esconderse en ningún lado porque los cuernos se le veían enseguida, salió
trotando y llegó al árbol antes que la niña.
Como
estaban todos allí, la niña dijo:
-
Vale, me quedo otra vez. Ya podéis esconderos que cuento de nuevo: Uno, dos,
tres, cuatro, cinco, seis…
Y
se produjo la desbandada, cada uno por su lado, algunos chocaron entre sí de
los nervios, se levantaron y siguieron corriendo a esconderse.
-
Y cuarenta. Voy.
Esta
vez Leyre decidió ser más prudente y miró bien, descubriendo a la primera al
raposo Alfredo, que se quedó quieto mientras ella corría hacia el árbol,
paralizado porque la había visto. La niña dijo:
-
Por Alfredo.
Se
alejó del árbol mirando por aquí y por allá, pero no pudo pillar a ningún otro.
Cuando estaban todos allí le dijo a Alfredo:
-
Ahora te quedas tú.
-
¡Yo no me quedo!
-
Te toca porque te he pillado.
-
Yo quiero esconderme.
-
No puedes, ahora te toca contar y nosotros nos escondemos.
-
Yo no juego.
-
Eso no vale, cuando pierdes te toca quedarte y contar.
-
Yo no he perdido.
-
Que sí.
-
Además, no sé contar.
-
Pues no cuentes. Te vuelves de espaldas y esperas un rato hasta que todos nos
hayamos escondido.
-
¡No quiero!
-
Por favor, Alejandro. Dile al raposo que debe quedarse quieto y no mirar
mientras nos escondemos.
Alejandro
intervino para convencerle.
-
Venga, Alfredo, pórtate bien. Vuélvete de espaldas y no mires mientras nos
escondemos.
-
No quiero, es un rollo, yo quiero esconderme, ¿cómo voy a contar si no sé?
Con
paciencia insistió Alejandro:
-
Venga, Alfredo, venga.
Alfredo
se volvió y se puso junto al árbol y todos corrieron a esconderse. Pero en vez
de taparse los ojos, como era algo tramposillo, por un ladito miraba para ver
dónde se escondía cada uno. Pasado un rato dijo:
-
Allá voy.
Y
marchó directamente hacia donde se había escondido Gerda la nutria. Llegó al
escondite, la vio y echó a correr hacia el árbol a toda velocidad, seguido de
Gerda. Alfredo llegó antes, tocó el árbol y dijo:
-
Por Gerda.
Y
así fue uno a uno descubriéndolos a todos, uno tras otro, por lo que Leyre supo
que había hecho trampa mirando para ver cómo se escondían, pero no dijo nada.
Le
tocó quedarse a Gerda, la primera pillada, y la niña preguntó:
-
¿Sabes contar?
-
Claro, yo aprendí en la escuela. Aquí todos sabemos contar aunque algunos digan
lo contrario.
-
Vale, pues tápate los ojos y cuenta hasta cuarenta.
-
Bueno.
Gerda
se volvió y apoyó en el árbol, pero tampoco se tapó los ojos y miraba como
antes hizo Alfredo. Empezó a contar lentamente porque era su carácter:
-
Uno.
Y
al rato:
-
Dos.
Y
luego:
-
Tres.
Y
después:
-
Cuatro.
Y
así continuó cada vez más despacio hasta
llegar a cuarenta.
Cuando
terminó algunos se habían dormido en su escondite por el tiempo transcurrido,
entre otros Leyre.
Poco
a poco fueron apareciendo todos ante el árbol, unos pillados por Gerda y otros
no, pero la niña no aparecía y acabaron pensando que se había perdido, por lo
que salieron a buscarla gritando por todos lados:
-
¡Leyre, Leyre!, ¿dónde estás? Contesta.
Y
miraban y miraban y no la encontraban. Los pajarillos Pic y Poc, al volar tan
rápido acabaron dando con ella y avisaron a los demás:
-
¡Está aquí, está aquí!
Todos
fueron a verla: corriendo, arrastrándose y volando. Con el ruido, la niña
despertó:
-
Ah, hola, creo que me he dormido. Como contaba tan despacio y tenía sueño.
Replicó
Alejandro.
-
Menudo susto nos has dado, no te encontrábamos por ninguna parte. Se está
haciendo de noche, ¿no quieres volver con tu mamá?
-
Sí, anda, acércate a esa piedra que me subo.
Se
subió y se despidió de todos.
-
Adiós, me lo he pasado muy bien. Otro día volveré y jugamos de nuevo.
Respondieron
en tropel como siempre:
-
Adiós, niña guapa, somos tus amigos, aquí nos tienes, no nos olvides, adiós,
adiós, adiós.
Y
Leyre saludando con su manita se alejó, y este cuento se acabó.
FIN
Precioso cuento.
ResponderEliminarSe siente uno rejuvenecer, ¡quizás demasiado!, pero el aire puro e inocencia que transmite, menos infantil de lo que parece, es cuanto menos sorprendente y encantador.
Enhorabuena, Eloy.