Hoy hacía un día
desapacible de invierno en Madrid. Paseando casi sin rumbo, me vi de pronto
ante la entrada de mi querido Ramiro.
Había estado
pensando en el paseo en la visita de Guijarro, el cura secular de la promoción,
en la última comida con ambos, en la trágica muerte de Ángel, en su hija
empapada en lágrimas….
Entré como suelo
hacerlo con frecuencia, al recinto, y empecé a asociar los lugares por los que
antaño estábamos, con los recuerdos de Ángel.
Me paré ante la
clase en la que tengo certeza que ya estábamos juntos. Cerré los ojos y vi a un
niño regordete, con flequillo y pelo corto, con cara de travieso, gafitas,
pantalones cortos de pana y un jersey a rayas blancas y marrones, que me
sonreía de manera burlona.
Un poco más allá
me vi a mi mismo jugando con él y otros compañeros al clavo, juego que
practicábamos después de las lluvias. Estábamos disfrutando con el juego.
Llegué en mí
deambular al foso, y me vi jugando con él a las chapas, otro de sus juegos favoritos.
Accedí a la antigua plaza del Caudillo, de nuevo cerré los ojos y estábamos
intercambiando cromos en el recreo que era otro de los pasatiempos siempre
deseado.
Al pasar por
donde estuvo el Canalillo, no pude por menos, que con un nudo en la garganta,
ver de nuevo escenas del pasado como la de tirar piedras al guarda, o poner
petardos para volar el candado de su garita, entre risas y algarabías de todos
los que participábamos. O como echamos papelitos ante el internado para pedir a
Brañas nuestro balón (aunque no jugábamos al futbol). Ángel disfrutaba con
aquellas travesuras en las cuales empleaba su vitalidad a fondo.
Mirando hacia
donde estaban los desmontes antaño, vi a Ángel sonriendo pícaramente encender
la mecha de uno de nuestros cohetes de fabricación casera.
Desde el patio
de columnas veía la ventana de la antigua clase de 1º A y recreé de nuevo algo
que nunca he olvidado, y es como me explicó gráficamente con las manos el
significado de la palabra “follar”. Un maestro.
Al salir del
recinto paseé por donde solíamos ir Iradier, Ángel, Quiñones y yo. Éramos malos
en baloncesto y futbol los cuatro, lo cual hizo que fuésemos amigos varios años.
Sentado en una
cafetería recordé cuando íbamos a casa de Iradier, en la calle de Víctor
Pradera y Ángel leía comics de la gran colección que Carlos tenía y que dejaba
con generosidad.
Le recordé
contando chistes en mi casa mientras merendaba un bocadillo.
Siempre bromista
y juguetón, en aquellos años se me quedó dentro, como un gran amigo, de
confianza y siempre preparado para contarte cualquier cosa que hiciese reír.
Imitaba a algún
profesor, aumentando sus defectos, ante nuestro jolgorio.
Y pasé por el
Espíritu santo a pedir por él, para que siga siempre con nosotros, esté donde
esté.
Manolo 23.01.13
Estas líneas son para mí la mejor semblanza que se puede escribir de nuestro Angelote que,de como los demás que se fueron, sigue con nosotros
ResponderEliminar