Cómo llegar a ser un buen enfermo de
herpes zoster
(Monólogo
torturado de un hombre con su bestia)
Por
Eloy Maestre Avilés
A Pilar,
compañera de mi vida, que sufre a mi lado
Al doctor
Octavio Vellón, con mi eterno agradecimiento
A los millones
de dolientes enfermos del mundo entero
Personajes por orden de aparición
- Eloy, yo mismo. Veterano a
punto de jubilarse con 65 años al comienzo de los hechos. Hasta hace bien poco
se jactaba de su buena salud.
- Herpes zoster. Un mal
bicho. Apareció por sorpresa un 4 de junio de 2012 y se extendió alevosamente
por mi cuerpo durante tres días seguidos para mi tormento.
- Pilar, mi mujer
amada y enfermera favorita. La primera en detectar inmediatamente el herpes zoster
maldito sin ser médico, que tiene más mérito.
- Médico 1. La
doctora de Urgencias de mi ambulatorio. Diagnosticó el mal y prescribió los
primeros remedios para atajarlo: Aciclovir 800 mg cinco veces al día, solución
de sulfato de cobre al 1 por 100 y pomada Aciclovir, ambas en las heridas, una
después de otra y diversos calmantes.
- Boticarias. Las de la
farmacia de la esquina de General Perón con Orense. Amables y eficientes,
escuchan a los dolientes.
- Médico 2. La
dermatóloga de Urgencias de La Paz. Joven
y resuelta. Modificó el tratamiento para mi bien.
- Médico 3. Los de
Consultas Externas de La Paz ,
adonde acudí el día siguiente de mi visita a Urgencias. Tras contemplarlo, una
doctora calificó mi herpes zoster de “muy hermoso”. Ella no lo sufría como yo.
- Médico 4. El mío de
cabecera del ambulatorio. Amable y muy preparado para detectar y combatir todo
tipo de dolencias. Abomina de las tareas administrativas. Golpea con el índice
de su mano derecha el teclado del ordenador para que las recetas se entiendan.
- Médico 5. El de
Miguel Esteban, Toledo, recomendado por mi nuera Ana. Inspira confianza a los
pacientes y destila sabiduría en cada palabra que pronuncia. Modificó el
tratamiento introduciendo Betadine para las heridas e Hidroxil B12-B6-B1 y
Núcleo CMP Forte para recuperar el tejido nervioso dañado por el virus. También
la ducha salvadora.
- Médico 6. Segunda
consulta en Urgencias de La Paz. Dermatóloga
a quien logré poner de mala uva con mi escenificación de la dureza de mi
enfermedad. Su veredicto me trastornó al principio y me tranquilizó al fin.
Excelente profesional dispuesta a devolver los golpes verbales.
- Médico 7. Anónimo. Mi
médico de cabecera suspendió el tratamiento y me envió al especialista. El
dermatólogo elegido fue de la Cruz Roja ,
de la Avenida
de Reina Victoria de Madrid, y la fecha un 11 de septiembre, apenas dos meses y
un día después de la petición. El médico seguirá siendo anónimo porque no
pienso acudir a tal cita tardía e innecesaria.
ÍNDICE
1.- Crónica del brote
2.- El dolor
3.- ¿Enfermo bueno o malo?
4.- Pasear y pasear
5.- En deuda con el tigre
6.- Otra noche
7.- Tres etapas
8.- El tigre al aire
9.- Arbitrando soluciones
10.- El tigre me hace cosquillas
11.- ¿Una sola parada?
12.- Demasiado jugueteo
13.- Un día estupendo
14.- Las brasas o el fuego
15.- Las horas tranquilas
16.- El agua de Fresnosa
17.- Una sola parada y sin calmantes
18.- Santi y Clara se han casado
19.- ¡Eureka!
20.- ¿Una intoxicación?
21.- Por el día
22.- El monstruo ha crecido
23.- Dolor – Picor
24.- Volver a la senda
25.- Paciencia, paciencia
26.- La vida en calzoncillos
27.- Proyectos locos
28.- Un ataque sostenido
29.- Editando mis textos
30.- Infame calor
31.- Humedad relativa del aire
32.- Desánimo
33.- Pasear con la fresca
34.- Un señorito remilgado
35.- Mañanas y tardes
36.- Momentos mágicos
37.- Las horas malas
38.- Dos meses
39.- Dolencias antiguas
40.- ¿El principio del fin?
41.- Esto se ha terminado
42.- Feliz
FIN
Autocrítica
Despedida
Agradecimientos
Crónica del brote
Para ser un buen enfermo conviene
mostrar el desarrollo de la enfermedad desde el primer momento y eso voy a
hacer. Dos manchitas en la espalda apenas granulosas al tacto las percibí al salir
de la ducha un lunes 4 de Junio de 2012, que mi mujer dictaminó al instante
como un “herpes zoster”, tal vez por observarlo con detalle en su madre que
antaño lo padeció. Con su impulso decidido fui al médico de Urgencias esa misma
mañana, que lo diagnosticó como ella, prescribiendo los remedios y comenzando
el tratamiento de inmediato tras pasar por la farmacia y adquirir los
medicamentos: Aciclovir 800 mg cinco
veces al día, cada cuatro horas. Remoje de las heridas con una solución al 1
por 100 de sulfato de cobre, alternado con remoje con pomada Aciclovir. También
recetó calmantes para el dolor.
Entre el lunes y el miércoles brotó
con inusitada fuerza el maldito hasta el punto de asustarme, por lo que fuimos
Pilar y yo a Urgencias de La Paz
en Madrid a ver lo que decían los especialistas. Allí, la dermatóloga confirmó
el diagnóstico modificando el tratamiento en lo referente a la pomada que debía
aplicarse a las heridas después de que fueran remojadas con sulfato de cobre al
1 por 100. La variación consistió en que en vez de aplicarme pomada de Aciclovir,
el mismo compuesto que ingería cinco veces al día en pastillas, debía embadurnarme
con una pomada llamada Fucidine, un antibiótico según indicó, alegando que la
pomada y las pastillas del mismo preparado estaban claramente contraindicadas.
La dermatóloga que me atendió me
prescribió un análisis de sangre para descartar otros posibles problemas, lo
que realizaron de inmediato entregándome los resultados en breves minutos. Me
citó en consulta a la mañana siguiente para ver los resultados del análisis y
obrar en consecuencia.
La mañana siguiente acudí a Consultas
Externas donde la doctora dijo que los análisis estaban bien y expuso el caso
ante sus colegas, que pudieron contemplar mi torso desnudo ante el cual
confirmaron el diagnóstico de la enfermedad. Una de ellas, la más veterana y
sabia, afirmó de mi mal que era “muy hermoso”, y me mordí la lengua por no
soltarle una impertinencia. También confirmaron el tratamiento, y ante mis
dudas sobre la efectividad de los calmantes, me los cambiaron de uno de Paracetamol 1
g sin pizca de
codeína cada ocho horas a otro de 500 mg de Paracetamol con 30 mg de codeína
con la misma regularidad. Me advirtieron que el lunes siguiente debía volver a
mi médico de cabecera dándole cuenta de todos los pasos seguidos para que
realizase el seguimiento de la enfermedad.
Ese primer fin de semana ya la
enfermedad se mostraba en toda su pujanza y me hacía la vida imposible.
Pero pasemos a la descripción del
mal anclado en mi cuerpo: La herida principal tiene un palmo más o menos de
extensión, repartido entre tres heridas irregulares casi del todo unidas, de
unos 10 ó 12 cm
de ancho. Esta herida principal cubre el flanco derecho en un ángulo parecido
al de las costillas pero bastante más abajo.
El mapa completo de las heridas infringidas
por el tigre llega por delante hasta el ombligo que cubre con un anillo
incompleto en una mancha rojiza de unos 3 cm de ancho. A la altura del ombligo pero más
hacia la derecha, encontramos otra herida de 6 cm de largo por 4 cm de ancho, que está apenas
separada de la herida principal por arriba. Por debajo de ella existe otra
herida similar a la descrita y una más en dirección a la ingle derecha.
El abultamiento en la herida
principal será de unos dos dedos, y es claramente perceptible desde la parte
superior, ocultando a mi vista la porción de piel situada debajo.
Las heridas continuaban por encima
de la principal hacia la espalda, casi en continuo con la misma, otra con tres
puntitos cárdenos formando un triángulo y una más hasta alcanzar en su giro la
columna vertebral. La mancha se extendió originalmente hasta la tetilla
derecha, rodeándola casi por completo, subiendo en línea recta desde la herida
principal, todo ello según testimonio de mi enfermera favorita, la compañera de
mi vida, que cuida de mí en todo momento.
Esta mancha última y la que rodeaba
el ombligo vamos a considerarlas de menor importancia, porque nunca llegaron a
mostrar en su interior puntitos intensamente cárdenos como las restantes. Eran
especialmente visibles cuando recibían la doble agresión del baño con sulfato
de cobre (las dos primeras semanas, luego suprimido por el médico) y después de
la pomada con antibióticos que continúa administrando mi enfermera por la zona
en esta cuarta semana de mi infortunio.
Lo que sigue es una relación de
alguna de mis noches terroríficas con la compañía inevitable de mi herpes maldito.
El dolor
Un terrible herpes zoster me tiene
preso en sus garras desde hace días. Esta es la historia de la primera noche
toledana que me proporcionó.
El dolor es como un tigre juguetón
que te tiene apresado cual si fueras un frágil cervatillo y no te suelta pero
tampoco quiere matarte, al menos no de momento.
Siempre notas su presencia porque
te mantiene completamente aplastado. Eres consciente de que ahora no puedes
escapar de él, y luego ya veremos. Hay veces que te pega un zarpazo como al
descuido que te deja sin respiración y te obliga a inspirar poquito a poco, en
sorbos breves y rápidos, temiendo el siguiente zarpazo de la bestia, que
ignoras si lo dará de inmediato o se mantendrá tranquila algún tiempo.
Se hace imprescindible tomar
calmantes una vez que te ha impedido descansar un poquito. Es la una y media de
la madrugada, según compruebas en el reloj, cuando te obliga a levantarte del
lecho con una caricia salvaje de las suyas. Tratas de calmarlo con una pastilla
concreta a la que tienes fe porque en ocasiones similares ha funcionado, al
menos por un rato. Pero el tiempo pasa y el alivio no llega, esperas y esperas
en vano, mientras te muestras incapaz de distraerte de ninguna forma y la
bestia te enseña sus terribles fauces cubiertas de sangre, y sus ojos te miran
de forma obsesiva, apabullante.
Caminas unos pasos por el salón de
casa, te sientas, te levantas y miras por la ventana descorriendo las cortinas
apenas por un ladito, y nada encuentras que alivie tu dolor. Cada vecino
descansa en su cama y tú no puedes hacerlo en la tuya por más que lo intentes,
sientes que el mundo es injusto contigo.
Al final, el monstruo te concede un
pequeño respiro y piensas que puedes dormir algo, y te acuestas y dices con
esperanza: ahora sí que sí.
Consigues dormitar un poco y cuando
menos te lo esperas ¡zas!, te arrea otro mordisco y debes levantarte para hacer
lo que sea: enervado, soñoliento, enfadado con tu destino. Tu desesperación
llega al máximo nivel y te dices: si eso no ha funcionado tampoco ¿qué hago,
qué hago? No lo sabes y rumias tu desventura como una vaca su pastito por
segunda o tercera vez, ya has perdido la cuenta.
Reinicias el paseíto y realizas
mínimas acciones físicas carentes de sentido, como subir una pierna doblada o
mover el cuello en varias direcciones consecutivas. Contemplas en el espejo
grande de la entrada de casa tu figura desmedrada, evitando cuidadosamente una
mirada introspectiva dirigida a tu rostro angustiado, no faltaba más que añadir
el dolor moral, del tiempo recorrido en la vida y la fugacidad de la misma, al
dolor físico que te atenaza sin concederte un minuto de respiro.
Son las tres y media de la madrugada
y la irritante situación se presta a múltiples absurdos. Tomas de tu biblioteca
un librito de una colección magnífica que compraste años atrás de libros de
bolsillo, encuadernados en tapa dura de color negro, una colección extraña y
extraordinaria compuesta fundamentalmente por libros de literatura española,
inglesa y francesa de todas las épocas, así como de economía, filosofía,
religión y varios temas más, que el ínclito Borges, gran poeta, ensayista y
cuentista argentino, apasionado bibliófilo y erudito dominador de varios
idiomas, decidió seleccionar junto con su mujer, antaño secretaria, María
Kodama.
La colección incluye libros
mágicos, deslumbrantes, insólitos, que he releído con placer en numerosas
ocasiones como la Saga
de Egil Skalagrimson, que trata de las andanzas de un salvaje héroe vikingo del
siglo X, que llegó en algunas de sus expediciones a Islandia para colonizarla y
a Inglaterra para devastarla, donde acabó prestando su espada al Rey en sus
disputas dinásticas y recibiendo a cambio dinero y honores.
Mató a su primer hombre a los trece
años porque se consideró despreciado y los viejos del lugar dijeron de él que
iba a ser un gran guerrero. Toda su vida fue un guerrero victorioso, implacable
y cruel, además de poeta celebrado.
El libro que hoy tomo de la citada
colección no habla de mi amado Egil, y estoy seguro por el título de no haberlo
leído jamás. Se trata de Exposición del libro de Job, en tres pequeños tomos
que añaden al título los numerales latinos: I, II y III, para identificarlos.
Ojeo el primer tomo con cuidado,
acercando mucho el libro a mis ojos miopes, despojado como estoy de las gafas
que han quedado en el dormitorio junto con el inicio de mi dolor, y me convenzo
cada vez más de que hoy será el día en que tampoco leeré estos libritos
magníficos, que ensalzan las virtudes de un santo famoso por su paciencia a
quien el Demonio despojó de cuanto tenía, comenzando por siete hijos varones y
tres mujeres, sin lograr que Job dejase de creer en su Dios. El libro se
impregna de una profunda religiosidad que ya no comparto y cuya práctica
abandoné en mi lejana juventud.
La paradoja del asunto procede de
que precisamente ahora haya escogido al azar un libro que trata de la paciencia
ante los infortunios, justo mi problema, aunque yo carezca de la milésima parte
de la paciencia que hizo notable y conocido a Job.
El tigre vuelve a morder con
intensidad mi costado y trato de calmarlo ingiriendo una nueva dosis de la
misma medicina, por si la acumulación del mismo producto curativo surtiera
efecto y me permitiera el descanso nocturno.
Deambulo de nuevo sin sentido por
el salón de mi casa, esperando que la medicina surta sus efectos benéficos en
mi organismo, y se me ocurre aliviar mi vejiga tras la ingesta del gran volumen
de agua que demanda mi ansiedad y las gruesas pastillas.
El tiempo pasa y percibo un
aquietamiento de la bestia, que me mantiene bajo su férula, pero afloja
momentáneamente su abrazo. Por ello, me decido a intentar de nuevo dormir y
adopto en la cama, con ligeras correcciones de la posición, una postura tumbado
del lado izquierdo y sin saber donde colocar mi brazo derecho que no sea el
mismo costado donde se aposenta firmemente la bestia.
Respiro regularmente, a sorbos
cortitos, una y otra vez, y finalmente he debido dormirme porque no recuerdo
nada más.
Hasta que un nuevo desgarramiento
brutal en mi costado me hace aullar de dolor y me levanto y consulto la hora y
son las cinco de la mañana y esta noche no tiene fin.
Puesto en pie, bebo un poco de agua
y trato de pensar en cómo aliviar mi dolor sin conseguir hilar una sola idea
coherente. Siempre he sido de lento despertar, y aunque tenga los ojos abiertos
y esté de pie eso no supone que mi raciocinio se haya puesto en marcha, en esos
momentos soy solo un animalito sin cerebro que estira sus músculos y reconoce
lentamente su entorno.
El dolor agudo no me deja pensar en
nada más, lacera mi cuerpo y me convierte en una piltrafilla de carne y nervios
palpitantes. Vago de la cocina al salón y vuelta. Deambulo de acá para allá sin
consuelo alguno, y al fin me convenzo y tomo otro calmante diferente, a ver si
el cambio de ellos surte efecto y puedo dormir otro poco.
Me acuesto y consigo dormir al
cabo, nadie sabe cómo.
El tigre me llama de nuevo y me
levanto y son las ocho por fin. ¡Ha llegado un nuevo día! Hay que desayunar,
asearse, ¡vivir de nuevo!
¿Enfermo bueno o malo?
¿Cómo puede uno ser buen enfermo de
algo que desconoce por completo? Porque un herpes zoster no es un catarro, ni
una gripe, ni siquiera una pulmonía, que pueden contraerse una o veinte veces
en la vida, y aprender así, en sucesivas ocasiones, el comportamiento a seguir en
cuanto ataca.
El herpes vulgar apenas merece una
mirada displicente y aburrida, por encima del hombro, para los que hemos sufrido
un herpes de los aristocráticos, de elevada categoría, de alcurnia. Un herpes
zoster es algo distinguido, con nombre y apellido, y sólo los elegidos por el
destino podemos sufrirlo.
Para ser un buen enfermo de algo
que se desconoce por completo, tanto su origen como su desarrollo, incluso los
médicos no saben exactamente lo que es al originarlo un virus, hay que comenzar
por serlo malo, cometer errores, hacerlo todo al revés, y así, con suerte y
corrigiéndose, acabar siendo un buen enfermo, un profesional de la enfermedad
si se me permite la exageración.
Conocer la enfermedad en otros
tampoco ayuda mucho, sólo sirve la experiencia propia como la vida me ha
enseñado, e imagino que los doctores en medicina, a los que también tocará con
su varita mágica la enfermedad como a todo quisque, cometerán parecidos errores
ante el horror descrito en libros y diagnosticado por ellos muchas veces y
nunca sufrido en las propias y tiernas carnes hasta que el destino te señala
con el dedo, como ha hecho conmigo, y asegura a los elegidos una parte alícuota
del sufrimiento que la
Humanidad entera padece en mayor o menor medida alguna vez o
a lo largo de toda su existencia.
Ser un buen enfermo no implica amabilidad
ni sonreír a la enfermera, que en este caso puede ser nuestra propia esposa o
familiar más próximo que nos atienda, ni soportar heroicamente el dolor sin
mover una ceja. Tampoco consiste en ingerir las medicinas que el médico
prescribe y a las horas indicadas, ¡qué tontería!, eso puede hacerlo
cualquiera.
Dejando a un lado la medicina principal
que ataca al virus, cuya ingesta debe respetarse a rajatabla, y las curas sobre
las heridas que la enfermedad produce, que también se cumple con facilidad dos
veces al día, en donde se concreta una grave discrepancia entre este enfermo
concreto y el doctor es en la ingesta de calmantes, que el médico recomendó
cada ocho horas en la primera consulta, ampliados a cada cuatro horas en la
segunda ante las protestas del enfermo, que afirmaba no poder vivir ni de día
ni de noche con el dolor extenuante apenas mitigado por tan parcos calmantes.
Según el médico recomendó, los
calmantes debían alternarse: uno de Metamizol 575 mg y otro de Paracetamol 500
mg con 30 mg de codeína. Teóricamente con eso debía bastar cada cuatro horas, pero
la realidad se mostró mucho más dura y terrible que la prescripción dada por el
galeno fría y cómodamente sentado en su sillón de la consulta.
Para lograr ser un buen enfermo hay
que empezar por serlo malo, hacerlo todo al revés. ¿En qué fallé de todo el
asunto? Principalmente metí la pata en el cuidado extremo para lograr una
correcta evacuación intestinal, en mi caso agravada por mis problemas de
estreñimiento crónico, que me hicieron pasar por el cirujano en dos ocasiones
tiempo atrás para que me extirpase las hemorroides.
Sé que esta es una enfermedad
cochina, todo el asunto de la evacuación es condenadamente guarro al atañer a
cosas de la caca, pero resulta obligado hablar de ello.
¿Quién me habló a mí de que los
calmantes producen estreñimiento? El médico no fue. Yo estoy acostumbrado,
aunque debería decir casi obligado, a evacuar una vez al día como mínimo y eso
todos los días del año sin excepción. Cuando eso no ocurre un solo día sufro
las consecuencias y debo ponerle remedio de inmediato, caso contrario cada vez
será peor y pagaré mi desidia con un tributo elevado de dolor.
Alertado por la ausencia de
deposiciones durante un día entero acudí a mis medidas habituales: ingesta de
acelgas en la comida y de remolacha cocida con sal y aceite de oliva virgen en
la noche, sin encontrar alivio tampoco el segundo día. Incrementé mis medidas
ingiriendo una dieta blanda por completo, con más verdura en comida y cena, y
mermelada de ciruela de postre, y más cucharadas de las habituales de salvado
completo, tostado y azucarado, es decir fibra, masticadas con agua antes de
dormir.
Al fin el tercer día logré, tras
muchos esfuerzos y no poco dolor, una deposición mínima y dura que me lastimó e
hizo sangrar, por lo que me procuré un baño de asiento en la zona dañada
después de lavarme concienzudamente.
Después de este éxito tardío se me
ocurrió leer los prospectos de las medicinas calmantes, lo que nunca hago
porque no tomo habitualmente ningún medicamento al gozar hasta ahora de buena
salud. Allí leí lo de que producen estreñimiento y desde entonces extremé las
precauciones.
¿Acaso debe ser uno experto en
dolores, y su consecuencia los calmantes, si no los ha sufrido en su vida? Y del estreñimiento que produce su ingesta no
digamos. ¿No debió avisarme el médico de tales circunstancias?
Tampoco sabía yo nada, y el médico
no me advirtió, de que ingerir tantos medicamentos, cinco pastillas de
Aciclovir al día, una cada cuatro horas, y otras tantas de calmantes con la
misma regularidad, más los calmantes de la noche, me iba a perjudicar al
estómago y después al hígado. Tal vez el médico imaginó que ese conocimiento
era generalizado entre los enfermos, pero como yo no lo he sido hasta hace poco
me quedé sin enterarme. Mi hermana Rosa me previno de ello y a partir de ese
momento comencé a tomar una pastilla protectora del estómago llamada Omeprazol
por la mañana y otra por la noche.
Entre las escasas deposiciones y la
ingesta continuada de pastillas, unida a una inmovilidad general pues no salía
de casa, iba notando una hinchazón general en la tripa, que se unía a la
inflamación externa y visible producida en la herida principal.
Pasear y pasear
El viernes de la tercera semana
alcanzó su punto álgido el dolor, que disminuyó a lo largo del sábado merced a
un paseo de media hora de duración que me empeñé en dar durante la mañana del
sábado.
Debo agradecer la oportunidad del
paseo a los consejos de mi hijo Santiago y de mi hermana Rosa, que insistieron
en su necesidad, porque no era saludable mantenerme sin salir de casa ni dar un
paso. Les hice caso y me empeñé en pasear, despacio, por la mañanita y con la
fresca, y los resultados no se hicieron esperar.
El paseo de media hora tuvo la
virtud de mover mis gases, acumulados en gran medida en las tres semanas
transcurridas, que pugnaron por salir a lo largo de la tarde, ya en mi refugio
casero y oculto a oídos y miradas indiscretos, y al final lo lograron con gran
entusiasmo y estruendo, en número de varias docenas.
Hubo ratos durante la tarde de ese
sábado en que casi inmediatamente después de expeler uno de ellos notaba como
otro tomaba la casilla de salida, igual que cae el agua de la clepsidra: suave
y continuadamente, e irrumpía al exterior. Y así uno tras otro, ordenados y
sinceros, como soldados en la mili que se numeran en una fila mientras
extienden el brazo lateralmente hasta tocar el hombro del vecino: ¡uno, dos,
tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho…!
La tormenta perfecta fue acogida
con sonrisas comprensivas por la compañera de mi vida, que se trocaron en
signos de preocupación según escuchaba la magnitud del evento, su elevado
número y su intensidad atronadora.
Contemplado mi abdomen en detalle a
las doce de esa noche en el espejo de la entrada de casa era perceptible la
bajada de la hinchazón general. Esa noche dormí tan mal como las precedentes,
con dos paradas a las 3 y 5,30, es decir con una leve mejora respecto a la
semana trágica, la segunda de mi enfermedad, que sufría con tres paradas.
El cambio tras el primer paseo
higiénico fue notable, pero mucho más lo sería tras el segundo, realizado al
día siguiente, domingo, cuando alcanzaba su fin la tercera semana del azote del
zoster.
Esa mañana decidí extender mi paseo
a una hora entera, que comenzó después de desayunar y de asearme brevemente y
por parcelas, como acostumbro desde que comenzó mi infortunio, lejos de mi
añorada ducha diaria refrescante. Antes de salir logré una deposición normal en
cantidad, me lavé los dientes y marché a continuación a la calle.
Dividí el paseo en dos partes de
media hora cada una con descanso de diez minutos a la mitad. Durante la segunda
parte del paseo noté una fuerte presión en el recto por expulsar al exterior su
contenido y vaciarse de inmediato, así en plena calle, sin respeto a los
vecinos. Contrariando sus deseos perentorios, el paseo debía continuar
inexorablemente, resultando imposible acelerarlo de ninguna forma dado mi
precario estado de salud. La presión en el recto a ratos aflojaba y otros se
intensificaba llegando a ser dolorosa en algunos momentos. Esta inquietud se
mantuvo a lo largo del último cuarto de hora de paseo, que concluyó felizmente
en mi domicilio.
El alivio resultante de soltar mi
carga en el trono de Roca fue inmenso. Pasado un rato observé el resultado de
la operación antes de pulsar el mecanismo de limpieza de agua. Debo decir que
me pareció fantástico, amplio y rotundo como un juramento.
Luego, una vez sentado cómodamente
ante mi mesa y después de despojarme de la camisa gracias a la buena
temperatura reinante, no en vano estamos a 24 de junio y el verano ha irrumpido
hace tres días, comencé este relato vestido solamente del pantalón del pijama.
Este es mi atuendo favorito y único dentro de casa, con el pantalón bien bajo
para que el elástico no alcance mi herida inferior.
Dos detalles se me habían olvidado
y los consigno aquí. Uno fue el consejo del buen doctor de cabecera, nombrado
como Médico 4, a quien comuniqué mis
problemas de estreñimiento, sobre la bondad de ingerir en ayunas dos vasos de
agua caliente y dos cucharadas soperas de aceite de oliva, para que la cosa
fluyera en condiciones. Desde que me lo advirtió practico el consejo todos los
días y aunque el aceite a cucharadas no sea precisamente mi plato favorito, es
un remedio y los remedios se toman por encima de todo si crees en ellos.
El otro detalle afecta a los gases,
cuya expulsión se ve favorecida con la ingestión de una infusión de hinojo,
consejo recibido de mi sobrina médico, la dulce Andrea. La preparo una vez al
día después de comer y la cosa marcha mejor con ella.
Pienso mantener mis paseos
mañaneros todos los días hasta que la enfermedad sea superada e incluso más
allá, porque son buenos y saludables y me jubilo en unos pocos días, con lo que
dispondré de tiempo abundante en el futuro.
La conclusión obvia que se deriva
de mi mejoría en el asunto del estreñimiento es que la herida en el nervio al
que ataca el virus del herpes zoster se veía presionada desde dentro por mis
gases y retención de caca, lo que agravaba el dolor. Aliviado ese problema
gracias a los paseos e infusiones, confío en que el dolor amaine algún día
también por la noche, como lo hacen siempre las peores tormentas en el mar.
Si esta tendencia a la mejoría se
mantiene en las próximas fechas habríamos encontrado la solución sencillamente
haciendo vida normal en la situación más anormal, excepcional y dolorosa que me
ha tocado sufrir en toda mi vida.
Yo he cometido errores, y mis
médicos algunos más, pero en fin, pelillos a la mar.
Hoy quiero creer que esta etapa
será el principio del fin de mis males. En cualquier caso soy feliz con los
arreglos. Seguiremos informando.
En deuda con el tigre
Uno de
estos días atrás, cuando el hijoputa del tigre me despertó en la primera
vigilia nocturna, a la 1,30 de la madrugada, al presentarme en la cocina donde
sitúo el vaso de agua y las medicinas, me encontré con la sorpresa de un gran
charco de agua en el suelo que ocupaba toda la zona correspondiente a la
encimera en cuyo centro se sitúan los quemadores de gas de la cocina. Un
espacio de alrededor de dos metros de largo por 40 ó 50 cm de ancho aparecía
cubierto de agua.
Me lancé al
armario donde guardamos el cubo con su fregona y anduve limpiando el agua hasta
que no quedaron charcos en el suelo. Mientras lo hacía me devanaba los sesos
pensando de donde habría salido esa agua, que comprobé discurría en dos finos
hilillos por la pared cubierta de azulejos situada a la izquierda de la zona
del gas, por allí llenaba la encimera y al final se desbordaba por las paredes
de ese armario hasta el suelo.
Limpié con
paños aquella superficie cubierta de agua y dejé en el borde pegado a la pared
varios paños secos que absorbieran la mayor cantidad posible de agua para que
aquella no terminase en el suelo, de donde podría llegar a calar hasta la casa
del vecino de abajo.
Luego seguí
buscando nuevos rastros de agua y los encontré de inmediato algo más allá,
cayendo del techo al suelo directamente en el umbral que separa nuestra cocina
de la zona ocupada por lavadora y calentador de agua. Limpié de agua también el
suelo de aquel lugar con la fregona y desperté a mi mujer porque no sabía lo
que hacer, salvo que el agua procedía del piso de arriba no se me ocurría cómo
continuar actuando.
Ella me
dijo que arriba no vivía nadie ahora, porque el dueño marchó a San Sebastián y trataba
de alquilar el piso sin encontrar inquilino de momento.
Nosotros no
disponíamos del teléfono del vecino para avisarle, por lo que fue necesario
bajar a avisar al portero de la finca que tal vez contase con una llave del
piso o con el teléfono del dueño.
En pijama
como estaba y sin darme corte alguno el atuendo debido a la valentía que me
proporciona mi herpes (en todo lo que no sea el herpes en sí, que en eso soy
muy cobarde) bajé a despertar al portero y a contarle el caso.
Tras
múltiples llamadas al timbre, que lograron levantarle de la cama, apareció
soñoliento el portero a quien conté mis cuitas con el agua que se derramaba del
techo de mi cocina.
Accedió a
subir a mi cocina por contemplar el desaguisado y una vez allí me contó que
carecía de la llave del piso del vecino de arriba, por habérsela recogido él personalmente
días atrás una vez puesto en alquiler el piso. Tampoco disponía del teléfono de
la inmobiliaria que se encargaba del alquiler, por lo que parecía necesario
llamar imperiosamente al dueño que descansaría apaciblemente en su hogar de San
Sebastián.
El portero
me proporcionó el cuaderno donde anota los teléfonos de todos los vecinos del
inmueble para posibles emergencias. De mi vecino de arriba contaba con dos
teléfonos: uno fijo y el otro móvil. Llamé desde mi teléfono fijo al fijo suyo
en primer lugar y me saltó el contestador automático a las pocas veces de
sonar.
Probé luego
con el móvil, deseando que no estuviese apagado o fuera de cobertura como
sucede tantas veces, y al cabo escuché su voz soñolienta y le expliqué el caso
dos o tres veces seguidas hasta que penetró entre las brumas de su sueño. Me
comentó que avisaría a su hija, que vivía en Madrid, para que se acercara y
mirásemos la procedencia de tal agua en su vivienda.
Yo le proporcioné
el número de mi teléfono para seguir en contacto, y al rato recibí una llamada
avisándome de que su yerno iba para casa y abriría la puerta de su piso vacío
para ver lo que sucedía. El yerno se presentó al rato con un casco de moto en
la mano, y el portero, él y yo subimos a la casa de su suegro.
Su cocina
también lucía una gran mancha de agua en el suelo, por lo que procedió a
recogerla con una fregona y vimos que corría del techo abajo. La cosa estaba
clara: había que continuar subiendo otro piso por ver si su origen estaba allí
o debíamos seguir escalando piso a piso.
Dado que yo
vivo en un segundo y revisamos el tercero encima del mío sin encontrar el
origen de la fuga, era preciso subir de momento al cuarto, y si no lo
hallábamos tampoco allí seguir ascendiendo un máximo de tres pisos: quinto,
sexto y séptimo, que son los de la finca.
Preguntamos
al portero quien vivía en el cuarto y nos comentó que una señora sola. Subimos
los tres y tocamos el timbre de la puerta con insistencia sin resultado. Dentro
no se escuchaba ningún ruido ante nuestras llamadas. Yo aporreé la puerta
armando mucho escándalo, más que nada por desahogar mi tensión pues suponía que
no serviría de nada. Tuve éxito en cuanto a rebajar mi tensión emocional, un
poco alta al no hallar resultado al problema y a mi historial médico personal
un tanto acelerado últimamente, pero ninguno para que nos abriese la puerta la
dueña.
Preguntado
el portero sobre la posesión de llaves de la vecina contestó afirmativamente,
por lo que ante sus dudas el yerno y yo le instamos con cierta rudeza a que
abriese la puerta, estuviera dentro la vecina o no. Abrió la puerta, entramos y
la vecina siguió sin aparecer, por lo que supimos que la vecina no se
encontraba allí.
En la
cocina no se halló rastro alguno de agua, ni en el suelo ni en las paredes, y
dedujimos que el escape se hallaba con seguridad entre los pisos cuarto y
tercero.
El yerno
declaró tener cerrada la toma general de agua de su piso, por lo que sólo
quedaba que el portero cerrase el agua general de esa zona del inmueble para
cortar el escape por completo, y que se hiciera de día para reclamar la
presencia de los fontaneros. Una vez en posesión de las llaves de las viviendas
del cuarto y del tercero, él les facilitaría la entrada a los fontaneros para
que revisaran el asunto y encontrasen una solución.
Despedimos
al yerno, que se disculpó una vez más en nombre suyo y de su suegro aunque la
culpa del lío no parecía suya, y el portero y yo accedimos después a mi casa
donde el portero abrió al máximo el grifo de agua de mi cocina después de que
hubiese cerrado la general de esa zona para ayudar a evacuar la sobrante.
A todo esto
el reloj marcaba las tres de la madrugada y entre idas y venidas se me olvidó
por completo mi herpes y el dolor, que ambos van unidos.
Dejé
abierto el grifo y el portero se marchó. Quince o veinte minutos después el
agua seguía corriendo aunque en menor cantidad y bajé a avisar al portero de
tal circunstancia. Ante mis llamadas reiteradas apareció soñoliento de nuevo,
se había metido en la cama sin avisarme de tal circunstancia dejándome de
guardián único del escape del agua.
Subimos de
nuevo a mi casa y comprobó que efectivamente el agua seguía saliendo del grifo,
si bien en pequeña cantidad. Por no dejarlo abierto le consulté si no sería
mejor cerrarlo y dormir un rato hasta que fuese de día. Accedió a ello,
cerramos el grifo y se marchó. Yo recogí el agua que se había ido acumulando
entre unas cosas y otras, tanto en la encimera como en el suelo, y coloqué una
jofaina pequeña de plástico en el suelo a la altura del escape situado bajo el
umbral de la cocina con la estancia de la lavadora, para que recogiera el agua
que allí cayese, que lo hacía gota a gota con gran estruendo sobre el plástico.
Cuando me
acosté eran las 3,30 de la madrugada, dos horas después del descubrimiento del
escape.
El
siguiente zarpazo del tigre se produjo a las 5,30, con una regularidad
asombrosa a las dos horas como la vez anterior, parece suizo este cabrón de
bicho.
Levantado
de nuevo, contemplé el pequeño desastre del agua en mi cocina y procedí a
recogerlo con fregona y trapos. Ingerí otro calmante y lo dejé todo preparado,
los trapos en su sitio y la fregona también, para resistir hasta que amaneciese
y pudieran acudir los fontaneros a subsanar el problema.
Amanecí a
las ocho, escapando a la regularidad por poco, y a las nueve de la mañana tras
desayunar y arreglarme hablé con el portero a las puertas de la finca,
contestando a mi pregunta que los fontaneros estaban avisados, no tardarían en
acudir y todo se resolvería.
El tigre
nos libró de una buena inundación al vecino del tercero y a mí mismo. Esta
inundación pudo provocar una filtración hacia mi pasillo contiguo a la cocina,
con grave repercusión en el parqué que recubre el suelo, y habríamos debido
cambiarlo en todo o en parte, con el engorro y coste económico
correspondientes, o tal vez pudo estropear el armario superior o inferior de mi
cocina por donde discurría el agua o provocar un cortocircuito en el
interruptor de la luz situado en la pared muy cerca de donde discurría uno de
los dos principales hilillos de agua del escape. De haber disfrutado de un
sueño regular de ocho horas, de doce a ocho de la mañana, no dudo que el
resultado nefasto habría sido ese.
Me jode
deberle nada a este herpes zoster de mala madre, por eso lo haré a
regañadientes. ¡Gracias, hijoputa!
Otra noche
El monstruo me muerde sin piedad a
la 1,30, menos de dos horas después de la toma de su calmante que ingiero a las
doce en punto de la noche, y me obliga a levantarme.
Anoche yo creía que estaba más
calmada la bestia, pero caí en el error del optimista, el peor error de una
víctima, de que todo iba a mejorar. La verdad es que me tiene bien agarrado y
no me suelta, su saña parece no tener fin.
Nada más levantarme he ingerido
otra pastilla calmante diferente a la de anoche, ¡que les den por saco a los
médicos!, ¿qué saben ellos del dolor propio si les resulta ajeno?
El enfermo como yo puede describir su
dolor, adornarse, creerse un héroe porque aguanta mucho, pero cuando llega y te
jode, sin dejarte apenas respirar a sorbitos, implorando: ¡pasa, pasa, no me
mires más, tigre, fíjate en aquel hombre tan guapo, yo solo soy un hombrecillo
sin importancia!, entonces quedas reducido a la nada.
Si supiera lo que le gusta a la
bestia lo llevaría a cabo encantado fuese lo que fuese, como hacemos con los
niños a veces para que nos dejen en paz, el problema es que con él no valen
súplicas ni llantos ni halagos ni hacerle la pelota llamándole guapo u otras
lindezas. Él sigue atormentándote, que es lo suyo. Te mira con sus ojos de
piedra y muerde una y otra vez tus blandas carnes, sin hacer caso de nada,
sordo a tus lamentos.
La conclusión generalizada y oída
en todas partes de que el herpes zoster es muy doloroso no indica ni la
milésima parte del horror que contiene. La frase explicativa debería ser mucho
más extensa y florida, una frase principal con cincuenta subordinadas y
múltiples adjetivos, en las que un genio de la pluma, alguien distinto a este
humilde servidor, se luciría mostrando las derivaciones del mismo.
La escritura de este manuscrito no
calma a la bestia, se ha tragado la pastilla sin eructar ni hacer caso, y
continúa acosándome sin piedad. Estoy en mi despacho y me aventuro a releer mi
querido Buscón, de Quevedo, que tan buenos ratos me ha hecho pasar en la vida.
Se trata de la edición de bolsillo de Salvat, de libro RTV, datada en 1969 y
prologada por Fernando Lázaro Carreter, que prefiero a cualquier otra. A lo
largo de mi vida he leído otras dos o tres versiones diferentes del relato que
en su inicio fue un manuscrito, siempre inferiores a la citada. El libro se cae
a pedazos desde hace años, sus hojas amarillentas pueden leerse una a una porque
están casi todas sueltas, pero es una maravillosa historia, pese a su humorismo
cruel y despiadado.
Este personaje de ficción que
encarna la miseria de su tiempo y lucha denodadamente por salir adelante
siempre me conmueve y hace reír. Con un padre barbero y ladrón, que exalta su
oficio aparente diciendo que la suya no es arte mecánica sino liberal, y una
madre puta, alcahueta y bruja, más no se puede pedir.
El chico vuelve a su casa enfadado
tras una pelea porque en la escuela otro chico le llamó hijo de una puta y
hechicera y tuvo que descalabrarle de una pedrada, y pregunta a su madre si le
ha concebido a escote (es decir entre muchos hombres, o sea si es de verdad
puta como dicen) y la madre no le desmiente, por lo que el hijo queda
avergonzado al máximo y decide salir de su casa para siempre. Lo que él ansía
es llegar a ser caballero, y marcharse de casa implica dejar la escuela aunque
no sabe leer ni escribir bien, al no constituir ello un obstáculo en su empeño
por ser caballero.
Me acosté y logré dormir un poco,
con un sueño de un incendio que nos obligaba a dispersarnos a mi madre y a mis
hermanos cada uno por un rumbo diferente. El sueño no acaba mal porque todos
los miembros de la familia terminan reunidos, sanos y salvos, pero mi sueño sí
que acaba abruptamente por un nuevo zarpazo de la bestia que lacera mi costado.
Me levanto y son las cuatro y diez,
una hora muy buena para estar durmiendo, apenas dos horas después de la ingesta
del calmante diferente, que apenas hace efecto por lo que se ve.
Lo primero que realizo es la toma
del calmante primitivo, el mejor, pero sólo media pastilla, aunque tal
contención no acaba de entenderse dado lo que estoy penando. ¿Por qué no tomas
una pastilla entera, so imbécil?, me insulto un poquito por darme ánimo,
bastante alicaído últimamente por mis penas acumuladas.
Confío en que el mensaje farmacológico
alcance rápidamente los centros del dolor, esos que últimamente se muestran
decisivos en mi humilde existencia, doliente como pocas.
Recuerdo ahora a los filósofos
estoicos griegos, que afirmaban que la felicidad era la ausencia de dolor y
estoy absolutamente de acuerdo con ello.
Discurrimos por una existencia
centrada en la posesión real o imaginada de objetos materiales: una casa, un
coche, un viaje a las Bahamas, sin percatarnos de que nada de eso tiene la
menor importancia. La esencia de la felicidad no está ahí, reside como dicen
ellos en la ausencia de dolor. Eso no se percibe cuando estás sano y nada te
duele, tus pies te llevan donde quieres y el corazón bombea en tu pecho
regularmente, sonríes y el mundo es hermoso. Solo eso debería hacernos felices,
tremendamente dichosos. Pudiendo comer todos los días, contar con un refugio
donde descansar nuestro cuerpo y salud para continuar adelante un año y otro de
la vida, pudiendo tomar constancia de todo ello, ¿qué necesidad tenemos de
bienes superfluos como un coche que corra mucho o una casa propia?
Nuestra civilización ha perdido el
Norte hace mucho tiempo. Alejada en general de cualquier religión que nuestros
padres inculcaron en nuestra infancia y de la que renegamos porque no da
respuesta a los grandes interrogantes de la vida. Desde la religión católica,
que ha dejado ya de ser nuestra, hasta el resto de las religiones que se han
abandonado por lo material, hemos perdido el valor de las cosas importantes y
nos hemos quedado con lo accesorio. Demasiado deslumbrados por el brillo del
oro no hemos sabido darle un sentido trascendente a nuestra vida sin religión
pero con moral, aferrándonos a las miserias y despreciando lo esencial.
Son casi las cinco de la mañana y
tengo miedo de acostarme porque el costado me sigue latiendo acelerado como un
corazón. Mi miedo es doble: de no poderme dormir y de que la bestia me obligue
a levantarme de nuevo en breve, porque si lo hace ¿qué tomaré?, o bien ¿optaré
por no tomar nada y seguir escribiendo?
Todo puede ser aunque debo eliminar
alguno de estos miedos y dejar de escribir e intentar atrapar de nuevo el sueño
y el descanso, si puede ser sin pesadillas, por favor, que mi consciente y mi
subconsciente parecen inclinados últimamente a hacérmelas pasar canutas a mí,
que soy un buen chico y no me meto con nadie. Voy a intentarlo, ya contaré el
resultado, adiós.
Yo tenía razón en mi miedo por
acostarme después de las cinco de la mañana. El tigre está ansioso esta noche y
a poco más de las seis me ha atacado de nuevo. He debido levantarme y rendirle
pleitesía, rabiando de dolor. Sin más ceremonia he tomado una pastilla
completa, porque ya he visto que media no produce ningún efecto. Ahora espero
lograr un poco de paz mientras escribo, al menos la capacidad de pensar y de
escribir no la he perdido en esta dura prueba a que el destino me somete.
Me quejo amargamente pero es mucho
peor para miles de personas que sufren y además no pueden expresarlo por
múltiples circunstancias, y eso aunque quieran hacerlo y al dolor físico, real
y verdadero, intenso en demasiadas ocasiones, unen el dolor moral, la
impotencia por lograr que cese y les dificulta moverse y hablar, impidiendo por
completo la comunicación con los demás.
Uno siempre escribe para sí mismo,
por supuesto, pero con la añoranza lejana de que otros, algún día, puedan
compartir tus buenos o malos momentos como los actuales.
Confío como siempre en todo ese
rollo del torrente sanguíneo y de los centros del dolor. En realidad estoy
harto, lo que se dice harto. Con los ojos abiertos me duele, y si los cierro
también. Ya he tomado mi pócima y no queda sino esperar, pero últimamente
espero demasiado y consigo poco, de ahí mi hartura completa y total.
Tres etapas
Mis noches sufridoras, y llevo ya
unas cuantas, se dividen en tres etapas. La primera de ellas comienza a la 1,30
más o menos, hora temprana en la que el tigre me da el primero de sus mordiscos
nocturnos. Y digo temprana porque nunca me acuesto antes de las doce de la
noche, hora en que me toca la ingesta de mis dos medicinas fundamentales: la
que debe curarme, que tomo cada cuatro horas durante el día, y el calmante que
teóricamente aliviaría la mayor parte de mi dolor, no todo porque sería
demasiada felicidad. A esas añado un protector del estómago, que anda
destrozado e inflamado con tanta pastilla de la mierda.
En esas condiciones se acuesta uno
con el mejor ánimo a las doce de la noche, confiando en que esta noche todo
cambiará y podré dormir un poco más. Y cuando el tigre te muerde, te levantas y
compruebas que no han transcurrido siquiera dos horas, te asalta la
desesperanza, y corres y tomas otro calmante, el que tienes para alternar, y paseas
y te sientas y haces cualquier cosa banal para aliviar tu dolor sin
conseguirlo.
El dolor machaca tu mente y
aparecen como por ensalmo los versos de Miguel Hernández en su Elegía a Ramón
Sijé, su gran amigo fallecido:
Tanto dolor se agrupa en mi costado,
Que por doler me duele hasta el
aliento
Y ese soneto en que se queja a su
amada:
Como el toro he nacido para el luto
y el dolor
Como el toro estoy marcado
Por un hierro infernal en el
costado
Y por varón en la ingle con un
fruto
Coincido absolutamente con él en
sufrir el hierro infernal en el costado, que mi destino funesto me aplica cada
día y cada noche muchas veces, sin dejarme apenas resollar.
Esta primera etapa de la noche la
cumplimos jodidamente, paseando un poco y haciendo tiempo para que las
partículas benéficas se fundan y penetren en mi torrente sanguíneo y accedan a
mis centros del dolor y ordenen parar, como el comandante, al menos un poquito.
Al final te acabas acostando aunque
el dolor no se haya mitigado por completo, pero el mordisco del tigre no
resulta tan abrumador, y vuelves a confiar, optimista eterno, en que la cosa
mejore poco a poco, y te sientes de nuevo defraudado cuando el tigre te muerde
sin misericordia. Te alzas del lecho de nuevo y son las tres, acaso las tres y
media, y no te lo puedes creer, ¿tan poco efecto hacen estas puñeteras
pastillas? Pues así es, como te lo cuento.
Paseas después de alternar la
ingesta del remedio calmante, porque lo seguro es que sin calmantes no se puede
vivir, eso es definitivo. Con calmantes apenas tampoco, pero bueno. Lo tomas y
paseas y no cede y sigues.
Te sientas con las manos en la
cabeza, literalmente echando las manos a la cabeza como suele decirse,
confiando en que remita. La puñetera confianza de los optimistas, que no
tenemos arreglo. Yo siempre digo que se nace optimista o pesimista, y a mí me
ha tocado en suerte lo mejor, pues siempre fui y seguiré siendo optimista, y
eso en las peores situaciones lo he seguido siendo en plan cabezota. Seguro
estoy de que al morirme, si soy consciente de ello, pensaré que todo ha valido
la pena en esta vida, y lo que logré y lo que tengo, después de pelear por ello
como hacemos todos, sirvió para mucho, y fui feliz y dichoso y es mucho lo que
logré en ella. Creé una familia y la sacamos adelante mi compañera y yo, y
conseguimos bienes materiales inmobiliarios para que su existencia sea un poco
mejor que la nuestra, y nuestros hijos crearon sus familias y consiguieron
descendencia, que nos hizo felices contemplarla y verla crecer día a día, nuestra
hermosa Leyre, hija de Eloy y Ana, la nieta que tanto nos alegra la vida.
Todo eso lo pensaré en el último
momento si puedo pensar en algo, y si no queda dicho desde ahora. Todo el
esfuerzo y la lucha valieron la pena.
Pasa el rato en esa segunda etapa y
todo sigue lo mismo, me aguanto y espero que llegue la liberación, pero apenas
si la noto.
Finalmente me decido a acostarme
porque parece que ha remitido algo el abrazo bestial del tigre, y me acuesto y
sueño que todo irá mejor esta vez.
El tigre al aire
Si lo que
encabrita al tigre es el calorcillo de la cama, con la sábana y la colcha sobre
mi cuerpo, más no incluye mi lecho a estas alturas de primavera ya avanzada que
se mantiene relativamente fresca, la solución es darle fresquito a la bestia.
Eso se traduce en dormir con parte de la espalda y el flanco derecho al aire,
zonas donde se aposenta con firmeza y crueldad mi monstruo rayado.
Así lo hice
ayer, en otra de mis ocurrencias geniales, tras morderme y despertarme rabiado
a la 1,30. La primera despertada es la peor de la noche, pues me pilla con las
defensas bajas, cansado y agobiado por el peso del monstruo, y en ese momento
pensé haber hallado esta magnífica solución.
Así que
tomé mi primera pastilla, aliviadora sólo en teoría, y cuando creí que su
efecto había llegado me acosté a intentarlo de nuevo. Tumbado sobre el costado
izquierdo, dejé todo el torso al aire, aguantando el fresquito, y traté de
dormir.
El brazo
derecho me creaba problemas como de costumbre, pero soy un hombre aguerrido y
lo he demostrado en multitud de ocasiones, así que lo situé sucesivamente sobre
el flanco derecho y hacia atrás, por no incomodar mis heridas principales, y
luego encima de la cabeza, acompañando al brazo izquierdo y vuelta a empezar al
cabo de un rato cuando la postura se revelaba incómoda en exceso, porque
incómoda lo era siempre, vaya eso por delante.
De las
heridas no sabría qué decir, porque se mantenían fresquitas, con un alivio poco
aparente. Los apretones brutales de la bestia, ella es así, me inundaban en
oleadas, a ramalazos, sin diferencias aparentes a cuando una sábana cubría mi
cuerpo sandunguero, dolorido por completo salvo la cabeza, que emerge siempre
en los peores momentos para ordenarme que respire controlando la situación.
El tigre no
se mostraba alterado sino tal vez altanero con la nueva situación del
fresquito. Es como si me dijera: ¿qué te has creído, imbécil, que esto cambiará
tu situación?, y de vez en cuando me mandaba una caricia bestial de las suyas,
demostrando quien mandaba aquí. Yo me arrastraba literalmente ante él, pedía
piedad sin obtener un gramo de ella de sus ojos de piedra, duros e
inconmovibles.
Debo decir
que llegué a llorar implorando compasión, yo que no estoy acostumbrado a
arrastrarme ante nada ni ante nadie. Pero no conseguí alterar su gesto ni
aliviar su presión sobre mi flanco.
El fresco
ambiente siguió dominando mi zona lumbar sin mayores consecuencias positivas,
hasta que el tigre me mandó un tarantantán decisivo y me obligó a alzarme de la
cama aullando como un lobo a la luna llena.
Comprobé en
el reloj grande de pared de la cocina que el experimento al fresco había sido
de corta duración, apenas dos horas, similar a los anteriores periodos en
caliente, y haciéndome dudar sobre la repetición del mismo.
A fin de
cuentas el tigre vive siempre a la intemperie en su selva bengalí, desde donde
acecha a sus víctimas horas y horas, a veces días enteros ¿por qué ha de
afectarle que yo cubra o descubra su comedero?
Bien mirado
con los ojos de la razón no tiene sentido esta acción mía, pero en mi primera
levantada nocturna de cada noche pierdo el sentido por completo, no tengo
arreglo. Por más que intento racionalizar mi conducta, el hecho cierto es que
nunca lo consigo, será porque los sufridores no pensamos y solamente sentimos
los desgarros que la bestia nos produce.
La
siguiente parada en mi noche toledana se saldó con una nueva ingesta de
supuesto calmante que apenas me calma. Paseando por el salón sorbía el aire
poco a poco con todos los poros de mi cuerpo abiertos mandando sensaciones a mi
cerebro, las de mi zona dolorida seguían siendo feroces y dolientes en extremo.
Tengo la
fortuna de haber padecido pocas enfermedades en mi vida, pero las escasas que
he sufrido siempre me han llevado a la misma conclusión: constituyen una
traición de mi cuerpo.
¿Por qué me
tratas así?, clamo indignado, con lo que yo te quiero y me haces estas faenas.
¿Acaso no te cuido al máximo, te doy tu alimento y el descanso debido, no te
lavo y perfumo para que tu apariencia sea buena, no te visto con ropa limpia y
me esfuerzo en sonreír a todos por no provocar rechazo social sino afecto en
cuantos me rodean? Tantos cuidados para que me pagues así, ingrato, más que
ingrato.
También
ahora le llamo traidor sin conseguir por ello una mejora sostenida de mi
situación, sencillamente no me hace ni caso.
Después de
la segunda toma de calmantes y de dar incontables vueltas al salón, sentarme,
levantarme, mirarme de soslayo en el espejo grande de la entrada porque si me
contemplo de cerca será peor. Tras hacer eso y otras bobadas por el estilo
esperando el alivio, parece que este llega y me atrevo a recostar mi cuerpo
dolorido en el lecho.
Esta vez no
dejaré al tigre al fresco, ¿para qué?, lo cubro suavemente con la sábana y
busco y rebusco una postura no demasiado incómoda sobre el costado izquierdo,
con el brazo izquierdo aplastado sin remedio y el derecho sin encontrar acomodo
fácil: ni extendido a lo largo del costado, forzándolo hacia fuera por no tocar
la zona doliente, ni por encima de la cabeza ni a su lado.
Al final
consigo una postura suavemente incómoda y descanso un poco, ya queda menos para
cubrir esta jornada, es la forma de animarme mientras logro una duermevela
agitada por el aliento fétido de este tigre cabrón que no me suelta.
Arbitrando soluciones
Llamaban
arbitristas en siglos pasados a quienes concebían o arbitraban soluciones,
siempre desatinadas, a los males de la patria, y trataban de hacerlas llegar al
Rey o a sus ministros. Una prueba muy graciosa de uno de esos sujetos se
encuentra en el Buscón de Quevedo del que ya hablé.
El tigre me
ha vuelto un hombre más decidido y gracias a él me he convertido en un
arbitrista de la peor especie: de fútbol.
He visto
por televisión buena parte de los partidos de la Eurocopa 2012 de fútbol,
en la que la selección española ha llegado a la final y he pensado una forma
segura de que España venza a Italia, su oponente. Creo que España debe jugar
con dos extremos que abran el campo: Navas y Pedro, y un delantero centro
clásico en punta: Torres o Llorente, ambos buenos rematadores de cabeza, en
especial Llorente.
Se
preguntarán algunos cómo he podido llegar a conclusión tan demoledora y tajante
sin ser más que un simple aficionado. Muy sencillo: el tigre me agudiza el
ingenio cada noche y penetro los problemas como un cuchillo caliente la
mantequilla. Y no sólo penetro los problemas, sino que encuentro la solución a
los mismos en un pispás.
Tentado
estoy de ponerme al habla con Mariano para tratar lo del rescate bancario de la Unión Europea , que la crisis
nos acecha, y le daría una solución barata y fácil que brindaría al pueblo
español como prueba de mi patriotismo.
Pero
dejemos eso y vamos a centrarnos en el problema más perentorio: la Eurocopa y la final de
ella contra Italia, que España puede ganar o perder según acepten o no mis
consejos serios y documentados.
Italia es
un formidable oponente pues acaba de clasificarse para la final venciendo a
Alemania por dos goles a uno, un resultado que no muestra la tremenda
superioridad y efectividad de la selección italiana sobre el campo, porque en
el minuto 26 de la primera parte ya vencía por dos goles a cero y encajó el gol
de penalti ya en el minuto 92, sin posibilidad de reacción por parte de Alemania.
Quedan
menos de tres días para la final: viernes, sábado y parte del domingo, cuando
la final se juega. Hay que apresurarse a encontrar una solución y mostrarla a
los interesados para que la apliquen sin demora como única forma de volvernos a
casa con la Eurocopa
en el bolsillo, lo que todos los españoles deseamos fervientemente.
Ya adelanté
que debemos jugar ineludiblemente con dos extremos abiertos y un delantero
centro rompedor y diré por qué.
Hasta la
fecha y pese a ganar, la selección española adolece de gran lentitud en sus
acciones de ataque, siendo más notable la defensa que sólo ha encajado un gol.
La manera de cambiar esa dinámica perversa consiste en ser más verticales,
buscar decididamente el marco contrario con acciones rápidas y penetrando por
las alas.
Esto va en
contra de la esencia del juego de la selección, que se basa en la posesión a
ultranza de la pelota y en multitud de combinaciones cortas y continuadas
buscando un hueco en las tupidas defensas. En el caso de Italia, como ya vimos
en nuestro anterior enfrentamiento saldado con empate a uno, comprendía su
defensa dos líneas muy juntas de ocho a nueve elementos, quedando un solo jugador
arriba para posibles contraataques.
También
indicaré al seleccionador en mi misiva que apunte un consejo vehemente a todos
los integrantes del equipo menos al portero que guarda su marco. La orden es
jugar al estilo de Cristiano Ronaldo, el jugador portugués que milita en el
Real Madrid y en su selección que ya ha sido eliminada por la española en esta
misma Eurocopa. Su estilo, que imitaremos, consiste en chutar a gol por encima
de todo y sin pararse en barras, aunque la mayoría de los disparos se vayan al
tercer anfiteatro, alguno entrará. Y si no entra, al menos los jugadores se
desahogarán y liberarán el estrés a que están sometidos.
¡Basta de
tantas combinaciones, pelotazo y tentetieso!
Todos los
futbolistas saben chutar mejor o peor, o no lo serían, se trata de que
practiquen en un partido oficial, ni más ni menos. Insisto, en cuanto haya la
menor oportunidad la orden debe ser chutar, chutar y chutar.
Carezco de
autoridad moral sobre los jugadores para darles consejos, por eso estos juicios
míos deberé enviarlos con urgencia vía correo electrónico o por palomas
mensajeras al seleccionador nacional
para que los ponga rápidamente en práctica, que no queda nada de tiempo. ¡El
país lo necesita!
Además de
los tres delanteros ya citados, la alineación incluiría en el centro a los tres
mosqueteros del Barça: Iniesta, Xavi y Busquets, que se entienden a las mil
maravillas por haber jugado tantos partidos juntos en su club. Los cuatro
defensas habituales en todos los partidos: Alba, Ramos, Piqué y Arbeloa, con
Casillas en la portería, completarían la alineación para vencer en la Eurocopa.
Se me
objetará que parece un equipo demasiado volcado al ataque, es decir a la ruina
total, pero sin un buen ataque no ganaremos la final, estoy seguro.
La táctica de
cuatro, tres, tres, que yo denomino de acordeón por lo armónico de ella que
sube y baja, es la mejor y con ella venceremos.
Debo hacer
llegar pronto esta solución al seleccionador para que la practique en los
entrenamientos y luego venza en la final. De lograrlo gritaremos todos: ¡Campeones,
campeones, oé, oé, oé!
Otro día
diré cuatro palabras definitivas para resolver la crisis bancaria y ayudar así
a Mariano, que le veo muy apurado.
El tigre me hace cosquillas
Hoy contaré
una variante de los suplicios a que me condena mi tigre preferido. No siempre se
trata de desgarrarme con sus garras ni despedazarme con su poderosa dentadura.
Ahora parece un gatito con ganas de jugar, por eso me hace cosquillas. No son
unas cosquillas que me hagan reír, ni pienso que esa sea su intención, él no
dudo que se divierta, pero su víctima apenas nota algo diferente.
Como es una
mala bestia, sus cosquillas o caricias también son salvajes y me levantan una
inquietud extremadamente molesta en la piel.
Pienso si
estará acostumbrado a intercambiar caricias salvajes con otro animalillo de su
especie, que bien pudiera ser, y lo añora. Echa en falta contar con un amigo,
un hermano con quien jugar y como de momento no tiene a la vista sino este
apesadumbrado sufridor, me prodiga sus caricias de la única forma que conoce: a
manotazos. Su fuerza física es de tal calibre que en cuanto se despliega, aún
con aparentes intenciones de jugar, acaba destrozándome, no se controla el muy
animal.
Existe otra
variedad en sus contactos, no digamos tormentos, que podríamos denominar en
sentido estricto: pulga bajo la piel y también corazón latiendo bajo la piel.
La pulga
recorre tu anatomía doliente y percibes su paso con claridad de un punto a
otro, si no fuera porque siempre se mantiene a cubierto bajo mi piel seríamos
capaces de atraparla y aplastarla entre los dedos, su trayecto se percibe clara
y nítidamente, aunque errático.
El tigre se
muestra tan sutil en esta manifestación que me atrevería a dudar de su
intervención, pero no puede ser otro el que me habita. Querámoslo o no es mi
tigre, para bien o para mal. El destino me lo asignó y como no soy Job lo sufro
con impaciencia, nada de paciencia, no conozco a esa señora.
En esta
segunda parada nocturna donde escribo (este es un relato en tiempo real como se
dice ahora), escucho el suave balido de un infante que se queja, o tal vez
reclama su pitanza, cansado ya de dormir y deseando como yo que llegue el nuevo
día que ya va clareando. El llanto de un bebé, su gorjeo cuando está alegre que
también escucho a menudo por el día, son los reclamos ante mamá y el resto del
mundo y me hacen sonreír porque la vida se impone y sigue siempre adelante
aunque cambien los intérpretes.
Continúo
escuchando y su ligero llanto ha cesado, por lo que imagino su boca llena con
el pezón materno del que succiona golosamente la tibia leche mientras su mamá
le contempla extasiada y medio dormida, recostada en el barandal de la cama con
una almohada en su espalda para mayor comodidad. Ambos forman una pareja feliz
y yo desde aquí les saludo.
Pero
volvamos a mi humilde persona y el pequeño corazón latiendo bajo mi piel. De
repente noto en un punto concreto, que últimamente se localiza en mi tripa,
cerca del ombligo y debajo de él, que comienza a latir alborotado un corazón. Y
pulsa con un latido ya sea regular: una, dos, cien veces, ya irregular: espaciando
sus impulsos eléctricos. No resulta muy doloroso, debo reconocerlo,
sencillamente insólito, inquietante, indeseable, indecente.
Este tigre
me produce tal cúmulo de sensaciones que podríamos calificar, como las olas del
mar, de múltiples y uniformes, con una pauta a veces complicada de descifrar.
En el
exterior, las luces triunfan de nuevo sobre las sombras en retirada.
Lo mejor de
mi tigre cuando se pone juguetón es que a veces se olvida de lastimar mis
tiernas carnes con sus garras y me concede un respiro. Su maldad, o tal vez su
cabeza limitada de bestia sanguinaria, no llega al punto de alternar caricias
con mordiscos, y cuando se decide a jugar es porque está ahíto de carne. Pienso
si los ratos en que me deja completamente en paz no andará por ahí, zampándose
otras víctimas propicias, y en los momentos posteriores a veces me deja
tranquilo y otras me manosea brutalmente igual que juega un gatito con su
ovillo de lana: clavando sus garras.
Si no me
mantuviera aquí preso buscaría un juguete para él: un ovillo, una pelota
pinchada, una muñeca de trapo olvidada con una sola pierna y tuerta del ojo
derecho, no sé, algo para mantenerlo distraído y tranquilo. Pero resulta
imposible, aunque duerma o descanse sin más olvidando mi tormento, siempre estoy
preso de sus garras y no puedo buscar ese juguete soñado para que la bestia
disfrute.
Bueno,
ahora toca otra pausa, mi pócima en forma de pastillita parece surtir efecto y
trataré de descansar del tigre y de sus caprichos. Seguiremos en contacto,
adiós.
La bestia
me ha reclamado de nuevo. Esta noche hace más calor de lo habitual y por eso el
tigre anda inquieto, como enjaulado, dando aullidos que me ponen los pelos de
punta.
Uno
quisiera que se mantuviese siempre tranquilo, y le dice como a los gatos: ¡minino,
minino!, pero la climatología manda y ahora se precipita sobre nosotros un
viento ardiente procedente del Sáhara, tan común en verano, y los termómetros
se han puesto a subir y subir a toda velocidad cual mono hambriento a un árbol.
Como sufre
los calores, el tigre no para quieto un instante. Pero no saca sus garras de
momento, lo que hace es rozarme apenas con su pata acolchada, como jugando. El
único problema es que su roce no se produce sobre una parte cualquiera de mi
cuerpo, sino específicamente sobre mis heridas. El resultado es dolorosamente
chirriante, no de hacerte gritar sino de buscar rápidamente el abanico que
alivia mis males aireando un poco la zona, y así el monstruo rayado quedará aquietado
y no me lastimará.
Cuando te
clava sus dientes el dolor es atroz, pero si te roza con su patita el resultado
es de apretar las quijadas una contra otra hasta llegar al espasmo.
Cada
movimiento del tigre es un tormento, ¿cómo lograr que se quede quieto?
¿Una sola parada?
Estoy
temblando de emoción, aunque el zarpazo con que me levantó de la cama fue
bestial, el hecho cierto es que se ha producido a las 4,30 de la madrugada,
varias horas más tarde de lo habitual.
De
confirmarse la noticia, y que mi siguiente ”despertá” se produzca a las ocho u
hora parecida, será para tirar cohetes y esos artefactos pirotécnicos que
producen un gran estruendo al arrojarlos contra el suelo y explotar, como hacen
los valencianos en los amaneceres de sus reputadas Fallas para que la gente se
despierte, de ahí su nombre de “despertá”.
¡Una sola
parada!, no me lo puedo creer. Parece que estamos derrotando al virus maléfico,
de otra forma no habríamos aguantado durmiendo tantas horas desde las doce de
la noche, que es la locura, ¡qué felicidad!
Para quien
ha contado como yo una tras otra hasta tres paradas, que luego pasaron a dos en
clara mejoría, una sola es como tocar con los dedos el cielo.
Suprimir de
un plumazo una estación en mi larga noche, acampado en la ribera del tigre, y
precisamente una noche calurosa, con temperaturas nocturnas elevadas en Madrid
es de traca, una noticia de primera plana a toda página de periódico nacional.
Con ello se
confirman los buenos augurios debidos a mis paseos mañaneros que han mostrado
su virtud en apenas tres días seguidos.
Ya en el
día de ayer las noticias habían sido esperanzadoras, con el tigre bastante
apaciguado por el calor bochornoso, que incluso se colaba dentro de mi casa
pese a ser fresquita. La bestia no se mostró inquieta ni me prodigó sus caricias
más que en contadas ocasiones. Le imagino echado en el suelo, posando sólo una
pata sobre mi cuerpo doliente. Yo me mantenía en la cama con un ojo abierto,
como decían las novelas y pelis que dormían los indios de Estados Unidos cuando
recorrían el sendero de la guerra.
Tal vez el
tigre se despertó porque las moscas le molestaron, no sería extraño dado el
calor imperante, porque las moscas abundan en los sitios donde se exhibe carne
fresca al aire y sangre, es decir el ambiente donde me desenvuelvo últimamente.
Si me
entero de que han sido ellas las culpables de despertarlo y de resultas me
prodiga sus caricias brutales, se van a enterar las moscas.
No saben
con quien se enfrentan, porque puedo ser un cazador implacable. Recuerdo en mi
lejana adolescencia, cuando las tonterías florecen como margaritas en primavera
y uno mantenía su condición ágil no como ahora que los años pesan, enfrentado a
veces mientras trataba de estudiar a enjambres de moscas en lucha desigual: uno
solo contra tantas.
Yo poseía
una rara habilidad por aquel entonces para atraparlas vivas con la mano
derecha. Colocaba mi mano al lado de una de ellas con la palma abierta y en
rápido movimiento la cogía cuando echaba a volar cerrando rápidamente el puño.
Con el puño
cerrado introducía cuidadosamente los dedos de la mano izquierda y la trincaba.
Abierta la mano con ella presa, contemplaba a la agresora de mi tranquilidad y
le arrancaba la cabeza con las uñas de mi mano derecha.
Una vez
liquidada, colocaba sus restos en la mesa ante mí y procedía a cazar otra con
idéntica rapidez y máxima productividad en mi tarea entusiasta, dado el volumen
de moscas disponibles y mi atenta actitud.
Descabezada
la siguiente mosca, sus restos eran colocados junto a los anteriores en la mesa
formando una fila. Así en breve tiempo lograba largas filas de mínimos cadáveres,
en número de ocho o diez por fila, no recuerdo bien. Conforme aumentaban las
filas la caza menudeaba. Alertadas tal vez por la suerte de sus compañeras, de
cuerpo presente a la vista, las moscas buscaban otros cuerpos diferentes al mío
donde libar sales minerales del sudor humano o lo que quiera que ellas buscasen
en mi piel. La caza se iba espaciando y al final las supervivientes y yo nos
quedábamos tranquilos.
Entonces
apretaba el calor como ahora, en esta bendita noche que de concluir felizmente
con una sola parada me obligará a buscar un establecimiento pirotécnico y a
adquirir cohetes, lanzándolos con estruendo como si España hubiera vencido en la Eurocopa de fútbol.
Voy a
intentar dormir, estado en que parece se encuentra mi bestia rayada. Adiós,
hasta luego.
No pudo
ser. La bestia frustró mi ilusión de una sola parada nocturna desatando un
feroz ataque a las 7 de la mañana que me obligó a levantarme despavorido e
ingerir la pastillita que me tocaba en suerte. Esperar a las ocho habría sido
una bobada, obligado a mantenerme en ascuas una hora entera. Ahora espero los
resultados benéficos mientras escribo estas impresiones.
No entra en
su naturaleza mantener tanto tiempo la quietud, y aunque me permitió un sueño
de cuatro horas y media fue algo excepcional, no debo pensar que esa vaya a ser
la norma para el futuro. O tal vez sí, insiste mi yo optimista.
Las últimas
dos horas en la cama contrastaron fuertemente con las primeras de la noche. Mi
tigre se mantuvo en ellas constantemente inquieto, haciendo sentir su presión
en mi costado, sin desgarrarlo pero notándolo allí cada segundo.
He visitado
mi salón y contemplado la calle, ya de día en este verano. Me han acompañado en
mi infortunio dos paseantes de perros: primero una chica joven y luego un señor
mayor, que los paseaban por el jardín próximo, con numerosos árboles, situado
frente a mi gran ventanal.
Es de día y
la situación parece extraña al ave nocturna en que me estoy convirtiendo, con
los ojos progresivamente adaptados a la oscuridad.
No hemos
llegado al extremo de una sola parada, ¡qué barbaridad!, ¡qué maravilla!, pero
está claro el cambio de tendencia que se confirmará en el futuro. Sea como
fuere, este primer sueño de cuatro horas y media al cabo de 22 días más o menos
ha resultado espléndido y como dicen los castizos: ¡que me quiten lo bailao!
Los
afortunados que duermen una noche completa sin aspavientos como algo natural no
exprimen su vida como los insomnes. Los elegidos siempre estaremos más jodidos
que la gente vulgar, qué duda cabe, es el precio de nuestra singularidad. A
cambio, vivimos más tiempo que ellos.
Entre pitos
y flautas ha trascurrido media hora, voy a ver si duermo un rato, con permiso
del tigre claro está. Adiós.
Demasiado jugueteo
Ya dije que
con el calor mi tigre favorito ha perdido el apetito y se ha pasado a jugar en
vez de morderme. Se afana en administrarme sesiones interminables de caricias,
cosquillas y todo un muestrario de acciones no salvajes pero exasperantes.
Así lo ha
demostrado en la segunda parada de esta noche cuando se ha dedicado a arañarme
por todas partes hasta obligarme a saltar de mi lecho y pedirle compasión,
después de tomar mi pastillita que esa no puede faltar. Esto es una especie de
alimento que la bestia parece rechazar porque los resultados son escasos si de
verdad la tragó. Puede que en un descuido la haya escupido por un ladito de su
bocaza, como quien no quiere emborracharse en un desafío absurdo por ver quien
bebe más, y en cuanto el contrario se descuida vacía la copa en un cenicero o
en una maceta cuya planta desdeña o rechaza aterrorizada el alcohol de 40º que
le administran de repente.
Al tigre
sólo le pido una cosa: seriedad. Acepto que forme parte de tu naturaleza
salvaje el mordisco y el zarpazo. Ser tigre es algo muy serio y hay que
respetarlo. Por eso me indigna este jugueteo que te traes últimamente conmigo,
no es propio de tu condición. ¡Basta de juegos! Te exijo que me trates como a
un hombre hecho y derecho, más bien deshecho, que soy, no como a un niño a
quien se le hacen cosquillas por jugar. Ni soy un niño ni tengo ganas de jugar,
que lo sepas. Además, sólo me gusta jugar con los amigos y mucho tiempo atrás
con las amigas, a otros juegos corporales más interesantes y amenos. Pero tú no
eres mi amigo, por tanto no quiero jugar contigo, déjame en paz, por favor.
Me paso el
día y parte de la noche con el abanico en la mano, parte por refrescarme la
cara del bochornoso calor que padecemos y parte para airear la zona severamente
castigada por el tigre.
La zona
castigada dejó de crecer hace días, incluso van perdiendo virulencia las
heridas, que algunas no pasan de enrojecimientos más o menos intensos, pero las
principales se mantienen en toda su pujanza.
El jodido
tigre ya no muerde en ella ni me clava sus garras como antaño, tal vez ahíto o
desganado por el calor, pero se mantiene inquieto y me aplica algunas salvajes
caricias y manotazos para que no olvide su presencia atosigante ni un momento.
A estas
horas de la noche y en plan de hacer locuras, pienso si preparar un gazpacho
andaluz: “la mejor sopa fría del mundo” como define con precisión uno de
nuestros afamados cocineros que triunfan en el mundo entero, o tal vez un
salmorejo cordobés, que preparo todavía mejor y apetece en estos tiempos tan
calurosos, cuando el hambre huye y la galbana aumenta. Pero desisto por el estruendo
que armaría en la cocina y despertaría a mi enfermera favorita que tiene
derecho a descansar toda la noche de un tirón.
El tigre no
sufre problemas para elegir su menú, su plato favorito es la carne cruda que no
necesita preparación, sólo una víctima cercana donde hincar sus dientes. Cuando
dejó de hacerlo conmigo a todas horas respiré aliviado, pero estos jugueteos
últimos que me aplica me ponen de los nervios, he de confesarlo. No me atrevo a
decir que eran preferibles los mordiscos, a tanto no llego, pero una vez
olvidados aquellos entendí como iluso que soy que la siguiente etapa sería la
liberación. Si ya se había hartado del sabor de mi carne insípida o perdió
definitivamente el apetito, tal vez soltase su presa y me dejase continuar mi
vida tras el paréntesis horrendo que su irrupción produjo.
Está claro
que no acierto ni una, ni logro predecir los siguientes movimientos de esta
bestia salvaje. Lo mismo recupera el hambre y vuelve a prodigarme sus mordiscos
feroces, y entonces echaré de menos sus actuales caricias enervantes.
Como no sé
a que carta quedarme con este bicho repugnante esperaré, con la absoluta desesperación
de los condenados a muerte, que haga conmigo lo que quiera: mordiscos,
caricias, incluso nada.
Mi único
consuelo, antes y ahora, es poseer una pluma y un papel para seguir consignando
sus tropelías, salvajadas, caricias, bromas y jugueteos. Eso me consuela un
poco. Así el mundo entero conocerá su vesania, su placer por derramar mi
sangre, bebérsela y aliñar con ella mis tiernas carnes.
Desde aquí
proclamo mi odio, tigre cabrón, quisiera verte muerto para escupirte y mear
sobre tu cadáver. También te deseo lo peor para el futuro, como yo no puedo
matarte al carecer de armas que no sea esa pastilla de dudoso efecto, deseo que
te peguen un tiro, mejor si son veinte. Cuando seas viejo y ya no puedas
presumir de nada, espero que un tigre joven y poderoso decida acabar contigo y
comerte crudo. No quiero que destroce tu corazón de inmediato con salvajes
mordiscos y zarpazos, sino que te mantenga vivo como tú haces conmigo, tiempo y
tiempo, imposibilitado de escapar y de cualquier acción defensiva u ofensiva,
inerme ante sus garras y dientes afilados.
Eso te
deseo en estos momentos mientras sigues prodigándome tus caricias que no lo
son, más bien otra tortura refinada de las tuyas, y mientras te aburres de mí
me sigues lacerando.
Finalmente
ha llegado un poco de paz después del tumulto. Estoy por cantarte una nana como
a los bebés, a ver si te duermes y me permites hacer lo propio.
Duérmete
tigre
Duérmete ya
O vendrá
otro
Y te comerá
Adiós mal
bicho, te odio.
Un día estupendo
Hoy
cambiaré radicalmente mi plan, consistente en hablar de mis noches pobladas de
fantasmas, dolor y pastillas, por otro consistente en explicar como se
desarrolló un día concreto, luminoso y radiante en el exterior, estupendo para
mí.
Para
disfrutar de este día maravilloso ha sido preciso acceder antes a los
reiterados deseos de mi nuera Ana, de que visitase a un eminente doctor llamado
Octavio Vellón, que pasa consulta en la actualidad como médico odontólogo en su
pueblo natal, Miguel Esteban, de Toledo.
La
insistencia de Ana se debía en parte a que ella misma fue su paciente
afortunada de un herpes zoster en la boca. Y digo afortunada porque la curó, lo
que no supieron hacer los médicos de Madrid que la trataron, o más bien
maltrataron.
Llegamos a
la consulta de Octavio y tras una breve espera Ana insistió en entrar conmigo,
por apuntar cualquier detalle que a mí se me escapase. Nos recibió Chari, la
enfermera de Octavio, muy agradable y atenta, amiga de Ana de toda la vida y
que nos consiguió un hueco en la agenda del doctor. Con ella pasamos a la
consulta de Octavio, un hombre grandote, con gafas y de rostro afable, que
inspiraba confianza nada más verle. Enfundó sus grandes manos en guantes
quirúrgicos para auscultarme, mientras yo le contaba mis cuitas en líneas
generales. De inmediato pasó a explicarme la enfermedad que padecía con
palabras comprensibles a cualquiera. El virus del herpes zoster lo llevamos
todos dentro, dijo, y en unos se desarrolla y en otros no, brota normalmente
por una bajada de defensas. El virus, añadió, atacaba a un nervio y destruía la
mielina que lo recubría, por lo que era preciso acabar con el virus, con la
medicina que ya me habían prescrito, y después reconstruir toda la zona dañada.
Me advirtió que podía dejar secuelas duraderas que se manifestasen meses o años
después.
En cuanto a
mis heridas las veía demasiado húmedas y grasientas, debido a la pomada que me
aplicaba mi enfermera dos veces al día como le indiqué. Para mejorarlas me
recetó la vulgar y eficaz Betadine, que tanto hemos usado en heridas
superficiales, para sustituir una de las dos veces que antes me aplicaba
pomada. Con ello se conseguiría resecar las heridas.
Para reconstruir la zona dañada me recetó unas
vitaminas llamadas Hidroxil B12 - B6 - B1, y otra llamada Núcleo CMP Forte, un
título tan extraño que no me resistí a leer su prospecto cuando la compré,
contrariando mi principio básico de no leerlos nunca.
Habla en él
de “…componentes principales de la vaina de mielina, con lo que se consiguen
unas mayores propiedades tróficas para la maduración y regeneración axonal del
tejido nervioso.” Breve, claro y preciso, el prospecto parece como si lo
hubiera escrito el propio Octavio.
De ambas
medicinas debía tomar una cápsula cada ocho horas, tres al día, y como las dos
cajas contenían 30 cápsulas, el tratamiento duraría diez días exactos.
Además de
los medicamentos citados, Octavio incluyó un detalle de excepcional trascendencia
para mi bienestar físico: la higiene personal en forma de ducha.
Este detalle
salvador se lo debo también a mi querida Ana, que preguntó por el mismo al
doctor, quien aseguró que sería conveniente la ducha con lavado concienzudo en
todo el cuerpo, en especial en las zonas dañadas. ¡Qué maravilla poderme
duchar!
Habrá
quienes me llamen guarro porque no me lavo, cuando sucede justamente lo
contrario. Soy de los de ducha diaria desde que recuerde en mi adolescencia, al
menos 50 años puesto que pronto cumpliré los 65. ¿Por qué no me duché en todos
estos días? Pueden llamarme idiota y miedoso, soy eso y mucho más, pero uno
siempre teme al dolor y lavar la zona dañada con abundante agua y jabón o gel
de baño ni se me pasó por la cabeza.
Tal vez mi
médico pudo advertirme de la conveniencia de lavar mis zonas dañadas, pero yo
soy más culpable que él por no preguntarlo en alguna de las consultas.
Armados de
la receta e ilusionados con la visita, corrimos Ana y yo a la farmacia más
próxima para comprar lo indicado y comenzar inmediatamente el tratamiento, y
tras ello a casa de sus padres a ducharme.
Margarita y
Santos son sus maravillosos progenitores, que nos recibieron con el cariño
acostumbrado y yo les expliqué brevemente mi enfermedad y la visita a Octavio
recomendada fervientemente por Ana. Tal vez estuve un poco grosero dando
escasas explicaciones, pero me corría prisa ducharme y me apresuré a hacerlo en
cuanto me proporcionaron las toallas que solamente yo usaría durante mi
estancia en su casa por si mi enfermedad fuese contagiosa como se teme.
¡Qué ducha
más fantástica! La mejor de mi vida sin exageración alguna. Realizados los
cálculos a una diaria me salen 18.250 duchas en 50 años, más otros cientos de
ellas que solía repetir a menudo en los veranos, cuando los grandes calores. Cualquiera
de ellas palidecería en la comparación, la de ahora fue la mejor sin duda.
El agua
templada comenzó a correr por mi cuerpo estragado y a su contacto con mi piel
me dieron ganas de gritar de alegría. Me mojé bien por todas partes, incluida
la cabeza, y luego apliqué con mis manos abundante gel de baño en mi cuerpo, al
principio con cierto miedo de tocar siquiera las zonas dañadas y eso pese a que
el contacto con el agua no produjo dolor en ellas. Superado el miedo inicial,
me atreví a embadurnarlas bien con el gel y la sensación fue magnífica, apenas diferente
al contacto con el resto de mi piel.
Animado por
el éxito volví a aplicarme gel por todas partes con exageración, creo que debí
gastar medio frasco de plástico de esos familiares, tan usuales en todas las
casas. Agua y gel, agua y gel, así en plan maniático y continuado, sin dejar
resquicio alguno sin lavar ni enjuagar abundantemente. Repasé las zonas dañadas
una y otra vez, con gel y agua, hasta conseguir limpiarlas de esa pomada tan
grasienta que me aplica mi enfermera favorita. Me maravillaba no sentir dolor y
por ello insistía con cuidado en su limpieza. Decenas de litros de agua
después, concluí aquella ducha que me devolvió la vida.
El proceso
de secado de mi cuerpo fue igualmente largo y premioso, feliz como una perdiz
por el resultado. Me abstuve de frotar las zonas dañadas aunque no me dolían,
pero el miedo es libre. Por eso las sequé colocando la toalla encima y
presionando ligeramente con los dedos.
Cuando me
puse ropa limpia me sentí como un hombre nuevo. Limpio mi cuerpo y limpia mi
cabeza de las sucias nubes que las enfermedades producen y tanto tardan en
abandonarte.
Al poco
rato, ya seco y feliz, compartí un vaso del agua que la ingesta de medicamentos
me permite beber libremente, en agradable charla con mis queridos consuegros,
mi hijo Eloy y Ana, y la presencia burbujeante de mi nieta adorada de nombre
Leyre, un prodigio de belleza e inteligencia a sus cinco años cumplidos, que
jugaba por allí con su primita Susana, tan guapa y cariñosa con ella.
Mirando mis
antebrazos observé que la piel vieja se despegaba en finas laminillas blancas,
apareciendo debajo otra lisa y reluciente si la frotaba un poco con la mano. El
mismo proceso se repitió en las piernas e imagino que en el resto del cuerpo.
¡Estaba cambiando de piel como las culebras!, sólo que yo lo hacía en finos fragmentos
blancos como copos de nieve al caer al suelo y las culebras lo hacen de una vez
como el que se quita una camisa sin desabotonarla, dejando en el suelo la piel vieja
que se conoce precisamente por camisa. Si al acabar el año se dice: año nuevo
vida nueva, ahora podríamos apuntar: ducha nueva, piel nueva.
La
sensación general de bienestar resultaba inenarrable. Notaba respirando cada
célula de mi tejido epitelial y supongo que la sonrisa no se borraba de mi rostro
ni por un segundo.
Tras cenar
al fresco en el patio todos en familia, ayudando la tibia noche al bienestar
general, me acosté temprano porque el tigre acechaba. Si perdí el miedo a lavar
las zonas dañadas de mi cuerpo tendrá que pasar mucho tiempo hasta perderle el
miedo a mis noches con el tigre que intuyo me acecha escondido, tal vez
cabreado con tanto lavatorio y tanto jabón, algo extraño para él.
En el
transcurso de esa noche el tigre no me dejó totalmente en paz como supuse, no
está en su naturaleza, pero las dos despertadas que me propinó carecieron de la
contundencia de otras veces, y tras la ingesta de la pastillita correspondiente,
acompañada cada vez de su meada y su vaso de agua, pude descansar casi hasta
las ocho de la mañana sin mayores contratiempos.
Las brasas o el fuego
Esta noche
y pese a mis buenos augurios de la víspera, la mala bestia ha vuelto a
levantarme de la cama provocando en mí esa mezcla de sensaciones que podríamos
llamar dolor cosquilleante o cosquillas dolorosas. La hora de la primera
despertada, que consigno en estos escritos nocturnos apresurados, fue las dos
de la madrugada.
Cuando me
acosté la noche estaba más fresquita de lo habitual últimamente, uno quisiera
siempre la temperatura justa: lo bastante fresca para no inquietar al bicho en
su sueño y lo bastante cálida para sentirse uno bien durmiendo con el torso
desnudo, a lo que no estoy acostumbrado ni siquiera en los días más calurosos
de este ni de otros veranos.
Tumbado en
la cama me mantenía cómodo en mi duermevela, que poco a poco voy sufriendo
mejor, cuando se me ocurrió la genial idea de cubrirme con la sábana y fue peor
el remedio que la enfermedad, fue como elegir entre las brasas o el fuego, hay
veces como esta en que el toro te pilla hagas lo que hagas, incluida la
inacción por descontado.
Fue colocar
la sábana ligeramente por encima de mi costado y notar el calor y despertar al
tigre y empezar a lastimarme. La secuencia completa y a cámara rápida. De esa
forma nos muestran en fotos y vídeos el crecimiento de una flor, que abre sus
pétalos ante nuestra vista o las nubes volando en secuencia acelerada, mucho
más de lo que podríamos contemplar con nuestros torpes ojos.
Por eso me
despojé de inmediato de la sábana pero el mal ya estaba hecho y el tigre
despierto y cabreado, según su costumbre.
Creo saber
la causa profunda de este contratiempo y la expondré aquí. El motivo es que
llevo dos días sin practicar mi paseo higiénico mañanero de una hora de
duración. ¿Qué dice este necio?, pensarán algunos, ¿cómo desiste por pura
vagancia de aplicar un remedio que resultó excelente para remediar sus males?
Me acuerdo perfectamente de la bondad de los paseos, yo mismo la he exaltado
aquí, pero no los llevé a cabo por encontrarme medio cojo y resultarme
imposible andar.
Hace tres
días calcé mis pies con uno de mis pares de alpargatas usadas y en aparente
buen estado. Pero cuando las alpargatas de esparto se llevan usando un tiempo,
lo sé por experiencia, se les acaba formando un resalte en el centro de la
planta debido a la dinámica del paso y a su escasa consistencia frente a la
potencia de la pisada de un cuerpo de 81 kilos como el mío.
Ese resalte
y el calor tremendo que sufrimos estos días, que todo ayuda hinchando mis pies,
me provocaron dos vejigas en las plantas de los pies al final del paseo. La del
izquierdo fue molesta sin más, la del derecho resultó invalidante, me dejó
momentáneamente cojo y los escasos pasos que podía dar eran cojeando. De esa
forma no se puede caminar una hora, ni siquiera media, y hubiera resultado
contraproducente al agravar la mínima lesión.
La
conclusión es que me quedé en casa sin salir y los gases y residuos sólidos se
acumularon en mi interior, en mi caso los residuos líquidos son los únicos que
se eliminan de manera abundante y sin problemas debido a la ingesta sostenida
de agua. A perro flaco todo son pulgas que diría el otro.
Me levanté
obligado por el dolor, y mi cerebro insomne, siempre agitado en esta
enfermedad, concibió el presente escrito que me empeñé en garrapatear sin
demora alguna.
De
inmediato me apliqué un baño de pies en el bidé con agua caliente y un puñado
de sal. Eso y la inmovilidad de la cama confío en que contribuyan a rebajar las
vejigas de los pies hasta el punto de que mañana pueda caminar con regularidad.
Cuando
amanezca el día, me duche y desayune, volveré a caminar aunque sea de forma un
poco renqueante. Es preciso liberar la zona de la presión interna, así
conseguiremos que el tigre no se agite y me deje en paz.
Con el baño
de pies y la escritura hemos alcanzado las tres de la mañana, creo que voy a
intentar descansar sin taparme, lo otro fue mucho peor.
Mis cuitas
no tienen arreglo. El tigre jodido vuelve a lacerar mis carnes y son las 4,20
de la madrugada. Parece que nunca me va a permitir una noche entera sin
sobresaltos, durmiendo sencillamente como cualquier otro.
Ya sé que
soy un torpe y que me repito, pero uno se bloquea mirando las rayas del tigre
que te maltrata. Su ataque posee ahora algo de hipnótico, no tan salvaje como
antaño, cuando mordía y desgarraba sin piedad mis entresijos, pero algo
íntimamente desagradable, con alzas y bajas.
Dormito
sentado en mi mesa del salón, con la cara entre las manos mientras detecto una
hipotética mejoría, una tregua en mi batalla particular contra el monstruo que
me permita más adelante dormir y descansar de verdad en mi cama.
Me aplico
desesperadamente aire con mi abanico de fondo blanco con florecitas de colores
vivos, comprado a los chinos tiempo atrás y que ahora me sirve como eficaz ayuda.
Los ataques
fieros disminuyen, son menos intensos y más cortos a cada rato, pienso que
pronto podré recostarme de nuevo en mi almohada y disfrutar de mi duermevela,
lo más habitual en estos tiempos de crisis.
Soy
solidario con mi país, estoy en crisis. Mi país sufre la crisis del sistema
financiero mundial y nacional, agravado aquí con la del ladrillo, que habría
que cortar de una vez pero nadie sabe cómo hacerlo. Mi organismo sufre una
crisis personal, íntima, pequeñita, debida a un bicho malo que pulula por
doquier y para el que no valen remedios preventivos ni vacunas, al que le toca
le toca. Cuando brota estás perdido y sólo queda aguantar: quince días, un mes,
siete, nadie lo sabe.
Se me
ocurre pinchar con una aguja fina las vejigas de las plantas de mis pies, por
aliviar las zonas y poder caminar algún día como es debido, y brota de ellas al
presionar una agüilla sanguinolenta que restaño con cuidado con papel de váter,
es preciso pinchar varias veces para que desaparezcan ambas vejigas. Confío en
que mañana todo vaya mejor y pueda pasear.
Son las
cinco de la madrugada y voy a intentar descansar, el tigre parece aquietado,
apenas lo siento. Adiós, hasta mañana o hasta luego si el monstruo lo exige
así.
La noche
terminó regular tirando a mal. La última etapa de cada vigilia nocturna nunca
es buena, en parte por ser la más larga y nunca sabes si alcanzarás las
cercanías de las ocho de la mañana, hora en que declaro formalmente inaugurado
el día siguiente y acaba la tortura de la presente noche, y en parte porque
estás agotado de la lucha.
Como duermo
últimamente con el torso desnudo gracias al buen tiempo y por no incordiar a la
bestia, muy sensible al calor, también lo hice así en esta última etapa. Pero
el día refrescó y también la noche, por lo que en mi última duermevela pasé
algo de frío.
Pensé
aliviarlo cubriéndome con la sábana, pero el tigre reaccionó inmediatamente y
me lastimó inmisericorde. Bajé la sábana a los pies y pensé si la chaquetilla
del pijama, que mantendría separada de mi zona lumbar y costado derecho, donde
se ubican las dos heridas principales, serviría para este propósito y me
permitiría una situación más soportable.
Colocada la
chaquetilla, dejé los dos botones inferiores sin abotonar y tensé la tela con
mi mano derecha por mantener al aire y sin roce las zonas dañadas.
Todas mis
precauciones no sirvieron de nada porque ante el calorcillo el tigre me atacó
de nuevo y fue necesario alzar la chaquetilla por el flanco derecho y seguir
peleando por el descanso.
Así, y sin
mirar el reloj de pulsera ni el despertador, porque me agobian y prefiero alejarlos
de mí, me levanté al cabo cuando supuse que ya era hora de desayunar y tomar el
montón de pastillas, cinco en total, que me corresponden cada mañana. Me asomé
a la cocina y comprobé que eran las ocho menos veinte de la mañana, por lo que
declaré inaugurado el día y me dispuse a preparar el desayuno después de
colocar todas mis pastillas en fila. Eso sin olvidar mis dos cucharadas de
aceite de oliva, toda una delicadeza gastronómica, y mis dos vasos de agua
caliente.
Con ello
empezó un nuevo día que relataré aquí con su correspondiente noche si considero
que ocurrió algo nuevo digno de ser consignado, no la sordidez dolorosa de
todos los días. Ayer fue un día de esperanza, hoy comienzo con algo menos. Mi
termómetro está bajo, adiós.
Las horas tranquilas
Nadie crea
que mi tigre favorito sólo sabe darme tormento, también tiene sus horas
tranquilas. Lo que ocurre es que a este tigre concreto devorador de hombres, porque
le encanta nuestra carne o nos ve presas más fáciles, posee costumbres más
propias de cazador nocturno, cual si fuera una lechuza, por eso en las noches
nunca se queda quieto.
Por el día,
en cambio, entre las ocho de la mañana y las doce, incluso llegando a las dos
de la tarde, se mantiene casi por completo tranquilo, es decir duerme y duerme,
y me permite un descanso continuado.
Estoy
pensando si cambiar mis horarios de actividad y descanso amoldándome a los
suyos por mayor entendimiento mutuo. Ya que esto no es una amistad ni lo va a
ser nunca, al menos mantener las distancias y una relación educada, aunque de
vez en cuando se me escape un insulto que otro entre dientes cuando me resulta
imposible mantener la educación ante sus ataques y canalladas.
Yo no soy
un solitario como este tigre cabrón, sino que tengo una familia que atender, y
no soy libre para decirles: quiero dormir de ocho a doce de la mañana, que
nadie me moleste, ni hable ni haga ruido cerca. De esa forma utópica e
irrealizable velaría de noche como él, sin intentar descansar sino en actividad
continua, coincidiendo luego con su descanso y ajustándome a él. Siempre se ha
dicho que si no puedes vencer a tu enemigo, únete a él. Pero no podré unirme
nunca a este bicho, lo siento, ni lo pienso intentar.
Tal vez en
sus selvas originarias sea el tigre de Bengala un cazador nocturno y yo sin
enterarme, y el mío se comporta exactamente acorde con sus genes.
También
pudiera ser que sus costumbres cazadoras se extiendan día y noche, las
veinticuatro horas del día, caza cuando le da la gana y descansa cuando quiere,
sin atenerse a métodos ni a horarios, de forma completamente anárquica y por
tanto indetectable para sus enemigos, que también los tiene como todos los
animales, aunque ellos se encuentren en el puesto más elevado de la cadena
alimenticia.
Donde no
llegan otros animales siempre llegará la mano armada de este bípedo
supuestamente racional que ha acabado a tiros con la inmensa mayoría de los
tigres del mundo entero, incluidos los de Bengala, para adornarse con sus
pieles y demostrar que a bestia salvaje nadie gana a los humanos en el mundo.
Pero algunos tigres han quedado vivos de la matanza, y uno de ellos ha tenido
que tocarme a mí, mala suerte, no puede decirse otra cosa.
He dicho
que me permite unas horas tranquilas en la mañana, y debiera matizar esa
información afirmando: unas horas casi por completo tranquilas.
Por las
mañanas tras el desayuno me toca la ducha reparadora y aunque el tigre no la
incluía entre sus costumbres originales, en ese sentido he conseguido moderar
su salvajismo y parece que se va acostumbrando y tolera la ducha sin gruñir ni
armar jaleo.
Unas horas
después la secuencia incluye untar las heridas con una pomada mágica y eso es
demasiado para su cuerpo. Se muestra inquieto y me obliga al poco a abanicarlo
ampliamente para procurarle un poco de fresco, que si se acalora el bicho me
jode, lo tengo observado.
Durante el
día cuento con más tiempo libre para poner orden en estos escritos míos del
tigre y mi relación tortuosa con él, en la que empleo muchas horas con la
intención de que resulte hermoso el relato y agradable a la vista.
Pero en el
día no está tan aguzado el ingenio como de noche, como si me fuera la marcha.
Si me atormenta me da pie para escribir y si me deja tranquilo me resulta más
complicado.
Los
escritores, sean profesionales o aficionados como es mi caso, siempre sufrimos
para concebir nuestras obras. En primer lugar para crear un tema hermoso,
interesante y con un enfoque atractivo. Pero todo ello no es más que el
comienzo del gran problema de escribir una frase tras otra, crear personajes
vivos, que haya una acción o al menos un desarrollo armonioso y lógico, o todo
lo contrario, absurdo y loco, de las ideas expresadas en el relato.
Nadie
conoce el final del esfuerzo cuando comienza a escribir, es siempre un salto al
vacío sin paracaídas. Puedes emplear horas y horas, días y meses enteros en un
tema aparentemente atractivo y no llegar finalmente a nada. Hay que ser
paciente y perseverante, y como no tienes jefe alguno que te exija terminar una
tarea en un tiempo concreto que no seas tú, si te duermes estás listo y nunca
acabarás nada.
Tómese como
ejemplo este escrito concreto que me tiene ocupado varias semanas. Todo comenzó
como un grito en el vacío ante los tormentos que me infringía el tigre, y mi
primer éxito, intuitivo como tantos otros en mi caso, consistió en bautizar a
mi mal como un tigre que me mantenía preso entre sus garras.
Los
capítulos fueron brotando uno tras otro, sin una voluntad de coherencia ni de
formar parte de un todo, como simples desahogos en la noche para no volverme
loco.
Pero la
vigilia agudiza el ingenio y cuando llevaba escritos unos cuantos capítulos
tuve la intuición de que aquello podría funcionar como un todo. Unas noches más
tarde me pareció claro el título y la pretensión humorística, aunque fuera
sangrientamente humorística, del relato.
También
ayudaron mucho mis deseos de venganza. Este herpes zoster puede abrumarme, destrozarme,
machacarme, joderme vivo, pero nunca acabar conmigo. Mi venganza consistirá en
reírme de él, aunque sea una sonrisa crispada por el dolor como ahora, que me
ataca mientras escribo.
Voy a
acabar aquí este capítulo diurno, uno de los pocos escritos hasta ahora junto
con el de la ducha. Puede que lleguemos a alguna parte y logremos un relato
general, coherente y por entregas. Quien sabe, el tiempo lo dirá.
El agua de Fresnosa
En la
segunda de mis despertadas nocturnas de esta noche, a las 4,30 de la madrugada,
después de ingerir con rapidez mi pastillita salvadora y mientras me produce
efecto, he pensado, porque pienso mucho a estas horas de vigilia, en un posible
antecedente como afección dermatológica de mi herpes zoster.
Se trata de
un eczema muy molesto que me brota de cuando en cuando con violencia y sin
motivo aparente con enrojecimientos de la piel seguidos de peladuras. Las zonas
escogidas son detrás de las orejas, en el propio oído externo, en las sienes,
en las yemas de los dedos y en las palmas de las manos. En conjunto no producen
dolor, aunque resultan molestos y siempre acabo por rascarme, y estéticamente
resultan muy desagradables. El fenómeno podía repetirse varias veces en un año,
y resultaba más virulento con el tiempo cálido, en primavera y verano.
Pilar, mi
mujer, insistió mucho para que fuésemos a “tomar las aguas” como se decía antes
a Fresnosa, un pueblecito situado a pocos kilómetros de Villaviciosa de
Asturias, de donde procede su familia paterna y en donde vivieron hasta su
muerte reciente sus tías, hermanas de su padre Paco, en una finca llamada “Los
Viñones”, objeto de un hermoso libro titulado: Los Obaya de “Los Viñones” 1907 - 2007, que ha editado y firmado ella
misma, Pilar Obaya Vázquez –Prada, y donde cuenta los cien años de vida y trabajos
de su familia en la finca.
Las aguas
de Fresnosa son medicinales, o mejor dicho minero-medicinales. Tienen
propiedades curativas y entre las enfermedades que curan se encuentran las de
la piel.
Pilar las
conoce bien porque en su infancia padeció un eczema en todo su rostro en una
primavera, a la tierna edad de nueve años. La situación era tan molesta que sus
padres pensaron en el posible remedio de Fresnosa y hasta allí la enviaron con
unos parientes. Ella califica las aguas de sulfurosas y asquerosas de sabor,
pero no le quedó más remedio que tomarlas vaso a vaso, desde por la mañana en
ayunas, antes de la comida y antes de la cena. En nueve días que duraba el
tratamiento su eczema desapareció para siempre.
Convencidos
de la bondad del sistema, y si había funcionado entonces igual podría hacerlo
ahora, partimos hacia Villaviciosa donde nos alojamos, y de allí a la mañana
siguiente tomamos el camino hacia Fresnosa con ánimos renovados.
La
carretera que sale junto a la iglesia de Villaviciosa llega al cementerio y
sigue escalando hacia Los Viñones y la aldea de Fuentes, de donde procede la
familia paterna de Pilar, siguiéndola unos kilómetros y docenas de curvas
después se llega a Sietes, un pueblecito precioso que cuenta con uno de los
conjuntos de hórreos más impresionantes y mejor conservados de Asturias.
Situado en un altozano, posee bellas vistas sobre la ría de Villaviciosa y el
mar.
Siguiendo
adelante, la carretera nos condujo a Fresnosa,
el pueblo que da nombre al balneario, y allí no quedó más remedio que preguntar
por la fuente del agua medicinal a unos vecinos y otros. Al final y con varios
testimonios llegamos a la seguridad del camino para acceder a la fuente.
También nos indicaron amablemente que en coche no se podía llegar, por lo que
hicimos el camino a pie.
En aquel
verano caluroso, mucho más en Madrid que en Villaviciosa, se agradecía caminar
entre árboles frondosos, con regatos de agua por doquier, después de la
sofoquina de las vueltas y revueltas del camino.
Caminamos
por la carretera, una pista en medio del monte con algunas zonas repletas de
barro, insalvables para un coche como nos indicaron, y tras seguir un arroyo
que saltaba de piedra en piedra bajando más de un kilómetro llegamos al lugar.
Era un edificio con tejado a dos aguas, como de 20 m de longitud y seis de
ancho, con numerosas ventanas al espacio abierto y pegado por el otro lado al
monte. El conjunto parecía una fábrica abandonada.
Entramos
empujando la desvencijada puerta y descubrimos una sala grande, diáfana, con
señales de largo abandono. En un extremo de la misma se hallaba la fuente, en
una depresión del terreno a la que se bajaba por escalones. De un caño metálico
brotaba sin más un hilillo de agua, de la que llenamos unos vasos que
ingerimos, yo por necesidad y Pilar por solidaridad. De sabor ferruginoso y
como a huevos podridos, era mejor tomarla de un tirón sin detenerse demasiado a
olerla, porque su olor era más fuerte que el sabor. Yo no diría que era
desagradable de beber, ni mucho menos asquerosa, aunque tenía un sabor
peculiar, extraño. Luego tomamos un segundo vaso, tras lo cual eructamos sin
remedio ambos, y el eructo sabía más fuerte que el agua.
Llenamos
después pacientemente un botellón de plástico de cinco litros, y partimos de
vuelta hacia el coche. Nos despedimos con una larga mirada de aquel lugar,
hermoso y abandonado, prometiendo volver para darle las gracias si el agua
surtía efecto beneficioso en mi organismo como esperábamos.
El camino
de vuelta, casi todo cuesta arriba, resultó más trabajoso que el de ida sobre
todo por la carga del agua, pero igualmente sombreado y magnífico. El arroyo
corría a nuestra vera y refrescaba el ambiente, el sol trazaba sombras
caprichosas en el suelo atravesando árboles y hojas. Después de sufrir los
ardores del verano madrileño en el mes de julio, daba ganas de quedarse allí,
en medio del bosque solitario y umbroso, a pasar varios días sin salir de él.
Llegados al
coche, nos despedimos de los amables vecinos uno a uno, y regresamos con
nuestro botellón lleno a Villaviciosa, tan hermosa como su himno canta, con su
ría y sus playas: una abierta al Cantábrico en la bahía de Rodiles, amplia y
maravillosa, tan querida de los asturianos como de los afortunados foráneos que
pasan por allí, y otra cerrada, en la ría, la de Misiego, una de las playas que
forma la ría en su ascenso hasta el interior, llegando hasta la propia
Villaviciosa en el llamado puente de Huetes, a ocho kilómetros del mar.
Ingerida el
agua en tres tomas diarias de un vaso, casi llegamos a los siete días, y aunque
la prescripción de Pilar, coincidente con la costumbre, era de nueve días, lo
tuvimos que dejar ahí porque el agua se acabó. Al poco tiempo de concluir el
tratamiento el eczema desapareció, esperemos que para siempre.
Tal vez
haya llegado el momento, tantos años después, de volver a Fresnosa a beber sus
aguas medicinales de nuevo, porque yo me pregunto: ¿y si el agua de Fresnosa fuese
capaz de curar también mi herpes zoster?
Una sola parada y sin calmantes
Todo va
mejor en mi relación con el tigre. No es que vayamos a ser amigos nunca, pero
dentro de la enemistad, a veces odio feroz, lograremos algún día soportarnos
uno al otro.
Este noche
en concreto parece que me va a regalar con una sola parada y además sin
calmantes posteriores, que el médico me suprimió junto con el resto del
tratamiento en mi última visita de ayer mismo. Según él no debemos seguir
castigando al organismo, y en concreto a mi hígado, y por eso me quitó por
completo la medicación.
Esta visita
que digo fue al Médico 4, el mío de cabecera, pero también consulté
telefónicamente ayer al Médico 5, el de Miguel Esteban, que confirmó la
necesidad de continuar el tratamiento prescrito por él hace diez días justos.
Según las nuevas instrucciones debo seguir tomando la pastilla Núcleo CMP Forte
durante un mes completo adicional, lo que equivale a tres cajas de treinta
pastillas, a razón de tres pastillas diarias como hasta ahora. En cuanto a las
vitaminas Hidroxil B12 - B6 - B1, debo ingerirlas dos meses completos adicionales,
lo que equivale a seis cajas, también a razón de tres pastillas diarias.
De
sostenerse la tendencia en el futuro a una sola parada constituiría un enorme
progreso comparado con las tres vigilias del principio, que pasaron a ser dos
más tarde.
Mi tarea
aliviadora comenzó esta noche con una ducha calentita, con mi intención
obsesiva de ahogar a la bestia. Me propuse incidir especialmente en las zonas
dañadas y así lo hice con detalle y repetidamente. Una mezcla de placer con un
pelín de dolor por la violencia del chorro de agua aplicado fue la tónica de
toda mi ducha. Después me sequé concienzudamente notando la permanencia del
agradable calor en las zonas dañadas.
Entré en la
cama con el miedo por lo que pudiera suceder, y todo fue bien hasta la primera
parada, casi a las cinco de la mañana, cuando me despertó y nos pusimos a
escribir esta crónica.
Debo
consignar también como noticia importante en mi relación con el tigre que el
Médico 4 eliminó el tratamiento como dije y solicitó una visita al especialista
para mí. En el transcurso de la mañana me llamaron por teléfono para concretar
la cita en el hospital de la Cruz Roja
de Reina Victoria, en Madrid, para el 11 de Septiembre de este mismo año, es
decir dos meses y un día, como las condenas a presos, después de solicitada.
Nuestra
querida Seguridad Social española cuenta con unos médicos magníficos y unos
medios hospitalarios fenomenales, pero no incluye entre sus virtudes la
prontitud. Supongo que dentro de dos meses y un día mi enfermedad habrá
remitido y puede que para entonces este relato de mi enfermedad haya visto la
luz. Si es así pienso tener la deferencia hacia este Médico 7, de momento
anónimo, de aportarle como regalo mi libro. Tanto el libro como mi salud
restablecida serían dos buenas sorpresas en mi visita hospitalaria.
Aquí lo
dejo, parece que el tigre se va calmando sin calmantes, solamente con la
escritura. Voy a conseguir el prodigio de un tigre aficionado a la lectura, lo
nunca visto. Resultaría un caso evidente de animal circense, para llevarlo por
los pueblos como atracción junto con el Hombre Lobo y la Mujer Barbuda de nuestra
infancia. Nada más por hoy.
Santi y Clara se han
casado
Nuestro
hijo Santiago, el pequeñín que se ha convertido en un grandón, se ha casado con
Clara en Tapia de Casariego, Asturias, el pasado 7 de julio.
Tapia de
Casariego es un municipio costero asturiano muy cercano al límite con Galicia.
Posee hermosas playas y unos paisajes magníficamente verdes, todo adornado por
macizos de hortensias de múltiples colores.
Los novios
se casaron en el Ayuntamiento del pueblo, oficiando el alcalde de notario y
arropados por sus padres, familiares y amigos, venidos de lugares tan distantes
como Canarias, Córdoba, Murcia, Barcelona, y de otros países como Alemania y
Bulgaria, además de la muy numerosa tropa madrileña.
La boda
civil fue hermosa, con el alcalde leyendo unos bellos versos en honor de los
contrayentes, pero mucho más bonita, divertida y original resultó la boda
celta.
Sí, han
leído bien, una boda celta con todas las de la ley. Ante el estupor de la
mayoría, pasaré a contarles brevemente qué es eso tan raro de una boda celta.
Los novios
llevaban preparándola con todo cariño y detalle desde un año atrás, con
invitación incluida por Internet, a los amigos y familiares a que se
disfrazasen, ya fuese de celtas, de romanos, de escoceses, de vikingos o de lo
que cada uno quisiera, el caso era pasárselo bien.
Los novios
prepararon su atuendo celta con el máximo mimo y rigor, buscaron en libros y por
Internet vestimentas celtas y cuando lo vieron claro encargaron sus arreos a
una modista de Miguel Esteban, el pueblo de Ana.
El
resultado fue que Clara lucía muy hermosa con su traje blanco, escotado y de
talle alto, cubierta con una capa de color gris claro. Los brazos al aire se
adornaban con brazaletes antiguos de plata. Llevaba los cabellos largos y
sueltos, ondulados, sujetos por una corona de hiedra y paniculata.
Nuestro
Santiago iba guapísimo con su túnica blanca de manga corta hasta las rodillas.
Sobre esta lucía otra túnica verde más corta que dejaba ver la anterior,
abierta por los lados y fijada con un cinturón de cuero. Al cuello llevaba una
torques, un collar abierto por delante, símbolo de dignidad y adorno de los
caudillos y guerreros celtas. Dos cordones desiguales unidos a dos placas de
bronce sujetaban los hombros de la capa blanca formando otro collar que
adornaba su pecho. Una muñequera de cuero ornaba su muñeca izquierda. Se dejó
abundante barba y largos cabellos de guerrero para la ocasión, adornados por
una corona de hiedra.
Un papel
fundamental en la boda celta lo asumió nuestro sobrino Rodrigo Alba Obaya, buen
actor que ofició la ceremonia como druida, vestido de pantalón y amplia capa
con capucha. Su rostro, pecho y brazos, decorados con pinturas alegóricas, le
conferían un aspecto impresionante.
Durante la
misma, los novios llevaron sus ofrendas: almendras y té de roca, al altar, una
gran piedra, donde las mezclaron. El druida se dirigió con ellos a los cuatro
puntos cardinales. En el Este pidió a los espíritus que nos dejasen sentir su
aliento. En el Sur hizo un llamamiento a los espíritus del fuego para sentir su
poder. Los del Oeste son los espíritus del agua, a los que rogó que dejasen
sentir su energía, que fluye a través de las corrientes de agua. Dirigiéndose
al Norte, suplicó que dejen sentir su certeza de que llegarán tiempos de frías
restricciones y de problemas.
En todos
los casos, el druida preguntó a los novios si se amarán siempre y sobrellevarán
juntos los problemas, con respuesta afirmativa de ambos.
De nuevo
ante el altar, pidió a los novios que juntasen sus manos entrelazadas en forma
de ocho, la derecha con la derecha, sobre la izquierda unida a la izquierda y
les ató con una larga cinta de tela (primorosamente bordada por Pilar con
motivos celtas). Luego les preguntó si estaban dispuestos a unir sus almas y
sus corazones igual que sus manos y ellos respondieron que sí.
Después de
otras ceremonias, la boda celta llegó a su fin con satisfacción de todos.
Ambas bodas
resultaron lucidas, la del Ayuntamiento por la mañana y la celta por la tarde,
pero especialmente esta segunda, celebrada en un gran prado anexo a los
Apartamentos Porcía, situados en el pueblo de Campos, del concejo de Tapia de
Casariego. La boda celta concluyó con una gran comilona, seguida de baile, que
disfrutamos en una carpa situada allí mismo.
En la
comida destacaron los productos asturianos: carnes, quesos, empanadas y sidra.
De aperitivo todos comieron avellanas, que Pilar, hermosa en su vestido de
asturiana, y nuestra nieta Leyre, de hada acaramelada con alitas, todo en rosa
y guapísima como siempre, repartieron en bolsitas individuales a cada invitado.
Entre los postres hubo uno muy especial: “moscovitas”, unas galletas riquísimas
bañadas en chocolate, especialidad de la confitería Peñalva de Oviedo. El
baile, hasta altas horas de la madrugada, dicen que estuvo muy lucido, aunque
yo no lo pude disfrutar.
En toda la
boda., maravillosa en su conjunto, sobresalió por encima de todo la felicidad
de nuestros hijos, con su sonrisa perenne y sus miradas amorosas.
Me fue
imposible gozar de la boda debido a mis achaques, pero asistí como espectador y
compartí su alegría, de la que quiero dejar constancia aquí.
¡Eureka!
No eché a
correr desnudo por la calle escandalizando a todo el mundo como Arquímedes,
pero sí puedo gritar como él ¡Eureka!
El hallazgo
maravilloso consistió en mi caso en descubrir las virtudes benéficas del agua
en forma de ducha, también por la noche y no sólo en la mañana. Ocurrió esta
noche pasada durante mi segunda vigilia, de siempre la más provechosa literariamente
de las mías, porque la primera me pilla demasiado cabreado para reaccionar, la
ira me domina y no puedo sustraerme a ella ni escribir ni hacer nada salvo rabiar,
que eso lo hago de maravilla últimamente.
Esta noche
pasada, la primera vigilia sucedió a la tempranísima hora de la una de la
madrugada, con diferencia la más temprana de las mías en compañía del tigre.
Ingerida la pastilla y habiendo dejado un tiempo prudencial para reponerme y
que la sustancia benéfica accediese a mis centros nerviosos del dolor y que
cesase de una vez mi tortura, acabé por acostarme y descansar hasta las tres y
cuarto.
En la
segunda vigilia se obró el prodigio, se me encendió la bombillita con que
definen siempre a los inventores en los tebeos, y el resultado fue que me daría
una ducha en ese mismo instante. El grito de guerra que proferí en mi estilo
agresivo y directo fue: ¡voy a ahogar a ese cabrón de tigre!
Con esa
idea en la cabeza me puse a la tarea abriendo la ducha y regulándola para
lograr un agua calentita aunque no ardiente. Remojé bien al tigre por arriba y
por abajo, por delante y por detrás, le apliqué abundante jabón y volví a
remojarlo una y otra vez. Si de mí hubiera dependido lo habría ahogado allí
mismo.
Salí de la
ducha un rato después completamente relajado y feliz, con todas y cada una de
las zonas de mi cuerpo que el tigre arrasa calentitas y como anestesiadas.
El segundo
acierto de esta vigilia fecunda consistió en no ingerir un calmante como
siempre, porque supuse que ahogando un poquito al tigre no reaccionaría con sus
mordiscos ni tampoco con sus jugueteos, que tan duros e inquietantes resultan
unos como otros.
El
resultado espléndido fueron cuatro horas de descanso completo, lo nunca visto
en los últimos tiempos. Lo que para cualquier persona sana parece una bagatela,
una fruslería, incluso absurdo porque significa dormir muy poco, para mí,
acostumbrado últimamente a no dormir ni descansar siquiera más allá de dos
horas seguidas, doblar esa cifra es algo inusitado, increíble, asombroso, espléndido.
Por eso
hubiera salido de muy buena gana gritando a la calle cualquier tontería (gritar
eureka, es decir lo encontré, no parece apropiado ya que no lo entendería nadie
por tratarse de una palabra griega pronunciada por un filósofo llamado
Arquímedes, y no todo el mundo ha estudiado griego ni denostado la filosofía
como yo), de no ser porque me encontraba en un hotel en Asturias con Pilar y
Leyre, tras la boda de Santiago y Clara, y habría ido a la cárcel por
escándalo, y con la cárcel del tigre ya tengo suficiente para añadirle además
los barrotes.
Esta fue la
confirmación rotunda de las maravillosas propiedades del agua, ya ingerida como
medicina cuando son aguas medicinales como las de Fresnosa, o aplicada en ducha
como masaje. Esta segunda forma también la he experimentado hoy mismo en mis
carnes y pienso seriamente probar a ingerir al agua medicinal uno de estos
días, con una visita a Fresnosa en cuanto me sienta un poco mejor y pueda
viajar con garantías.
¿Una
intoxicación?
¿Seré tan
idiota como para haberme procurado una intoxicación por alimentos cuando el
tigre impera todavía sobre mi cuerpo?
Al volver
de Asturias y de la boda donde se ha portado mejor este mal bicho, tal vez
apaciguado por la humedad del lugar y especialmente las bajas temperaturas para
este verano, con mínimas nocturnas no superiores a 10 ó 12 grados en contraste
con los más de 24 de Madrid, se me ocurrió cenar un poco de queso Cabrales con
pan, y aunque sabía rico como de costumbre me produjo al poco unos picores
generalizados por todo el cuerpo y me brotó un prurito que me mantiene en una
especie de hervor interno continuo.
No me pica
sólo en mis heridas de siempre, aunque ahí se agudiza, sino en todo el cuerpo,
especialmente el pecho y la espalda. Me noto en todo el pecho un sarpullido:
numerosos puntos rojos pequeños, que puede también pueblen mi espalda aunque no
los vea.
En mi vida
ya he sufrido dos intoxicaciones por alimentos: una por comer boquerones en
vinagre, ya preparados de la pescadería, y que debían encontrarse en mal estado
aunque nada se notaba en el sabor, y otra por ingerir un queso igualmente
asturiano como el Cabrales, que se mantuvo varios días en mi nevera de aquella
época que apenas enfriaba, por lo que se debió estropear y se notaba picante al
comerlo. Si ahora se repite la historia con otro queso asturiano sería para
matarme por idiota. Igual al tigre no le agrada el queso Cabrales, me ha salido
un exquisito, y ha reaccionado violentamente en su contra.
Recuerdo
con desagrado el prurito de las intoxicaciones antaño extendido por mi cuerpo
entero, incluso debajo del pelo de la cabeza y en los lugares más
insospechados, y una sensación de picor generalizado absolutamente
insoportable, parecida a la que sufro en estos momentos.
Después del
largo viaje me encontraba muy bien, relajado y a gusto cuando cené ese queso
que se mantuvo en una bolsa a temperatura ambiente varias horas durante el
viaje y tal vez fermentó y se estropeó. Luego, un idiota muy amigo mío se lo
comió untado en pan relamiéndose los labios, y al poco de comerlo ya notó una
comezón general nueva, que se superponía a su comezón antigua.
Es para
matarme a bofetadas por haber sido tan imbécil de comer lo que no debía, cuando
el cuidado más exquisito sobre la comida que ingiero hubiera sido lo lógico y
razonable.
Son las dos
y diez de la madrugada, es decir, todavía en mi primera vigilia, apenas cinco
horas después de mi cena que se produjo poco después de las nueve de la noche,
y me ha brotado ya por el pecho con toda seguridad un prurito debido a
intoxicación.
La herida
principal, que puedo ver perfectamente en el espejo del baño, presenta un
aspecto más rojo de lo habitual y con puntitos rojos, en lugar del tono cárdeno
de los últimos días.
Añadir un
mal a otro es la peor de las noticias, precisamente ahora que me encontraba tan
contento con el excelente resultado que me procuraban las duchas nocturnas
antes de dormir, con agua calentita y abundante jabón aplicado a mano sobre las
zonas dañadas. Mucho me temo que esta nueva erupción suponga un retroceso y
agravamiento de mi enfermedad principal.
Mi único
consuelo en estos momentos tan tristes consiste en que voy a visitar al médico
en breves horas, en cita pedida antes de mi marcha a Asturias, y podré contarle
mis nuevos problemas y tal vez con una medicación inmediatamente suministrada,
no contraindicada a la del herpes zoster, me procure un alivio inmediato.
Soy un
desastre, no lo puedo evitar, siempre dije que la estupidez humana carecía de
límites, pero lo hacía con conciencia de superioridad juzgando a otras
personas. Que ahora sea yo el ESTÚPIDO, así, con mayúsculas, me deja hundido.
Nunca debí haberme sentido superior por contemplar la estupidez en los demás
que tanto arraigo encuentra en mi persona.
Faltan
apenas seis horas para que visite al médico, que ojalá logre aliviar mis males
de inmediato, pero salvarme de mi propia estupidez será imposible, eso es
seguro.
Adiós,
seguiré informando sobre el resultado de mi visita, que se produce justamente
el día de mi 65 aniversario, 10 de julio de 2012, justo cuando me voy a
jubilar. ¡Una fecha para recordar! Ya oficialmente viejo y además bobo como
postre amargo.
Esa mañana
fui a la visita del médico y no encontró traza alguna de esa supuesta
intoxicación. Así que por suerte sólo sufrí un pequeño sarpullido que
desapareció y adobado con el miedo constituyó
mi mayor padecimiento. Ahora sé que el miedo a un mal desconocido es algo
sólido y real, cuando lo masticas sabe a pócima amarga e indigerible, de ahí sus
efectos nocivos sobre cualquier organismo vivo.
Por el día
A lo largo
del día de hoy mantuve un alto nivel de estrés con viaje en Metro para una
visita al Instituto Nacional de la Seguridad
Social , INSS, donde gestionan mis papeles para la jubilación
y concesión de la pensión que me corresponderá a perpetuidad hasta mi muerte,
con los pequeños ajustes anuales que el Gobierno de turno pueda decretar en el
futuro: congelación o subida de la misma en porcentaje desconocido, subida en
Enero si el IPC del año anterior ha sido más alto que la subida planeada,
incluso bajada, tal y como están las cosas.
Después
tomé el Metro de vuelta a casa y me acerqué andando desde allí a la gestoría
donde me habían preparado la documentación para pagar el IVA del segundo
trimestre del año, que me cobrará Hacienda en unos días en mi cuenta bancaria.
Esa documentación que ellos poseen, en concreto mis recibos de trabajador
autónomo de los últimos tres meses, la preciso para algunas de las gestiones
pendientes.
La tercera
visita de esta mañana agitada fue a la Delegación de Hacienda, situada relativamente
cerca de casa por lo que la realicé a pie, casi media hora de caminata en cada
sentido. Allí compré mi impreso correspondiente para solicitar mi baja de
autónomos a un precio moderado: 1,40 euros, y tras rellenarlo obtuve un volante
de cita en las máquinas dispensadoras colocadas junto a la enorme sala de
espera donde una multitud de ciudadanos se mantenía atenta a la vista de las
pantallas, donde anunciaban continuamente números de volante y número de mesa
en la que un funcionario te atendería. A la vez que el número aparecía en
pantalla, una voz de mujer la indicaba por los altavoces dos veces seguidas.
Creo que mi
volante era el A 131, y pasaron 40 minutos largos hasta que lo nombraron, acudí
presuroso a la mesa en cuestión para que no me saltase el turno, me atendieron
y resolvieron el trámite con prontitud.
Volví a
casa andando y llegué a mi hogar, dulce hogar, cansado y sudoroso. Antes de
comer hubo tiempo de leer el periódico y de resolver el sudoku.
Por la
tarde reposé una hora de siesta, con la que suelo compensar mis carencias
nocturnas, y luego me entretuve leyendo y revisando mi correo electrónico,
largos días olvidado.
Para mañana
tengo prevista nueva visita al Médico 4, el mío de cabecera, a ver si corrige
el tratamiento porque suprimirlo ha sido mala solución. Luego tengo que
desplazarme a la Tesorería General
de la Seguridad Social
a resolver otro trámite de mi jubilación. Por la tarde pienso visitar a mi
hermano José Ramón que está enfermo y hospitalizado en el Gregorio Marañón,
tras un grave accidente en la calle contra un bolardo que precisó intervención
quirúrgica.
Para el
sábado y domingo no he previsto salidas de casa salvo para pasear en la mañana.
Si tú te
agitas en exceso el tigre lo hace contigo y te incordia, es inevitable. Por eso
sé que no es buena tanta actividad, pero también resulta necesaria. La
inmovilidad absoluta tampoco es buena según he comprobado, siempre debes
moverte por algo y distraerte con otros temas, tu cabeza lo agradece.
El monstruo ha crecido
Desde que
visité al Médico 4, la mañana del pasado martes 10 de julio, día de mi
cumpleaños, los famosos 65 de mi jubilación, y me prescribió que dejase de
tomar la medicación, el tigre monstruoso se relamió los bigotes y no ha dejado
de crecer.
La mancha
alrededor del ombligo era apenas un enrojecimiento sin actividad constatable,
ahora ha aumentado en intensidad y extensión, notándose bajo ella movimientos
internos, como de magma en ebullición a punto de brotar por la boca de un
cráter, de momento sin localización.
La herida
principal del costado ha crecido asimismo en extensión y en su tinte rojo intenso.
Constató mi enfermera favorita el hecho con preocupación conforme me
administraba el Betadine en las heridas. Me comentó también que las heridas
horizontales de izquierda a derecha de mi espalda eran ahora mayores que antes.
Un nuevo sarpullido brotó encima de la herida principal, cerca del sobaco
derecho, y eso yo mismo puedo asegurarlo porque lo veo perfectamente reflejado
en el espejo del baño.
La
supresión tajante de la ingesta del Aciclovir, que mataba al bicho, parece
calamitosa y de nefastos resultados, por lo que habré de volver a visitar al
galeno e instarle a que reconsidere su posición, a todas luces errada, de
suprimir mi tratamiento. Eso lo haré mañana mismo por la mañana que ya tengo
hora pedida en el ambulatorio situado junto a casa.
Le
ofreceremos el beneficio de la duda a nuestro galeno, que tal vez pensó en una
pronta visita al especialista recomendado por él mismo. Mañana le sacaré del
error porque en dos meses más sin medicación hasta mi visita al especialista el
monstruo maligno puede haberme devorado por completo.
Si sus
explicaciones no me convencen ni vuelve al tratamiento, me ronda la cabeza
visitar de nuevo al Médico 5, de Miguel Esteban, que él sí parece tener las
ideas claras, y sus consejos y medicinas prescritos se han mostrado eficaces y
me han servido de gran alivio.
La
desesperación más negra me domina, si seguimos retrocediendo tal vez quiera
decir que el bicho se asienta en mi cuerpo y quizás acabe venciendo y
devorándome.
Pero no es
bueno agobiarse en exceso, lo más sensato y práctico será volver a tomar el
Aciclovir por si las moscas, a ver lo que dice el galeno y dados los malos
resultados, obvios, de suspender un tratamiento tan largo así de repente. No
entiendo sus razones, aunque alguna tendrá. La confianza en los médicos es
fundamental cuando estás enfermo, por eso la mantendremos aunque con reservas,
en especial si no decide volver al tratamiento como espero y deseo. En ese caso
puede que le mande a tomar por saco y me busque otro médico mejor, tal vez el
Médico 5, de probada eficacia.
Dolor – Picor
Cuando el
tigre te despierta a las dos de la madrugada sabes que no hay nada que hacer:
la noche corre inexorablemente hacia las dos paradas como mínimo, tal vez tres.
Lejos las
noches felices de una sola parada, cuando veíamos el fin más cerca. Ahora y
tras el retroceso en el tratamiento, que podríamos llamar recaída del enfermo,
hemos pasado de nuevo a dos.
El dolor
tiene gradaciones, quien lo duda. Al principio era un dolor-dolor, al que se puede
adjetivar de mil formas adivinando en todas ellas el espanto y el horror. Luego
está el actual, calificado de dolor – picor porque cuenta con componentes de
ambos, no es dolor de subirse por las paredes pero es dolor. De ahí pasamos al
picor – picor que es simple o agudamente molesto, lo que otras veces he
definido yo mismo en estos escritos como que el tigre te hace cosquillas. Desde
ese punto hasta el estadio penúltimo de picor a secas va un largo trecho que
nunca hemos recorrido. Cuando no haya siquiera picor y pueda dormir una noche
entera será la gloria, como tocar la
Luna con las manos.
El dolor –
dolor no se alivia con nada: paseas, aúllas un poquito aunque sea en voz baja
si es de noche, y no encuentras consuelo para tu pena. Es el horror vivo y
sangrante. El peor estadio de todos al que espero no volver nunca.
Después
sigue el que estamos ahora, calificado de dolor – picor y en el que no aúllas
aunque poco te falta, y que posee componentes de ambos. Este dolor – picor se
alivia con el abanico, aunque sea preciso cierto aguante para que la mínima
corriente de aire, que podríamos calificar de airada, se mantenga
sostenidamente.
Hoy
practicaba en la cama el modelo “chaquetilla levantada” que ahora me ha dado
buen resultado, diferente al de noches pasadas de “torso desnudo” y arrumbado
para siempre el de “sábana encima” que tan nefastos resultados me ha deparado
siempre.
El modelo
“torso desnudo” se convertía inconscientemente, por las brumas del sueño y el
fresquito en algún momento de la noche en “sábana encima”, con grandes
problemas de roces sutiles y picajosos en la herida principal del flanco
derecho, que trataba de solucionar sin levantarme de la cama ni conseguirlo con
complicadas posiciones de brazos y manos para mantener alejada la tela de dicha
herida.
La
convivencia con el tigre no es fácil, nunca lo es con este bicho, por eso
siempre dudo al acostarme entre escoger un sistema u otro. El caso es descansar
la mayor parte del tiempo posible.
Lo más
novedoso de las paradas nocturnas actuales es que soy capaz, luego de refrescar
la zona aireándola, beber agua y esas cosas, de volver a dormirme sin recurrir
nunca a los calmantes, antes obligados en la época del terror.
Confío en
que la medicación básica, que he vuelto a tomar dos veces al día por mi cuenta,
sirva para controlar al tigre que cuando se desmanda resulta peligroso en
extremo.
Ya son las
2,40 y vamos a intentar un nuevo descanso.
La segunda
vigilia se produjo, como parecía inevitable, hacia las 5,20 de la madrugada,
cuando el dolor – picor sostenido me obliga a levantarme. El vendaval en
miniatura hacia las zonas en conflicto se pone en marcha y no cesa por un rato.
Las zonas se mantienen ardiendo y es complicado apagar el incendio.
Además de
beber agua siempre como algún alimento ligero que dejo a mano en la cocina,
sabedor de que mis noches son largas. Mi estómago agradece los pequeños
presentes que le ofrezco. Esta costumbre viene de las épocas malas, cuando era
preciso tomar un calmante en cada parada y comía algo para no machacar
excesivamente al estómago. En esta noche he comido algunas ciruelas pasas en la
primera vigilia y unos albaricoques dulcísimos lavados bajo el grifo en la
segunda.
No ingerir
calmantes en mis vigilias actuales y ser capaz de dormir después a pesar de
todo me da confianza en el futuro. ¡Venceremos! es el grito de guerra susurrado
en voz baja en la noche silenciosa mientras mi abanico cumple su cometido en mi
torso desnudo. Es verano, cierro los ojos y trato de relajarme sin conseguirlo
de momento.
Son las
seis de la mañana y vamos a intentar dormir otro poco.
Volver a la senda
Después de
que volviéramos ayer a la senda virtuosa del Aciclovir cada ocho horas,
recetada de nuevo por el Médico 4, la noche se presentaba con rasgos favorables.
La pregunta inexpresada pero real era esta: ¿seré capaz de volver a una sola
parada?
Al llamarme
intempestivamente el tigre a hora intermedia, las tres y diez de la madrugada,
dudo mucho de sus intenciones. Debería preguntárselo sin más, pero hace tiempo
que no me hablo con él, estoy enfadado.
Nada más
levantarme ha sido preciso aplicar mi ventilador manual con toda potencia en
mis tres núcleos básicos: herida principal del flanco, zona delantera,
especialmente el ombligo y zona trasera. Acabo con el brazo cansado de tanta
agitación, pero los efectos son notables en el tigre, que al refrescarse en
esta noche tan cálida me deja en paz por un rato.
Entre las
bobadas que se me ocurren en el baño, últimamente son todo tonterías y cosas
banales, pienso el momento en que declaré la guerra a los pelillos de las
orejas sin acordarme con exactitud de la fecha. Los pelillos me resultan
antiestéticos y por eso los elimino. La forma de hacerlo es un poco brusca, en
mi estilo, y consiste en arrancarlos con mis uñas si son largos, y sobre todo
con las pinzas de depilar de Pilar ¡menuda cacofonía ha brotado espontáneamente
de mi pluma magnífica! (una Parker regalada hace poco por mis hijos Santiago y
Clara). Ahora voy a dedicar un tiempo a arrancarlos con pinzas de mi oreja
derecha donde han crecido desordenadamente.
Sorprendido
con mi maniobra insólita armado de unas pinzas de depilar (más propia de una
jovencita que de un hombre calvo maduro, maduro, casi pasado), el tigre
permanece atento y me deja de lastimar, que tanto frotar su patita en mis
heridas acaba jodiendo. Por suerte lo noto hace tiempo ahíto, como desganado de
mi carne, y ya no me muerde ni hunde sus garras en mí como antaño, pero eso no
significa que haya desaparecido, porque se mantiene atento y cuando menos te lo
esperas se hace notar.
La noche
oscura y silenciosa contempla impávida mis afanes literarios por huir de mi
condición doliente.
Mañana
pienso dar mi paseo mañanero en cuanto desayune y me duche, que va bien para el
cuerpo y el espíritu, necesitados ambos de aireación y distracción de paisajes
urbanos, los únicos disponibles de momento a mis ojos.
Para
visitar un parque verdadero, el de Berlín, debo seguir mi avenida General
Perón, cruzar la Castellana
y subir toda Concha Espina, pasando por la acera del Colegio Alemán, y alcanzar
Príncipe de Vergara. El parque cubre un amplio cuadrado delimitado por esta
misma calle, Ramón y Cajal, Marcenado y San Ernesto. En veinte minutos a buen
paso, media hora si me lo tomo con calma, llego desde mi casa hasta su extremo
más próximo.
Hay otro
parque más grande algo más lejos, el de Agustín Rodríguez Sahagún, un antiguo
alcalde de Madrid. Para alcanzarlo debo remontar Bravo Murillo en dirección a la Plaza de Castilla y al
llegar a Marqués de Viana bajarla por completo hasta el final. Tardo casi
cuarenta minutos en llegar.
Una tercera
posibilidad, mucho más lejana y hermosa, consiste en caminar hasta la Dehesa de la Villa , que no es un
parquecito cualquiera sino un bosque urbano precioso. Para alcanzarlo debo
subir a Bravo Murillo y continuar Francos Rodríguez hasta su terminación. El
bosque está surcado por caminos que recorren cientos de personas cada día, y
poblado de pinos centenarios y otros árboles de gran porte. Ciertas zonas del
mismo ofrecen magníficas vistas a la sierra de Guadarrama, desde este enclave
del Noroeste de Madrid.
Al Parque
de Berlín se llega pronto desde mi casa. Yo le tengo mucho cariño porque lo he
recorrido en numerosas ocasiones y en él comencé a jugar a la petanca hace
tiempo, en el club de Chamartín ya desaparecido. Cuenta entre sus monumentos
con uno de piedra a Beethoven , con una escultura del genial compositor sentado
ante un piano, y otro del infame Muro de Berlín, que separó durante años la
parte occidental de la oriental alemanas, siguiendo la división de Alemania
ocurrida tras la Segunda Guerra
Mundial en dos Estados diferentes : La República Democrática
Alemana, oriental y comunista, y la República Federal
Alemana, occidental y democrática. El recuerdo del Muro de Berlín, derribado
antes de la reunificación alemana, consiste en unas placas de cemento del
antiguo muro, pintarrajeadas y colocadas dentro de una fuente para evitar
vandalismos situada en la esquina de Ramón y Cajal con Marcenado. Las placas
fueron transportadas a Madrid tras una donación del Ayuntamiento entonces
presidido por el profesor socialista Enrique Tierno Galván.
Son las
cuatro y diez y ha transcurrido una hora entera desde la despertada, ocupada en
su mayoría en redactar este relato y pensar mientras me abanico.
No llego a
conclusión alguna porque dependemos del tigre y esta bestia resulta
imprevisible. Seguiremos día a día sin mirar más allá hasta que me vea libre de
ella. Todo llega, hasta lo bueno, es uno de mis lemas de andar por casa. Con el
lema y mis vacaciones rondando mi cabeza me retiro a intentar descansar otro
poco.
Paciencia, paciencia
A todo el
que hablas del herpes zoster maldito te recomienda lo mismo: paciencia, has de
tener paciencia.
Ayer mismo
fue mi amigo Cecilio, que estuvo en casa con María Dolores, su mujer, quien me
insistió sobre ello. Y Cecilio sabe de qué habla, pues tiempo atrás uno de
estos tigres se alojó en su calva y desde allí le mortificó cuanto quiso. Dice
que le duró tres meses, para que me vaya haciendo una idea, y que le provocó
varias crisis de ansiedad con ataques agudos y debieron llevarle a Urgencias en
varias ocasiones para atajar sus males.
Cuando
acudo a mis boticarias portando una gavilla de recetas también me dicen lo
mismo: “paciencia, hay que tener paciencia, esto es muy lento.”
Paciencia
es la palabra que resuena dentro de mí y deberé paladearla bien, no hay otro
remedio posible.
Son las
tres y veinte de la madrugada y ya he sufrido tres ataques de la bestia, los
dos primeros fueron ligeros: a la una y a las dos, porque se solventaron con
abanico y vaso de agua, incorporado al borde del lecho. Hoy parece desatado el
bicho porque al tercer ataque, más virulento que los precedentes, me ha
obligado a levantarme como tantas otras veces y a decidirme a escribir con la
intención de olvidarme de él.
En esta
noche aparentemente tranquila escucho a una familia de vecinos locos, que a
cualquier hora del día o de la noche, según compruebo ahora mismo, escandalizan
al vecindario con sus voces y sus peleas.
Son tres
voces las que disputan habitualmente: una de un hombre más joven que las otras,
el más loco y quien más insulta ferozmente a su familia, y dos voces de
personas mayores: una de mujer y otra de hombre, imagino que sus padres, todos
chiflados como cabras.
Esta noche pelean
sordamente, si eso puede concebirse, mordiendo las palabras, y destacan en
especial las voces del hombre joven y de la mujer, los que más suelen discutir
a voces. La voz del hombre mayor no aparece o tal vez duerme, aunque dudo que
nadie pueda dormir si andan cerca disputando los dos cencerros citados.
Por el día
se gritan salvajemente y como son locos no tienen solución. Se insultan con
odio según les he escuchado muchas veces y me molestan tanto en invierno,
cuando se les puede oír a través de las ventanas cerradas, señal clara de su
potencia vocal, como en verano, que permanecen abiertas para procurarnos
fresquito: a ellos y a los demás.
Mi ventana
del despacho, en concreto, permanece abierta día y noche durante el verano.
Es la
estancia de mi casa donde vivo más tiempo: escribo a mano y en mi ordenador,
leo y cavilo, y se mantiene siempre fresca por dar a un patio interior, con
cinco pisos encima del mío, por lo que sólo recibe parcialmente el sol en la
ventana cuando se encuentra más alto, entre las dos y las tres de la tarde más
o menos.
Con los
vecinos locos me muestro egoísta, lo reconozco. No pienso en que ellos sufren y
por eso pelean a gritos, sino en que me molestan con sus disputas que deberían
guardar en su casa y no exhibirlas impúdicamente a través de un patio de
vecindad.
Me niego a
cederles este espacio público, este aire fresco que es de todos, cerrando mi
ventana a cal y canto para no escucharles.
Por eso
cuando disputan de día y prolongan la bronca me acaban cabreando de verdad. Mi
forma de protestar y de atacarles sonoramente a mi vez consiste en encender una
pequeña radio a transistores que poseo, darle su máximo volumen con música ligera
y alzarla en mi mano con el brazo sacado por la ventana de mi despacho, ya que
ellos habitan en pisos superiores, para que disfruten de un sonido armonioso y
que no todo en su vida monótona sean broncas y broncas.
Dicen que
la música amansa a las fieras y ellos lo son, así que les doy un poco su
merecido. Pero si no son fieras me da igual, ellos me molestan a mí con sus
voces y yo estoy dispuesto a pagarles con la misma moneda cuantas veces sea
necesario. En el fondo, pero muy al fondo, me dan pena. Tampoco sus fantasmas les
permiten dormir y tal vez su única distracción en la vida sea pelear e
insultarse. Porque insultarse lo hacen continuamente, yo les he escuchado en
numerosas ocasiones.
No aplicaré
esta noche mi remedio radical de la música a toda potencia que tan buenos
resultados me ha prodigado en ocasiones. Sería un escándalo y despertaríamos a Pilar
y a otros vecinos que descansan apaciblemente.
En una
ocasión hace años, durante una bronca entre los mismos locos, avisamos a la
policía porque parecía que se iban a matar. Supongo que no vinieron y de
hacerlo no nos alertaron de su presencia a los denunciantes, que nos
identificamos con nombres y apellidos y dimos el número de la calle, piso y
letra de nuestra casa.
Tal vez no
se decidieran a venir los policías por si los locos se mataban de una vez entre
ellos, tras recibir numerosas denuncias del trío famoso, que conocen de sobra y
saben que la sangre no llegará al río.
Estimo que
disputan como una manera de dar rienda suelta a su locura, como una maniobra de
escape colectiva, convirtiéndose en una especie de discutidores profesionales.
La presión se concentra seguramente en sus cabezas día tras día como en una
olla exprés de cocina, hasta que la espita de seguridad salta y entonces gritan
y gritan hasta que la presión baja a niveles tolerables y pueden seguir
viviendo, mejor dicho malviviendo porque unas vidas así nunca las imaginas
felices sino atormentadas, pobladas de demonios interiores y de fantasmas que
les acosan sin piedad.
Ahora
constato que llevan varios minutos en silencio por fin, parece que sus demonios
se aplacan igual que los míos: los suyos maldiciendo y los míos escribiendo.
Me ronda la
cabeza intentar un nuevo descanso en la cama. Esta noche escogí el sistema de
“chaquetilla levantada” justo en la zona lumbar y costado derecho y no me ha ido
del todo bien, por lo que me planteo cambiarla a la de “torso desnudo”.
La noche
está agradable, al menos en teoría y para la gente sana, que los enfermos nunca
somos objetivos y para nosotros apenas cuentan los factores externos como la
climatología, salvo que sea excesivamente adversa, volcados de forma
obligatoria en nuestro interior y nuestros males.
Hemos
alcanzado las cuatro de la madrugada, cuarenta minutos escribiendo y cavilando.
Los locos se han calmado y tal vez descansarán unas horas. Yo voy a intentarlo
ahora mismo.
La
vida en calzoncillos
Me paso la
vida en calzoncillos, no sé si lo he dicho ya. La dura convivencia con el tigre
me exige un atuendo mínimo. Como un Tarzán urbano exhibo mi taparrabos y no
lanzo como él su famoso grito de la selva por no armar escándalo, aunque ganas
me han dado un montón de veces por desahogarme.
El tigre
acepta mi atuendo, a fin de cuentas él va siempre desnudo, pero pese a todo yo
quiero explicar mi vestimenta.
Salvo el
rato de paseo diario obligado, por la mañanita y con la fresca, que puede
incluir a su terminación compra de prensa, fruta, pan y demás artículos
necesarios en todo hogar, mi vida transcurre entre las cuatro paredes de mi
casa donde me tiene recluido y preso este tigre maldito.
Mantenerse
uno cómodo en su casa resulta fundamental, tanto en invierno como en verano, y
ahora con el calor para mí lo más práctico es mostrar obscenamente mis heridas
a las paredes y a los vecinos curiosos cuando me asomo a la calle por alguna de
las ventanas del salón o de las otras habitaciones, o al patio de mi casa que
es particular como dice la canción infantil, por la ventana del despacho donde
me afano a diario con este escrito. Me visto escuetamente con calzoncillos para
sentirme cómodo.
Vestir una
prenda superior me estorbaría de continuo porque rozaría mi flanco derecho, mi
espalda y mi ombligo, por eso apenas visto camisa salvo cuando recibimos
visitas, como el día que vinieron a verme nuestros grandes amigos Cecilio y
María Dolores, y en mis paseos callejeros. La chaquetilla del pijama queda para
algunas noches, o vigilias de noches por ser más exactos, porque en otras
mantengo mi torso desnudo.
Mis pijamas
de verano son ligeros y cómodos, sin cuello, pantalón corto y chaquetilla de
manga corta, para combatir los ardores veraniegos y llevar algo de ropa encima
incluso en las noches cálidas que resulta conveniente.
Pero dichos
pijamas no resultan lo bastante cómodos para mí, que me he vuelto un poco
tiquismiquis tras la aparición de este tigre que me ha cambiado la vida. Sólo
uno de los pantalones del pijama que poseo puede equipararse a mis mejores
calzoncillos viejos en suavidad y ligereza de la tela, y elástico laxo y
agradable. Los demás me lastiman la cintura y no se sostienen con la cinturilla
baja donde los confino, sino que me aprietan mis carnes morenas.
Recuerdo
ahora, así en un relámpago, una canción extraña y aflamencada que en otro
tiempo cantaba y bailaba la famosa Lola Flores y decía así:
Tú lo que
quieres
es que me
coma el tigre
que me coma
el tigre
mi carne
morena
Tú lo que
quieres
es que me
coma el tigre
que me coma
el tigre
mi
carnecita tan buena
Pues eso
hace de continuo y con afán este tigre mío de mis entretelas con mi carne, poco
morena porque no me ha dado todavía el sol del verano y no creo que me acabe
dando este año, me libre o no del tigre funesto, porque no sería bueno para mi
salud.
Decía que
sólo un pantalón de pijama y dos pares de calzoncillos, los más antiguos que
poseo y con el elástico más suave, me parecen la vestimenta ideal. Ponerme a la
altura del tigre y mostrarme siempre desnudo por completo no me parece
conveniente. No es higiénico ni lo vería bien mi enfermera favorita, así que
descartado.
En
calzoncillos me muevo de acá para allá, y en mis frecuentes visitas al cuarto
de baño, el que bebe mucha agua ya se sabe, contemplo a veces mi tripa y flanco
derecho deformados por el bicho y las pastillas en el espejo grande del lavabo.
Antes de
verle las rayas al tigre yo mantenía desnudo una figura razonable para mi edad
porque practicaba regularmente deporte: una o dos veces a la semana nadaba en
la piscina y otro tanto jugaba a la petanca en mi club, amén de los paseos
diarios más o menos extensos y siempre de media hora como mínimo de duración.
Ni era un
Adonis ni tenía el “vientre plano” un término que sólo interesa a los jóvenes
que lo utilizan en sus charlas, ni mucho menos lucía “tableta de chocolate”
como he oído llaman algunos a un estómago musculado en su exterior, por
realizar su dueño docenas o tal vez cientos de ejercicios de abdominales al
día.
Yo nunca
practiqué la gimnasia siendo joven, ni en el gimnasio ni en mi casa, ni se me
ocurrirá hacerlo ya a mi edad, por tanto mal puedo realizar abdominales. Me
parece estupendo que otros se afanen con ello, cada uno a su bola, pero no es
mi rollo.
Mi figura
se ha deformado por el vientre inflamado, lo mismo que mi costado derecho,
alrededor de la herida principal claramente hinchada en una extensión superior
a los 20 cm .
El proceso viral me afecta al estómago, pese a la ingesta diaria de dos
pastillas, al levantarme y acostarme, de un protector llamado Omeprazol, y al
hígado situado a la derecha debajo de las costillas, inflamando ambos de forma
evidente y desconocida en su magnitud interna.
Pero no hay
más remedio que continuar con el tratamiento hasta acabar con el bicho. ¡Sueño
con ese día! Tal vez después, con buenos alimentos, vida sana y libre de
pastillas, mi cuerpo vuelva a su antiguo ser y armonía y mi figura resulte
equilibrada, ya que no hermosa. No voy a conquistar chicas en adelante, así que
sólo me importa estar sano y sin dolores, del resto no se me da nada, que antes
dirían un ardite aunque suene antiguo, como yo.
Proyectos locos
Veinte días
es la duración de la próxima carrera para alcanzar las ansiadas vacaciones,
mejor dicho, tres semanas justas. Si todo sale bien, ese 6 de agosto, lunes,
saldremos de viaje hacia Asturias a ver a Eleny, hermana de Pilar, a su marido
Siegfried y sus hijos, Andrea y Frank, junto con sus parejas y pequeños
retoños, dos de cada pareja, cuatro en total.
No veo
clara la victoria pero es posible. Siempre es posible vencer, es el lema de los
luchadores. Para quien lleva como yo 40 días largos de enfermedad con lenta
remisión del bicho, bien puede calcularse que en otros 20 días, un 50 por 100
más, remita al punto de que podamos viajar y llevar una vida de personas, que
esto no es vida.
En ese
supuesto favorable sería posible mantener una vida social, pasear, tomar un
helado o incluso una cervecita. Es decir, yo planteo un restablecimiento total
para esa fecha, y como siempre peco de optimista.
¿Es posible
acelerar mi recuperación con alguna acción diferente a las practicadas
actualmente? Si la respuesta es negativa mejor no apurarse y dejarlo correr,
porque la tensión y el estrés sólo sirven para darle alas al tigre y sólo
faltaría que además volase el muy cabrón.
Sigamos
paso a paso la recuperación y si llegamos a la cita en Asturias, bienvenida, y
si no otro año nos veremos, la vida no se acaba en el verano de 2012, habrá
otras ocasiones con seguridad.
Si no nos
encontramos bien para ir al Norte el 6 de agosto puede que lo estemos para el
16, y si sólo quedan Eleny y Siegfried en Gijón pues les vemos a ellos, a sus
hijos y sus nietos los veremos en otra ocasión.
El 16 de
agosto se cumpliría un mes justo desde hoy mismo, y habrían transcurrido casi
dos meses y medio desde la aparición del bicho. Como soy muy dado a las
conjeturas y cábalas considero esta fecha como la más probable.
Que tampoco
el 16 estamos en condiciones de viajar, lo dejamos para el 26, siempre en
plazos de diez días, es otra manía nueva, que me estoy volviendo un maniático.
De viajar
el 26 ya no quedarían en Asturias parientes alemanes, y en este caso iríamos a
dormir directamente a Sietes, pasada Villaviciosa, y el día siguiente
seguiríamos caminito a Fresnosa a tomar las aguas minero-medicinales.
Si tampoco
para esa fecha estamos bien, el verano se habría acabado y lo mejor será dejar
de cavilar, que ya estuvo bien por hoy, y atenernos a la situación real sin
lucubrar más planes bobos sin fundamento.
Son las
7,20 de la mañana y es tarde para dormir, mejor declaro inaugurado el nuevo
día, corto la cinta y aplaudo yo solo, y ya veremos cómo se presenta el día. Debo
poner mis neuronas a remojo con agua caliente y sal, fatigadas como los pies de
tanto trasiego de acá para allá.
Un ataque sostenido
Desperté
esta noche forzado por mi tigre a las 3,15 en primera convocatoria, y a la Junta como siempre sucede no
me presenté más que yo, que por algo soy el presidente del cotarro.
El ataque
resultó sostenido, furibundo, demoledor, como no se conocía en mucho tiempo.
Enloquecido del todo el tigre, puede que azuzado por el calor, me recordó los
peores momentos pasados cuando era preciso recurrir obligadamente a los
calmantes.
Contra el
ataque sólo me defiende mi abanico, porque las distracciones habituales no
sirvieron de nada: ni comer un poco, en este caso unas picotas maduras y dulces,
ni beber agua ni desbeber de forma abundante. Nada lograba distraer a este
monstruo de maldad.
Y eso que
los momentos previos en el inicio de la noche a adoptar la posición horizontal
en mi camita resultaron esperanzadores. Consolidada ya la costumbre del remojo
líquido en ducha de mis zonas en conflicto, tanto en la mañana como antes de
acostarme, y observada la remisión parcial de la herida del ombligo y de las
situadas en la espalda según testimonio de mi enfermera, quedaba sólo la herida
principal, causa de la mayoría de mis penas porque el bicho se cebó en ella
desde el primer minuto.
Apliqué
antes de acostarme la ducha caliente con especial deleite en ella, enjabonando
la zona con jabón Lagarto, la última novedad, siguiendo las indicaciones de
nuestra amiga María Dolores cuando estuvieron en casa ella y Cecilio el otro
día.
Según su
consejo, era conveniente aplicar el citado jabón, famoso desde hace muchos años
en España, por su pureza y absoluta carencia de añadidos perfumescos. Su
completa pureza le convertía en ideal para lavar todo tipo de heridas,
incluidas las producidas por el tigre en mi organismo. Desde ese momento lo
aplico con abundancia en mis duchas. Tras utilizarlo ya varias veces no he
percibido diferencias con el gel de baño usado antes, aunque el bicho puede que
sí lo haya notado y se esté vengando.
Su ataque
nocturno ha resultado furibundo, atroz, pero me he propuesto no tomar más
calmantes y no lo haré. Su duración de más de 40 minutos seguidos aplicando mi
vendaval de bolsillo ha logrado acalambrar mi mano derecha por ejercicio tan
acentuado partiendo de la inactividad del sueño.
Cuando se
ha tomado un respiro y la mano izquierda, pese a su desfavorable situación
física opuesta al costado herido, ha ido relevando a la derecha, he empuñado mi
pluma para contarlo. No es corriente que un ataque se extienda tanto en
intensidad y duración, y debo contarlo para que todos lo sepan.
Son las
4,10 y esto no remite, es claramente un volcán en erupción, ya veremos por
donde brota, pero moverse el magma hacia la superficie puede darse por seguro.
Mi mano
izquierda ventila la zona por detrás de la espalda en un ejercicio de
malabarismo, mientras la mano derecha garrapatea signos alfabéticos
difícilmente comprensibles incluso para el autor. A la dificultad habitual de
mi grafía acelerada se une ahora la falta de sujeción del cuaderno con la mano
izquierda, ocupada en ventilar, por lo que el resultado puede calificarse de
inconcebible, ininteligible, inmarcesible como una rosa de plástico.
Mis trazos
tienen algo de jeroglíficos, aunque carezcan de la belleza de los signos
elaborados por las antiguas civilizaciones egipcias. Pese a las críticas
vertidas al respecto por mis allegados: antaño mi madre y hogaño mi mujer, yo
entreveo en ellos una singular belleza y armonía, hasta tal punto singular que
sólo la percibo yo mismo. También en este caso soy un incomprendido y me duelo
de ello.
Uno apenas
puede contener su verborrea en los límites comprensibles y cuando se desata hay
que darle cauce al instante, de ahí su dificultad de interpretación para los
extraños.
La
profundidad del ataque demuestra la debilidad del tigre que se sabe vencido y
fiel a su vocación depredadora concentra toda su saña en un ataque definitivo
antes de batirse en retirada. Mi optimismo radical e irracional no tiene
arreglo ni cura, ya lo he dicho antes. Gracias a él llego a conclusiones
inesperadas y exuberantes en momentos tan difíciles como los actuales.
Son las
4,30 y parece que remite un tanto la virulencia de los ataques, hiperventilada
la zona como si fuéramos a realizar una inmersión profunda en el mar.
Tal vez me
atreva a practicar ahora el decúbito lateral izquierdo, posición ideal para
dormir y única que me permiten mis heridas. Todo ello con permiso de la bestia,
claro está.
Editando mis textos
Dado que
aquí consigno no sólo mis actividades nocturnas sino algunas diurnas, porque no
siempre vamos a hablar del tigre, trataré ahora mismo de la edición de estos
textos.
Como paso
previo confío en que la mayoría de lectores sepa que la ligereza de cualquier
escrito, su aparente naturalidad y sencillez, no esconde sino trabajo y
trabajo.
Se comienza
alrededor de una idea confusa que se va pergeñando poco a poco en forma de
primer borrador. Luego es preciso afianzar ese borrador o eliminarlo de raíz si
nuestro sentido crítico lo rechaza, y si el juicio es positivo afinarlo con
todos los retoques necesarios, generalmente abundantes y prolijos.
Con el
borrador firme, es preciso pasarlo al ordenador y precaverse de guardar lo
escrito en un lápiz de memoria tras cada sesión. De ese modo se evitará que una
trastada en forma de virus informático, tan maldito como mi tigre, se
introduzca subrepticiamente en tu equipo y reduzca a cenizas tu disco duro, que
es el armario grande con docenas o cientos de estanterías y cajones donde se coloca
ordenadamente por carpetas cuanto almacena tu ordenador. De introducirse un
virus perderías todo lo escrito salvo lo que se encontrase en otros
dispositivos de memoria: lápices de memoria o discos compactos, de pequeño
tamaño y cada vez mayor capacidad de archivo.
El proceso
de pasar el borrador al ordenador es laborioso pero productivo en los detalles
y así poco a poco vas perfilando el relato y creyendo en él como un todo
coherente, lo que al principio de escribir sobre cualquier tema nunca parece
claro.
¿Cuándo
comprendí que este escrito concreto, concebido un tanto espasmódicamente como
desahogo de mi dolor y angustia, podría constituir un conjunto válido, un
relato único por capítulos?
Tal vez me
costó unas semanas apreciarlo, un tiempo cortísimo para lo habitual, que suele
ser meses o incluso años. Y fue tan corto debido a la exigencia máxima sobre
mis neuronas, alborotadas por los ataques sucesivos del bicho, con mis hormonas
alteradas por el desorden de mis días y de mis noches, con ingesta de numerosas
sustancias químicas de efectos desconocidos: tanto benéficos como perniciosos.
La
aceleración de mi existencia corre pareja últimamente con mi producción
literaria. El tiempo de seis semanas transcurridas hasta la fecha desde la
visión de las rayas del tigre ha resultado tan denso que más parecen seis
meses. En este tiempo he logrado más de cien páginas frenéticas, desglosadas en
una veintena larga de relatos doloridos, a veces optimistas, con un punto de
locura, gotas de humor y destilando humanidad por todos sus poros.
Editar los
textos supone dejar a un lado los problemas de cada relato particular, que
deben ser resueltos por separado antes de abordar el conjunto. Lograr que el relato
se perciba como un todo homogéneo, dotarlo de un sello que identifique los
capítulos y los hermane con sus iguales es la tarea que debemos abordar con
habilidad y firmeza.
Supongamos
que en una mirada general el autor percibe veinte escritos magníficos pero cada
uno con una extensión muy diferente. Eso no sería problema alguno para
editarlos en papel todos juntos, pero sí lo es para este caso concreto, que me
he propuesto cuando esté terminado el relato ofrecer todos los capítulos en
abierto en un blog literario, uno cada día desde el principio hasta el final.
Los
lectores digitales pueden ser de nuevo cuño o bien de los que alternan esta
lectura con la presentada en soporte papel. Si es un lector nuevo, casi seguro
joven, huirá de los relatos largos y premiosos y buscará agilidad, rapidez y
respuestas inmediatas a sus anhelos por conocer experiencias y vidas
diferentes.
Imagino un
lector que debo conquistar cada día, relato a relato, un lector crítico que
transmitirá de inmediato sus impresiones, favorables o desfavorables, y a quien
deberás responder con idéntica rapidez y honestidad, apreciando su interés y
sus críticas, tal vez feroces, que aunque duelan pueden enseñarte y conseguir
mejorías en tu estilo o conceptos en el futuro.
Pensando en
ese lector de la era digital no puedes darle un texto de una página y el día
siguiente otro de veinte, exagerando un poco, porque tal vez los rechace ambos:
uno por escaso y el otro por excesivo.
No se trata
de producir churros de idéntico tamaño: grosor y longitud, pero sí de que cada
uno se mantenga entre unos mínimos y unos máximos marcados en nuestra cabeza
como adecuados y ajustándonos a dicha norma no escrita en todos los casos.
Observados
en conjunto mis relatos que componen este libro, podemos concluir que muchos de
ellos abarcan de dos a cuatro páginas de ordenador, luego esa será la norma. Yo
trabajo con letra Times New Roman de cuerpo 12, a doble espacio y sin excesivos
márgenes en los lados.
Si ese el
es tamaño general del conjunto, nos podemos plantear la eliminación de todos
los escritos de una página o de más de seis, por ejemplo. Eliminarlos o
reformarlos si creemos que la idea que los anima es del suficiente interés para
empeñarte en que tengan cabida en el relato final.
Los
trabajos de edición con un procesador de textos instalado en un ordenador son
sencillos en principio. El sistema de cortar y pegar te permite en un momento
cambiar el orden de un relato o volverlo del revés. Es incluso demasiado fácil
y peligroso, aunque esto se entienda mal, al afectar a un tema muy complejo y
de la mayor trascendencia: el ritmo de cada relato, que no debe tratarse con la
rapidez y ligereza que la técnica te permite sino con mucho tacto y cuidado.
En la
actualidad estoy trabajando a un ritmo frenético de seis a ocho horas diarias
en mis escritos, es mi única felicidad palpable entre tantos problemas físicos.
Si
finalmente consigo editar este relato algún día y que salga a la luz, habré
consumado la única venganza que me permite este bicho innoble con rayas en su
cuerpo y conocido como tigre de Bengala.
Infame calor
Esta noche
pasada el calor no ha bajado en mi casa de los 26º, observados en un
termómetro-higrómetro situado en el dormitorio familiar. A las diez y media de
la noche siguiente, la medición arrojaba unos horrendos 28º con 28 por 100 de
humedad, es decir una sequedad alarmante en el ambiente y un calor excesivo
para el cuerpo que casi te impide dormir.
Puesto el
cacharro en otro dormitorio, que llamamos la habitación azul por el color en que
está pintada y actualmente desocupada, bajó de inmediato dos grados, hasta 26,
pero de ahí no quiso descender en ningún momento. Por ello he decidido
cambiarme a dormir a la azul de inmediato.
La cosa es
tan seria como para que a las 5,30 de la madrugada, hora de mi segunda vigilia,
la temperatura seguía manteniéndose en 26º, así que no ha bajado nada en las
casi ocho horas transcurridas desde las diez.
A este
paso, el día que amanezca va a ser de chuparse los dedos de calor, menos mal
que mi única salida abarcará el paseíto de una hora y vuelta a casa, sin más
historias.
Una vez en
casa no pienso salir, ni siquiera por la tarde, aunque mi hermana Rosa me haya
invitado por teléfono a visitar, junto con mi hermano Luis a otro hermano, de
nombre José Ramón, en su domicilio donde permanece herido tras su grave
accidente por caída contra un bolardo en la calle, y del que se repone a toda
velocidad como hombre sano y deportista que es.
No pienso
asistir a la cita por la tarde porque el horrible calor me mortificaría
excesivamente, y no está mi cuerpo serrano para más castigo.
Ayer por la
noche antes de acostarme sufrí un ataque de picor tan horrible que casi grito.
Estaba sentado en el sofá del salón junto a Pilar viendo la tele, y debí
levantarme espeluznado por el picor, hasta el punto de que asusté a Pilar.
Anduve verdaderamente enloquecido de una estancia a otra y busqué refugio en el
lugar más cómodo y fresquito de la casa: mi cuarto de baño grande, que mantiene
una humedad elevada si se compara con el resto de la casa. Allí encontré una
tregua en mi ardor absolutamente insoportable, no encuentro otro término más
preciso para definirlo.
Tanto me
gustó la estancia en el cuarto de baño que estoy tentado de cambiarme a vivir
allí, pese a no ofrecer siquiera un asiento cómodo porque la tapa del váter es
de plástico duro y el borde de la bañera resulta un tanto picudo y bajo para
aproximarse a mi idea de mínima confortabilidad. Además de eso cuento con un
taburete de plástico de color rojo chillón y con forma de yo-yo gigante pero
también sin respaldo, por lo que si se añade la dureza del asiento el conjunto
no resulta agradable a mis tiernas posaderas por mucho tiempo.
En el
despacho donde escribo la temperatura se mantiene asimismo elevada, sin
afectarle que la ventana grande con vistas al patio interior se haya mantenido
abierta toda la noche. Ni un soplo de brisa refresca el ambiente ardiente.
Mi
experiencia dice que la segunda quincena de julio suele ser la más calurosa del
verano en Madrid, año tras año. Cualquier duda al respecto ha sido despejada
por esta noche y este día pasados. Apenas ha comenzado dicha quincena y el
calor agobiante se ha apoderado del ambiente y de nuestro cuerpo, rebajándonos
a la condición de animalillos huidizos que escapan hacia la mínima sombra,
desde nuestra anterior condición de personas.
No vale
beber agua continuamente, que lo hago, ni ducharme, que también, al menos dos
veces al día. Sólo vale mantenerse quieto en el rincón más fresco y escondido
de la casa, sentado o tumbado, esperando que pase este cálido y agotador
vendaval con origen en el Sáhara que aquí no mueve una hoja de los árboles.
Los cuerpos
sanos y más si son jóvenes reaccionan adecuadamente a este problema: sudando e
hidratándose si su dueño es inteligente. ¡Nada de ejercicio, por favor!
Cuando se
trabaja con aire acondicionado el calor apenas cuenta y si lo tienes instalado
en casa tampoco. Los que no disfrutamos de tal invento en nuestro domicilio
debemos contentarnos con el tradicional paquete veraniego: botijo y abanico,
aparte de la sombra que resulta básico buscarla fuera de casa, y el lugar más
fresquito dentro de ella para sobrevivir, no hay que plantearse mayores retos.
Son las
seis y cuarto y voy a intentar descansar hasta que arribe un nuevo día, tan
ardiente o más que el pasado según pregona el Hombre del Tiempo en la tele.
Humedad relativa del aire
La humedad
relativa del aire se mide en tanto por cien y si es inferior al 30 por 100 la
sensación de sequedad resulta extrema.
La fórmula
mágica para que los incendios forestales se produzcan y propaguen, como está
sucediendo de manera alarmante durante este verano a lo largo y ancho de
nuestro país causando muertes de personas y quemando miles de hectáreas, temida
por quienes tratan de prevenirlos y apagarlos, se conoce por 30 – 30 – 30, que
significa: más de 30 grados de temperatura, 30 por 100 de humedad relativa del
aire y 30 metros
por segundo de velocidad del viento. Si se unen los tres treintas hay máximo
peligro de que un incendio se acabe produciendo y propagando.
El
termómetro-higrómetro de mi casa marca que estamos cerca del punto de ignición
en estos momentos, pues marca 26º y 31 por 100 de humedad, viento no hay pero
el resto favorece la combustión.
Para evitar
que mi tigre se agitara en exceso antes tales mediciones adversas, se me
ocurrió trasladarme a mi cuarto de baño grande y situar el aparato sobre el
lavabo observando las diferencias en temperatura y humedad entre ambas
estancias.
Entre las
8,20 y 8,35 de la noche, la temperatura en el baño se ha mantenido en 26º pero
la humedad ha pasado de 31 a
39 y luego al 42 por 100. Esta diferencia tan notable motiva la sensación de
frescor percibida en el baño que produce alivio en el bicho, con mayor humedad
se encuentra más cómodo y deja de incordiarme. En el baño se siente como en su
casa, la selva es húmeda y aunque mi baño no llegue a sus niveles la estancia
se aproxima más a sus vivencias de origen, con lo que reacciona complacido
descansando y dejándome en paz.
Otra prueba
consistente en llenar de agua la pila del lavabo tapando su desagüe consigue
subir la humedad al 46 por 100. ¡Es prodigioso! ¿Qué ocurriría si llenase de
agua la bañera de cuerpo completo, con una superficie de evaporación
enormemente superior al lavabo? Llenarla
unos centímetros en toda su superficie sería suficiente porque desde ella se
produciría la deseada evaporación.
La bañera
se ha llenado en toda su extensión unos 10 cm de profundidad. El higrómetro a las 8,50
ya marca 51 por 100, veinte puntos por encima de los registros de la habitación
azul. A las 9 en punto marca 57 por 100 y subiendo, alcanza el 60 por 100 a las 9,15. El resultado
puede calificarse de éxito total.
Desnudo de
cintura para arriba como de costumbre, me siento cómodo en este ambiente porque
el tigre parece feliz y dependo de él absolutamente.
A la vista
de los resultados, me pregunto si podría dormir aquí, pese a los indudables
problemas de espacio que se le plantean a un hombre de 1,80 m que sólo encajaría en
el suelo del baño en una estrecha diagonal, entre el bidé y la bañera de un
lado, el pie del lavabo y la pared y la puerta por otro.
Mi
enfermera, como esperaba conociéndola, califica mi intención de dormir en el
baño de locura, lo que me hace reír con ganas por primera vez desde el ataque
inicial del tigre.
Intentaré
dormir aquí pese a lo exiguo del espacio porque no es del todo imposible. Para
lograrlo, he llenado de aire soplando una colchoneta ligera de jugar en el agua
en verano de mi nieta Leyre, con un dibujo de un gallo de cresta roja sobre una
tabla de surf y la leyenda Surfin Gallo.
Es un poco
corta, un poco estrecha y muy ligera, dudo que aguante mi peso de 81 kilos
mucho rato. Si esta colchoneta no sirve más adelante puedo comprar una de las
usadas para hacer camping y probar de nuevo. Dormir en el suelo no es nuevo
para mí, pero eran otros años y otros huesos, aunque mi cuerpo es ahora más
sufrido.
A la hora
de acostarme, 11,45 de la noche, después de ingerir mis pastillas, lavarme los
dientes y ducha posterior sobre mis zonas dañadas, he intentado dormir en el
baño con dos almohadas colocadas a lo largo sobre la colchoneta pero me ha
resultado imposible.
Entre idas
y venidas del baño a la habitación, cocina y vuelta, a la 1,30 de la madrugada
he suspendido el experimento y he pasado a mi cama de la habitación azul.
En ese
momento, y sorpresivamente como a él, me ha caído la manzana de Newton sobre la
cabeza sin lesionarme. Mi descubrimiento, no tan notable como el suyo, se ha
concretado en un calzoncillo sumergido sin querer en un recipiente con agua
situado en una estantería. Esta circunstancia desfavorable la ha trastocado por
completo mi conjunto de neuronas aceleradas convirtiéndola en positiva. Se
trata de remojar con dicho calzoncillo mi zona dañada para refrescarla a la
manera de un paño frío que se coloca sobre una frente enfebrecida.
El
resultado fue fabuloso. El tigre se aquietó al máximo y pude dormir de
inmediato. En sucesivas ocasiones que reclamó mi atención, repetí el
tratamiento que me proporcionó sueños cortos pero intensos.
En el día
que viene pienso refrescar la casa entera con el humidificador que pediré
prestado a Ana y en especial la habitación azul para que se sienta cómodo el
tigre cabrito. También seguiré utilizando el paño húmedo sobre la zona que tan
buenos resultados me ha proporcionado.
Desánimo
Cada semana
visito al galeno, me manda nuevas recetas si he consumido ya los medicamentos
prescritos y siempre me recomienda paciencia. Esto es muy lento, suelen ser sus
palabras.
Yo entiendo
que no pueda consolarme dando una fecha, siquiera aproximada, a mi pronta
recuperación porque él también la ignora como yo. Tras las últimas visitas y mi
situación general estancada, sin progresos a la vista, la sensación última es
de desánimo.
Los dolores
no desaparecen, aunque se mantengan atenuados después de las primeras semanas funestas
pasando de un ay a otro ay, pero al prescindir de los calmantes desde hace
tiempo mi sensación de dolor es casi continua aunque resulte tolerable.
¿Debería
volver a tomar calmantes que me harían la existencia más llevadera? Si los tomo
de nuevo con regularidad ¿perjudicaría aún más al estómago, hígado y cuantas
vísceras tengamos por ahí adentro que se vean atacadas por las sustancias químicas?
Son preguntas
sin respuesta en esta noche marcada por una brisa alegre que agita los árboles
y mueve sus ramas y sus hojas produciendo una sensación real de frescor en mi
piel, percibida al abrir la ventana de mi salón, y una sensación visual de
frescor tras varios días de calor atosigante que nos aplastaba contra el suelo,
como si no fuera suficiente con aguantar un tigre famélico siempre encima mío.
¿No seré
capaz de inspirar nunca piedad a este bicho maligno rayado?
La toalla
mojada con agua fría, que días atrás producía un efecto refrescante y calmante
sobre mi zona dañada, no siempre funciona. Con ella se ha desvanecido una
solución pequeñita como mi esperanza de que esto termine pronto.
A veces
noto una especie de desaliento en mis riñones y me resulta difícil mantener la
postura en que me encontraba cuando me acomete: ya sea de pie o sentado, ni eso
me permite durante el día este bicho.
No contento
con estropearme las noches, tajándolas en varias partes como una sandía en
verano, me machaca también durante el día, que ya son ganas. La ventaja es que
por el día estoy más distraído y el dolor, que no tiene nada de objetivo, se
mantiene como amortiguado.
Mi mejor
momento del día ocurre siempre tras el paseo mañanero, especialmente tras
vaciar la vejiga, llena hasta arriba con los dos vasos de agua caliente y las
dos cucharadas soperas de aceite de oliva recomendadas por mi Médico 5, y el
tazón de café con leche que me sirve de desayuno al que añado una magdalena
casera que Pilar hornea de maravilla, o un trozo de bizcocho, asimismo obra de
Pilar, con pasas, nueces o almendras, que varía la receta para mi contento
Nunca he
sido un glotón, aunque tenga el vicio de comer demasiado deprisa, pero ahora
devoro comida en pequeñas cantidades a todas horas, será que el cuerpo lo
necesita para recuperarse de tanta falta de sueño y desdichas mil, porque mi
peso no ha subido mucho desde que vislumbré las rayas al tigre. Las alegrías
engordan y las penas matan, y si no lo hacen al menos adelgazan. Dicen que a
los dolientes se les estrecha la epiglotis de la angustia y no pueden tragar.
No es mi caso aunque sea doliente, pero si no comiese lo suficiente sería peor
y a ver quien aguantaba así al tigre casi permanentemente cabreado.
Un dicho
popular, que siempre encierran ciertas dosis de sabiduría, dice que “las penas
con pan son menos”, pues en eso estamos, siempre comiendo.
Pasear con la fresca
A la
mañana, cuando el sol resplandece tras derrotar a la noche y la sangre parece
correr con más fuerza por nuestras venas, superada la modorra y el parco descanso
nocturno, salgo a pasear con la fresca.
Es la hora
mejor del día, en especial durante los meses de calor, cuando nos movemos
muchos de los insomnes y de los enfermos, características ambas en las que
coincidimos numerosos viejos como yo. Porque eso somos mal que algunos les pese
los mayores de 60, y yo cumplí ya los 65.
Abomino del
término mayor, un eufemismo como la copa de un pino (María Moliner en su
maravilloso Diccionario de uso del español define eufemismo como: “expresión
con que se substituye otra demasiado violenta, grosera o malsonante”). Mayor es
un comparativo aplicado a personas, pero si somos mayores deberíamos añadir obligadamente
de quien somos mayores: de este, del otro, del de más allá. Considerarnos
mayores a secas, sin incluir el segundo término de la comparación es
lingüísticamente incorrecto y absurdo según yo lo veo para esconder la
realidad.
Forma parte
de esa tendencia moderna un tanto estúpida de no llamar a las cosas por su
nombre, titulada no sé por quien como “políticamente correcta”, que convierte a
los ciegos en invidentes, a los cojos, mancos y lisiados en general en
discapacitados físicos, y al conjunto de enfermos que no pueden valerse por sí mismos
en discapacitados psíquicos, además de a los viejos en mayores. Ahora que somos
legión resulta estupendo gritar: ¡Qué maravilla, ya no hay viejos en el mundo!
Por las
mañanas abundamos los viejos en el paseo como dije, bien solos o en pareja, arrastrando
arduamente nuestras penas y lacras junto con la gastada osamenta. A veces
descansamos en algunos de los bancos públicos que jalonan nuestro recorrido y
nos miramos de soslayo sopesando las miserias ajenas: si este boquea mucho, ese
renquea de una pierna y aquel parece crispado, si uno se escora a babor y el
otro camina con soltura apoyando su muleta o tan lentamente cuanto más próximo
lleva grabado en la frente su destino. También hay viejos afortunados que
yerguen al máximo su estructura ósea y caminan a buen paso, a menudo enjutos,
incluso portando botellitas de agua en las manos para hidratarse de cuando en
cuando como los jóvenes. En todos los casos nuestro ego siempre busca un mínimo
resquicio para afirmar interiormente: ¡yo estoy mejor que ese!, una tontería
con la que nos sentimos un poco dichosos o algo menos desdichados.
Esta mañana
en mi paseo tempranero he mirado al cielo, hermoso y azul, sin nube alguna. Lo
consigno porque pensando un poco en ello me he percatado de que en el tiempo de
mi desgracia nunca se me ocurrió hasta ahora, el suelo fue mi único paisaje.
Mis paseos
en verano se dirigen siempre por calles orientadas de Norte a Sur, huyendo del
sol, y en invierno de Este a Oeste, buscándolo. No comparto la pasión de muchos
compatriotas por el sol, que en playas, piscinas y espacios públicos abiertos
tantas personas se obstinan en tomar en cantidades desmesuradas y agresivas
para su piel y su cuerpo, pese a la ingesta sostenida de agua. Yo les llamo
“adoradores del sol” al que ofrecen no el sacrificio de otros cuerpos, de
animales o de personas como antaño, sino el suyo propio y aunque no se inclinan
ante él se tumban, una manera más profunda de adorar.
Entiendo a
los extranjeros de piel pálida, azulada o pecosa, que nos visitan todo el año y
se empeñan en exponerse a sus caricias, aunque terminen colorados como
cangrejos y a veces directamente quemados. En sus países carecen de él y cuando
se les ofrece a manos llenas en nuestra tierra desean saturarse,
momentáneamente enloquecidos con su brillo dorado y su calorcillo fabuloso, que
sus pieles absorben con lujuria porque sólo han acumulado frío y humedad
durante sus larguísimos y sombríos inviernos.
Comprendo
peor la adoración solar en mis paisanos, salvo quizá en los del Norte que
comparten el clima húmedo con el resto de Europa. Para los demás, veo absurdo
tanto fervor solar.
Gozas del
sol todo el año, de su luz y de su calor. Eres una persona razonablemente
morena, pero eso no te parece suficiente y a la menor ocasión, en parques y
jardines, te despojas de la mayoría de tu ropa y lo asimilas como un veneno
horas y horas, en primavera, verano, otoño e invierno. La consigna innominada es
lucir un bronceado espectacular en todo tiempo, como muestra de estatus social
elevado, y a ello te afanas seas joven o viejo, hombre o mujer.
El problema
surge cuando se alcanza un grado notable de bronceado y se insiste, en
piscinas, playas y solarios improvisados, aplicando obsesivamente cremas
bronceadoras y exponiendo el cuerpo al sol, buscando tal vez una negritud
imposible para nuestra raza blanca. Para muchos nunca es suficiente sol.
Otro
detalle del que abomino es la moda tan moderna de vestir completamente de
negro, y eso tanto en invierno como en verano. Dicen que el negro estiliza la
figura, cuando lo que realmente estiliza la figura es una dieta equilibrada
desde niños y ejercicio físico regular. También cuenta la leyenda que el negro
es elegante ¡y un jamón!, el negro es fúnebre, ni más ni menos. ¡Dile a un
africano que se vista de negro y verás donde te manda!
España se
parece cada día más climatológicamente hablando a África por mor del cambio
climático que algunos por motivos extrañamente ideológicos, como si el cambio pudiera
ser de derechas o de izquierdas, se empeñan en negar pese a la evidencia del
mismo.
Año tras
año batimos los récords anteriores de altas temperaturas en la mayoría de las
ciudades españolas, y no sólo en el sur andaluz, murciano o extremeño donde
siempre ha hecho mucho calor en verano, sino en el resto del país exceptuando
la cornisa cantábrica, cuya cordillera protege de los calores sureños y sirve
de barrera para propiciar las lluvias abundantes.
En mi
modesta experiencia puedo consignar un dato que avala la seguridad del cambio
climático. Por lazos familiares de mi mujer visito Gijón y Villaviciosa de
Asturias hace casi cuarenta años durante el verano. En ese tiempo, apenas un
suspiro en el cosmos, la temperatura media ha subido varios grados en tierra y
más de un grado en el mar, también la pluviosidad en verano ha descendido. Y si
eso puede decirse de poblaciones del Norte y costeras, donde el mar dulcifica
las temperaturas, mucho más de ciudades del interior, incluso de la húmeda
Galicia, donde Orense acumula altas temperaturas cada verano.
Lo dicho,
seguiré con mis paseítos de Norte a Sur y de Este a Oeste según épocas, y nada
de ropa negra aunque estilice y resulte elegante para otros. Finalmente soy
viejo, hay que asumirlo. Yo no lo percibo como un insulto ni algo grosero ni
malsonante sino como una realidad.
Un señorito remilgado
La culpa debe
ser mía, aunque involuntaria, pero me voy percatando de que estoy criando un
tigre con los dengues y ñoñerías de un señorito remilgado.
Anoche le
di su ducha nocturna para que durmiera tranquilo, limpito y perfumado, pero no
debió ser del todo de su agrado, tal vez por la temperatura del agua un poco
más caliente de lo preciso, porque al concluirla, en vez de ronronear
complacido como un gatito casero bien alimentado y cuidado, me obsequió con una
serie de desplantes, gruñidos y pequeños zarpazos, protestando por el trato
deficiente que le había procurado.
A este paso
voy a tener que acceder a la ducha en lo sucesivo con un termómetro para agua
con el que comprobar la temperatura y antes de remojarlo preguntar humildemente
si al señorito le parecen bien 28,5º, por ejemplo.
Mi bicho no
es de muchas palabras, como los grandes señores exige que le sirva en silencio
y siempre con acierto: todo lo que él desea y en el momento preciso. Es un
tigre altanero, quizás un tigre noble, y más vale que me esmere en su servicio,
caso contrario sus reacciones pueden ser crueles, incluso terribles.
Con las
comidas ocurre algo parecido, debo acertar con lo que le apetece o protesta
airado, y siempre me debo guiar por intuiciones, ya dije que habla poco.
No le
gustan las comidas pesadas, tampoco muy especiadas, ni las salsas ni los
picantes. Nada de eso se me ocurre darle, aparte de que el verano no lo
propicia hay que favorecer sus digestiones tranquilas, porque el señorito exige
una siesta diaria, eso que no falte después de la comida de mediodía.
Pero
incluso las comidas ligeras o que yo pienso que lo son a veces no le sientan
bien. El resultado es que protesta y me regala un eczema, afortunadamente
pasajero, por todo el pecho y tripa, como si no tuviera bastante con la impresión
duradera de parte de sus rayas sobre mi cuerpo.
Tal
contratiempo me sucedió el otro día con una comida ligerita, sin problemas
aparentes: un buen plato de espaguetis con tomate frito y queso rallado por
encima, acompañado por la ensalada básica que tanto amo compuesta de lechuga,
tomate (uno de los fabulosos que me envía mi consuegro Santos de su producción:
carne prieta e intensamente roja y de forma irregular) y cebolla, en este caso
cebolleta, aliñada con aceite virgen de oliva, sal y vinagre. De bebida, agua
fresca, lo único que tolera con gusto mi tigre, de costumbres sencillas.
En
apariencia todo era sabroso, ligero e inocuo, pues no le gustó, no me digas por
qué, y me regaló un eczema indeseable para que me fuera enterando de su
rechazo. Menos mal que duró solo unas
horas, pero aún así molestó lo suyo.
He de andar
con pies de plomo en el futuro con los fritos, de peor digestión, y aunque me
fastidie también con la pasta, que deberé tomar con cuentagotas visto lo visto.
Por fortuna nunca se ha quejado de la pizza que ceno habitualmente una vez a la
semana, generalmente los sábados o domingos, así que seguiré disfrutándola con placer.
Quizás se deba tan solo a una manía con los espaguetis, que le sentaron mal en
alguna ocasión en el pasado y ahora los rechaza por sistema.
No debería
quejarse del trato que le doy en alimentación, tres comidas diarias
principales: desayuno, comida y cena, y otras dos más o menos suaves. Suelo
tomar algo entre las doce y la una de la tarde porque mi comida principal
sucede a las tres de la tarde, y una o varias piezas de fruta entre las siete y
las ocho de la tarde, o un bocado de pan con algún fiambre. Además, la fruta es
uno de mis alimentos preferidos y siempre la incluyo como postre en comida y
cena. Ceno muchas veces verdura y no le hace ascos. Con los calores bebo agua a
todas horas, así que también se encuentra felizmente hidratado.
Pero en
lugar de mostrarse complacido con la dieta que le suministro, reacciona airado
de cuando en cuando. Se entiende mejor su enfado si pensamos que le obligué
poco a poco a cambiar su dieta de carne cruda, después de las semanas atroces
que me proporcionó al principio, por otra más refinada y moderna, que si no
llega a mediterránea poco le falta, con poca carne y mucho pescado,
especialmente azules, escasa grasa y abundantes frutas, hortalizas e hidratos
de carbono.
La dieta de
carne cruda era monótona para él y dolorosa para mí, de ahí mi interés por
cambiarla a lo que se resistió un tiempo, y una vez mejorada claramente con la
dieta actual, el bicho, que es un desagradecido, se permite el lujo de
protestar.
En resumen,
de aquí en adelante procuraré comportarme como un mayordomo puntilloso que se
esmera en servir a su señor, este tigre desalmado, sin esperar más que un gesto
displicente de su parte. Todo sea porque no se enfade el señorito ni vuelva a
lastimarme como antaño.
Mañanas y tardes
Ando un
tiempo cavilando el por qué de que mis mañanas con el tigre son siempre más
apacibles que las tardes y no encuentro un motivo claro.
Resulta
determinante en todos los casos la situación física y disposición del tigre:
dormido o despierto; echado, tumbado o de pie; acalorado o fresco; ahíto o
hambriento; molesto por los insectos o tranquilo en lugar apacible; cabreado
con el mundo entero o sereno.
Por las
mañanas el cuerpo posee más vitalidad, producto del descanso general, de que el
sol luce de nuevo y nos presta su ánimo, o de que las esperanzas de un pronto
restablecimiento anidan en mi corazón.
El desayuno
engorda y alimenta las células, la ducha abundante relaja y tonifica, el paseo
cansa primero y produce un efecto energético en el cuerpo, aportando el
descanso posterior una sensación inefable de bienestar.
La
climatología veraniega también ayuda a favorecer a las mañanas en su
comparación con las tardes, pues consigue alargar por unas horas el frescor
nocturno y suavizar el ambiente acalorado que el sol procura.
A las 10 de
la mañana anoto en mi paseo 24º en los termómetros de la calle, su ascenso
paulatino hasta los 36º o incluso 38º de
estos días atrás provoca en el cuerpo sensaciones de incomodidad y ahogo, picor
en la piel por la excesiva sudoración y malestar general, fenómenos todos más
notables y acuciantes en organismos enfermos como el mío.
La separación
entre comodidad e incomodidad, fresco o calor, alegría o pena físicas, viene
marcada por las dos de la tarde, las doce solares porque en España llevamos dos
horas de diferencia en verano entre la hora oficial y la solar.
El cenit
solar, cuando más alto se encuentra el astro rey, se sitúa a las doce solares, mediodía,
entonces es cuando más calienta o quema y quienes son listos huyen de él como
de la peste y de su abrazo asfixiante. El resto se exponen complacidos a su
acción.
Ese es el
momento justo de echar el cierre a puertas y ventanas en los hogares o
estancias que no reciben insolación directa previamente, es decir los situados
al Norte y a Poniente, ya que los situados a Levante por donde nace el sol
deben protegerse desde su nacimiento, y los del Mediodía sólo pocas horas
después.
Echar el
cierre supone prepararse para lo peor, que llega a la tarde y principio de las
noches, que a veces parecen eternas. En muchos casos, en especial las viviendas
situadas a Poniente donde el sol machaca hasta que se oculta por el horizonte,
los vecinos huyen despavoridos por la tarde y no regresan hasta altas horas de
la madrugada, cuando un poco de fresco hace habitables sus casas antes
ardientes.
Mi caso
personal es el más favorable para sufrir poco calor en casa, al estar situada
al Norte la fachada principal con las ventanas del salón, de mi dormitorio
familiar y de la habitación azul, la fachada más fresca posible al no incidir
en ningún momento los rayos del sol directamente sobre ella. Pero eso no quiere
decir que no suframos calor, solo que no debemos salir huyendo cuando ataca de
veras.
Del
mediodía en adelante los cuerpos comienzan su declive diario, que si llevas una
vida sana, eres joven y no estás enfermo, situaciones alejadas en este momento
de mi peripecia vital, concluye en el descanso magnífico de doce de la noche a
ocho de la mañana aproximadamente, y con el despertar el cuerpo resurge y
triunfa en su lucha diaria.
En mi caso
y dadas las costumbres nocturnas del bicho, que no cesa de enredar y molestarme,
la liberación llega por la mañana de cada día, cuando el tigre descansa de sus
correrías nocturnas que tanto me irritan y yo consigo olvidarme de él por unas
horas.
En esas
horas dichosas de la mañana aprovecho para escribir y mis relatos resultan en ese
caso siempre optimistas, o perfilo los pergeñados en mis noches insomnes y
doloridas, con asaltos bestiales o caricias igualmente salvajes de esta bestia
odiosa, y mis relatos reflejan fielmente esa angustia.
Nunca me ha
gustado el excesivo calor, pero desde que estoy enfermo y soy oficialmente
viejo menos todavía. En vez de buscar el Sur en la vejez, en pos del
calorcillo, habrá que pensar en un lugar fresquito del Norte para no sufrir
estos ardores estivales. O mejor sería imitar a las aves migratorias, tan
sabias, que pasan del Norte al Sur en otoño, antes de que el invierno se
implante en aquellas regiones, y del Sur al Norte en primavera, huyendo del
excesivo calor veraniego.
Sol o no
sol, esa es la cuestión.
Lluvia bienhechora
Ayer por la
noche se desató una tormenta de rayos, truenos y lluvia, intensa pero de corta
duración, que refrescó el ambiente y produjo una sensación inefable de
bienestar en mi tigre, transportado por momentos a su Bengala natal con sus
lluvias monzónicas que lavan la atmósfera y remojan abundantemente personas,
plantas, animales y cosas.
Esta lluvia
bienhechora cayó anoche sobre Madrid, y en concreto sobre mi barrio, que Madrid
es muy grande y estas lluvias veraniegas demasiado caprichosas y localizadas para
considerar que remojan con certeza la inmensa ciudad y sus distritos
periféricos más alejados del barrio.
Mi tigre se
sintió feliz con la lluvia y no es que lo presienta lo sé con certeza absoluta.
Sentía
añoranza por su selva natal y al recobrar ese bien supremo del agua a raudales
se muestra encantado. Espero que ese aplacamiento de su conducta debido a la
lluvia sea duradero y no temporal.
Pedir que
el tiempo en España sea como el de su Bengala natal para que se sienta cómodo
es soñar con lo imposible. Aparte del ardiente calor, más parecido al de su
selva cuanto más ardiente, es imposible prever que las lluvias intensas y
breves sigan cayendo en el barrio concreto donde habito. El resto de España,
incluso de Madrid, no me importa para mis fines personalísimos que pueden
resumirse en uno solo: que la bestia se aquiete.
No voy a
implorar que se muera de repente de infarto, que le pique una cobra, que le
parta un rayo, no, de momento me conformo con su quietud. Más adelante ya
veremos si me vuelvo más exigente y le conmino a que se largue con mi látigo de
domador, suponiendo que consiga domarle.
Hay
detalles que avalan que nos encontramos en el buen camino de conseguir su doma,
comenzando por su alimentación. Hemos conseguido en unas pocas semanas que abandone
su dieta estrictamente carnívora, eso es lo principal. No logramos que se
convirtiera en un tigre vegetariano ¡hasta ahí podíamos llegar!, porque eso
iría contra su naturaleza, pero sí que coma verduras con agrado: sus acelgas y
espinacas, zanahorias, pimientos y pepinos, alcachofas y judías verdes. También
coliflor, aunque pienso suprimirla en el futuro porque se tira unos pedos
monstruosos que agostan mis plantas en maceta.
Le gustan
las sopas frías como el gazpacho y el salmorejo, y también come carne, pero en
menos cantidad que cuando nos conocimos que era bestial.
Mi
situación actual de convivencia obligada con el bicho en una jaula no es
sencilla, eso lo entiende cualquiera. Mis sentimientos de odio africano hacia
la bestia debo enmascararlos de continuo al carecer de armas definitivas para
acabar con ella. Yo le suministro su pastillita de Aciclovir 800 cada ocho
horas y confío en que acabará matándole. De momento no emprendo otras acciones
y me limito a esperar y ver.
El tigre no
me odia al carecer de sentimientos y ni el amor ni el odio caben en su cabezota
peluda. Cuando me muerde es porque le ataca el hambre y no porque me tenga
especial inquina, estoy cerca de él y le resulta natural alimentarse sin hacer
caso de que pueda lastimarme, eso le trae sin cuidado.
Escapar de
su jaula me resulta imposible, me tiene vigilado y las veces que lo intenté se
han saldado siempre con agudos ataques, por eso he descartado realizar nuevas
intentonas. Esperaré a verlo debilitado por el veneno que le suministro y ese
será el momento de escapar y librarme de su férula implacable.
He logrado
domesticarlo en la comida, pero en otros aspectos me ha resultado imposible
hacerle pasar por el aro.
Uno
quisiera ser un domador magnífico: ¡tantas cosas he perseguido en mi vida sin
lograr casi ninguna!, pero no me voy a transmutar en uno de ellos por la fuerza
de mi mente. Primero necesitaría un látigo, del que carezco; luego aprender a
manejarlo yo solo, imposible al no existir; y finalmente la voluntad rocosa de
manejar a la bestia mostrando mi dominio sobre ella.
Este punto
último es de imposible cumplimiento. Me ha derrotado tantas veces: mordido,
rasguñado, arrastrado, enervado, que permanezco impotente ante ella. Aunque me
empeñe no logro imaginar superarla ni dominarla.
En fin, como
ya dije sólo me resta esperar y ver.
Cambios de temperatura
Ya dije que
una furiosa tormenta se precipitó sobre nuestras cabezas el otro día con
abundancia de truenos, rayos y raudales de agua.
El tigre
reaccionó complacido recordando tal vez las lluvias monzónicas de su juventud
en su Bengala natal, por lo que permaneció en calma, complacido, remojándose y
feliz.
Lo peor
vino después, cuando al día siguiente el tiempo se estabilizó y no parecía que
fuese a llover ni tampoco viraba hacia excesivo calor.
El bicho
maldito olisqueaba continuamente el aire percibiendo más humedad de la habitual
pero no lo bastante para anunciar lluvia. Daba cabezazos violentos hacia el
cielo buscando las nubes volanderas que acarreasen lluvia abundante y cada
cabezazo repercutía en mi herida avivándola.
Si hubiera
continuado lloviendo o con buenas perspectivas futuras, el gatazo infame se
habría mantenido tranquilo y dichoso, pero que a la lluvia no siguiese el calor
brutal como ocurre en los monzones, y después más lluvia y más calor, lo
mantiene en vilo y a mí con él. De ese modo me transmite sensaciones casi
dolorosas continuadas, más allá del picor-picor con que me castigaba
últimamente.
Es molesto
que el bicho resulte tan sensible, uno imaginaba que una bestia feroz
acostumbrada a la selva y a procurarse su alimento con fortaleza,
determinación, astucia y si es preciso con engaños, no se iba a mostrar tan
tierno y delicado como una jovencita acicalándose para una cita con su amor. De
una bestia se espera que sea dura y violenta frente a las adversidades, no que
se desmaye de emoción escuchando el quinteto “La trucha” de Schubert.
Por cierto,
me falta comprobar con él si es cierto eso de que “la música amansa a las
fieras” y podría intentarlo porque cuento con algunas decenas de discos
compactos de música clásica, aparte de mi colección de vinilos, siendo en
principio esta música la más adecuada para adormecer a una bestia por su
armonía y belleza, procedente en parte del predominio de instrumentos de cuerda
y de la majestad sonora del piano. El lenguaje universal de la música podría
penetrar en el estrecho cerebro de esta bestia sanguinaria y amansarla un poco.
Podríamos comenzar
por el gran Beethoven y sus sinfonías enamorándolo con la Quinta , cuyo primer
movimiento es uno de los más hermosos y conocidos en todo el mundo. De gustarle
la Quinta
podríamos continuar con el resto de sinfonías una tras otra. Pero Beethoven no
se acaba en ellas, y continuaríamos con sus sonatas para violín y piano,
conciertos para piano y orquesta, y muchos más.
Bach sería
el siguiente paso en la educación musical del bicho. Comenzando por los
conciertos de Brandenburgo, sonoros y vibrantes, y siguiendo por piezas más
intimistas como las sonatas para violoncello, sencillamente impresionantes.
Mozart,
genio universal desde su infancia, no podía faltar en esta educación musical
del monstruo, con docenas de piezas maravillosas capaces cada una de convertir
a esta bestia salvaje en un gatito casero de costumbres tranquilas y refinadas.
Dejando a
un lado la música, espero que el tiempo se decante con rapidez en uno u otro
sentido: calor infernal o lluvia a cántaros, eso es lo que espera mi tigre y yo
mismo. La indecisión del tiempo lo pone nervioso y por ello me ha castigado con
una noche memorable, quiero decir que la recordaré mucho tiempo.
Momentos mágicos
La otra
tarde sentí uno de esos momentos mágicos en los que parece detenerse la vida,
suspendida de un hilo invisible.
Me
encontraba leyendo en el escritorio de nuestro dormitorio cuando me fue
atenazando poco a poco eso que yo denomino un tanto oscuramente como desmayo en
los riñones. Es una sensación extraña, no estrictamente dolorosa sino como de
flojedad, de agotamiento repentino, de sentirte partido por el eje. Es como si
la columna vertebral y el conjunto de músculos que la sostienen se hubieran
cansado de realizar su trabajo y dejasen al cuerpo convertido en un montón de
carne sin posibilidad de realizar acción alguna.
Lo único
cierto en estos momentos de flojera en los riñones, antes desconocidos y ahora
muy comunes supongo que por culpa del tigre, es que no me encuentro cómodo ni de
pie ni sentado, indeciso, dolorido y sin saber qué hacer. Lo que me apetecería,
tal vez, sería tumbarme aunque casi nunca caigo en esa debilidad. Mi tono
muscular ya debe andar por los suelos con tanta pastilla, la enfermedad y el escaso
movimiento si exceptuamos el paseo matutino de una hora que no perdono, y si
encima me tumbo cada vez que me acontece el desmayo riñonero aviados estamos,
en poco tiempo no habría quien me moviese de pura vagancia y me convertiría yo
solo en un inválido o poco menos.
Pero esa
tarde y contradiciéndome, un deporte que practico mucho últimamente, me tumbé
en la cama sobre el costado izquierdo y apoyé mi cabeza en un cojín además de en
la almohada para mayor comodidad. Después quedé boca arriba mirando al techo
(la espalda apenas me molesta ya), ese techo de color blanco, distinto del salmón
de las paredes, que pintamos al temple años atrás mi hijo Santiago y yo mismo
con el resto de la casa en plan moderno: cada habitación de un color diferente
y los techos distintos de las paredes.
Sin
intención alguna de dormir, ni siquiera con los ojos cerrados, reposaba mirando
apaciblemente el techo cuando sucedió. De repente el tiempo se detuvo. ¡Nada
dolía en mi costado! No se me paró el corazón porque lo sentía latiendo bajo
mis costillas, tampoco estaba loco ni soñando, era cierta la sensación de
levitar de mi costado. Y en esa circunstancia maravillosa se me ocurrió contar
el tiempo como la zona en un partido de baloncesto: ciento uno, ciento dos,
ciento tres: tres segundos y el árbitro pitó zona; ciento uno, ciento dos, ciento
tres, y volvió a pitar; ciento uno, ciento dos, ciento tres, y pitó de nuevo.
Luego dejé de contar los segundos porque era una pesadez.
No sentía
el costado, ni frío ni calor, ni picor ni dolor, nada, no podía creérmelo y sin
embargo era cierto. La esperanza más loca sobrevoló mi cabeza con una pregunta
en el pico: ¿se habrá marchado el tigre de mi lado para siempre?
Fueron unos
momentos mágicos, ignoro de cuanta duración: segundos o minutos, pero quedaron
grabados de forma indeleble en mi mente.
Debería
llamarlos momentos estoicos en honor a los filósofos que proclamaban siglos
atrás la felicidad como ausencia del dolor según advertí en otra ocasión.
Momentos felices, maravillosos, únicos, símbolo o principio de los tiempos
futuros dichosos en que me olvide de este dolor que traspasa mi costado.
Mirando al
techo sin mover un músculo ni pensar en nada, respirando apenas, deseaba que
ese momento se mantuviera eternamente. Con el tiempo congelado y mi mente
extasiada era feliz.
Pena me dio
romper ese momento tan sublime y pereza por abandonar esta felicidad pequeñita
pero intensa como un orgasmo, pero uno es un cronista fiel y el deber se
impuso: era necesario contarlo. Por eso me incorporé del lecho antes de que la
sensación pasara de largo y se disolviera lentamente como miel en la boca y me
dispuse a escribirlo, a describir dicha sensación para todos.
Me he
esmerado en lograrlo y queda escrito. Estoy satisfecho y feliz de mi condición
de escribidor puntual, pero como paciente impaciente mis sensaciones cambian
desde un interrogante esperanzado: ¿volveré a sentir esta sensación única?,
hasta otro terrible que se cuela por un resquicio de mi percepción dichosa y abre
su bocaza enorme: ¿me curaré algún día?
Las horas malas
Las noches
nunca son buenas para los insomnes. Ignoro lo que supondrán para los insomnes
puros, los que sencillamente no pueden conciliar el sueño la mayor parte de
ellas o los que sólo pueden dormir unas horas y luego les toca velar. Para los
insomnes enfermos como es mi caso las noches transcurren en un continuo
sobresalto. El tigre sale a cazar por la noche y se deja notar: bien por sus
ataques agudos, bien por sus caricias bestiales.
Dentro de
las noches, últimamente mis horas malas suelen ser las centrales, las que
transcurren entre las tres y las seis aproximadamente de la madrugada.
Supongamos
que duermes bien hasta las tres y te despierta el runrún que no cesa, aplicas
tu ventilador particular en la cama y no cede, te agitas, bebes agua y te
levantas tras comprobar que el abanico no surte efecto. Desbebes un largo
chorro, te lavas las manos, bebes agua de nuevo y vuelves a la cama a tu
posición habitual: decúbito lateral izquierdo con la chaquetilla alzada sobre
el costado derecho. Dejando refrescar la zona tampoco encuentras alivio, te
agitas, te cabreas y te cagas en su padre, en su madre y en toda su parentela
sin resultado alguno.
Bebes otro
poco de agua, que eso siempre anima, y dejas el abanico un rato, cambias de
mano y la cosa sigue igual. ¿Un paseíto?, bueno. Te alzas de la cama y con el
pijama bien recogido bajo el sobaco derecho para que no moleste la tela sales a
pasear al salón.
Descorres
la cortina y ves los árboles quietos, con sus hojas grandes esperando la lluvia
para refrescarse. En la calle hay pocos coches aparcados: unos se van de vacaciones
y otros a la casita de la sierra quien la posea o de fin de semana. También
salen a pasear sin más quemando gasolina o gasóleo, cada vez más caro porque
los escasos ofertantes (casi un duopolio de oferta diría un economista) se
ponen de acuerdo a nuestras espaldas para subir el precio de los carburantes cuando
más demanda existe. Los precios suben por sistema sin importar en absoluto que
el barril de petróleo suba o baje en origen. Ya saben los lectores que estamos
en un mercado libre, la oferta y la demanda, la mano invisible que fija los
precios y esas puñetas.
En verano
siempre suben los precios, pero resulta mucho más notable el fenómeno en Semana
Santa, cuando proceden a un alza notable cada año porque son las primeras
vacaciones después del largo y duro invierno, y la gente anda como loca por
escapar en coche a cualquier sitio.
Con precios
similares de partida en todas las gasolineras, en los días previos a la Semana Santa uno de los grandes
productores comienza a subir unos céntimos y el otro le sigue al poco, se ponen
a la par y el segundo sube a su vez, alcanzándole el primero en breve. Así
llegan a lo más alto en los días clave del consumo: desde el sábado previo a la
semana a toda ella con los precios por las nubes.
Pasada la
semana crucial los precios bajan unos céntimos para disimular, nunca lo mismo
que subieron, y por mostrar también su poderío: que pueden bajarlos si les da
la gana. Y eso lo sufrimos año tras año, todos, sin fallo, ante la impotencia
de los consumidores.
Creo que
existe un Tribunal de Defensa de la Competencia , un título pomposo para no defender a
los consumidores consumidos, que carecemos de voz salvo de las Asociaciones de
Consumidores, escasamente implantadas en España.
No somos
capaces de actuar contra una compañía concreta aunque sintamos que nos roba, y
si nos roban todas las de un sector no hay solución. Quien tiene que llenar
regularmente el depósito de su vehículo paga y calla, no le queda más remedio
salvo marcharse a otro país.
Decía que
en las horas malas uno haría cualquier cosa porque pasaran pronto. Hoy se me ha
ocurrido ducharme a las cinco de la madrugada porque ahora no me ducho al
acostarme y sobre todo por mi desesperación nocturna. Uno puede estar
desesperado en general, dura condición de vida, o un poquito desesperado como esta
noche, y por eso me he duchado.
El alivio
fue notable, con el chorro de agua templada produciendo en mi zona placer y
dolor reunidos. Tras la ducha continúa la alteración y despojado de la
chaquetilla por mayor comodidad me lanzo a escribir que es mi remedio
universal. Tal vez así transcurran con la rapidez deseada las horas y lleguemos
al amanecer y triunfe de nuevo el día sobre la oscura noche.
Entre pitos
y flautas, carburantes y demás, hemos alcanzado las seis con buenas
perspectivas. Al tigre le cayó bien la ducha aunque al principio no mostrase su
contento ni se mantuviera tranquilo, pero poco a poco se calma y como yo
escribo y escribo sin parar se asoma a mirarme, curioso, y con ello deja de
joderme: mi objetivo principal.
Pero debo
seguir y seguir garabateando incansable sobre el papel, igual que el ciclista
si no da pedales se cae, si no escribo igual le da por atacarme de nuevo y por
esta noche concreta ya estuvo bien.
Son las
seis y media y ya viene el nuevo día. Para celebrarlo me voy a la cama para una
siestecita, que esto cansa, lo juro.
Mientras me
tumbo recuerdo la canción popular:
Ya viene el
día, ya viene madre
Ya viene el
día, ya viene madre
Alumbrando
su cara, los olivares.
Dos meses
El cronista
fiel se detiene a pensar que nos encontramos a 4 de agosto, una fecha
conmemorativa. Todo comenzó el 4 de junio de 2012, no se me puede olvidar, y
este 4 de agosto aquí seguimos, dos meses justos en la ingrata compañía de esta
bestia inmunda.
En este
tiempo se ha tragado sin pestañear 4
g diarios de Aciclovir 800 mg el primer mes, a razón de
cinco tomas diarias con un total de 120 g , y 2,4 g al día el segundo, con tres tomas diarias,
que suman 72 g
más, en total 192 g
durante los dos meses. Y todo eso sin conseguir acabar con el tigre. ¿Será
inmune el mío concreto a esa medicina?
La
penicilina fue un descubrimiento maravilloso para salvar vidas humanas y al
cabo del tiempo se han desarrollado bichos inmunes a ella que se la zampan como
rosquillas. ¿No podría ocurrir algo semejante con estos virus, o al menos con
el mío en particular?
Si es cierto que lo llevamos todos dentro y
que se desarrolla en unas personas concretas en momentos extremos de debilidad
de las defensas corporales, no puede ser igual mi virus que el del vecino ni el
de mi mujer. En todos acecha una debilidad del sujeto portante para atacarle,
lo mismo que los tigres de Bengala devoradores de hombres se abalanzan sobre
una persona, la matan y la devoran, después de mantenerse escondidos un día o
una semana.
Si
admitimos que todos los virus del herpes zoster maldito son diferentes,
¿estamos haciendo lo correcto tratándolos a todos con el mismo Aciclovir?,
¿acaso la farmacopea occidental carece de otro compuesto para este mal? Son
preguntas inquietantes que quiero dejar aquí a los dos meses de mi padecimiento
para su consideración por los expertos.
Muchos
dirán que soy un quejica, que sólo me preocupo de mirarme el ombligo y que no
hay para tanto con las oleadas de dolor que recorren el mundo. Pero si realizo
un balance de estos dos meses ha resultado realmente insoportable varias
semanas y en otras bastante desagradable. Días buenos no he disfrutado ninguno,
cosa lógica si hablamos de una enfermedad, pero ni siquiera pasables que te
permitan recuperar un poco el resuello.
Mis mañanas
son buenas, lo admito, y también la hora de la siesta obligada por las
desdichas y alborotos nocturnos. Las tardes resultan regulares, aunque no me es
posible sentarme cómodamente al no poder apoyar la espalda en ningún respaldo
por las heridas que ocupan mi zona lumbar, abajo del todo, a veces no estoy
cómodo ni siquiera de pie, y mis noches transcurren a saltos, como los
canguros.
El Betadine
sobre las heridas produce un efecto refrescante, como de ligera quemazón en el
momento de aplicarlo mi enfermera favorita, y después anestesiante. Finalmente,
la superficie queda lacada, como una pluma estilográfica o un pato cocinado
según receta milenaria china. Ella lo aplica dos veces, a la mañana y en la
tarde, y reseca bastante la zona.
En estos
dos largos meses he pasado por vicisitudes variadas en mi tratamiento. Aparte
de las medicinas, con parón durante unos días del Aciclovir y resultados
nefastos luego corregidos, he introducido pequeños ajustes secundarios de
invención propia, a veces afortunados pero no de forma duradera.
La ducha
nocturna considerada como panacea un tiempo no siempre surte efectos benéficos.
Al tigre hay días que le gusta y me deja dormir tranquilo, y otros le molesta y
a las dos horas o menos protesta airado y se revuelve en su lecho y me lastima.
Ahora practico la ducha de forma ocasional, por ejemplo la noche pasada en la
segunda vigilia a las cinco y media de la mañana, se hicieron las seis y no me
daba tregua el maldito, hasta el punto que pensé ahogarlo de nuevo. Así que me
metí en la ducha y apliqué sobre él un largo chorro de agua, a ratos casi
doloroso pero con un efecto placentero y relajante a su conclusión. Después me
dejó descansar hasta que el día se impuso a las sombras y celebramos la
aparición del Astro Rey con grandes aspavientos y reverencias.
Un
resultado ambiguo similar puede decirse de la segunda pequeña innovación propia
introducida en mi tratamiento: el paño húmedo. Alabado en su día como un logro
magnífico, tal que la ducha nocturna, posteriormente su aplicación esporádica
en mis noches en vela ha resultado ambivalente: noches buenas con noches malas.
Al bicho no
acaba de gustarle que le aplique cataplasmas en el lomo, aunque sean
inofensivas preparadas solamente con agua del grifo fresquita, sin recurrir a
mis boticarias para que realicen una fórmula magistral. Por eso cada vez aplico
menos el paño húmedo, nunca sé positivamente si constituirá un bien o un mal. Y
si me hace bien ¿durante cuánto tiempo debo aplicarlo: cada dos horas cinco
minutos de aplicación, un rato cada cuatro horas como en los malos momentos?
Quisiera
poder responder a alguno de mis interrogantes, pero me resulta imposible. Me
gustaría que algún investigador, preferiblemente dermatólogo, se parase a
pensar en el tratamiento del virus. Además del Aciclovir 800, imagino que la
dosis más potente en el mercado, algo más deberían inventar para menguar las
molestias y dolores que ocasiona.
Detesto constatar
que me voy convirtiendo en un pensador de pacotilla, siempre planteándome
preguntas sin respuesta. Como dijo Descartes: “pienso luego existo”.
Yo también
existo y este cabrón, esa es mi conclusión.
Dolencias antiguas
Por si no
fuera suficiente con el tigre, ahora me han sobrevenido dolencias antiguas.
Durante años las mandíbulas me han chascado al masticar pero no le di
importancia. Hasta que un día hace más de un año me atacó un gran dolor en el
maxilar derecho, con hinchazón visible y palpable del músculo que abre y cierra
la boca. El asunto fue a peor día tras día, masticar cualquier bocado resultaba
doloroso y llegó al punto de no poder abrir la boca del todo, por lo que fue
preciso visitar al médico.
Mi médico
de cabecera escuchó mis quejas, se enfundó unos guantes quirúrgicos y metiendo
sus dedos pulgares en mi cavidad bucal tiró con habilidad hacia sí mismo de la
parte inferior de mi dentadura y me encajó la mandíbula con un fuerte
chasquido. Luego me dijo que la mandíbula estaba desencajada y de ahí el dolor
y la inflamación.
Después me
recetó Paracetamol 600 tres veces al día durante siete días, y me dio un
volante para el especialista, en concreto el traumatólogo. Al abandonar la
consulta pedí hora para el especialista y me la dieron para veinte días
después.
Cuando
llegué al traumatólogo el dolor y la hinchazón habían desaparecido por completo
gracias al Paracetamol y al tiempo que todo lo cura. El doctor me acogió un
punto enfadado cuando vio el volante y dijo: ¡le tenía que haber enviado a
máxilo-facial! y yo le respondí: ¡a mí que me cuenta, yo soy el paciente!
Así que me
conseguí una nueva cita para el máxilo-facial otro mes más tarde. Arribé al
especialista de máxilo-facial con la tranquilidad de mi ausencia de dolor e
intrigado por ver lo que me contaba. La doctora me escuchó atentamente y pasó a
explicarme que eliminar mi problema del chasquido de mandíbulas al masticar tal
vez me supusiera más problemas que los actuales, así que mejor lo dejábamos
correr. Yo me mostré de acuerdo porque el chasquido en sí no resultaba molesto.
También me advirtió de la conducta a seguir si el problema aparecía de nuevo en
el futuro, con lo que lo estaba dando por seguro. Me proporcionó una receta con
instrucciones y nos despedimos.
Consultada
la receta porque el problema ha vuelto, la recomendación de una semana a tres
pastillas diarias era de Ibuprofeno 600, no de Paracetamol como yo pensé, y
añadía diez días de tratamiento de Myolastan, dos pastillas al día, un
relajante muscular.
Con ello y
superado mi error, a partir de ahora tomaré Ibuprofeno, y espero que le vaya
bien al tigre junto con el relajante muscular, además de a mi mandíbula
chascadora.
Tras ello
podemos volver a mi problema actual: el
tigre que me acosa sin piedad día y noche.
Sucedió
unos días atrás, en mi primera parada a las tres y media de la madrugada,
cuando apliqué mis maniobras de distracción habituales sin causar efecto en el
enemigo. Me acordé del dolor de la mandíbula, también persistente, e ingerí una
pastilla de Paracetamol 600 dejándola reposar un rato en mi estómago y
disolverse. Luego me atreví a intentar de nuevo el sueño que se completó
felizmente hasta las 8,15 de la mañana.
Gracias a
la pastilla maravillosa conseguí un sueño con una sola parada, lo que sólo he
disfrutado una o dos veces en el transcurso de mi largo periplo con esta bestia
maldita a mi lado.
Entre las
dos pastillas nuevas, el Omeprazol, el Aciclovir, Hidroxil B12- B6- B1, y
Núcleo CMP Forte me estoy convirtiendo en un cliente magnífico de mis
boticarias, tal vez por eso su sonrisa se amplía cuando me ven aparecer por su
farmacia.
¿Servirá
esta medicación de mis mandíbulas a la mejora de mis males tigrescos o
empeorará con ella mi jodida situación? El tiempo lo dirá, yo me limito a
plantearlo.
¿El principio del fin?
Hay
detalles que avalan que nos encontramos en el principio del fin de esta
pesadilla del tigre. El primero y principal, que me voy sintiendo bastante
mejor. Ya duermo casi bien, con paradas esporádicas que se solventan, como en
los buenos tiempos de calor años atrás, con meada, trago de agua y de nuevo a
dormir, olvidado de mi mal.
El indicio
más evidente es que mi herida principal cede claramente en intensidad y
extensión, habiendo desaparecido la mayoría de las secundarias como las de
alrededor del ombligo, cercanías de la tetilla derecha y casi todas las de la
espalda.
Prueba de
mi mejoría es que puedo reposar en la cama en decúbito supino, es decir boca
arriba para entendernos, un hecho antes imposible por completo, además de sobre
el costado izquierdo, mi única postura posible de descanso en estos dos largos
meses.
Aunque el
calor está apretando de lo lindo en estos días cercanos al 9 de Agosto no lo
sufro especialmente como en anteriores crisis de calor. He dejado de usar el
abanico, otro síntoma esperanzador, que antes no paraba quieto en m mano
durante la tarde, noche y muchos ratos en la cama, insomne por el picor, y
debía darle al invento con una mano y luego con la otra cuando me cansaba, y
así todo seguido tiempo y tiempo.
No cabe
duda que tanto el Ibuprofeno, que ya tomo tres pastillas al día y continuaré durante
siete días, y el Myolastan, una al día por la noche durante diez días,
prescritos para mi dolor de mandíbula (probé con dos según la receta, una a la
mañana y otra a la noche pero me dejaban hundido, así que mantuve sólo la de la
noche) ejercen un impacto farmacológico sobre mi tigre, cada día más debilitado
aunque no derrotado. Miedo me da pensar en él.
El último
detalle que avala mi posible mejoría ha sido la visita realizada al Médico 4,
el mío de cabecera, la mañana del 10 de Agosto.
Descubierto
mi flanco para que lo observase, ha concluido que estaba muy bien y que dejase
de tomar Aciclovir para no castigar más al hígado. La noticia ha producido en
mí una sensación ambivalente: de alegría por si supusiera el fin de esta
pesadilla, y de miedo por si volvemos de nuevo atrás como ya sucedió otra vez
que me ordenó suspender la medicación.
Lo hemos
discutido el doctor y yo en la consulta sin problema alguno, ambos somos viejos
y medianamente comprensivos. Yo le he manifestado mi temor de volver atrás como
la otra vez y él ha insistido en su idea de que el hígado estaba sufriendo con
tantas pastillas.
En resumen:
no sé qué hacer. Mi médico es bueno pero no es un especialista. Si todavía
observo señales evidentes del tigre, ¿sería bueno suprimir tajantemente la
medicación confiando en que ya esté muerto o debo insistir con ella hasta que
me asegure del todo de su óbito?
Pienso que
volveré a Urgencias a La Paz
a que me vea un especialista y confirme si realmente estoy curado o no. La
fecha que me dieron para que me vea un especialista del 11 de Septiembre es
demasiado lejana para seguir el tratamiento hasta entonces como si tal cosa. No
veo otra solución diferente de acudir a Urgencias de La Paz , así que la semana que
viene, lunes o martes, amanezco por allí y que me digan lo que sea.
Por suerte
estamos en Agosto y no encontraré más de algún centenar de pacientes y algunas
decenas en Dermatología, así que será rápido. Mientras tanto seguiré con mi
Aciclovir.
Tal vez
salga de Urgencias más tranquilo y podamos marchar de vacaciones felices y
contentos.
Esto
se ha terminado
El tigre ha
sido vencido al fin. Me ha dejado sus marcas en el costado, tal vez duraderas,
pero no me resultan extrañas tras la pelea a muerte que hemos librado.
Al cabo de
más de dos meses de tormento he suprimido por completo la medicación, salvo las
vitaminas Hidroxil B12 - B6 - B1, que todavía me queda casi un mes por cumplir
el plan prescrito por mi Médico 5.
Mañana, 16
de Agosto de 2012, parto con mi enfermera favorita hacia las Asturias, tierra
grata para los forasteros como yo y mucho más para los naturales como ella.
Allí confío en que nos restablezcamos definitivamente: yo de los ataques del
tigre y ella del susto recibido.
En una
visita el viernes pasado día 10
a mi médico de cabecera, Médico 4, prescribió la
suspensión del tratamiento sin lograr convencerme del todo dados los
antecedentes del caso. Ante las dudas decidí pedir una nueva opinión, y como en
la Seguridad Social
española eso no es posible, partiendo la iniciativa del enfermo, salvo que
acudas a Urgencias de un gran hospital, ni corto ni perezoso me planté al día
siguiente, sábado, en Urgencias de La
Paz , ya visitadas por mí en el inicio de mi enfermedad,
cuando el tigre feroz se posesionó de mi cuerpo.
En esta ocasión
era preciso exagerar mis males presentes para que me permitieran acceder a un
dermatólogo, mi pretensión auténtica. La exageración era necesaria para salvar
el filtro previo de médicos que te interrogan sobre tus males y te derivan
luego al especialista.
Ante los
médicos del filtro actué con bastante éxito. Me mostré gritón y más crispado de
lo que me sentía realmente y conseguí que me pasaran a un dermatólogo.
Tras una
espera natural de quince o veinte minutos me recibió una dermatóloga, Doctor
6, a quien conté mis cuitas a voces
logrando enfadarla un poco, nada fácil si se piensa en su costumbre de aguantar
carros y carretas en el ejercicio de su profesión, especialmente en Urgencias
de La Paz.
Me pidió
calma y me explicó brevemente mi enfermedad realizando un croquis en un papel y
dejándome pasmado al afirmar que al bichito de las narices se le mata en una
semana de tratamiento y que el resto son neuralgias post-herpéticas, como
escribió en el informe que conservo.
Si es
cierto lo que decía, me he pasado nueve semanas ingiriendo a lo bobo pastilla
tras pastilla de Aciclovir 800. ¿Ignora mi médico de cabecera ese breve periodo
de tiempo en que se mantiene activo el bichito?
La doctora
mantuvo su tono enfadado, acorde con el mío, y me dijo que si quería seguir
tomando el medicamento que lo hiciera, y después me envió a la Unidad del Dolor para que
me tratasen de los supuestos dolores, por ventura ya pasados y que yo fingí
como actuales.
Por
supuesto que no visité la
Unidad del Dolor cuya existencia desconocía y que me hubiera
resultado muy interesante acudir a ella al inicio de mi enfermedad, no ahora.
Pregunté si ese envío podía realizarlo mi médico de cabecera, quien seguía mi
enfermedad semana tras semana y en cada visita debía cubrirse con un paraguas
para no remojarse con mis lágrimas y taponarse los oídos por no escuchar mis
lamentos. A pregunta tan simple y directa optó por no responder, de lo que
deduje que a la citada Unidad sólo te puede enviar un especialista,
probablemente cuando se trate de enfermedades muy muy dolorosas, y tal vez sólo
las mortales.
La visita
histérica a Urgencias produjo en mí un efecto calmante, confirmando la
necesidad de concluir el tratamiento que ambos médicos propugnaron, dos meses y
diez días después del inicio del brote, un 14 de Agosto de 2012.
Queda
pendiente una visita a mi Médico 7, el especialista de la
Cruz Roja quien seguirá siendo anónimo para
siempre porque no pienso concurrir a la cita del 11 de Septiembre próximo para
contarle mi batallita ya pasada. Estoy harto de médicos y de medicinas. Con
esta última enfermedad se ha colmado mi vaso. No pienso volver a ver un médico
en mi vida, salvo que me lleven a rastras o inconsciente.
Adiós, estimada
clase médica, hasta nunca.
Feliz
He sido
profundamente feliz realizando este relato, tanto como desdichado con el tigre
y sus ataques.
Feliz
porque he logrado trasmutar el dolor, a veces insufrible, en materia literaria,
en algo de qué hablar y de esa manera culturizar y civilizar ese dolor
confiriéndole otra dimensión más humana y aplacándolo.
Feliz
porque he convertido un mal nefando que asesina y causa increíbles dolores a
miles de personas en todo el mundo en un tigre de Bengala, salvaje pero en el
fondo simpático y exótico. Con ello he personificado el mal y ello constituye
mi mayor logro, si se me permite la inmodestia. De esa forma he convertido un
monólogo maniático atenazado por el dolor en un diálogo, porque ya cuento con
un antagonista aunque sea mudo.
Feliz
porque he logrado desahogarme mostrando mi odio al proferir numerosos insultos:
monstruo, hijoputa, cabrón, hijo de mala madre, mala bestia, bicho innoble,
gatazo infame, bestia inmunda, odiosa, sanguinaria, maldita, feroz, jodido,
asesino, desalmado, monstruo de maldad y bicho maligno entre otras muchas
lindezas. En ocasiones he sido más amable y le he llamado tigre juguetón, tigre
mío, mi tigre preferido, tigre favorito, incluso tigre mío de mis entretelas en
un alarde, no sé si cariñoso o directamente forense.
Feliz por
acumular un conjunto de relatos coherente, incluso hermoso, con su carga
inevitable de dolor pero que irradia optimismo en su lucha diaria, y al fin la
víctima logra reírse de su verdugo y consuma su venganza.
Feliz por
no haber logrado mi pretensión de convertirme en un buen enfermo de herpes
zoster como me propuse al principio: nunca hay buenos enfermos, lo que me ha
costado tiempo y tiempo el conseguirlo.
Feliz y
dichoso por tener a mi lado a Pilar, sin ella no hubiera sobrevivido.
Feliz por
recordarlo todo hasta el último quejido y feliz porque lo olvidaré algún día.
Feliz.
FIN
Autocrítica
Entre otras
muchas ideas locas que se me ocurren de continuo, una vez terminado mi relato
he decidido realizar una autocrítica.
Nadie
piense que voy a criticarme a mí mismo por mi trayectoria vital ni política,
nada de eso, se trata de llevar a cabo una crítica propia sobre este relato
concreto. De ese modo, cuando salga a la luz y se imprima en papel o lo cuelgue
en abierto en Internet no podrá levantarse
sobre él la ignominia de que no ha logrado ni una puñetera crítica, al menos
esta mía es segura.
Puede
juzgarse mi empeño de vano, estúpido, absurdo, irracional y centenares más de
adjetivos descalificativos, pero no me negarán que es increíblemente original.
Mi crítica
no será objetiva porque ninguna lo es, comenzando por el subjetivismo del autor
y siguiendo por los condicionantes del medio donde escribe: en cada periódico o
revista se realizan y publican críticas de las novedades de ciertas editoriales
amigas y de otras no se hace ni puñetero caso, como si no existieran, luego la
objetividad no existe.
De ahí
procede mi desparpajo en criticarme sin problemas: soy tan subjetivo como el
que más, incluso me arrogo superiores derechos que el mejor crítico del mundo
al tratarse de mi propia obra, con lo que uno mágicamente dos subjetividades:
la del autor y la del crítico.
Si es
imposible que un crítico sea capaz de leer todas las novedades editoriales del
mercado español aparecidas en un mes, por ejemplo, y seleccione de entre ellas
las dos o tres mejores para realizar su crítica ponderada, yo tampoco voy a
hacerlo. Su jefe le ha ordenado que realice la crítica de tal libro concreto y
el mío me ha ordenado lo mismo sobre el escrito del tigre. En ese sentido
estamos empatados.
Un conocido
economista estadounidense del siglo XX llamado John Kenneth Galbraith, autor de
importantes obras de ciencia económica y de centenares de artículos, fue
también reputado crítico de libros y en ese aspecto llegó a una conclusión
tajante: realizar la crítica de un libro es tarea sencilla, basta con leerlo
completo.
Muchos
dirán que menuda obviedad, eso se da por seguro, todo crítico debe leer al
completo la obra que critica. Mirándola en profundidad la obviedad no es tal:
muchos realizan críticas apresuradas, siempre mal pagadas, con leves catas como
los arqueólogos en ciertas páginas del libro, leyendo otras críticas o
sencillamente fusilando la solapa y la contraportada del libro en cuestión,
donde se sintetiza la obra y se sitúa en su contexto histórico la misma y el
autor.
Por decirlo
en sentido contrario: ¿cuántos críticos han sido tan honestos de haber leído la
totalidad de las obras que han criticado en su vida? Si los pudiéramos reunir
en un simposio sería bonito plantearles la pregunta y ponerles en la tesitura
de mentir como bellacos o confesar que apenas leen fragmentos de los libros que
critican en el mejor de los casos. En el peor ya lo dije: sólo la contraportada
y a otra cosa, mariposa.
En este
aspecto estoy por encima de la mayoría, puedo asegurar que he leído y releído
varias veces mi obra, de donde se deriva mi legitimidad de criticarla y lo voy
a hacer de inmediato. Mi egocentrismo avala mi esfuerzo.
Para que
esta crítica mía sea cabal y completa primero realizaré una crítica positiva,
luego otra negativa y por último la más objetiva posible dentro de mi feroz
subjetividad. Así cada lector puede quedarse con la que más le guste y obrar en
consecuencia.
Crítica positiva: El libro cuenta con gracia y salero a modo de diario
las andanzas de un pobre hombre aquejado de una enfermedad llamada herpes
zoster debida a un virus. Con singular habilidad identifica su enfermedad con
un tigre de Bengala y achaca sus dolencias a los ataques del tigre sobre su
persona. Al personificar su mal en un tigre lo dota de otra dimensión,
humanizándolo para reírse del mismo. No es ninguna maravilla, pero gracias a
sus capítulos cortos el libro se lee con soltura.
Crítica negativa: El libro comienza por un título absurdo: Cómo llegar
a ser un buen enfermo de herpes zoster, y continúa siendo necio y mal escrito
hasta alcanzar el FIN. Yo no perdería ni un minuto en criticarlo porque no creo
que las desventuras de un sujeto anónimo doliente de una enfermedad desconocida
interesen a ningún lector, pero los jefes me han ordenado hacerlo y aquí me
tienen, atado a mi paga.
Confieso
que no he sido capaz de leer el libro entero, tan nefasto me ha resultado desde
el principio, pero de los fragmentos que he leído puede deducirse lo siguiente:
A un enfermo anónimo le da un ataque de importancia por serlo, cuando hay
millones como él en el mundo; y sin contar con nada ni con nadie, atropellando
conceptos, se lanza a escribir con denuedo y sin gracia alguna sobre su
enfermedad. Aparte de los nombres de las medicinas que ingiere, nada hay claro
ni valioso en este escrito esperpéntico. Ya he completado las diez líneas
exigidas a mi crítica y aquí lo dejo. Lo dicho, una caca de libro. Mi consejo
es que no se les ocurra leerlo.
Crítica objetiva: El libro pertenece al grupo de autoayuda en sentido
amplio. El autor no es famoso ni su enfermedad mortal, lo que obra en su
contra, pero aún así se empeña en contarla en numerosos capítulos breves que
dotan de ligereza a su lectura. No debemos descartar la evanescente intención
del autor por ayudar a los enfermos del mismo mal, que son legión en el mundo
entero. Tal vez a ellos pueda interesarles el libro, un tanto monótono en su
obsesión por el dolor, aunque parece dotado de un sangriento humorismo
comparable al esgrimido por Quevedo en su famoso Buscón. Es una obra notable y
original, un punto contradictoria, que tanto puede resultar un petardazo en las
librerías como una auténtica bomba en ventas.
Despedida
Con profundo
sentimiento debo decirte adiós, herpes zoster, también llamado tigre de Bengala
o tigre a secas. Nuestros caminos han corrido en paralelo durante varias
semanas, pero ha llegado el momento dichoso de despedirnos. Y digo dichoso
porque en este tiempo nuestra convivencia no ha sido precisamente grata sino
torturada en grado sumo. No es fácil vivir contigo, lo confieso, y hacerlo día
y noche plegándome a tus caprichos y conveniencias mucho menos.
Yo no te
llamé a mi lado, por tanto no eres mi amigo ni bienvenido, pero el destino
aciago te indicó mi humilde persona como compañero de viaje y acudiste solícito
a su dictado.
Espero que
no volvamos a vernos si te soy sincero, aunque si vuelves no te echaré a
patadas a la calle como tal vez merecieras, a fin de cuentas eres un huésped
y a los huéspedes hay que brindarles
hospitalidad como la buena educación exige.
Si es
preciso que retornes a mi lado en el futuro te rogaría lo aplazases un tiempo,
digamos diez o veinte años, o mejor olvídate de mí, busca otra carne que
atormentar o muérete. Adiós, mala bestia.
Agradecimientos
Debo
agradecer sentidamente a mi herpes zoster, y ya van dos veces lo que me jode
doblemente, la oportunidad que me ha brindado de escribir esta historia de odio
a primera vista. Si existe el amor a primera vista no veo por qué nos olvidamos
del odio a primera vista, tan real un sentimiento como el otro.
Aunque a lo
largo de mi vida no haya sido capaz de vivir de los relatos de ficción ya escritos:
novelas y cuentos, tanto para mayores como infantiles, mi instinto de
periodista me indicó al punto que estábamos ante una buena historia, y una
buena historia hay que llevarla adelante sea como sea.
Esta es una
crónica periodística donde se relatan los hechos tal como han sucedido. La
historia se ha escrito sola día a día. Las frases se formaban en mi cabeza una
tras otra, en fila como las orugas procesionarias, en mis noches en vela y en
mis días agitados.
No me
negarán que el tema es fantástico, fenomenal, único. ¿Acaso conocen alguna
persona que haya escrito sobre el herpes zoster tomándose a coña una cosa tan
seria?
Si la
conocen no me la presenten, detesto a los competidores.
También
debo agradecerte tigre feroz, y van tres, que me hayas hecho más bueno. Tras
sufrir tu presencia indeseada y tus caprichos, he decidido que en el futuro me voy
a esforzar conscientemente en ser más feliz y hacer felices en lo que pueda a
mi familia, amigos y simples conocidos.
Sólo con
vivir tranquilo y saludar cada mañana con un grito de júbilo: ¡Hola, hermoso
día!, ya tendré suficiente en el futuro. Desplegaré una enorme sonrisa permanente
de vendedor o actor y regalaré palabras de ánimo a mis familiares y amigos y a
todo el que se cruce en mi camino, ya sea quien me vende el periódico o el pan,
el cajero de un supermercado o el vecino de escalera. Seré feliz, tigre,
caminando por la vida y olvidándome de ti, aunque me costará, tan profunda has
impreso en mí tu huella.
Me he
propuesto no enfadarme en adelante con nadie, nunca, por ningún motivo, y ceder
siempre, incluso aunque me consideren bobo y gilipollas, y me pasen por encima.
Mi dicha será enorme, en especial si no te veo más, y haré dichosos a los demás
mientras me quede aliento, lo prometo.
Vale.
Me gustaron mucho los dos primeros capítulos. ¿Como puedo conseguir el texto completo?
ResponderEliminarMuchas gracias anticipadas.
Armando Nevado Loro
Ramireño de la promoción del 67.
Olvidé poner mi e-mail:
ResponderEliminararmandonevado@gmail.com
aunque supongo que aparecerá al haber escrito el comentario a través de mi cuenta de google.
Me encantoll yo comence hace una semama y mis ampollas no fueronn tan fuertess.cuello.y hombros.el.tigrre ataca.horriblee va pasando y si.debemos.relajarnoss ser felicesss y valorart dormire.bien tengo casin44 soy mujer y este.dolorr.es.muyy feooo ami me.resulltp aciclovir y una hierba.tomada.y untada.chitato de.colombia.milagrosa suerte animo.esto.pasa
ResponderEliminarExcelente descripción de este tigre que nos ataca, especialemnte de madrugada. Es una peste! En mi caso me atacó la mitad de la cara, ojo y oido incluído.
ResponderEliminarGracias a Dios por la vida de mi hijo, Mi hijo alguna vez tuvo el problema del VIH / SIDA que afectó a su Educación durante años, le di medicamentos diferentes pero no había solución, busco en la red y encontré el contacto de un médico que ayudaba a La mujer que testificó curó su herpes después de años, me contacté con él por correo electrónico y me explicó mi situación, pero me prometió ayudarme con su medicina para curar el VIH / SIDA, el CÁNCER <HERPES, el HEP B, las DIABIDADES, las TRASTORNAS GÉNTICAS, el HPV y otras enfermedades mortales , Él también me aseguró que es una cura permanente, mi hijo tomó la medicación por sólo 2 semanas y volvió a la normalidad. Por 8 meses ahora él ha estado haciendo muy bien. Le doy todo gracias al Dr. Agege por ayudarme fuera de tal problema ahora soy la persona más feliz en la tierra para ver a mi hijo que hace mejor otra vez, usted puede también entrarle en contacto con en dragegespellalter@yahoo.com , O también puede llamar o whatsapp él en +2349036492096 y obtener el medicamento (dragegespellalter@yahoo.com), para obtener más información o pregunta también puede contactarme directamente en mi correo electrónico: donalwhite67@gmail.com gracias..
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarEloy,
ResponderEliminarVeo que aterrizaste en una "ensalada de médicos". Yo he padecido hace muy poco el HZ pero no he sufrido tanto cómo tú, sobre todo debido a que he tenido un buen tratamiento.
Mis dolores fuertes duraron una semana, luego, dos meses y pico más pero de lo que se podría calificar de simples molestias.
Tus médicos han cometido varios errores:
- El Aciclovir esta obsoleto, actualmente el tratamiento de referencia es una pastilla diaria de Valacilovir
- El antiviral (que no mata los virus, simplemente evita que se reproduzcan) se toma durante una semana desde no más tarde de las primeras 72 horas desde que aparece la erupción. Pasada esa semana, se suspende, de hecho la caja tiene 7 pastillas, lo que dura el tratamiento.
- El dolor no se palia con Paracetamol, Metamizol, Codeínas ni antiinflamatorios, es un dolor generado en el mismo nervio para lo cual esos medicamentos no tienen efecto.
- Lo ideal es un esteroide (a pesar de lo que opina la mayoría de médicos españoles), concretamente 30-40 mg de Prednisona durante la primera semana (en la que se reduce la dosis de forma paulatina) concurrente con el Valaciclovir. Eso sí que reduce el dolor
- Transcurrida la primera semana, el tratamiento consiste en un antidoloroso especifico para los nervios, muy preferiblemente la Gabapentina o algún “primo” suyo como la Lyrica.
- Y durante todo el proceso, usar durante doce horas al día (en tu caso sería en horario nocturno) parches de un anestésico, concretamente Lidocaina, los parches se llaman Versatis, se aplican sobre la zona de dolor. Versatis es un parche para uso especifico (y exclusivo) de la neuralgia postherpetica. Alternativamente y si no hay erupción, los parches de Capsaicina (parches Sor Virgina) dan buenos resultados pero irritan mucho la piel.
Por lo que dices, la erupción te ha durado mucho, probablemente debido a lo equivocado del tratamiento, lo normal es que las pústulas se sequen en menos de 15 das y a partir de ahi "solo" queda el dolor.
En mi caso, cuando apareció el herpes, le envié una foto a un amigo médico y, con ver la foto, ya me diagnosticó el HZ. y me recetó el Valaciclovir, mientras me enganché al ordenador y me lei todo lo que se había publicado en EEUU e Inglaterra sobre el HZ, con esa información, tuve una sesión de negociación con mi medico y amigo durante tres horas en casa; él aprendió y yo aprendí. Y de ahi salió el tratamiento que redujo lo que era muy doloroso, a unas molestias soportables.
Hay una par de vacunas para el HZ, Zostavax y Shingrix pero ambas son muy caras (280 euros caso del Shingrix) por lo que están excluidas de la subvención de la Seguridad Social y , muy pocos médicos saben que existen . ¡Cuantos padecimientos eliminarían esas vacunas!...
¡Suerte y salud!
Al menos nos sirve de consuelo saber que una vez padecido el HZ, sólo hay recidivas en poquísimos casos, esperemos que no sea ni el tuyo ni el mío.
...___Albert