Como llegar a ser un buen enfermo de Herpes Zoster, por Eloy Maestre



Cómo llegar a ser un buen enfermo de herpes zoster

 

                 (Monólogo torturado de un hombre con su bestia)

 

 

 

 

                                                           Por Eloy Maestre Avilés

 

 

 

 

 

 

 

 

 

        A Pilar, compañera de mi vida, que sufre a mi lado

 

        Al doctor Octavio Vellón, con mi eterno agradecimiento

 

        A los millones de dolientes enfermos del mundo entero

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                        Personajes por orden de aparición

 

- Eloy, yo mismo. Veterano a punto de jubilarse con 65 años al comienzo de los hechos. Hasta hace bien poco se jactaba de su buena salud.

 

- Herpes zoster. Un mal bicho. Apareció por sorpresa un 4 de junio de 2012 y se extendió alevosamente por mi cuerpo durante tres días seguidos para mi tormento.

 

- Pilar, mi mujer amada y enfermera favorita. La primera en detectar inmediatamente el herpes zoster maldito sin ser médico, que tiene más mérito.

 

- Médico 1. La doctora de Urgencias de mi ambulatorio. Diagnosticó el mal y prescribió los primeros remedios para atajarlo: Aciclovir 800 mg cinco veces al día, solución de sulfato de cobre al 1 por 100 y pomada Aciclovir, ambas en las heridas, una después de otra y diversos calmantes.

 

- Boticarias. Las de la farmacia de la esquina de General Perón con Orense. Amables y eficientes, escuchan a los dolientes.

 

- Médico 2. La dermatóloga de Urgencias de La Paz. Joven y resuelta. Modificó el tratamiento para mi bien.

 

- Médico 3. Los de Consultas Externas de La Paz, adonde acudí el día siguiente de mi visita a Urgencias. Tras contemplarlo, una doctora calificó mi herpes zoster de “muy hermoso”. Ella no lo sufría como yo.

 

- Médico 4. El mío de cabecera del ambulatorio. Amable y muy preparado para detectar y combatir todo tipo de dolencias. Abomina de las tareas administrativas. Golpea con el índice de su mano derecha el teclado del ordenador para que las recetas se entiendan.

 

- Médico 5. El de Miguel Esteban, Toledo, recomendado por mi nuera Ana. Inspira confianza a los pacientes y destila sabiduría en cada palabra que pronuncia. Modificó el tratamiento introduciendo Betadine para las heridas e Hidroxil B12-B6-B1 y Núcleo CMP Forte para recuperar el tejido nervioso dañado por el virus. También la ducha salvadora.

 

- Médico 6. Segunda consulta en Urgencias de La Paz. Dermatóloga a quien logré poner de mala uva con mi escenificación de la dureza de mi enfermedad. Su veredicto me trastornó al principio y me tranquilizó al fin. Excelente profesional dispuesta a devolver los golpes verbales.

 

- Médico 7. Anónimo. Mi médico de cabecera suspendió el tratamiento y me envió al especialista. El dermatólogo elegido fue de la Cruz Roja, de la Avenida de Reina Victoria de Madrid, y la fecha un 11 de septiembre, apenas dos meses y un día después de la petición. El médico seguirá siendo anónimo porque no pienso acudir a tal cita tardía e innecesaria.

 

 

                                               ÍNDICE

 

1.- Crónica del brote

2.- El dolor

3.- ¿Enfermo bueno o malo?

4.- Pasear y pasear

5.- En deuda con el tigre

6.- Otra noche

7.- Tres etapas

8.- El tigre al aire

9.- Arbitrando soluciones

10.- El tigre me hace cosquillas

11.- ¿Una sola parada?

12.- Demasiado jugueteo

13.- Un día estupendo

14.- Las brasas o el fuego

15.- Las horas tranquilas

16.- El agua de Fresnosa

17.- Una sola parada y sin calmantes

18.- Santi y Clara se han casado

19.- ¡Eureka!

20.- ¿Una intoxicación?

21.- Por el día

22.- El monstruo ha crecido

23.- Dolor – Picor

24.- Volver a la senda

25.- Paciencia, paciencia

26.- La vida en calzoncillos

27.- Proyectos locos

28.- Un ataque sostenido

29.- Editando mis textos

30.- Infame calor

31.- Humedad relativa del aire

32.- Desánimo

33.- Pasear con la fresca

34.- Un señorito remilgado

35.- Mañanas y tardes

36.- Momentos mágicos

37.- Las horas malas

38.- Dos meses

39.- Dolencias antiguas

40.- ¿El principio del fin?

41.- Esto se ha terminado

42.- Feliz

 

                                          FIN

 

Autocrítica

Despedida

Agradecimientos

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                                Crónica del brote

 

Para ser un buen enfermo conviene mostrar el desarrollo de la enfermedad desde el primer momento y eso voy a hacer. Dos manchitas en la espalda apenas granulosas al tacto las percibí al salir de la ducha un lunes 4 de Junio de 2012, que mi mujer dictaminó al instante como un “herpes zoster”, tal vez por observarlo con detalle en su madre que antaño lo padeció. Con su impulso decidido fui al médico de Urgencias esa misma mañana, que lo diagnosticó como ella, prescribiendo los remedios y comenzando el tratamiento de inmediato tras pasar por la farmacia y adquirir los medicamentos:  Aciclovir 800 mg cinco veces al día, cada cuatro horas. Remoje de las heridas con una solución al 1 por 100 de sulfato de cobre, alternado con remoje con pomada Aciclovir. También recetó calmantes para el dolor.

Entre el lunes y el miércoles brotó con inusitada fuerza el maldito hasta el punto de asustarme, por lo que fuimos Pilar y yo a Urgencias de La Paz en Madrid a ver lo que decían los especialistas. Allí, la dermatóloga confirmó el diagnóstico modificando el tratamiento en lo referente a la pomada que debía aplicarse a las heridas después de que fueran remojadas con sulfato de cobre al 1 por 100. La variación consistió en que en vez de aplicarme pomada de Aciclovir, el mismo compuesto que ingería cinco veces al día en pastillas, debía embadurnarme con una pomada llamada Fucidine, un antibiótico según indicó, alegando que la pomada y las pastillas del mismo preparado estaban claramente contraindicadas.

La dermatóloga que me atendió me prescribió un análisis de sangre para descartar otros posibles problemas, lo que realizaron de inmediato entregándome los resultados en breves minutos. Me citó en consulta a la mañana siguiente para ver los resultados del análisis y obrar en consecuencia.

La mañana siguiente acudí a Consultas Externas donde la doctora dijo que los análisis estaban bien y expuso el caso ante sus colegas, que pudieron contemplar mi torso desnudo ante el cual confirmaron el diagnóstico de la enfermedad. Una de ellas, la más veterana y sabia, afirmó de mi mal que era “muy hermoso”, y me mordí la lengua por no soltarle una impertinencia. También confirmaron el tratamiento, y ante mis dudas sobre la efectividad de los calmantes, me los cambiaron de uno de Paracetamol  1 g  sin pizca de codeína cada ocho horas a otro de 500 mg de Paracetamol con 30 mg de codeína con la misma regularidad. Me advirtieron que el lunes siguiente debía volver a mi médico de cabecera dándole cuenta de todos los pasos seguidos para que realizase el seguimiento de la enfermedad.

Ese primer fin de semana ya la enfermedad se mostraba en toda su pujanza y me hacía la vida imposible.

 

Pero pasemos a la descripción del mal anclado en mi cuerpo: La herida principal tiene un palmo más o menos de extensión, repartido entre tres heridas irregulares casi del todo unidas, de unos 10 ó 12 cm de ancho. Esta herida principal cubre el flanco derecho en un ángulo parecido al de las costillas pero bastante más abajo.

El mapa completo de las heridas infringidas por el tigre llega por delante hasta el ombligo que cubre con un anillo incompleto en una mancha rojiza de unos 3 cm de ancho. A la altura del ombligo pero más hacia la derecha, encontramos otra herida de 6 cm de largo por 4 cm de ancho, que está apenas separada de la herida principal por arriba. Por debajo de ella existe otra herida similar a la descrita y una más en dirección a la ingle derecha.

El abultamiento en la herida principal será de unos dos dedos, y es claramente perceptible desde la parte superior, ocultando a mi vista la porción de piel situada debajo.

Las heridas continuaban por encima de la principal hacia la espalda, casi en continuo con la misma, otra con tres puntitos cárdenos formando un triángulo y una más hasta alcanzar en su giro la columna vertebral. La mancha se extendió originalmente hasta la tetilla derecha, rodeándola casi por completo, subiendo en línea recta desde la herida principal, todo ello según testimonio de mi enfermera favorita, la compañera de mi vida, que cuida de mí en todo momento.

Esta mancha última y la que rodeaba el ombligo vamos a considerarlas de menor importancia, porque nunca llegaron a mostrar en su interior puntitos intensamente cárdenos como las restantes. Eran especialmente visibles cuando recibían la doble agresión del baño con sulfato de cobre (las dos primeras semanas, luego suprimido por el médico) y después de la pomada con antibióticos que continúa administrando mi enfermera por la zona en esta cuarta semana de mi infortunio.

 

 

Lo que sigue es una relación de alguna de mis noches terroríficas con la compañía inevitable de mi herpes maldito.

 

 

 

 

 

 

 

                                               El dolor

 

Un terrible herpes zoster me tiene preso en sus garras desde hace días. Esta es la historia de la primera noche toledana que me proporcionó.

El dolor es como un tigre juguetón que te tiene apresado cual si fueras un frágil cervatillo y no te suelta pero tampoco quiere matarte, al menos no de momento.

Siempre notas su presencia porque te mantiene completamente aplastado. Eres consciente de que ahora no puedes escapar de él, y luego ya veremos. Hay veces que te pega un zarpazo como al descuido que te deja sin respiración y te obliga a inspirar poquito a poco, en sorbos breves y rápidos, temiendo el siguiente zarpazo de la bestia, que ignoras si lo dará de inmediato o se mantendrá tranquila algún tiempo.

Se hace imprescindible tomar calmantes una vez que te ha impedido descansar un poquito. Es la una y media de la madrugada, según compruebas en el reloj, cuando te obliga a levantarte del lecho con una caricia salvaje de las suyas. Tratas de calmarlo con una pastilla concreta a la que tienes fe porque en ocasiones similares ha funcionado, al menos por un rato. Pero el tiempo pasa y el alivio no llega, esperas y esperas en vano, mientras te muestras incapaz de distraerte de ninguna forma y la bestia te enseña sus terribles fauces cubiertas de sangre, y sus ojos te miran de forma obsesiva, apabullante.

Caminas unos pasos por el salón de casa, te sientas, te levantas y miras por la ventana descorriendo las cortinas apenas por un ladito, y nada encuentras que alivie tu dolor. Cada vecino descansa en su cama y tú no puedes hacerlo en la tuya por más que lo intentes, sientes que el mundo es injusto contigo.

Al final, el monstruo te concede un pequeño respiro y piensas que puedes dormir algo, y te acuestas y dices con esperanza: ahora sí que sí.

Consigues dormitar un poco y cuando menos te lo esperas ¡zas!, te arrea otro mordisco y debes levantarte para hacer lo que sea: enervado, soñoliento, enfadado con tu destino. Tu desesperación llega al máximo nivel y te dices: si eso no ha funcionado tampoco ¿qué hago, qué hago? No lo sabes y rumias tu desventura como una vaca su pastito por segunda o tercera vez, ya has perdido la cuenta.

Reinicias el paseíto y realizas mínimas acciones físicas carentes de sentido, como subir una pierna doblada o mover el cuello en varias direcciones consecutivas. Contemplas en el espejo grande de la entrada de casa tu figura desmedrada, evitando cuidadosamente una mirada introspectiva dirigida a tu rostro angustiado, no faltaba más que añadir el dolor moral, del tiempo recorrido en la vida y la fugacidad de la misma, al dolor físico que te atenaza sin concederte un minuto de respiro.

 

Son las tres y media de la madrugada y la irritante situación se presta a múltiples absurdos. Tomas de tu biblioteca un librito de una colección magnífica que compraste años atrás de libros de bolsillo, encuadernados en tapa dura de color negro, una colección extraña y extraordinaria compuesta fundamentalmente por libros de literatura española, inglesa y francesa de todas las épocas, así como de economía, filosofía, religión y varios temas más, que el ínclito Borges, gran poeta, ensayista y cuentista argentino, apasionado bibliófilo y erudito dominador de varios idiomas, decidió seleccionar junto con su mujer, antaño secretaria, María Kodama.

La colección incluye libros mágicos, deslumbrantes, insólitos, que he releído con placer en numerosas ocasiones como la Saga de Egil Skalagrimson, que trata de las andanzas de un salvaje héroe vikingo del siglo X, que llegó en algunas de sus expediciones a Islandia para colonizarla y a Inglaterra para devastarla, donde acabó prestando su espada al Rey en sus disputas dinásticas y recibiendo a cambio dinero y honores.

Mató a su primer hombre a los trece años porque se consideró despreciado y los viejos del lugar dijeron de él que iba a ser un gran guerrero. Toda su vida fue un guerrero victorioso, implacable y cruel, además de poeta celebrado.

El libro que hoy tomo de la citada colección no habla de mi amado Egil, y estoy seguro por el título de no haberlo leído jamás. Se trata de Exposición del libro de Job, en tres pequeños tomos que añaden al título los numerales latinos: I, II y III, para identificarlos.

Ojeo el primer tomo con cuidado, acercando mucho el libro a mis ojos miopes, despojado como estoy de las gafas que han quedado en el dormitorio junto con el inicio de mi dolor, y me convenzo cada vez más de que hoy será el día en que tampoco leeré estos libritos magníficos, que ensalzan las virtudes de un santo famoso por su paciencia a quien el Demonio despojó de cuanto tenía, comenzando por siete hijos varones y tres mujeres, sin lograr que Job dejase de creer en su Dios. El libro se impregna de una profunda religiosidad que ya no comparto y cuya práctica abandoné en mi lejana juventud.  

La paradoja del asunto procede de que precisamente ahora haya escogido al azar un libro que trata de la paciencia ante los infortunios, justo mi problema, aunque yo carezca de la milésima parte de la paciencia que hizo notable y conocido a Job.

 

El tigre vuelve a morder con intensidad mi costado y trato de calmarlo ingiriendo una nueva dosis de la misma medicina, por si la acumulación del mismo producto curativo surtiera efecto y me permitiera el descanso nocturno.

Deambulo de nuevo sin sentido por el salón de mi casa, esperando que la medicina surta sus efectos benéficos en mi organismo, y se me ocurre aliviar mi vejiga tras la ingesta del gran volumen de agua que demanda mi ansiedad y las gruesas pastillas.

El tiempo pasa y percibo un aquietamiento de la bestia, que me mantiene bajo su férula, pero afloja momentáneamente su abrazo. Por ello, me decido a intentar de nuevo dormir y adopto en la cama, con ligeras correcciones de la posición, una postura tumbado del lado izquierdo y sin saber donde colocar mi brazo derecho que no sea el mismo costado donde se aposenta firmemente la bestia.

Respiro regularmente, a sorbos cortitos, una y otra vez, y finalmente he debido dormirme porque no recuerdo nada más.

 

Hasta que un nuevo desgarramiento brutal en mi costado me hace aullar de dolor y me levanto y consulto la hora y son las cinco de la mañana y esta noche no tiene fin.

Puesto en pie, bebo un poco de agua y trato de pensar en cómo aliviar mi dolor sin conseguir hilar una sola idea coherente. Siempre he sido de lento despertar, y aunque tenga los ojos abiertos y esté de pie eso no supone que mi raciocinio se haya puesto en marcha, en esos momentos soy solo un animalito sin cerebro que estira sus músculos y reconoce lentamente su entorno.

El dolor agudo no me deja pensar en nada más, lacera mi cuerpo y me convierte en una piltrafilla de carne y nervios palpitantes. Vago de la cocina al salón y vuelta. Deambulo de acá para allá sin consuelo alguno, y al fin me convenzo y tomo otro calmante diferente, a ver si el cambio de ellos surte efecto y puedo dormir otro poco.

 

Me acuesto y consigo dormir al cabo, nadie sabe cómo.

El tigre me llama de nuevo y me levanto y son las ocho por fin. ¡Ha llegado un nuevo día! Hay que desayunar, asearse, ¡vivir de nuevo!

¿Enfermo bueno o malo?

 

¿Cómo puede uno ser buen enfermo de algo que desconoce por completo? Porque un herpes zoster no es un catarro, ni una gripe, ni siquiera una pulmonía, que pueden contraerse una o veinte veces en la vida, y aprender así, en sucesivas ocasiones, el comportamiento a seguir en cuanto ataca.

El herpes vulgar apenas merece una mirada displicente y aburrida, por encima del hombro, para los que hemos sufrido un herpes de los aristocráticos, de elevada categoría, de alcurnia. Un herpes zoster es algo distinguido, con nombre y apellido, y sólo los elegidos por el destino podemos sufrirlo.

Para ser un buen enfermo de algo que se desconoce por completo, tanto su origen como su desarrollo, incluso los médicos no saben exactamente lo que es al originarlo un virus, hay que comenzar por serlo malo, cometer errores, hacerlo todo al revés, y así, con suerte y corrigiéndose, acabar siendo un buen enfermo, un profesional de la enfermedad si se me permite la exageración.

Conocer la enfermedad en otros tampoco ayuda mucho, sólo sirve la experiencia propia como la vida me ha enseñado, e imagino que los doctores en medicina, a los que también tocará con su varita mágica la enfermedad como a todo quisque, cometerán parecidos errores ante el horror descrito en libros y diagnosticado por ellos muchas veces y nunca sufrido en las propias y tiernas carnes hasta que el destino te señala con el dedo, como ha hecho conmigo, y asegura a los elegidos una parte alícuota del sufrimiento que la Humanidad entera padece en mayor o menor medida alguna vez o a lo largo de toda su existencia.

Ser un buen enfermo no implica amabilidad ni sonreír a la enfermera, que en este caso puede ser nuestra propia esposa o familiar más próximo que nos atienda, ni soportar heroicamente el dolor sin mover una ceja. Tampoco consiste en ingerir las medicinas que el médico prescribe y a las horas indicadas, ¡qué tontería!, eso puede hacerlo cualquiera.

Dejando a un lado la medicina principal que ataca al virus, cuya ingesta debe respetarse a rajatabla, y las curas sobre las heridas que la enfermedad produce, que también se cumple con facilidad dos veces al día, en donde se concreta una grave discrepancia entre este enfermo concreto y el doctor es en la ingesta de calmantes, que el médico recomendó cada ocho horas en la primera consulta, ampliados a cada cuatro horas en la segunda ante las protestas del enfermo, que afirmaba no poder vivir ni de día ni de noche con el dolor extenuante apenas mitigado por tan parcos calmantes.

Según el médico recomendó, los calmantes debían alternarse: uno de Metamizol 575 mg y otro de Paracetamol 500 mg con 30 mg de codeína. Teóricamente con eso debía bastar cada cuatro horas, pero la realidad se mostró mucho más dura y terrible que la prescripción dada por el galeno fría y cómodamente sentado en su sillón de la consulta.

 

Para lograr ser un buen enfermo hay que empezar por serlo malo, hacerlo todo al revés. ¿En qué fallé de todo el asunto? Principalmente metí la pata en el cuidado extremo para lograr una correcta evacuación intestinal, en mi caso agravada por mis problemas de estreñimiento crónico, que me hicieron pasar por el cirujano en dos ocasiones tiempo atrás para que me extirpase las hemorroides.

Sé que esta es una enfermedad cochina, todo el asunto de la evacuación es condenadamente guarro al atañer a cosas de la caca, pero resulta obligado hablar de ello.

¿Quién me habló a mí de que los calmantes producen estreñimiento? El médico no fue. Yo estoy acostumbrado, aunque debería decir casi obligado, a evacuar una vez al día como mínimo y eso todos los días del año sin excepción. Cuando eso no ocurre un solo día sufro las consecuencias y debo ponerle remedio de inmediato, caso contrario cada vez será peor y pagaré mi desidia con un tributo elevado de dolor.

Alertado por la ausencia de deposiciones durante un día entero acudí a mis medidas habituales: ingesta de acelgas en la comida y de remolacha cocida con sal y aceite de oliva virgen en la noche, sin encontrar alivio tampoco el segundo día. Incrementé mis medidas ingiriendo una dieta blanda por completo, con más verdura en comida y cena, y mermelada de ciruela de postre, y más cucharadas de las habituales de salvado completo, tostado y azucarado, es decir fibra, masticadas con agua antes de dormir. 

Al fin el tercer día logré, tras muchos esfuerzos y no poco dolor, una deposición mínima y dura que me lastimó e hizo sangrar, por lo que me procuré un baño de asiento en la zona dañada después de lavarme concienzudamente.

Después de este éxito tardío se me ocurrió leer los prospectos de las medicinas calmantes, lo que nunca hago porque no tomo habitualmente ningún medicamento al gozar hasta ahora de buena salud. Allí leí lo de que producen estreñimiento y desde entonces extremé las precauciones.

¿Acaso debe ser uno experto en dolores, y su consecuencia los calmantes, si no los ha sufrido en su vida?  Y del estreñimiento que produce su ingesta no digamos. ¿No debió avisarme el médico de tales circunstancias?

 

Tampoco sabía yo nada, y el médico no me advirtió, de que ingerir tantos medicamentos, cinco pastillas de Aciclovir al día, una cada cuatro horas, y otras tantas de calmantes con la misma regularidad, más los calmantes de la noche, me iba a perjudicar al estómago y después al hígado. Tal vez el médico imaginó que ese conocimiento era generalizado entre los enfermos, pero como yo no lo he sido hasta hace poco me quedé sin enterarme. Mi hermana Rosa me previno de ello y a partir de ese momento comencé a tomar una pastilla protectora del estómago llamada Omeprazol por la mañana y otra por la noche.

Entre las escasas deposiciones y la ingesta continuada de pastillas, unida a una inmovilidad general pues no salía de casa, iba notando una hinchazón general en la tripa, que se unía a la inflamación externa y visible producida en la herida principal.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                               Pasear y pasear

 

El viernes de la tercera semana alcanzó su punto álgido el dolor, que disminuyó a lo largo del sábado merced a un paseo de media hora de duración que me empeñé en dar durante la mañana del sábado.

Debo agradecer la oportunidad del paseo a los consejos de mi hijo Santiago y de mi hermana Rosa, que insistieron en su necesidad, porque no era saludable mantenerme sin salir de casa ni dar un paso. Les hice caso y me empeñé en pasear, despacio, por la mañanita y con la fresca, y los resultados no se hicieron esperar.

El paseo de media hora tuvo la virtud de mover mis gases, acumulados en gran medida en las tres semanas transcurridas, que pugnaron por salir a lo largo de la tarde, ya en mi refugio casero y oculto a oídos y miradas indiscretos, y al final lo lograron con gran entusiasmo y estruendo, en número de varias docenas.

Hubo ratos durante la tarde de ese sábado en que casi inmediatamente después de expeler uno de ellos notaba como otro tomaba la casilla de salida, igual que cae el agua de la clepsidra: suave y continuadamente, e irrumpía al exterior. Y así uno tras otro, ordenados y sinceros, como soldados en la mili que se numeran en una fila mientras extienden el brazo lateralmente hasta tocar el hombro del vecino: ¡uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho…!

La tormenta perfecta fue acogida con sonrisas comprensivas por la compañera de mi vida, que se trocaron en signos de preocupación según escuchaba la magnitud del evento, su elevado número y su intensidad atronadora.

Contemplado mi abdomen en detalle a las doce de esa noche en el espejo de la entrada de casa era perceptible la bajada de la hinchazón general. Esa noche dormí tan mal como las precedentes, con dos paradas a las 3 y 5,30, es decir con una leve mejora respecto a la semana trágica, la segunda de mi enfermedad, que sufría con tres paradas.

 

El cambio tras el primer paseo higiénico fue notable, pero mucho más lo sería tras el segundo, realizado al día siguiente, domingo, cuando alcanzaba su fin la tercera semana del azote del zoster.

Esa mañana decidí extender mi paseo a una hora entera, que comenzó después de desayunar y de asearme brevemente y por parcelas, como acostumbro desde que comenzó mi infortunio, lejos de mi añorada ducha diaria refrescante. Antes de salir logré una deposición normal en cantidad, me lavé los dientes y marché a continuación a la calle.

Dividí el paseo en dos partes de media hora cada una con descanso de diez minutos a la mitad. Durante la segunda parte del paseo noté una fuerte presión en el recto por expulsar al exterior su contenido y vaciarse de inmediato, así en plena calle, sin respeto a los vecinos. Contrariando sus deseos perentorios, el paseo debía continuar inexorablemente, resultando imposible acelerarlo de ninguna forma dado mi precario estado de salud. La presión en el recto a ratos aflojaba y otros se intensificaba llegando a ser dolorosa en algunos momentos. Esta inquietud se mantuvo a lo largo del último cuarto de hora de paseo, que concluyó felizmente en mi domicilio.

El alivio resultante de soltar mi carga en el trono de Roca fue inmenso. Pasado un rato observé el resultado de la operación antes de pulsar el mecanismo de limpieza de agua. Debo decir que me pareció fantástico, amplio y rotundo como un juramento.

Luego, una vez sentado cómodamente ante mi mesa y después de despojarme de la camisa gracias a la buena temperatura reinante, no en vano estamos a 24 de junio y el verano ha irrumpido hace tres días, comencé este relato vestido solamente del pantalón del pijama. Este es mi atuendo favorito y único dentro de casa, con el pantalón bien bajo para que el elástico no alcance mi herida inferior.

 

Dos detalles se me habían olvidado y los consigno aquí. Uno fue el consejo del buen doctor de cabecera, nombrado como Médico 4,  a quien comuniqué mis problemas de estreñimiento, sobre la bondad de ingerir en ayunas dos vasos de agua caliente y dos cucharadas soperas de aceite de oliva, para que la cosa fluyera en condiciones. Desde que me lo advirtió practico el consejo todos los días y aunque el aceite a cucharadas no sea precisamente mi plato favorito, es un remedio y los remedios se toman por encima de todo si crees en ellos.

El otro detalle afecta a los gases, cuya expulsión se ve favorecida con la ingestión de una infusión de hinojo, consejo recibido de mi sobrina médico, la dulce Andrea. La preparo una vez al día después de comer y la cosa marcha mejor con ella.

Pienso mantener mis paseos mañaneros todos los días hasta que la enfermedad sea superada e incluso más allá, porque son buenos y saludables y me jubilo en unos pocos días, con lo que dispondré de tiempo abundante en el futuro.

 

La conclusión obvia que se deriva de mi mejoría en el asunto del estreñimiento es que la herida en el nervio al que ataca el virus del herpes zoster se veía presionada desde dentro por mis gases y retención de caca, lo que agravaba el dolor. Aliviado ese problema gracias a los paseos e infusiones, confío en que el dolor amaine algún día también por la noche, como lo hacen siempre las peores tormentas en el mar.

Si esta tendencia a la mejoría se mantiene en las próximas fechas habríamos encontrado la solución sencillamente haciendo vida normal en la situación más anormal, excepcional y dolorosa que me ha tocado sufrir en toda mi vida.

 

Yo he cometido errores, y mis médicos algunos más, pero en fin, pelillos a la mar.

Hoy quiero creer que esta etapa será el principio del fin de mis males. En cualquier caso soy feliz con los arreglos. Seguiremos informando.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                     En deuda con el tigre

 

Uno de estos días atrás, cuando el hijoputa del tigre me despertó en la primera vigilia nocturna, a la 1,30 de la madrugada, al presentarme en la cocina donde sitúo el vaso de agua y las medicinas, me encontré con la sorpresa de un gran charco de agua en el suelo que ocupaba toda la zona correspondiente a la encimera en cuyo centro se sitúan los quemadores de gas de la cocina. Un espacio de alrededor de dos metros de largo por 40 ó 50 cm de ancho aparecía cubierto de agua.

Me lancé al armario donde guardamos el cubo con su fregona y anduve limpiando el agua hasta que no quedaron charcos en el suelo. Mientras lo hacía me devanaba los sesos pensando de donde habría salido esa agua, que comprobé discurría en dos finos hilillos por la pared cubierta de azulejos situada a la izquierda de la zona del gas, por allí llenaba la encimera y al final se desbordaba por las paredes de ese armario hasta el suelo.

Limpié con paños aquella superficie cubierta de agua y dejé en el borde pegado a la pared varios paños secos que absorbieran la mayor cantidad posible de agua para que aquella no terminase en el suelo, de donde podría llegar a calar hasta la casa del vecino de abajo.

Luego seguí buscando nuevos rastros de agua y los encontré de inmediato algo más allá, cayendo del techo al suelo directamente en el umbral que separa nuestra cocina de la zona ocupada por lavadora y calentador de agua. Limpié de agua también el suelo de aquel lugar con la fregona y desperté a mi mujer porque no sabía lo que hacer, salvo que el agua procedía del piso de arriba no se me ocurría cómo continuar actuando.

Ella me dijo que arriba no vivía nadie ahora, porque el dueño marchó a San Sebastián y trataba de alquilar el piso sin encontrar inquilino de momento.

Nosotros no disponíamos del teléfono del vecino para avisarle, por lo que fue necesario bajar a avisar al portero de la finca que tal vez contase con una llave del piso o con el teléfono del dueño.

En pijama como estaba y sin darme corte alguno el atuendo debido a la valentía que me proporciona mi herpes (en todo lo que no sea el herpes en sí, que en eso soy muy cobarde) bajé a despertar al portero y a contarle el caso.

Tras múltiples llamadas al timbre, que lograron levantarle de la cama, apareció soñoliento el portero a quien conté mis cuitas con el agua que se derramaba del techo de mi cocina.

Accedió a subir a mi cocina por contemplar el desaguisado y una vez allí me contó que carecía de la llave del piso del vecino de arriba, por habérsela recogido él personalmente días atrás una vez puesto en alquiler el piso. Tampoco disponía del teléfono de la inmobiliaria que se encargaba del alquiler, por lo que parecía necesario llamar imperiosamente al dueño que descansaría apaciblemente en su hogar de San Sebastián.

El portero me proporcionó el cuaderno donde anota los teléfonos de todos los vecinos del inmueble para posibles emergencias. De mi vecino de arriba contaba con dos teléfonos: uno fijo y el otro móvil. Llamé desde mi teléfono fijo al fijo suyo en primer lugar y me saltó el contestador automático a las pocas veces de sonar.

Probé luego con el móvil, deseando que no estuviese apagado o fuera de cobertura como sucede tantas veces, y al cabo escuché su voz soñolienta y le expliqué el caso dos o tres veces seguidas hasta que penetró entre las brumas de su sueño. Me comentó que avisaría a su hija, que vivía en Madrid, para que se acercara y mirásemos la procedencia de tal agua en su vivienda.

Yo le proporcioné el número de mi teléfono para seguir en contacto, y al rato recibí una llamada avisándome de que su yerno iba para casa y abriría la puerta de su piso vacío para ver lo que sucedía. El yerno se presentó al rato con un casco de moto en la mano, y el portero, él y yo subimos a la casa de su suegro.

Su cocina también lucía una gran mancha de agua en el suelo, por lo que procedió a recogerla con una fregona y vimos que corría del techo abajo. La cosa estaba clara: había que continuar subiendo otro piso por ver si su origen estaba allí o debíamos seguir escalando piso a piso.

Dado que yo vivo en un segundo y revisamos el tercero encima del mío sin encontrar el origen de la fuga, era preciso subir de momento al cuarto, y si no lo hallábamos tampoco allí seguir ascendiendo un máximo de tres pisos: quinto, sexto y séptimo, que son los de la finca.

Preguntamos al portero quien vivía en el cuarto y nos comentó que una señora sola. Subimos los tres y tocamos el timbre de la puerta con insistencia sin resultado. Dentro no se escuchaba ningún ruido ante nuestras llamadas. Yo aporreé la puerta armando mucho escándalo, más que nada por desahogar mi tensión pues suponía que no serviría de nada. Tuve éxito en cuanto a rebajar mi tensión emocional, un poco alta al no hallar resultado al problema y a mi historial médico personal un tanto acelerado últimamente, pero ninguno para que nos abriese la puerta la dueña.

Preguntado el portero sobre la posesión de llaves de la vecina contestó afirmativamente, por lo que ante sus dudas el yerno y yo le instamos con cierta rudeza a que abriese la puerta, estuviera dentro la vecina o no. Abrió la puerta, entramos y la vecina siguió sin aparecer, por lo que supimos que la vecina no se encontraba allí.

En la cocina no se halló rastro alguno de agua, ni en el suelo ni en las paredes, y dedujimos que el escape se hallaba con seguridad entre los pisos cuarto y tercero.

El yerno declaró tener cerrada la toma general de agua de su piso, por lo que sólo quedaba que el portero cerrase el agua general de esa zona del inmueble para cortar el escape por completo, y que se hiciera de día para reclamar la presencia de los fontaneros. Una vez en posesión de las llaves de las viviendas del cuarto y del tercero, él les facilitaría la entrada a los fontaneros para que revisaran el asunto y encontrasen una solución.

Despedimos al yerno, que se disculpó una vez más en nombre suyo y de su suegro aunque la culpa del lío no parecía suya, y el portero y yo accedimos después a mi casa donde el portero abrió al máximo el grifo de agua de mi cocina después de que hubiese cerrado la general de esa zona para ayudar a evacuar la sobrante.

A todo esto el reloj marcaba las tres de la madrugada y entre idas y venidas se me olvidó por completo mi herpes y el dolor, que ambos van unidos.

Dejé abierto el grifo y el portero se marchó. Quince o veinte minutos después el agua seguía corriendo aunque en menor cantidad y bajé a avisar al portero de tal circunstancia. Ante mis llamadas reiteradas apareció soñoliento de nuevo, se había metido en la cama sin avisarme de tal circunstancia dejándome de guardián único del escape del agua.

Subimos de nuevo a mi casa y comprobó que efectivamente el agua seguía saliendo del grifo, si bien en pequeña cantidad. Por no dejarlo abierto le consulté si no sería mejor cerrarlo y dormir un rato hasta que fuese de día. Accedió a ello, cerramos el grifo y se marchó. Yo recogí el agua que se había ido acumulando entre unas cosas y otras, tanto en la encimera como en el suelo, y coloqué una jofaina pequeña de plástico en el suelo a la altura del escape situado bajo el umbral de la cocina con la estancia de la lavadora, para que recogiera el agua que allí cayese, que lo hacía gota a gota con gran estruendo sobre el plástico.

Cuando me acosté eran las 3,30 de la madrugada, dos horas después del descubrimiento del escape.

El siguiente zarpazo del tigre se produjo a las 5,30, con una regularidad asombrosa a las dos horas como la vez anterior, parece suizo este cabrón de bicho.

Levantado de nuevo, contemplé el pequeño desastre del agua en mi cocina y procedí a recogerlo con fregona y trapos. Ingerí otro calmante y lo dejé todo preparado, los trapos en su sitio y la fregona también, para resistir hasta que amaneciese y pudieran acudir los fontaneros a subsanar el problema.

Amanecí a las ocho, escapando a la regularidad por poco, y a las nueve de la mañana tras desayunar y arreglarme hablé con el portero a las puertas de la finca, contestando a mi pregunta que los fontaneros estaban avisados, no tardarían en acudir y todo se resolvería.

 

El tigre nos libró de una buena inundación al vecino del tercero y a mí mismo. Esta inundación pudo provocar una filtración hacia mi pasillo contiguo a la cocina, con grave repercusión en el parqué que recubre el suelo, y habríamos debido cambiarlo en todo o en parte, con el engorro y coste económico correspondientes, o tal vez pudo estropear el armario superior o inferior de mi cocina por donde discurría el agua o provocar un cortocircuito en el interruptor de la luz situado en la pared muy cerca de donde discurría uno de los dos principales hilillos de agua del escape. De haber disfrutado de un sueño regular de ocho horas, de doce a ocho de la mañana, no dudo que el resultado nefasto habría sido ese.

 

Me jode deberle nada a este herpes zoster de mala madre, por eso lo haré a regañadientes. ¡Gracias, hijoputa!

 

                                   Otra noche

 

El monstruo me muerde sin piedad a la 1,30, menos de dos horas después de la toma de su calmante que ingiero a las doce en punto de la noche, y me obliga a levantarme.

Anoche yo creía que estaba más calmada la bestia, pero caí en el error del optimista, el peor error de una víctima, de que todo iba a mejorar. La verdad es que me tiene bien agarrado y no me suelta, su saña parece no tener fin.

Nada más levantarme he ingerido otra pastilla calmante diferente a la de anoche, ¡que les den por saco a los médicos!, ¿qué saben ellos del dolor propio si les resulta ajeno?

El enfermo como yo puede describir su dolor, adornarse, creerse un héroe porque aguanta mucho, pero cuando llega y te jode, sin dejarte apenas respirar a sorbitos, implorando: ¡pasa, pasa, no me mires más, tigre, fíjate en aquel hombre tan guapo, yo solo soy un hombrecillo sin importancia!, entonces quedas reducido a la nada.

Si supiera lo que le gusta a la bestia lo llevaría a cabo encantado fuese lo que fuese, como hacemos con los niños a veces para que nos dejen en paz, el problema es que con él no valen súplicas ni llantos ni halagos ni hacerle la pelota llamándole guapo u otras lindezas. Él sigue atormentándote, que es lo suyo. Te mira con sus ojos de piedra y muerde una y otra vez tus blandas carnes, sin hacer caso de nada, sordo a tus lamentos.

 

La conclusión generalizada y oída en todas partes de que el herpes zoster es muy doloroso no indica ni la milésima parte del horror que contiene. La frase explicativa debería ser mucho más extensa y florida, una frase principal con cincuenta subordinadas y múltiples adjetivos, en las que un genio de la pluma, alguien distinto a este humilde servidor, se luciría mostrando las derivaciones del mismo.

La escritura de este manuscrito no calma a la bestia, se ha tragado la pastilla sin eructar ni hacer caso, y continúa acosándome sin piedad. Estoy en mi despacho y me aventuro a releer mi querido Buscón, de Quevedo, que tan buenos ratos me ha hecho pasar en la vida. Se trata de la edición de bolsillo de Salvat, de libro RTV, datada en 1969 y prologada por Fernando Lázaro Carreter, que prefiero a cualquier otra. A lo largo de mi vida he leído otras dos o tres versiones diferentes del relato que en su inicio fue un manuscrito, siempre inferiores a la citada. El libro se cae a pedazos desde hace años, sus hojas amarillentas pueden leerse una a una porque están casi todas sueltas, pero es una maravillosa historia, pese a su humorismo cruel y despiadado.

Este personaje de ficción que encarna la miseria de su tiempo y lucha denodadamente por salir adelante siempre me conmueve y hace reír. Con un padre barbero y ladrón, que exalta su oficio aparente diciendo que la suya no es arte mecánica sino liberal, y una madre puta, alcahueta y bruja, más no se puede pedir.

El chico vuelve a su casa enfadado tras una pelea porque en la escuela otro chico le llamó hijo de una puta y hechicera y tuvo que descalabrarle de una pedrada, y pregunta a su madre si le ha concebido a escote (es decir entre muchos hombres, o sea si es de verdad puta como dicen) y la madre no le desmiente, por lo que el hijo queda avergonzado al máximo y decide salir de su casa para siempre. Lo que él ansía es llegar a ser caballero, y marcharse de casa implica dejar la escuela aunque no sabe leer ni escribir bien, al no constituir ello un obstáculo en su empeño por ser caballero.

 

Me acosté y logré dormir un poco, con un sueño de un incendio que nos obligaba a dispersarnos a mi madre y a mis hermanos cada uno por un rumbo diferente. El sueño no acaba mal porque todos los miembros de la familia terminan reunidos, sanos y salvos, pero mi sueño sí que acaba abruptamente por un nuevo zarpazo de la bestia que lacera mi costado.

Me levanto y son las cuatro y diez, una hora muy buena para estar durmiendo, apenas dos horas después de la ingesta del calmante diferente, que apenas hace efecto por lo que se ve.

Lo primero que realizo es la toma del calmante primitivo, el mejor, pero sólo media pastilla, aunque tal contención no acaba de entenderse dado lo que estoy penando. ¿Por qué no tomas una pastilla entera, so imbécil?, me insulto un poquito por darme ánimo, bastante alicaído últimamente por mis penas acumuladas.

Confío en que el mensaje farmacológico alcance rápidamente los centros del dolor, esos que últimamente se muestran decisivos en mi humilde existencia, doliente como pocas.

 

Recuerdo ahora a los filósofos estoicos griegos, que afirmaban que la felicidad era la ausencia de dolor y estoy absolutamente de acuerdo con ello.

Discurrimos por una existencia centrada en la posesión real o imaginada de objetos materiales: una casa, un coche, un viaje a las Bahamas, sin percatarnos de que nada de eso tiene la menor importancia. La esencia de la felicidad no está ahí, reside como dicen ellos en la ausencia de dolor. Eso no se percibe cuando estás sano y nada te duele, tus pies te llevan donde quieres y el corazón bombea en tu pecho regularmente, sonríes y el mundo es hermoso. Solo eso debería hacernos felices, tremendamente dichosos. Pudiendo comer todos los días, contar con un refugio donde descansar nuestro cuerpo y salud para continuar adelante un año y otro de la vida, pudiendo tomar constancia de todo ello, ¿qué necesidad tenemos de bienes superfluos como un coche que corra mucho o una casa propia?

Nuestra civilización ha perdido el Norte hace mucho tiempo. Alejada en general de cualquier religión que nuestros padres inculcaron en nuestra infancia y de la que renegamos porque no da respuesta a los grandes interrogantes de la vida. Desde la religión católica, que ha dejado ya de ser nuestra, hasta el resto de las religiones que se han abandonado por lo material, hemos perdido el valor de las cosas importantes y nos hemos quedado con lo accesorio. Demasiado deslumbrados por el brillo del oro no hemos sabido darle un sentido trascendente a nuestra vida sin religión pero con moral, aferrándonos a las miserias y despreciando lo esencial.

Son casi las cinco de la mañana y tengo miedo de acostarme porque el costado me sigue latiendo acelerado como un corazón. Mi miedo es doble: de no poderme dormir y de que la bestia me obligue a levantarme de nuevo en breve, porque si lo hace ¿qué tomaré?, o bien ¿optaré por no tomar nada y seguir escribiendo?

Todo puede ser aunque debo eliminar alguno de estos miedos y dejar de escribir e intentar atrapar de nuevo el sueño y el descanso, si puede ser sin pesadillas, por favor, que mi consciente y mi subconsciente parecen inclinados últimamente a hacérmelas pasar canutas a mí, que soy un buen chico y no me meto con nadie. Voy a intentarlo, ya contaré el resultado, adiós.

 

Yo tenía razón en mi miedo por acostarme después de las cinco de la mañana. El tigre está ansioso esta noche y a poco más de las seis me ha atacado de nuevo. He debido levantarme y rendirle pleitesía, rabiando de dolor. Sin más ceremonia he tomado una pastilla completa, porque ya he visto que media no produce ningún efecto. Ahora espero lograr un poco de paz mientras escribo, al menos la capacidad de pensar y de escribir no la he perdido en esta dura prueba a que el destino me somete.

Me quejo amargamente pero es mucho peor para miles de personas que sufren y además no pueden expresarlo por múltiples circunstancias, y eso aunque quieran hacerlo y al dolor físico, real y verdadero, intenso en demasiadas ocasiones, unen el dolor moral, la impotencia por lograr que cese y les dificulta moverse y hablar, impidiendo por completo la comunicación con los demás.

 

Uno siempre escribe para sí mismo, por supuesto, pero con la añoranza lejana de que otros, algún día, puedan compartir tus buenos o malos momentos como los actuales.

Confío como siempre en todo ese rollo del torrente sanguíneo y de los centros del dolor. En realidad estoy harto, lo que se dice harto. Con los ojos abiertos me duele, y si los cierro también. Ya he tomado mi pócima y no queda sino esperar, pero últimamente espero demasiado y consigo poco, de ahí mi hartura completa y total.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                               Tres etapas

 

Mis noches sufridoras, y llevo ya unas cuantas, se dividen en tres etapas. La primera de ellas comienza a la 1,30 más o menos, hora temprana en la que el tigre me da el primero de sus mordiscos nocturnos. Y digo temprana porque nunca me acuesto antes de las doce de la noche, hora en que me toca la ingesta de mis dos medicinas fundamentales: la que debe curarme, que tomo cada cuatro horas durante el día, y el calmante que teóricamente aliviaría la mayor parte de mi dolor, no todo porque sería demasiada felicidad. A esas añado un protector del estómago, que anda destrozado e inflamado con tanta pastilla de la mierda.

En esas condiciones se acuesta uno con el mejor ánimo a las doce de la noche, confiando en que esta noche todo cambiará y podré dormir un poco más. Y cuando el tigre te muerde, te levantas y compruebas que no han transcurrido siquiera dos horas, te asalta la desesperanza, y corres y tomas otro calmante, el que tienes para alternar, y paseas y te sientas y haces cualquier cosa banal para aliviar tu dolor sin conseguirlo.

El dolor machaca tu mente y aparecen como por ensalmo los versos de Miguel Hernández en su Elegía a Ramón Sijé, su gran amigo fallecido:

 

Tanto dolor se agrupa en mi costado,

Que por doler me duele hasta el aliento

 

Y ese soneto en que se queja a su amada:

Como el toro he nacido para el luto

 y el dolor

Como el toro estoy marcado

Por un hierro infernal en el costado

Y por varón en la ingle con un fruto

 

Coincido absolutamente con él en sufrir el hierro infernal en el costado, que mi destino funesto me aplica cada día y cada noche muchas veces, sin dejarme apenas resollar.

Esta primera etapa de la noche la cumplimos jodidamente, paseando un poco y haciendo tiempo para que las partículas benéficas se fundan y penetren en mi torrente sanguíneo y accedan a mis centros del dolor y ordenen parar, como el comandante, al menos un poquito.

Al final te acabas acostando aunque el dolor no se haya mitigado por completo, pero el mordisco del tigre no resulta tan abrumador, y vuelves a confiar, optimista eterno, en que la cosa mejore poco a poco, y te sientes de nuevo defraudado cuando el tigre te muerde sin misericordia. Te alzas del lecho de nuevo y son las tres, acaso las tres y media, y no te lo puedes creer, ¿tan poco efecto hacen estas puñeteras pastillas? Pues así es, como te lo cuento.           

Paseas después de alternar la ingesta del remedio calmante, porque lo seguro es que sin calmantes no se puede vivir, eso es definitivo. Con calmantes apenas tampoco, pero bueno. Lo tomas y paseas y no cede y sigues.

Te sientas con las manos en la cabeza, literalmente echando las manos a la cabeza como suele decirse, confiando en que remita. La puñetera confianza de los optimistas, que no tenemos arreglo. Yo siempre digo que se nace optimista o pesimista, y a mí me ha tocado en suerte lo mejor, pues siempre fui y seguiré siendo optimista, y eso en las peores situaciones lo he seguido siendo en plan cabezota. Seguro estoy de que al morirme, si soy consciente de ello, pensaré que todo ha valido la pena en esta vida, y lo que logré y lo que tengo, después de pelear por ello como hacemos todos, sirvió para mucho, y fui feliz y dichoso y es mucho lo que logré en ella. Creé una familia y la sacamos adelante mi compañera y yo, y conseguimos bienes materiales inmobiliarios para que su existencia sea un poco mejor que la nuestra, y nuestros hijos crearon sus familias y consiguieron descendencia, que nos hizo felices contemplarla y verla crecer día a día, nuestra hermosa Leyre, hija de Eloy y Ana, la nieta que tanto nos alegra la vida.

Todo eso lo pensaré en el último momento si puedo pensar en algo, y si no queda dicho desde ahora. Todo el esfuerzo y la lucha valieron la pena.

Pasa el rato en esa segunda etapa y todo sigue lo mismo, me aguanto y espero que llegue la liberación, pero apenas si la noto.

Finalmente me decido a acostarme porque parece que ha remitido algo el abrazo bestial del tigre, y me acuesto y sueño que todo irá mejor esta vez.

 

 

                       

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                               El tigre al aire

 

Si lo que encabrita al tigre es el calorcillo de la cama, con la sábana y la colcha sobre mi cuerpo, más no incluye mi lecho a estas alturas de primavera ya avanzada que se mantiene relativamente fresca, la solución es darle fresquito a la bestia. Eso se traduce en dormir con parte de la espalda y el flanco derecho al aire, zonas donde se aposenta con firmeza y crueldad mi monstruo rayado.

Así lo hice ayer, en otra de mis ocurrencias geniales, tras morderme y despertarme rabiado a la 1,30. La primera despertada es la peor de la noche, pues me pilla con las defensas bajas, cansado y agobiado por el peso del monstruo, y en ese momento pensé haber hallado esta magnífica solución.

Así que tomé mi primera pastilla, aliviadora sólo en teoría, y cuando creí que su efecto había llegado me acosté a intentarlo de nuevo. Tumbado sobre el costado izquierdo, dejé todo el torso al aire, aguantando el fresquito, y traté de dormir.

El brazo derecho me creaba problemas como de costumbre, pero soy un hombre aguerrido y lo he demostrado en multitud de ocasiones, así que lo situé sucesivamente sobre el flanco derecho y hacia atrás, por no incomodar mis heridas principales, y luego encima de la cabeza, acompañando al brazo izquierdo y vuelta a empezar al cabo de un rato cuando la postura se revelaba incómoda en exceso, porque incómoda lo era siempre, vaya eso por delante.

De las heridas no sabría qué decir, porque se mantenían fresquitas, con un alivio poco aparente. Los apretones brutales de la bestia, ella es así, me inundaban en oleadas, a ramalazos, sin diferencias aparentes a cuando una sábana cubría mi cuerpo sandunguero, dolorido por completo salvo la cabeza, que emerge siempre en los peores momentos para ordenarme que respire controlando la situación.

El tigre no se mostraba alterado sino tal vez altanero con la nueva situación del fresquito. Es como si me dijera: ¿qué te has creído, imbécil, que esto cambiará tu situación?, y de vez en cuando me mandaba una caricia bestial de las suyas, demostrando quien mandaba aquí. Yo me arrastraba literalmente ante él, pedía piedad sin obtener un gramo de ella de sus ojos de piedra, duros e inconmovibles.

Debo decir que llegué a llorar implorando compasión, yo que no estoy acostumbrado a arrastrarme ante nada ni ante nadie. Pero no conseguí alterar su gesto ni aliviar su presión sobre mi flanco.

El fresco ambiente siguió dominando mi zona lumbar sin mayores consecuencias positivas, hasta que el tigre me mandó un tarantantán decisivo y me obligó a alzarme de la cama aullando como un lobo a la luna llena.

Comprobé en el reloj grande de pared de la cocina que el experimento al fresco había sido de corta duración, apenas dos horas, similar a los anteriores periodos en caliente, y haciéndome dudar sobre la repetición del mismo.

A fin de cuentas el tigre vive siempre a la intemperie en su selva bengalí, desde donde acecha a sus víctimas horas y horas, a veces días enteros ¿por qué ha de afectarle que yo cubra o descubra su comedero?

Bien mirado con los ojos de la razón no tiene sentido esta acción mía, pero en mi primera levantada nocturna de cada noche pierdo el sentido por completo, no tengo arreglo. Por más que intento racionalizar mi conducta, el hecho cierto es que nunca lo consigo, será porque los sufridores no pensamos y solamente sentimos los desgarros que la bestia nos produce.

 

La siguiente parada en mi noche toledana se saldó con una nueva ingesta de supuesto calmante que apenas me calma. Paseando por el salón sorbía el aire poco a poco con todos los poros de mi cuerpo abiertos mandando sensaciones a mi cerebro, las de mi zona dolorida seguían siendo feroces y dolientes en extremo.

Tengo la fortuna de haber padecido pocas enfermedades en mi vida, pero las escasas que he sufrido siempre me han llevado a la misma conclusión: constituyen una traición de mi cuerpo.

¿Por qué me tratas así?, clamo indignado, con lo que yo te quiero y me haces estas faenas. ¿Acaso no te cuido al máximo, te doy tu alimento y el descanso debido, no te lavo y perfumo para que tu apariencia sea buena, no te visto con ropa limpia y me esfuerzo en sonreír a todos por no provocar rechazo social sino afecto en cuantos me rodean? Tantos cuidados para que me pagues así, ingrato, más que ingrato.

También ahora le llamo traidor sin conseguir por ello una mejora sostenida de mi situación, sencillamente no me hace ni caso.

Después de la segunda toma de calmantes y de dar incontables vueltas al salón, sentarme, levantarme, mirarme de soslayo en el espejo grande de la entrada porque si me contemplo de cerca será peor. Tras hacer eso y otras bobadas por el estilo esperando el alivio, parece que este llega y me atrevo a recostar mi cuerpo dolorido en el lecho.

Esta vez no dejaré al tigre al fresco, ¿para qué?, lo cubro suavemente con la sábana y busco y rebusco una postura no demasiado incómoda sobre el costado izquierdo, con el brazo izquierdo aplastado sin remedio y el derecho sin encontrar acomodo fácil: ni extendido a lo largo del costado, forzándolo hacia fuera por no tocar la zona doliente, ni por encima de la cabeza ni a su lado.

Al final consigo una postura suavemente incómoda y descanso un poco, ya queda menos para cubrir esta jornada, es la forma de animarme mientras logro una duermevela agitada por el aliento fétido de este tigre cabrón que no me suelta.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                   Arbitrando soluciones

 

Llamaban arbitristas en siglos pasados a quienes concebían o arbitraban soluciones, siempre desatinadas, a los males de la patria, y trataban de hacerlas llegar al Rey o a sus ministros. Una prueba muy graciosa de uno de esos sujetos se encuentra en el Buscón de Quevedo del que ya hablé.

El tigre me ha vuelto un hombre más decidido y gracias a él me he convertido en un arbitrista de la peor especie: de fútbol.

He visto por televisión buena parte de los partidos de la Eurocopa 2012 de fútbol, en la que la selección española ha llegado a la final y he pensado una forma segura de que España venza a Italia, su oponente. Creo que España debe jugar con dos extremos que abran el campo: Navas y Pedro, y un delantero centro clásico en punta: Torres o Llorente, ambos buenos rematadores de cabeza, en especial Llorente.

Se preguntarán algunos cómo he podido llegar a conclusión tan demoledora y tajante sin ser más que un simple aficionado. Muy sencillo: el tigre me agudiza el ingenio cada noche y penetro los problemas como un cuchillo caliente la mantequilla. Y no sólo penetro los problemas, sino que encuentro la solución a los mismos en un pispás.

 

Tentado estoy de ponerme al habla con Mariano para tratar lo del rescate bancario de la Unión Europea, que la crisis nos acecha, y le daría una solución barata y fácil que brindaría al pueblo español como prueba de mi patriotismo.

 

Pero dejemos eso y vamos a centrarnos en el problema más perentorio: la Eurocopa y la final de ella contra Italia, que España puede ganar o perder según acepten o no mis consejos serios y documentados.

Italia es un formidable oponente pues acaba de clasificarse para la final venciendo a Alemania por dos goles a uno, un resultado que no muestra la tremenda superioridad y efectividad de la selección italiana sobre el campo, porque en el minuto 26 de la primera parte ya vencía por dos goles a cero y encajó el gol de penalti ya en el minuto 92, sin posibilidad de reacción por parte de Alemania.

Quedan menos de tres días para la final: viernes, sábado y parte del domingo, cuando la final se juega. Hay que apresurarse a encontrar una solución y mostrarla a los interesados para que la apliquen sin demora como única forma de volvernos a casa con la Eurocopa en el bolsillo, lo que todos los españoles deseamos fervientemente.

Ya adelanté que debemos jugar ineludiblemente con dos extremos abiertos y un delantero centro rompedor y diré por qué.

Hasta la fecha y pese a ganar, la selección española adolece de gran lentitud en sus acciones de ataque, siendo más notable la defensa que sólo ha encajado un gol. La manera de cambiar esa dinámica perversa consiste en ser más verticales, buscar decididamente el marco contrario con acciones rápidas y penetrando por las alas.

Esto va en contra de la esencia del juego de la selección, que se basa en la posesión a ultranza de la pelota y en multitud de combinaciones cortas y continuadas buscando un hueco en las tupidas defensas. En el caso de Italia, como ya vimos en nuestro anterior enfrentamiento saldado con empate a uno, comprendía su defensa dos líneas muy juntas de ocho a nueve elementos, quedando un solo jugador arriba para posibles contraataques.

 

También indicaré al seleccionador en mi misiva que apunte un consejo vehemente a todos los integrantes del equipo menos al portero que guarda su marco. La orden es jugar al estilo de Cristiano Ronaldo, el jugador portugués que milita en el Real Madrid y en su selección que ya ha sido eliminada por la española en esta misma Eurocopa. Su estilo, que imitaremos, consiste en chutar a gol por encima de todo y sin pararse en barras, aunque la mayoría de los disparos se vayan al tercer anfiteatro, alguno entrará. Y si no entra, al menos los jugadores se desahogarán y liberarán el estrés a que están sometidos.

¡Basta de tantas combinaciones, pelotazo y tentetieso!

Todos los futbolistas saben chutar mejor o peor, o no lo serían, se trata de que practiquen en un partido oficial, ni más ni menos. Insisto, en cuanto haya la menor oportunidad la orden debe ser chutar, chutar y chutar.

Carezco de autoridad moral sobre los jugadores para darles consejos, por eso estos juicios míos deberé enviarlos con urgencia vía correo electrónico o por palomas mensajeras  al seleccionador nacional para que los ponga rápidamente en práctica, que no queda nada de tiempo. ¡El país lo necesita!

 

Además de los tres delanteros ya citados, la alineación incluiría en el centro a los tres mosqueteros del Barça: Iniesta, Xavi y Busquets, que se entienden a las mil maravillas por haber jugado tantos partidos juntos en su club. Los cuatro defensas habituales en todos los partidos: Alba, Ramos, Piqué y Arbeloa, con Casillas en la portería, completarían la alineación para vencer en la Eurocopa.

Se me objetará que parece un equipo demasiado volcado al ataque, es decir a la ruina total, pero sin un buen ataque no ganaremos la final, estoy seguro.

La táctica de cuatro, tres, tres, que yo denomino de acordeón por lo armónico de ella que sube y baja, es la mejor y con ella venceremos.

Debo hacer llegar pronto esta solución al seleccionador para que la practique en los entrenamientos y luego venza en la final. De lograrlo gritaremos todos: ¡Campeones, campeones, oé, oé, oé!

 

Otro día diré cuatro palabras definitivas para resolver la crisis bancaria y ayudar así a Mariano, que le veo muy apurado.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                   El tigre me hace cosquillas

 

Hoy contaré una variante de los suplicios a que me condena mi tigre preferido. No siempre se trata de desgarrarme con sus garras ni despedazarme con su poderosa dentadura. Ahora parece un gatito con ganas de jugar, por eso me hace cosquillas. No son unas cosquillas que me hagan reír, ni pienso que esa sea su intención, él no dudo que se divierta, pero su víctima apenas nota algo diferente.

Como es una mala bestia, sus cosquillas o caricias también son salvajes y me levantan una inquietud extremadamente molesta en la piel.

Pienso si estará acostumbrado a intercambiar caricias salvajes con otro animalillo de su especie, que bien pudiera ser, y lo añora. Echa en falta contar con un amigo, un hermano con quien jugar y como de momento no tiene a la vista sino este apesadumbrado sufridor, me prodiga sus caricias de la única forma que conoce: a manotazos. Su fuerza física es de tal calibre que en cuanto se despliega, aún con aparentes intenciones de jugar, acaba destrozándome, no se controla el muy animal.

 

Existe otra variedad en sus contactos, no digamos tormentos, que podríamos denominar en sentido estricto: pulga bajo la piel y también corazón latiendo bajo la piel.

La pulga recorre tu anatomía doliente y percibes su paso con claridad de un punto a otro, si no fuera porque siempre se mantiene a cubierto bajo mi piel seríamos capaces de atraparla y aplastarla entre los dedos, su trayecto se percibe clara y nítidamente, aunque errático.

El tigre se muestra tan sutil en esta manifestación que me atrevería a dudar de su intervención, pero no puede ser otro el que me habita. Querámoslo o no es mi tigre, para bien o para mal. El destino me lo asignó y como no soy Job lo sufro con impaciencia, nada de paciencia, no conozco a esa señora.

 

En esta segunda parada nocturna donde escribo (este es un relato en tiempo real como se dice ahora), escucho el suave balido de un infante que se queja, o tal vez reclama su pitanza, cansado ya de dormir y deseando como yo que llegue el nuevo día que ya va clareando. El llanto de un bebé, su gorjeo cuando está alegre que también escucho a menudo por el día, son los reclamos ante mamá y el resto del mundo y me hacen sonreír porque la vida se impone y sigue siempre adelante aunque cambien los intérpretes.

Continúo escuchando y su ligero llanto ha cesado, por lo que imagino su boca llena con el pezón materno del que succiona golosamente la tibia leche mientras su mamá le contempla extasiada y medio dormida, recostada en el barandal de la cama con una almohada en su espalda para mayor comodidad. Ambos forman una pareja feliz y yo desde aquí les saludo.

 

Pero volvamos a mi humilde persona y el pequeño corazón latiendo bajo mi piel. De repente noto en un punto concreto, que últimamente se localiza en mi tripa, cerca del ombligo y debajo de él, que comienza a latir alborotado un corazón. Y pulsa con un latido ya sea regular: una, dos, cien veces, ya irregular: espaciando sus impulsos eléctricos. No resulta muy doloroso, debo reconocerlo, sencillamente insólito, inquietante, indeseable, indecente.

Este tigre me produce tal cúmulo de sensaciones que podríamos calificar, como las olas del mar, de múltiples y uniformes, con una pauta a veces complicada de descifrar.

 

En el exterior, las luces triunfan de nuevo sobre las sombras en retirada.

 

Lo mejor de mi tigre cuando se pone juguetón es que a veces se olvida de lastimar mis tiernas carnes con sus garras y me concede un respiro. Su maldad, o tal vez su cabeza limitada de bestia sanguinaria, no llega al punto de alternar caricias con mordiscos, y cuando se decide a jugar es porque está ahíto de carne. Pienso si los ratos en que me deja completamente en paz no andará por ahí, zampándose otras víctimas propicias, y en los momentos posteriores a veces me deja tranquilo y otras me manosea brutalmente igual que juega un gatito con su ovillo de lana: clavando sus garras.

Si no me mantuviera aquí preso buscaría un juguete para él: un ovillo, una pelota pinchada, una muñeca de trapo olvidada con una sola pierna y tuerta del ojo derecho, no sé, algo para mantenerlo distraído y tranquilo. Pero resulta imposible, aunque duerma o descanse sin más olvidando mi tormento, siempre estoy preso de sus garras y no puedo buscar ese juguete soñado para que la bestia disfrute.

Bueno, ahora toca otra pausa, mi pócima en forma de pastillita parece surtir efecto y trataré de descansar del tigre y de sus caprichos. Seguiremos en contacto, adiós.

 

La bestia me ha reclamado de nuevo. Esta noche hace más calor de lo habitual y por eso el tigre anda inquieto, como enjaulado, dando aullidos que me ponen los pelos de punta.

Uno quisiera que se mantuviese siempre tranquilo, y le dice como a los gatos: ¡minino, minino!, pero la climatología manda y ahora se precipita sobre nosotros un viento ardiente procedente del Sáhara, tan común en verano, y los termómetros se han puesto a subir y subir a toda velocidad cual mono hambriento a un árbol.

Como sufre los calores, el tigre no para quieto un instante. Pero no saca sus garras de momento, lo que hace es rozarme apenas con su pata acolchada, como jugando. El único problema es que su roce no se produce sobre una parte cualquiera de mi cuerpo, sino específicamente sobre mis heridas. El resultado es dolorosamente chirriante, no de hacerte gritar sino de buscar rápidamente el abanico que alivia mis males aireando un poco la zona, y así el monstruo rayado quedará aquietado y no me lastimará.

Cuando te clava sus dientes el dolor es atroz, pero si te roza con su patita el resultado es de apretar las quijadas una contra otra hasta llegar al espasmo.

Cada movimiento del tigre es un tormento, ¿cómo lograr que se quede quieto?

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                               ¿Una sola parada?

 

Estoy temblando de emoción, aunque el zarpazo con que me levantó de la cama fue bestial, el hecho cierto es que se ha producido a las 4,30 de la madrugada, varias horas más tarde de lo habitual.

De confirmarse la noticia, y que mi siguiente ”despertá” se produzca a las ocho u hora parecida, será para tirar cohetes y esos artefactos pirotécnicos que producen un gran estruendo al arrojarlos contra el suelo y explotar, como hacen los valencianos en los amaneceres de sus reputadas Fallas para que la gente se despierte, de ahí su nombre de “despertá”.

¡Una sola parada!, no me lo puedo creer. Parece que estamos derrotando al virus maléfico, de otra forma no habríamos aguantado durmiendo tantas horas desde las doce de la noche, que es la locura, ¡qué felicidad!

Para quien ha contado como yo una tras otra hasta tres paradas, que luego pasaron a dos en clara mejoría, una sola es como tocar con los dedos el cielo.

Suprimir de un plumazo una estación en mi larga noche, acampado en la ribera del tigre, y precisamente una noche calurosa, con temperaturas nocturnas elevadas en Madrid es de traca, una noticia de primera plana a toda página de periódico nacional.

Con ello se confirman los buenos augurios debidos a mis paseos mañaneros que han mostrado su virtud en apenas tres días seguidos.

Ya en el día de ayer las noticias habían sido esperanzadoras, con el tigre bastante apaciguado por el calor bochornoso, que incluso se colaba dentro de mi casa pese a ser fresquita. La bestia no se mostró inquieta ni me prodigó sus caricias más que en contadas ocasiones. Le imagino echado en el suelo, posando sólo una pata sobre mi cuerpo doliente. Yo me mantenía en la cama con un ojo abierto, como decían las novelas y pelis que dormían los indios de Estados Unidos cuando recorrían el sendero de la guerra.

 

Tal vez el tigre se despertó porque las moscas le molestaron, no sería extraño dado el calor imperante, porque las moscas abundan en los sitios donde se exhibe carne fresca al aire y sangre, es decir el ambiente donde me desenvuelvo últimamente.

Si me entero de que han sido ellas las culpables de despertarlo y de resultas me prodiga sus caricias brutales, se van a enterar las moscas.

No saben con quien se enfrentan, porque puedo ser un cazador implacable. Recuerdo en mi lejana adolescencia, cuando las tonterías florecen como margaritas en primavera y uno mantenía su condición ágil no como ahora que los años pesan, enfrentado a veces mientras trataba de estudiar a enjambres de moscas en lucha desigual: uno solo contra tantas.

Yo poseía una rara habilidad por aquel entonces para atraparlas vivas con la mano derecha. Colocaba mi mano al lado de una de ellas con la palma abierta y en rápido movimiento la cogía cuando echaba a volar cerrando rápidamente el puño.

Con el puño cerrado introducía cuidadosamente los dedos de la mano izquierda y la trincaba. Abierta la mano con ella presa, contemplaba a la agresora de mi tranquilidad y le arrancaba la cabeza con las uñas de mi mano derecha.

Una vez liquidada, colocaba sus restos en la mesa ante mí y procedía a cazar otra con idéntica rapidez y máxima productividad en mi tarea entusiasta, dado el volumen de moscas disponibles y mi atenta actitud.

Descabezada la siguiente mosca, sus restos eran colocados junto a los anteriores en la mesa formando una fila. Así en breve tiempo lograba largas filas de mínimos cadáveres, en número de ocho o diez por fila, no recuerdo bien. Conforme aumentaban las filas la caza menudeaba. Alertadas tal vez por la suerte de sus compañeras, de cuerpo presente a la vista, las moscas buscaban otros cuerpos diferentes al mío donde libar sales minerales del sudor humano o lo que quiera que ellas buscasen en mi piel. La caza se iba espaciando y al final las supervivientes y yo nos quedábamos tranquilos.

Entonces apretaba el calor como ahora, en esta bendita noche que de concluir felizmente con una sola parada me obligará a buscar un establecimiento pirotécnico y a adquirir cohetes, lanzándolos con estruendo como si España hubiera vencido en la Eurocopa de fútbol.

Voy a intentar dormir, estado en que parece se encuentra mi bestia rayada. Adiós, hasta luego.

 

No pudo ser. La bestia frustró mi ilusión de una sola parada nocturna desatando un feroz ataque a las 7 de la mañana que me obligó a levantarme despavorido e ingerir la pastillita que me tocaba en suerte. Esperar a las ocho habría sido una bobada, obligado a mantenerme en ascuas una hora entera. Ahora espero los resultados benéficos mientras escribo estas impresiones.

No entra en su naturaleza mantener tanto tiempo la quietud, y aunque me permitió un sueño de cuatro horas y media fue algo excepcional, no debo pensar que esa vaya a ser la norma para el futuro. O tal vez sí, insiste mi yo optimista.

Las últimas dos horas en la cama contrastaron fuertemente con las primeras de la noche. Mi tigre se mantuvo en ellas constantemente inquieto, haciendo sentir su presión en mi costado, sin desgarrarlo pero notándolo allí cada segundo.

He visitado mi salón y contemplado la calle, ya de día en este verano. Me han acompañado en mi infortunio dos paseantes de perros: primero una chica joven y luego un señor mayor, que los paseaban por el jardín próximo, con numerosos árboles, situado frente a mi gran ventanal.

Es de día y la situación parece extraña al ave nocturna en que me estoy convirtiendo, con los ojos progresivamente adaptados a la oscuridad.

No hemos llegado al extremo de una sola parada, ¡qué barbaridad!, ¡qué maravilla!, pero está claro el cambio de tendencia que se confirmará en el futuro. Sea como fuere, este primer sueño de cuatro horas y media al cabo de 22 días más o menos ha resultado espléndido y como dicen los castizos: ¡que me quiten lo bailao!

Los afortunados que duermen una noche completa sin aspavientos como algo natural no exprimen su vida como los insomnes. Los elegidos siempre estaremos más jodidos que la gente vulgar, qué duda cabe, es el precio de nuestra singularidad. A cambio, vivimos más tiempo que ellos.

Entre pitos y flautas ha trascurrido media hora, voy a ver si duermo un rato, con permiso del tigre claro está. Adiós.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                               Demasiado jugueteo

 

Ya dije que con el calor mi tigre favorito ha perdido el apetito y se ha pasado a jugar en vez de morderme. Se afana en administrarme sesiones interminables de caricias, cosquillas y todo un muestrario de acciones no salvajes pero exasperantes.

Así lo ha demostrado en la segunda parada de esta noche cuando se ha dedicado a arañarme por todas partes hasta obligarme a saltar de mi lecho y pedirle compasión, después de tomar mi pastillita que esa no puede faltar. Esto es una especie de alimento que la bestia parece rechazar porque los resultados son escasos si de verdad la tragó. Puede que en un descuido la haya escupido por un ladito de su bocaza, como quien no quiere emborracharse en un desafío absurdo por ver quien bebe más, y en cuanto el contrario se descuida vacía la copa en un cenicero o en una maceta cuya planta desdeña o rechaza aterrorizada el alcohol de 40º que le administran de repente.

 

Al tigre sólo le pido una cosa: seriedad. Acepto que forme parte de tu naturaleza salvaje el mordisco y el zarpazo. Ser tigre es algo muy serio y hay que respetarlo. Por eso me indigna este jugueteo que te traes últimamente conmigo, no es propio de tu condición. ¡Basta de juegos! Te exijo que me trates como a un hombre hecho y derecho, más bien deshecho, que soy, no como a un niño a quien se le hacen cosquillas por jugar. Ni soy un niño ni tengo ganas de jugar, que lo sepas. Además, sólo me gusta jugar con los amigos y mucho tiempo atrás con las amigas, a otros juegos corporales más interesantes y amenos. Pero tú no eres mi amigo, por tanto no quiero jugar contigo, déjame en paz, por favor.

 

Me paso el día y parte de la noche con el abanico en la mano, parte por refrescarme la cara del bochornoso calor que padecemos y parte para airear la zona severamente castigada por el tigre.

La zona castigada dejó de crecer hace días, incluso van perdiendo virulencia las heridas, que algunas no pasan de enrojecimientos más o menos intensos, pero las principales se mantienen en toda su pujanza.

El jodido tigre ya no muerde en ella ni me clava sus garras como antaño, tal vez ahíto o desganado por el calor, pero se mantiene inquieto y me aplica algunas salvajes caricias y manotazos para que no olvide su presencia atosigante ni un momento.

A estas horas de la noche y en plan de hacer locuras, pienso si preparar un gazpacho andaluz: “la mejor sopa fría del mundo” como define con precisión uno de nuestros afamados cocineros que triunfan en el mundo entero, o tal vez un salmorejo cordobés, que preparo todavía mejor y apetece en estos tiempos tan calurosos, cuando el hambre huye y la galbana aumenta. Pero desisto por el estruendo que armaría en la cocina y despertaría a mi enfermera favorita que tiene derecho a descansar toda la noche de un tirón.

El tigre no sufre problemas para elegir su menú, su plato favorito es la carne cruda que no necesita preparación, sólo una víctima cercana donde hincar sus dientes. Cuando dejó de hacerlo conmigo a todas horas respiré aliviado, pero estos jugueteos últimos que me aplica me ponen de los nervios, he de confesarlo. No me atrevo a decir que eran preferibles los mordiscos, a tanto no llego, pero una vez olvidados aquellos entendí como iluso que soy que la siguiente etapa sería la liberación. Si ya se había hartado del sabor de mi carne insípida o perdió definitivamente el apetito, tal vez soltase su presa y me dejase continuar mi vida tras el paréntesis horrendo que su irrupción produjo.

Está claro que no acierto ni una, ni logro predecir los siguientes movimientos de esta bestia salvaje. Lo mismo recupera el hambre y vuelve a prodigarme sus mordiscos feroces, y entonces echaré de menos sus actuales caricias enervantes.

Como no sé a que carta quedarme con este bicho repugnante esperaré, con la absoluta desesperación de los condenados a muerte, que haga conmigo lo que quiera: mordiscos, caricias, incluso nada.

Mi único consuelo, antes y ahora, es poseer una pluma y un papel para seguir consignando sus tropelías, salvajadas, caricias, bromas y jugueteos. Eso me consuela un poco. Así el mundo entero conocerá su vesania, su placer por derramar mi sangre, bebérsela y aliñar con ella mis tiernas carnes.

Desde aquí proclamo mi odio, tigre cabrón, quisiera verte muerto para escupirte y mear sobre tu cadáver. También te deseo lo peor para el futuro, como yo no puedo matarte al carecer de armas que no sea esa pastilla de dudoso efecto, deseo que te peguen un tiro, mejor si son veinte. Cuando seas viejo y ya no puedas presumir de nada, espero que un tigre joven y poderoso decida acabar contigo y comerte crudo. No quiero que destroce tu corazón de inmediato con salvajes mordiscos y zarpazos, sino que te mantenga vivo como tú haces conmigo, tiempo y tiempo, imposibilitado de escapar y de cualquier acción defensiva u ofensiva, inerme ante sus garras y dientes afilados.

Eso te deseo en estos momentos mientras sigues prodigándome tus caricias que no lo son, más bien otra tortura refinada de las tuyas, y mientras te aburres de mí me sigues lacerando.

 

Finalmente ha llegado un poco de paz después del tumulto. Estoy por cantarte una nana como a los bebés, a ver si te duermes y me permites hacer lo propio.

 

Duérmete tigre

Duérmete ya

O vendrá otro

Y te comerá

 

Adiós mal bicho, te odio.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                               Un día estupendo

 

Hoy cambiaré radicalmente mi plan, consistente en hablar de mis noches pobladas de fantasmas, dolor y pastillas, por otro consistente en explicar como se desarrolló un día concreto, luminoso y radiante en el exterior, estupendo para mí.

Para disfrutar de este día maravilloso ha sido preciso acceder antes a los reiterados deseos de mi nuera Ana, de que visitase a un eminente doctor llamado Octavio Vellón, que pasa consulta en la actualidad como médico odontólogo en su pueblo natal, Miguel Esteban, de Toledo.

La insistencia de Ana se debía en parte a que ella misma fue su paciente afortunada de un herpes zoster en la boca. Y digo afortunada porque la curó, lo que no supieron hacer los médicos de Madrid que la trataron, o más bien maltrataron.

Llegamos a la consulta de Octavio y tras una breve espera Ana insistió en entrar conmigo, por apuntar cualquier detalle que a mí se me escapase. Nos recibió Chari, la enfermera de Octavio, muy agradable y atenta, amiga de Ana de toda la vida y que nos consiguió un hueco en la agenda del doctor. Con ella pasamos a la consulta de Octavio, un hombre grandote, con gafas y de rostro afable, que inspiraba confianza nada más verle. Enfundó sus grandes manos en guantes quirúrgicos para auscultarme, mientras yo le contaba mis cuitas en líneas generales. De inmediato pasó a explicarme la enfermedad que padecía con palabras comprensibles a cualquiera. El virus del herpes zoster lo llevamos todos dentro, dijo, y en unos se desarrolla y en otros no, brota normalmente por una bajada de defensas. El virus, añadió, atacaba a un nervio y destruía la mielina que lo recubría, por lo que era preciso acabar con el virus, con la medicina que ya me habían prescrito, y después reconstruir toda la zona dañada. Me advirtió que podía dejar secuelas duraderas que se manifestasen meses o años después.

En cuanto a mis heridas las veía demasiado húmedas y grasientas, debido a la pomada que me aplicaba mi enfermera dos veces al día como le indiqué. Para mejorarlas me recetó la vulgar y eficaz Betadine, que tanto hemos usado en heridas superficiales, para sustituir una de las dos veces que antes me aplicaba pomada. Con ello se conseguiría resecar las heridas.

 Para reconstruir la zona dañada me recetó unas vitaminas llamadas Hidroxil B12 - B6 - B1, y otra llamada Núcleo CMP Forte, un título tan extraño que no me resistí a leer su prospecto cuando la compré, contrariando mi principio básico de no leerlos nunca.

Habla en él de “…componentes principales de la vaina de mielina, con lo que se consiguen unas mayores propiedades tróficas para la maduración y regeneración axonal del tejido nervioso.” Breve, claro y preciso, el prospecto parece como si lo hubiera escrito el propio Octavio.

De ambas medicinas debía tomar una cápsula cada ocho horas, tres al día, y como las dos cajas contenían 30 cápsulas, el tratamiento duraría diez días exactos.

Además de los medicamentos citados, Octavio incluyó un detalle de excepcional trascendencia para mi bienestar físico: la higiene personal en forma de ducha.

Este detalle salvador se lo debo también a mi querida Ana, que preguntó por el mismo al doctor, quien aseguró que sería conveniente la ducha con lavado concienzudo en todo el cuerpo, en especial en las zonas dañadas. ¡Qué maravilla poderme duchar!

Habrá quienes me llamen guarro porque no me lavo, cuando sucede justamente lo contrario. Soy de los de ducha diaria desde que recuerde en mi adolescencia, al menos 50 años puesto que pronto cumpliré los 65. ¿Por qué no me duché en todos estos días? Pueden llamarme idiota y miedoso, soy eso y mucho más, pero uno siempre teme al dolor y lavar la zona dañada con abundante agua y jabón o gel de baño ni se me pasó por la cabeza.

Tal vez mi médico pudo advertirme de la conveniencia de lavar mis zonas dañadas, pero yo soy más culpable que él por no preguntarlo en alguna de las consultas.

Armados de la receta e ilusionados con la visita, corrimos Ana y yo a la farmacia más próxima para comprar lo indicado y comenzar inmediatamente el tratamiento, y tras ello a casa de sus padres a ducharme.

Margarita y Santos son sus maravillosos progenitores, que nos recibieron con el cariño acostumbrado y yo les expliqué brevemente mi enfermedad y la visita a Octavio recomendada fervientemente por Ana. Tal vez estuve un poco grosero dando escasas explicaciones, pero me corría prisa ducharme y me apresuré a hacerlo en cuanto me proporcionaron las toallas que solamente yo usaría durante mi estancia en su casa por si mi enfermedad fuese contagiosa como se teme.

 

¡Qué ducha más fantástica! La mejor de mi vida sin exageración alguna. Realizados los cálculos a una diaria me salen 18.250 duchas en 50 años, más otros cientos de ellas que solía repetir a menudo en los veranos, cuando los grandes calores. Cualquiera de ellas palidecería en la comparación, la de ahora fue la mejor sin duda.

El agua templada comenzó a correr por mi cuerpo estragado y a su contacto con mi piel me dieron ganas de gritar de alegría. Me mojé bien por todas partes, incluida la cabeza, y luego apliqué con mis manos abundante gel de baño en mi cuerpo, al principio con cierto miedo de tocar siquiera las zonas dañadas y eso pese a que el contacto con el agua no produjo dolor en ellas. Superado el miedo inicial, me atreví a embadurnarlas bien con el gel y la sensación fue magnífica, apenas diferente al contacto con el resto de mi piel.

Animado por el éxito volví a aplicarme gel por todas partes con exageración, creo que debí gastar medio frasco de plástico de esos familiares, tan usuales en todas las casas. Agua y gel, agua y gel, así en plan maniático y continuado, sin dejar resquicio alguno sin lavar ni enjuagar abundantemente. Repasé las zonas dañadas una y otra vez, con gel y agua, hasta conseguir limpiarlas de esa pomada tan grasienta que me aplica mi enfermera favorita. Me maravillaba no sentir dolor y por ello insistía con cuidado en su limpieza. Decenas de litros de agua después, concluí aquella ducha que me devolvió la vida.

El proceso de secado de mi cuerpo fue igualmente largo y premioso, feliz como una perdiz por el resultado. Me abstuve de frotar las zonas dañadas aunque no me dolían, pero el miedo es libre. Por eso las sequé colocando la toalla encima y presionando ligeramente con los dedos.

Cuando me puse ropa limpia me sentí como un hombre nuevo. Limpio mi cuerpo y limpia mi cabeza de las sucias nubes que las enfermedades producen y tanto tardan en abandonarte.   

Al poco rato, ya seco y feliz, compartí un vaso del agua que la ingesta de medicamentos me permite beber libremente, en agradable charla con mis queridos consuegros, mi hijo Eloy y Ana, y la presencia burbujeante de mi nieta adorada de nombre Leyre, un prodigio de belleza e inteligencia a sus cinco años cumplidos, que jugaba por allí con su primita Susana, tan guapa y cariñosa con ella.

Mirando mis antebrazos observé que la piel vieja se despegaba en finas laminillas blancas, apareciendo debajo otra lisa y reluciente si la frotaba un poco con la mano. El mismo proceso se repitió en las piernas e imagino que en el resto del cuerpo. ¡Estaba cambiando de piel como las culebras!, sólo que yo lo hacía en finos fragmentos blancos como copos de nieve al caer al suelo y las culebras lo hacen de una vez como el que se quita una camisa sin desabotonarla, dejando en el suelo la piel vieja que se conoce precisamente por camisa. Si al acabar el año se dice: año nuevo vida nueva, ahora podríamos apuntar: ducha nueva, piel nueva.

La sensación general de bienestar resultaba inenarrable. Notaba respirando cada célula de mi tejido epitelial y supongo que la sonrisa no se borraba de mi rostro ni por un segundo.

Tras cenar al fresco en el patio todos en familia, ayudando la tibia noche al bienestar general, me acosté temprano porque el tigre acechaba. Si perdí el miedo a lavar las zonas dañadas de mi cuerpo tendrá que pasar mucho tiempo hasta perderle el miedo a mis noches con el tigre que intuyo me acecha escondido, tal vez cabreado con tanto lavatorio y tanto jabón, algo extraño para él.

En el transcurso de esa noche el tigre no me dejó totalmente en paz como supuse, no está en su naturaleza, pero las dos despertadas que me propinó carecieron de la contundencia de otras veces, y tras la ingesta de la pastillita correspondiente, acompañada cada vez de su meada y su vaso de agua, pude descansar casi hasta las ocho de la mañana sin mayores contratiempos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                               Las brasas o el fuego

      

Esta noche y pese a mis buenos augurios de la víspera, la mala bestia ha vuelto a levantarme de la cama provocando en mí esa mezcla de sensaciones que podríamos llamar dolor cosquilleante o cosquillas dolorosas. La hora de la primera despertada, que consigno en estos escritos nocturnos apresurados, fue las dos de la madrugada.

Cuando me acosté la noche estaba más fresquita de lo habitual últimamente, uno quisiera siempre la temperatura justa: lo bastante fresca para no inquietar al bicho en su sueño y lo bastante cálida para sentirse uno bien durmiendo con el torso desnudo, a lo que no estoy acostumbrado ni siquiera en los días más calurosos de este ni de otros veranos.

Tumbado en la cama me mantenía cómodo en mi duermevela, que poco a poco voy sufriendo mejor, cuando se me ocurrió la genial idea de cubrirme con la sábana y fue peor el remedio que la enfermedad, fue como elegir entre las brasas o el fuego, hay veces como esta en que el toro te pilla hagas lo que hagas, incluida la inacción por descontado.

Fue colocar la sábana ligeramente por encima de mi costado y notar el calor y despertar al tigre y empezar a lastimarme. La secuencia completa y a cámara rápida. De esa forma nos muestran en fotos y vídeos el crecimiento de una flor, que abre sus pétalos ante nuestra vista o las nubes volando en secuencia acelerada, mucho más de lo que podríamos contemplar con nuestros torpes ojos.

Por eso me despojé de inmediato de la sábana pero el mal ya estaba hecho y el tigre despierto y cabreado, según su costumbre.

 

 

Creo saber la causa profunda de este contratiempo y la expondré aquí. El motivo es que llevo dos días sin practicar mi paseo higiénico mañanero de una hora de duración. ¿Qué dice este necio?, pensarán algunos, ¿cómo desiste por pura vagancia de aplicar un remedio que resultó excelente para remediar sus males? Me acuerdo perfectamente de la bondad de los paseos, yo mismo la he exaltado aquí, pero no los llevé a cabo por encontrarme medio cojo y resultarme imposible andar.

Hace tres días calcé mis pies con uno de mis pares de alpargatas usadas y en aparente buen estado. Pero cuando las alpargatas de esparto se llevan usando un tiempo, lo sé por experiencia, se les acaba formando un resalte en el centro de la planta debido a la dinámica del paso y a su escasa consistencia frente a la potencia de la pisada de un cuerpo de 81 kilos como el mío.

Ese resalte y el calor tremendo que sufrimos estos días, que todo ayuda hinchando mis pies, me provocaron dos vejigas en las plantas de los pies al final del paseo. La del izquierdo fue molesta sin más, la del derecho resultó invalidante, me dejó momentáneamente cojo y los escasos pasos que podía dar eran cojeando. De esa forma no se puede caminar una hora, ni siquiera media, y hubiera resultado contraproducente al agravar la mínima lesión.

La conclusión es que me quedé en casa sin salir y los gases y residuos sólidos se acumularon en mi interior, en mi caso los residuos líquidos son los únicos que se eliminan de manera abundante y sin problemas debido a la ingesta sostenida de agua. A perro flaco todo son pulgas que diría el otro.

 

Me levanté obligado por el dolor, y mi cerebro insomne, siempre agitado en esta enfermedad, concibió el presente escrito que me empeñé en garrapatear sin demora alguna.

De inmediato me apliqué un baño de pies en el bidé con agua caliente y un puñado de sal. Eso y la inmovilidad de la cama confío en que contribuyan a rebajar las vejigas de los pies hasta el punto de que mañana pueda caminar con regularidad.

Cuando amanezca el día, me duche y desayune, volveré a caminar aunque sea de forma un poco renqueante. Es preciso liberar la zona de la presión interna, así conseguiremos que el tigre no se agite y me deje en paz.

Con el baño de pies y la escritura hemos alcanzado las tres de la mañana, creo que voy a intentar descansar sin taparme, lo otro fue mucho peor.

 

Mis cuitas no tienen arreglo. El tigre jodido vuelve a lacerar mis carnes y son las 4,20 de la madrugada. Parece que nunca me va a permitir una noche entera sin sobresaltos, durmiendo sencillamente como cualquier otro.

Ya sé que soy un torpe y que me repito, pero uno se bloquea mirando las rayas del tigre que te maltrata. Su ataque posee ahora algo de hipnótico, no tan salvaje como antaño, cuando mordía y desgarraba sin piedad mis entresijos, pero algo íntimamente desagradable, con alzas y bajas.

Dormito sentado en mi mesa del salón, con la cara entre las manos mientras detecto una hipotética mejoría, una tregua en mi batalla particular contra el monstruo que me permita más adelante dormir y descansar de verdad en mi cama.

Me aplico desesperadamente aire con mi abanico de fondo blanco con florecitas de colores vivos, comprado a los chinos tiempo atrás y que ahora me sirve como eficaz ayuda.

Los ataques fieros disminuyen, son menos intensos y más cortos a cada rato, pienso que pronto podré recostarme de nuevo en mi almohada y disfrutar de mi duermevela, lo más habitual en estos tiempos de crisis.

Soy solidario con mi país, estoy en crisis. Mi país sufre la crisis del sistema financiero mundial y nacional, agravado aquí con la del ladrillo, que habría que cortar de una vez pero nadie sabe cómo hacerlo. Mi organismo sufre una crisis personal, íntima, pequeñita, debida a un bicho malo que pulula por doquier y para el que no valen remedios preventivos ni vacunas, al que le toca le toca. Cuando brota estás perdido y sólo queda aguantar: quince días, un mes, siete, nadie lo sabe.

 

Se me ocurre pinchar con una aguja fina las vejigas de las plantas de mis pies, por aliviar las zonas y poder caminar algún día como es debido, y brota de ellas al presionar una agüilla sanguinolenta que restaño con cuidado con papel de váter, es preciso pinchar varias veces para que desaparezcan ambas vejigas. Confío en que mañana todo vaya mejor y pueda pasear.

 

Son las cinco de la madrugada y voy a intentar descansar, el tigre parece aquietado, apenas lo siento. Adiós, hasta mañana o hasta luego si el monstruo lo exige así.

 

 

La noche terminó regular tirando a mal. La última etapa de cada vigilia nocturna nunca es buena, en parte por ser la más larga y nunca sabes si alcanzarás las cercanías de las ocho de la mañana, hora en que declaro formalmente inaugurado el día siguiente y acaba la tortura de la presente noche, y en parte porque estás agotado de la lucha.

Como duermo últimamente con el torso desnudo gracias al buen tiempo y por no incordiar a la bestia, muy sensible al calor, también lo hice así en esta última etapa. Pero el día refrescó y también la noche, por lo que en mi última duermevela pasé algo de frío.

Pensé aliviarlo cubriéndome con la sábana, pero el tigre reaccionó inmediatamente y me lastimó inmisericorde. Bajé la sábana a los pies y pensé si la chaquetilla del pijama, que mantendría separada de mi zona lumbar y costado derecho, donde se ubican las dos heridas principales, serviría para este propósito y me permitiría una situación más soportable.

Colocada la chaquetilla, dejé los dos botones inferiores sin abotonar y tensé la tela con mi mano derecha por mantener al aire y sin roce las zonas dañadas.

Todas mis precauciones no sirvieron de nada porque ante el calorcillo el tigre me atacó de nuevo y fue necesario alzar la chaquetilla por el flanco derecho y seguir peleando por el descanso.

Así, y sin mirar el reloj de pulsera ni el despertador, porque me agobian y prefiero alejarlos de mí, me levanté al cabo cuando supuse que ya era hora de desayunar y tomar el montón de pastillas, cinco en total, que me corresponden cada mañana. Me asomé a la cocina y comprobé que eran las ocho menos veinte de la mañana, por lo que declaré inaugurado el día y me dispuse a preparar el desayuno después de colocar todas mis pastillas en fila. Eso sin olvidar mis dos cucharadas de aceite de oliva, toda una delicadeza gastronómica, y mis dos vasos de agua caliente.

Con ello empezó un nuevo día que relataré aquí con su correspondiente noche si considero que ocurrió algo nuevo digno de ser consignado, no la sordidez dolorosa de todos los días. Ayer fue un día de esperanza, hoy comienzo con algo menos. Mi termómetro está bajo, adiós.

 

 

                                               Las horas tranquilas

 

Nadie crea que mi tigre favorito sólo sabe darme tormento, también tiene sus horas tranquilas. Lo que ocurre es que a este tigre concreto devorador de hombres, porque le encanta nuestra carne o nos ve presas más fáciles, posee costumbres más propias de cazador nocturno, cual si fuera una lechuza, por eso en las noches nunca se queda quieto.

Por el día, en cambio, entre las ocho de la mañana y las doce, incluso llegando a las dos de la tarde, se mantiene casi por completo tranquilo, es decir duerme y duerme, y me permite un descanso continuado.

Estoy pensando si cambiar mis horarios de actividad y descanso amoldándome a los suyos por mayor entendimiento mutuo. Ya que esto no es una amistad ni lo va a ser nunca, al menos mantener las distancias y una relación educada, aunque de vez en cuando se me escape un insulto que otro entre dientes cuando me resulta imposible mantener la educación ante sus ataques y canalladas.

Yo no soy un solitario como este tigre cabrón, sino que tengo una familia que atender, y no soy libre para decirles: quiero dormir de ocho a doce de la mañana, que nadie me moleste, ni hable ni haga ruido cerca. De esa forma utópica e irrealizable velaría de noche como él, sin intentar descansar sino en actividad continua, coincidiendo luego con su descanso y ajustándome a él. Siempre se ha dicho que si no puedes vencer a tu enemigo, únete a él. Pero no podré unirme nunca a este bicho, lo siento, ni lo pienso intentar.

Tal vez en sus selvas originarias sea el tigre de Bengala un cazador nocturno y yo sin enterarme, y el mío se comporta exactamente acorde con sus genes.

También pudiera ser que sus costumbres cazadoras se extiendan día y noche, las veinticuatro horas del día, caza cuando le da la gana y descansa cuando quiere, sin atenerse a métodos ni a horarios, de forma completamente anárquica y por tanto indetectable para sus enemigos, que también los tiene como todos los animales, aunque ellos se encuentren en el puesto más elevado de la cadena alimenticia.

Donde no llegan otros animales siempre llegará la mano armada de este bípedo supuestamente racional que ha acabado a tiros con la inmensa mayoría de los tigres del mundo entero, incluidos los de Bengala, para adornarse con sus pieles y demostrar que a bestia salvaje nadie gana a los humanos en el mundo. Pero algunos tigres han quedado vivos de la matanza, y uno de ellos ha tenido que tocarme a mí, mala suerte, no puede decirse otra cosa.

He dicho que me permite unas horas tranquilas en la mañana, y debiera matizar esa información afirmando: unas horas casi por completo tranquilas.

Por las mañanas tras el desayuno me toca la ducha reparadora y aunque el tigre no la incluía entre sus costumbres originales, en ese sentido he conseguido moderar su salvajismo y parece que se va acostumbrando y tolera la ducha sin gruñir ni armar jaleo.

Unas horas después la secuencia incluye untar las heridas con una pomada mágica y eso es demasiado para su cuerpo. Se muestra inquieto y me obliga al poco a abanicarlo ampliamente para procurarle un poco de fresco, que si se acalora el bicho me jode, lo tengo observado.

Durante el día cuento con más tiempo libre para poner orden en estos escritos míos del tigre y mi relación tortuosa con él, en la que empleo muchas horas con la intención de que resulte hermoso el relato y agradable a la vista.

Pero en el día no está tan aguzado el ingenio como de noche, como si me fuera la marcha. Si me atormenta me da pie para escribir y si me deja tranquilo me resulta más complicado.

 

Los escritores, sean profesionales o aficionados como es mi caso, siempre sufrimos para concebir nuestras obras. En primer lugar para crear un tema hermoso, interesante y con un enfoque atractivo. Pero todo ello no es más que el comienzo del gran problema de escribir una frase tras otra, crear personajes vivos, que haya una acción o al menos un desarrollo armonioso y lógico, o todo lo contrario, absurdo y loco, de las ideas expresadas en el relato.

Nadie conoce el final del esfuerzo cuando comienza a escribir, es siempre un salto al vacío sin paracaídas. Puedes emplear horas y horas, días y meses enteros en un tema aparentemente atractivo y no llegar finalmente a nada. Hay que ser paciente y perseverante, y como no tienes jefe alguno que te exija terminar una tarea en un tiempo concreto que no seas tú, si te duermes estás listo y nunca acabarás nada.

Tómese como ejemplo este escrito concreto que me tiene ocupado varias semanas. Todo comenzó como un grito en el vacío ante los tormentos que me infringía el tigre, y mi primer éxito, intuitivo como tantos otros en mi caso, consistió en bautizar a mi mal como un tigre que me mantenía preso entre sus garras.

Los capítulos fueron brotando uno tras otro, sin una voluntad de coherencia ni de formar parte de un todo, como simples desahogos en la noche para no volverme loco.

Pero la vigilia agudiza el ingenio y cuando llevaba escritos unos cuantos capítulos tuve la intuición de que aquello podría funcionar como un todo. Unas noches más tarde me pareció claro el título y la pretensión humorística, aunque fuera sangrientamente humorística, del relato.

También ayudaron mucho mis deseos de venganza. Este herpes zoster puede abrumarme, destrozarme, machacarme, joderme vivo, pero nunca acabar conmigo. Mi venganza consistirá en reírme de él, aunque sea una sonrisa crispada por el dolor como ahora, que me ataca mientras escribo.

 

Voy a acabar aquí este capítulo diurno, uno de los pocos escritos hasta ahora junto con el de la ducha. Puede que lleguemos a alguna parte y logremos un relato general, coherente y por entregas. Quien sabe, el tiempo lo dirá.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                   El agua de Fresnosa

 

En la segunda de mis despertadas nocturnas de esta noche, a las 4,30 de la madrugada, después de ingerir con rapidez mi pastillita salvadora y mientras me produce efecto, he pensado, porque pienso mucho a estas horas de vigilia, en un posible antecedente como afección dermatológica de mi herpes zoster.

Se trata de un eczema muy molesto que me brota de cuando en cuando con violencia y sin motivo aparente con enrojecimientos de la piel seguidos de peladuras. Las zonas escogidas son detrás de las orejas, en el propio oído externo, en las sienes, en las yemas de los dedos y en las palmas de las manos. En conjunto no producen dolor, aunque resultan molestos y siempre acabo por rascarme, y estéticamente resultan muy desagradables. El fenómeno podía repetirse varias veces en un año, y resultaba más virulento con el tiempo cálido, en primavera y verano.   

Pilar, mi mujer, insistió mucho para que fuésemos a “tomar las aguas” como se decía antes a Fresnosa, un pueblecito situado a pocos kilómetros de Villaviciosa de Asturias, de donde procede su familia paterna y en donde vivieron hasta su muerte reciente sus tías, hermanas de su padre Paco, en una finca llamada “Los Viñones”, objeto de un hermoso libro titulado: Los Obaya de “Los Viñones”  1907 - 2007, que ha editado y firmado ella misma, Pilar Obaya Vázquez –Prada, y donde cuenta los cien años de vida y trabajos de su familia en la finca.

Las aguas de Fresnosa son medicinales, o mejor dicho minero-medicinales. Tienen propiedades curativas y entre las enfermedades que curan se encuentran las de la piel.

Pilar las conoce bien porque en su infancia padeció un eczema en todo su rostro en una primavera, a la tierna edad de nueve años. La situación era tan molesta que sus padres pensaron en el posible remedio de Fresnosa y hasta allí la enviaron con unos parientes. Ella califica las aguas de sulfurosas y asquerosas de sabor, pero no le quedó más remedio que tomarlas vaso a vaso, desde por la mañana en ayunas, antes de la comida y antes de la cena. En nueve días que duraba el tratamiento su eczema desapareció para siempre.

Convencidos de la bondad del sistema, y si había funcionado entonces igual podría hacerlo ahora, partimos hacia Villaviciosa donde nos alojamos, y de allí a la mañana siguiente tomamos el camino hacia Fresnosa con ánimos renovados.

La carretera que sale junto a la iglesia de Villaviciosa llega al cementerio y sigue escalando hacia Los Viñones y la aldea de Fuentes, de donde procede la familia paterna de Pilar, siguiéndola unos kilómetros y docenas de curvas después se llega a Sietes, un pueblecito precioso que cuenta con uno de los conjuntos de hórreos más impresionantes y mejor conservados de Asturias. Situado en un altozano, posee bellas vistas sobre la ría de Villaviciosa y el mar.

Siguiendo adelante, la carretera nos condujo a  Fresnosa, el pueblo que da nombre al balneario, y allí no quedó más remedio que preguntar por la fuente del agua medicinal a unos vecinos y otros. Al final y con varios testimonios llegamos a la seguridad del camino para acceder a la fuente. También nos indicaron amablemente que en coche no se podía llegar, por lo que hicimos el camino a pie.

En aquel verano caluroso, mucho más en Madrid que en Villaviciosa, se agradecía caminar entre árboles frondosos, con regatos de agua por doquier, después de la sofoquina de las vueltas y revueltas del camino.

Caminamos por la carretera, una pista en medio del monte con algunas zonas repletas de barro, insalvables para un coche como nos indicaron, y tras seguir un arroyo que saltaba de piedra en piedra bajando más de un kilómetro llegamos al lugar. Era un edificio con tejado a dos aguas, como de 20 m de longitud y seis de ancho, con numerosas ventanas al espacio abierto y pegado por el otro lado al monte. El conjunto parecía una fábrica abandonada.

Entramos empujando la desvencijada puerta y descubrimos una sala grande, diáfana, con señales de largo abandono. En un extremo de la misma se hallaba la fuente, en una depresión del terreno a la que se bajaba por escalones. De un caño metálico brotaba sin más un hilillo de agua, de la que llenamos unos vasos que ingerimos, yo por necesidad y Pilar por solidaridad. De sabor ferruginoso y como a huevos podridos, era mejor tomarla de un tirón sin detenerse demasiado a olerla, porque su olor era más fuerte que el sabor. Yo no diría que era desagradable de beber, ni mucho menos asquerosa, aunque tenía un sabor peculiar, extraño. Luego tomamos un segundo vaso, tras lo cual eructamos sin remedio ambos, y el eructo sabía más fuerte que el agua.

Llenamos después pacientemente un botellón de plástico de cinco litros, y partimos de vuelta hacia el coche. Nos despedimos con una larga mirada de aquel lugar, hermoso y abandonado, prometiendo volver para darle las gracias si el agua surtía efecto beneficioso en mi organismo como esperábamos.

El camino de vuelta, casi todo cuesta arriba, resultó más trabajoso que el de ida sobre todo por la carga del agua, pero igualmente sombreado y magnífico. El arroyo corría a nuestra vera y refrescaba el ambiente, el sol trazaba sombras caprichosas en el suelo atravesando árboles y hojas. Después de sufrir los ardores del verano madrileño en el mes de julio, daba ganas de quedarse allí, en medio del bosque solitario y umbroso, a pasar varios días sin salir de él.

Llegados al coche, nos despedimos de los amables vecinos uno a uno, y regresamos con nuestro botellón lleno a Villaviciosa, tan hermosa como su himno canta, con su ría y sus playas: una abierta al Cantábrico en la bahía de Rodiles, amplia y maravillosa, tan querida de los asturianos como de los afortunados foráneos que pasan por allí, y otra cerrada, en la ría, la de Misiego, una de las playas que forma la ría en su ascenso hasta el interior, llegando hasta la propia Villaviciosa en el llamado puente de Huetes, a ocho kilómetros del mar.

Ingerida el agua en tres tomas diarias de un vaso, casi llegamos a los siete días, y aunque la prescripción de Pilar, coincidente con la costumbre, era de nueve días, lo tuvimos que dejar ahí porque el agua se acabó. Al poco tiempo de concluir el tratamiento el eczema desapareció, esperemos que para siempre.

 

Tal vez haya llegado el momento, tantos años después, de volver a Fresnosa a beber sus aguas medicinales de nuevo, porque yo me pregunto: ¿y si el agua de Fresnosa fuese capaz de curar también mi herpes zoster?

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                   Una sola parada y sin calmantes

 

Todo va mejor en mi relación con el tigre. No es que vayamos a ser amigos nunca, pero dentro de la enemistad, a veces odio feroz, lograremos algún día soportarnos uno al otro.

Este noche en concreto parece que me va a regalar con una sola parada y además sin calmantes posteriores, que el médico me suprimió junto con el resto del tratamiento en mi última visita de ayer mismo. Según él no debemos seguir castigando al organismo, y en concreto a mi hígado, y por eso me quitó por completo la medicación.

Esta visita que digo fue al Médico 4, el mío de cabecera, pero también consulté telefónicamente ayer al Médico 5, el de Miguel Esteban, que confirmó la necesidad de continuar el tratamiento prescrito por él hace diez días justos. Según las nuevas instrucciones debo seguir tomando la pastilla Núcleo CMP Forte durante un mes completo adicional, lo que equivale a tres cajas de treinta pastillas, a razón de tres pastillas diarias como hasta ahora. En cuanto a las vitaminas  Hidroxil B12 - B6 -  B1, debo ingerirlas dos meses completos adicionales, lo que equivale a seis cajas, también a razón de tres pastillas diarias.

 

De sostenerse la tendencia en el futuro a una sola parada constituiría un enorme progreso comparado con las tres vigilias del principio, que pasaron a ser dos más tarde.

Mi tarea aliviadora comenzó esta noche con una ducha calentita, con mi intención obsesiva de ahogar a la bestia. Me propuse incidir especialmente en las zonas dañadas y así lo hice con detalle y repetidamente. Una mezcla de placer con un pelín de dolor por la violencia del chorro de agua aplicado fue la tónica de toda mi ducha. Después me sequé concienzudamente notando la permanencia del agradable calor en las zonas dañadas.

Entré en la cama con el miedo por lo que pudiera suceder, y todo fue bien hasta la primera parada, casi a las cinco de la mañana, cuando me despertó y nos pusimos a escribir esta crónica.

Debo consignar también como noticia importante en mi relación con el tigre que el Médico 4 eliminó el tratamiento como dije y solicitó una visita al especialista para mí. En el transcurso de la mañana me llamaron por teléfono para concretar la cita en el hospital de la Cruz Roja de Reina Victoria, en Madrid, para el 11 de Septiembre de este mismo año, es decir dos meses y un día, como las condenas a presos, después de solicitada.

Nuestra querida Seguridad Social española cuenta con unos médicos magníficos y unos medios hospitalarios fenomenales, pero no incluye entre sus virtudes la prontitud. Supongo que dentro de dos meses y un día mi enfermedad habrá remitido y puede que para entonces este relato de mi enfermedad haya visto la luz. Si es así pienso tener la deferencia hacia este Médico 7, de momento anónimo, de aportarle como regalo mi libro. Tanto el libro como mi salud restablecida serían dos buenas sorpresas en mi visita hospitalaria.

Aquí lo dejo, parece que el tigre se va calmando sin calmantes, solamente con la escritura. Voy a conseguir el prodigio de un tigre aficionado a la lectura, lo nunca visto. Resultaría un caso evidente de animal circense, para llevarlo por los pueblos como atracción junto con el Hombre Lobo y la Mujer Barbuda de nuestra infancia. Nada más por hoy. 

 

 

 

      Santi y Clara se han casado  

           

Nuestro hijo Santiago, el pequeñín que se ha convertido en un grandón, se ha casado con Clara en Tapia de Casariego, Asturias, el pasado 7 de julio.

Tapia de Casariego es un municipio costero asturiano muy cercano al límite con Galicia. Posee hermosas playas y unos paisajes magníficamente verdes, todo adornado por macizos de hortensias de múltiples colores.

Los novios se casaron en el Ayuntamiento del pueblo, oficiando el alcalde de notario y arropados por sus padres, familiares y amigos, venidos de lugares tan distantes como Canarias, Córdoba, Murcia, Barcelona, y de otros países como Alemania y Bulgaria, además de la muy numerosa tropa madrileña.

La boda civil fue hermosa, con el alcalde leyendo unos bellos versos en honor de los contrayentes, pero mucho más bonita, divertida y original resultó la boda celta.

Sí, han leído bien, una boda celta con todas las de la ley. Ante el estupor de la mayoría, pasaré a contarles brevemente qué es eso tan raro de una boda celta.

Los novios llevaban preparándola con todo cariño y detalle desde un año atrás, con invitación incluida por Internet, a los amigos y familiares a que se disfrazasen, ya fuese de celtas, de romanos, de escoceses, de vikingos o de lo que cada uno quisiera, el caso era pasárselo bien.

Los novios prepararon su atuendo celta con el máximo mimo y rigor, buscaron en libros y por Internet vestimentas celtas y cuando lo vieron claro encargaron sus arreos a una modista de Miguel Esteban, el pueblo de Ana.

El resultado fue que Clara lucía muy hermosa con su traje blanco, escotado y de talle alto, cubierta con una capa de color gris claro. Los brazos al aire se adornaban con brazaletes antiguos de plata. Llevaba los cabellos largos y sueltos, ondulados, sujetos por una corona de hiedra y paniculata.

Nuestro Santiago iba guapísimo con su túnica blanca de manga corta hasta las rodillas. Sobre esta lucía otra túnica verde más corta que dejaba ver la anterior, abierta por los lados y fijada con un cinturón de cuero. Al cuello llevaba una torques, un collar abierto por delante, símbolo de dignidad y adorno de los caudillos y guerreros celtas. Dos cordones desiguales unidos a dos placas de bronce sujetaban los hombros de la capa blanca formando otro collar que adornaba su pecho. Una muñequera de cuero ornaba su muñeca izquierda. Se dejó abundante barba y largos cabellos de guerrero para la ocasión, adornados por una corona de hiedra.

 

Un papel fundamental en la boda celta lo asumió nuestro sobrino Rodrigo Alba Obaya, buen actor que ofició la ceremonia como druida, vestido de pantalón y amplia capa con capucha. Su rostro, pecho y brazos, decorados con pinturas alegóricas, le conferían un aspecto impresionante.

Durante la misma, los novios llevaron sus ofrendas: almendras y té de roca, al altar, una gran piedra, donde las mezclaron. El druida se dirigió con ellos a los cuatro puntos cardinales. En el Este pidió a los espíritus que nos dejasen sentir su aliento. En el Sur hizo un llamamiento a los espíritus del fuego para sentir su poder. Los del Oeste son los espíritus del agua, a los que rogó que dejasen sentir su energía, que fluye a través de las corrientes de agua. Dirigiéndose al Norte, suplicó que dejen sentir su certeza de que llegarán tiempos de frías restricciones y de problemas.

En todos los casos, el druida preguntó a los novios si se amarán siempre y sobrellevarán juntos los problemas, con respuesta afirmativa de ambos.

De nuevo ante el altar, pidió a los novios que juntasen sus manos entrelazadas en forma de ocho, la derecha con la derecha, sobre la izquierda unida a la izquierda y les ató con una larga cinta de tela (primorosamente bordada por Pilar con motivos celtas). Luego les preguntó si estaban dispuestos a unir sus almas y sus corazones igual que sus manos y ellos respondieron que sí.

Después de otras ceremonias, la boda celta llegó a su fin con satisfacción de todos.  

 

Ambas bodas resultaron lucidas, la del Ayuntamiento por la mañana y la celta por la tarde, pero especialmente esta segunda, celebrada en un gran prado anexo a los Apartamentos Porcía, situados en el pueblo de Campos, del concejo de Tapia de Casariego. La boda celta concluyó con una gran comilona, seguida de baile, que disfrutamos en una carpa situada allí mismo.

En la comida destacaron los productos asturianos: carnes, quesos, empanadas y sidra. De aperitivo todos comieron avellanas, que Pilar, hermosa en su vestido de asturiana, y nuestra nieta Leyre, de hada acaramelada con alitas, todo en rosa y guapísima como siempre, repartieron en bolsitas individuales a cada invitado. Entre los postres hubo uno muy especial: “moscovitas”, unas galletas riquísimas bañadas en chocolate, especialidad de la confitería Peñalva de Oviedo. El baile, hasta altas horas de la madrugada, dicen que estuvo muy lucido, aunque yo no lo pude disfrutar.

En toda la boda., maravillosa en su conjunto, sobresalió por encima de todo la felicidad de nuestros hijos, con su sonrisa perenne y sus miradas amorosas.

Me fue imposible gozar de la boda debido a mis achaques, pero asistí como espectador y compartí su alegría, de la que quiero dejar constancia aquí.

 

 

 

                                           ¡Eureka!

 

No eché a correr desnudo por la calle escandalizando a todo el mundo como Arquímedes, pero sí puedo gritar como él ¡Eureka!

El hallazgo maravilloso consistió en mi caso en descubrir las virtudes benéficas del agua en forma de ducha, también por la noche y no sólo en la mañana. Ocurrió esta noche pasada durante mi segunda vigilia, de siempre la más provechosa literariamente de las mías, porque la primera me pilla demasiado cabreado para reaccionar, la ira me domina y no puedo sustraerme a ella ni escribir ni hacer nada salvo rabiar, que eso lo hago de maravilla últimamente.

Esta noche pasada, la primera vigilia sucedió a la tempranísima hora de la una de la madrugada, con diferencia la más temprana de las mías en compañía del tigre. Ingerida la pastilla y habiendo dejado un tiempo prudencial para reponerme y que la sustancia benéfica accediese a mis centros nerviosos del dolor y que cesase de una vez mi tortura, acabé por acostarme y descansar hasta las tres y cuarto.

En la segunda vigilia se obró el prodigio, se me encendió la bombillita con que definen siempre a los inventores en los tebeos, y el resultado fue que me daría una ducha en ese mismo instante. El grito de guerra que proferí en mi estilo agresivo y directo fue: ¡voy a ahogar a ese cabrón de tigre!

Con esa idea en la cabeza me puse a la tarea abriendo la ducha y regulándola para lograr un agua calentita aunque no ardiente. Remojé bien al tigre por arriba y por abajo, por delante y por detrás, le apliqué abundante jabón y volví a remojarlo una y otra vez. Si de mí hubiera dependido lo habría ahogado allí mismo.

Salí de la ducha un rato después completamente relajado y feliz, con todas y cada una de las zonas de mi cuerpo que el tigre arrasa calentitas y como anestesiadas.

El segundo acierto de esta vigilia fecunda consistió en no ingerir un calmante como siempre, porque supuse que ahogando un poquito al tigre no reaccionaría con sus mordiscos ni tampoco con sus jugueteos, que tan duros e inquietantes resultan unos como otros.

El resultado espléndido fueron cuatro horas de descanso completo, lo nunca visto en los últimos tiempos. Lo que para cualquier persona sana parece una bagatela, una fruslería, incluso absurdo porque significa dormir muy poco, para mí, acostumbrado últimamente a no dormir ni descansar siquiera más allá de dos horas seguidas, doblar esa cifra es algo inusitado, increíble, asombroso, espléndido.

Por eso hubiera salido de muy buena gana gritando a la calle cualquier tontería (gritar eureka, es decir lo encontré, no parece apropiado ya que no lo entendería nadie por tratarse de una palabra griega pronunciada por un filósofo llamado Arquímedes, y no todo el mundo ha estudiado griego ni denostado la filosofía como yo), de no ser porque me encontraba en un hotel en Asturias con Pilar y Leyre, tras la boda de Santiago y Clara, y habría ido a la cárcel por escándalo, y con la cárcel del tigre ya tengo suficiente para añadirle además los barrotes.

 

Esta fue la confirmación rotunda de las maravillosas propiedades del agua, ya ingerida como medicina cuando son aguas medicinales como las de Fresnosa, o aplicada en ducha como masaje. Esta segunda forma también la he experimentado hoy mismo en mis carnes y pienso seriamente probar a ingerir al agua medicinal uno de estos días, con una visita a Fresnosa en cuanto me sienta un poco mejor y pueda viajar con garantías.

 

 

                                           ¿Una intoxicación?

 

¿Seré tan idiota como para haberme procurado una intoxicación por alimentos cuando el tigre impera todavía sobre mi cuerpo?

Al volver de Asturias y de la boda donde se ha portado mejor este mal bicho, tal vez apaciguado por la humedad del lugar y especialmente las bajas temperaturas para este verano, con mínimas nocturnas no superiores a 10 ó 12 grados en contraste con los más de 24 de Madrid, se me ocurrió cenar un poco de queso Cabrales con pan, y aunque sabía rico como de costumbre me produjo al poco unos picores generalizados por todo el cuerpo y me brotó un prurito que me mantiene en una especie de hervor interno continuo.

No me pica sólo en mis heridas de siempre, aunque ahí se agudiza, sino en todo el cuerpo, especialmente el pecho y la espalda. Me noto en todo el pecho un sarpullido: numerosos puntos rojos pequeños, que puede también pueblen mi espalda aunque no los vea.

En mi vida ya he sufrido dos intoxicaciones por alimentos: una por comer boquerones en vinagre, ya preparados de la pescadería, y que debían encontrarse en mal estado aunque nada se notaba en el sabor, y otra por ingerir un queso igualmente asturiano como el Cabrales, que se mantuvo varios días en mi nevera de aquella época que apenas enfriaba, por lo que se debió estropear y se notaba picante al comerlo. Si ahora se repite la historia con otro queso asturiano sería para matarme por idiota. Igual al tigre no le agrada el queso Cabrales, me ha salido un exquisito, y ha reaccionado violentamente en su contra.

Recuerdo con desagrado el prurito de las intoxicaciones antaño extendido por mi cuerpo entero, incluso debajo del pelo de la cabeza y en los lugares más insospechados, y una sensación de picor generalizado absolutamente insoportable, parecida a la que sufro en estos momentos.

Después del largo viaje me encontraba muy bien, relajado y a gusto cuando cené ese queso que se mantuvo en una bolsa a temperatura ambiente varias horas durante el viaje y tal vez fermentó y se estropeó. Luego, un idiota muy amigo mío se lo comió untado en pan relamiéndose los labios, y al poco de comerlo ya notó una comezón general nueva, que se superponía a su comezón antigua.

Es para matarme a bofetadas por haber sido tan imbécil de comer lo que no debía, cuando el cuidado más exquisito sobre la comida que ingiero hubiera sido lo lógico y razonable.

 

Son las dos y diez de la madrugada, es decir, todavía en mi primera vigilia, apenas cinco horas después de mi cena que se produjo poco después de las nueve de la noche, y me ha brotado ya por el pecho con toda seguridad un prurito debido a intoxicación.

La herida principal, que puedo ver perfectamente en el espejo del baño, presenta un aspecto más rojo de lo habitual y con puntitos rojos, en lugar del tono cárdeno de los últimos días.

Añadir un mal a otro es la peor de las noticias, precisamente ahora que me encontraba tan contento con el excelente resultado que me procuraban las duchas nocturnas antes de dormir, con agua calentita y abundante jabón aplicado a mano sobre las zonas dañadas. Mucho me temo que esta nueva erupción suponga un retroceso y agravamiento de mi enfermedad principal.

Mi único consuelo en estos momentos tan tristes consiste en que voy a visitar al médico en breves horas, en cita pedida antes de mi marcha a Asturias, y podré contarle mis nuevos problemas y tal vez con una medicación inmediatamente suministrada, no contraindicada a la del herpes zoster, me procure un alivio inmediato.

Soy un desastre, no lo puedo evitar, siempre dije que la estupidez humana carecía de límites, pero lo hacía con conciencia de superioridad juzgando a otras personas. Que ahora sea yo el ESTÚPIDO, así, con mayúsculas, me deja hundido. Nunca debí haberme sentido superior por contemplar la estupidez en los demás que tanto arraigo encuentra en mi persona.

Faltan apenas seis horas para que visite al médico, que ojalá logre aliviar mis males de inmediato, pero salvarme de mi propia estupidez será imposible, eso es seguro.

Adiós, seguiré informando sobre el resultado de mi visita, que se produce justamente el día de mi 65 aniversario, 10 de julio de 2012, justo cuando me voy a jubilar. ¡Una fecha para recordar! Ya oficialmente viejo y además bobo como postre amargo.

 

Esa mañana fui a la visita del médico y no encontró traza alguna de esa supuesta intoxicación. Así que por suerte sólo sufrí un pequeño sarpullido que desapareció y  adobado con el miedo constituyó mi mayor padecimiento. Ahora sé que el miedo a un mal desconocido es algo sólido y real, cuando lo masticas sabe a pócima amarga e indigerible, de ahí sus efectos nocivos sobre cualquier organismo vivo.

 

 

 

 

 

 

                                               Por el día

 

A lo largo del día de hoy mantuve un alto nivel de estrés con viaje en Metro para una visita al Instituto Nacional de la Seguridad Social, INSS, donde gestionan mis papeles para la jubilación y concesión de la pensión que me corresponderá a perpetuidad hasta mi muerte, con los pequeños ajustes anuales que el Gobierno de turno pueda decretar en el futuro: congelación o subida de la misma en porcentaje desconocido, subida en Enero si el IPC del año anterior ha sido más alto que la subida planeada, incluso bajada, tal y como están las cosas.

Después tomé el Metro de vuelta a casa y me acerqué andando desde allí a la gestoría donde me habían preparado la documentación para pagar el IVA del segundo trimestre del año, que me cobrará Hacienda en unos días en mi cuenta bancaria. Esa documentación que ellos poseen, en concreto mis recibos de trabajador autónomo de los últimos tres meses, la preciso para algunas de las gestiones pendientes.

La tercera visita de esta mañana agitada fue a la Delegación de Hacienda, situada relativamente cerca de casa por lo que la realicé a pie, casi media hora de caminata en cada sentido. Allí compré mi impreso correspondiente para solicitar mi baja de autónomos a un precio moderado: 1,40 euros, y tras rellenarlo obtuve un volante de cita en las máquinas dispensadoras colocadas junto a la enorme sala de espera donde una multitud de ciudadanos se mantenía atenta a la vista de las pantallas, donde anunciaban continuamente números de volante y número de mesa en la que un funcionario te atendería. A la vez que el número aparecía en pantalla, una voz de mujer la indicaba por los altavoces dos veces seguidas.

Creo que mi volante era el A 131, y pasaron 40 minutos largos hasta que lo nombraron, acudí presuroso a la mesa en cuestión para que no me saltase el turno, me atendieron y resolvieron el trámite con prontitud.

Volví a casa andando y llegué a mi hogar, dulce hogar, cansado y sudoroso. Antes de comer hubo tiempo de leer el periódico y de resolver el sudoku.

Por la tarde reposé una hora de siesta, con la que suelo compensar mis carencias nocturnas, y luego me entretuve leyendo y revisando mi correo electrónico, largos días olvidado.

 

Para mañana tengo prevista nueva visita al Médico 4, el mío de cabecera, a ver si corrige el tratamiento porque suprimirlo ha sido mala solución. Luego tengo que desplazarme a la Tesorería General de la Seguridad Social a resolver otro trámite de mi jubilación. Por la tarde pienso visitar a mi hermano José Ramón que está enfermo y hospitalizado en el Gregorio Marañón, tras un grave accidente en la calle contra un bolardo que precisó intervención quirúrgica.

Para el sábado y domingo no he previsto salidas de casa salvo para pasear en la mañana.

Si tú te agitas en exceso el tigre lo hace contigo y te incordia, es inevitable. Por eso sé que no es buena tanta actividad, pero también resulta necesaria. La inmovilidad absoluta tampoco es buena según he comprobado, siempre debes moverte por algo y distraerte con otros temas, tu cabeza lo agradece.

 

 

 

 

 

 

                                   El monstruo ha crecido

 

Desde que visité al Médico 4, la mañana del pasado martes 10 de julio, día de mi cumpleaños, los famosos 65 de mi jubilación, y me prescribió que dejase de tomar la medicación, el tigre monstruoso se relamió los bigotes y no ha dejado de crecer.

La mancha alrededor del ombligo era apenas un enrojecimiento sin actividad constatable, ahora ha aumentado en intensidad y extensión, notándose bajo ella movimientos internos, como de magma en ebullición a punto de brotar por la boca de un cráter, de momento sin localización.

La herida principal del costado ha crecido asimismo en extensión y en su tinte rojo intenso. Constató mi enfermera favorita el hecho con preocupación conforme me administraba el Betadine en las heridas. Me comentó también que las heridas horizontales de izquierda a derecha de mi espalda eran ahora mayores que antes. Un nuevo sarpullido brotó encima de la herida principal, cerca del sobaco derecho, y eso yo mismo puedo asegurarlo porque lo veo perfectamente reflejado en el espejo del baño.

La supresión tajante de la ingesta del Aciclovir, que mataba al bicho, parece calamitosa y de nefastos resultados, por lo que habré de volver a visitar al galeno e instarle a que reconsidere su posición, a todas luces errada, de suprimir mi tratamiento. Eso lo haré mañana mismo por la mañana que ya tengo hora pedida en el ambulatorio situado junto a casa.

Le ofreceremos el beneficio de la duda a nuestro galeno, que tal vez pensó en una pronta visita al especialista recomendado por él mismo. Mañana le sacaré del error porque en dos meses más sin medicación hasta mi visita al especialista el monstruo maligno puede haberme devorado por completo.

Si sus explicaciones no me convencen ni vuelve al tratamiento, me ronda la cabeza visitar de nuevo al Médico 5, de Miguel Esteban, que él sí parece tener las ideas claras, y sus consejos y medicinas prescritos se han mostrado eficaces y me han servido de gran alivio.

 

La desesperación más negra me domina, si seguimos retrocediendo tal vez quiera decir que el bicho se asienta en mi cuerpo y quizás acabe venciendo y devorándome.

Pero no es bueno agobiarse en exceso, lo más sensato y práctico será volver a tomar el Aciclovir por si las moscas, a ver lo que dice el galeno y dados los malos resultados, obvios, de suspender un tratamiento tan largo así de repente. No entiendo sus razones, aunque alguna tendrá. La confianza en los médicos es fundamental cuando estás enfermo, por eso la mantendremos aunque con reservas, en especial si no decide volver al tratamiento como espero y deseo. En ese caso puede que le mande a tomar por saco y me busque otro médico mejor, tal vez el Médico 5, de probada eficacia.  

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                               Dolor – Picor

 

Cuando el tigre te despierta a las dos de la madrugada sabes que no hay nada que hacer: la noche corre inexorablemente hacia las dos paradas como mínimo, tal vez tres.

Lejos las noches felices de una sola parada, cuando veíamos el fin más cerca. Ahora y tras el retroceso en el tratamiento, que podríamos llamar recaída del enfermo, hemos pasado de nuevo a dos.

El dolor tiene gradaciones, quien lo duda. Al principio era un dolor-dolor, al que se puede adjetivar de mil formas adivinando en todas ellas el espanto y el horror. Luego está el actual, calificado de dolor – picor porque cuenta con componentes de ambos, no es dolor de subirse por las paredes pero es dolor. De ahí pasamos al picor – picor que es simple o agudamente molesto, lo que otras veces he definido yo mismo en estos escritos como que el tigre te hace cosquillas. Desde ese punto hasta el estadio penúltimo de picor a secas va un largo trecho que nunca hemos recorrido. Cuando no haya siquiera picor y pueda dormir una noche entera será la gloria, como tocar la Luna con las manos.

El dolor – dolor no se alivia con nada: paseas, aúllas un poquito aunque sea en voz baja si es de noche, y no encuentras consuelo para tu pena. Es el horror vivo y sangrante. El peor estadio de todos al que espero no volver nunca.

Después sigue el que estamos ahora, calificado de dolor – picor y en el que no aúllas aunque poco te falta, y que posee componentes de ambos. Este dolor – picor se alivia con el abanico, aunque sea preciso cierto aguante para que la mínima corriente de aire, que podríamos calificar de airada, se mantenga sostenidamente.

 

Hoy practicaba en la cama el modelo “chaquetilla levantada” que ahora me ha dado buen resultado, diferente al de noches pasadas de “torso desnudo” y arrumbado para siempre el de “sábana encima” que tan nefastos resultados me ha deparado siempre.

El modelo “torso desnudo” se convertía inconscientemente, por las brumas del sueño y el fresquito en algún momento de la noche en “sábana encima”, con grandes problemas de roces sutiles y picajosos en la herida principal del flanco derecho, que trataba de solucionar sin  levantarme de la cama ni conseguirlo con complicadas posiciones de brazos y manos para mantener alejada la tela de dicha herida.

La convivencia con el tigre no es fácil, nunca lo es con este bicho, por eso siempre dudo al acostarme entre escoger un sistema u otro. El caso es descansar la mayor parte del tiempo posible.

Lo más novedoso de las paradas nocturnas actuales es que soy capaz, luego de refrescar la zona aireándola, beber agua y esas cosas, de volver a dormirme sin recurrir nunca a los calmantes, antes obligados en la época del terror.

Confío en que la medicación básica, que he vuelto a tomar dos veces al día por mi cuenta, sirva para controlar al tigre que cuando se desmanda resulta peligroso en extremo.

Ya son las 2,40 y vamos a intentar un nuevo descanso.

 

La segunda vigilia se produjo, como parecía inevitable, hacia las 5,20 de la madrugada, cuando el dolor – picor sostenido me obliga a levantarme. El vendaval en miniatura hacia las zonas en conflicto se pone en marcha y no cesa por un rato. Las zonas se mantienen ardiendo y es complicado apagar el incendio.

Además de beber agua siempre como algún alimento ligero que dejo a mano en la cocina, sabedor de que mis noches son largas. Mi estómago agradece los pequeños presentes que le ofrezco. Esta costumbre viene de las épocas malas, cuando era preciso tomar un calmante en cada parada y comía algo para no machacar excesivamente al estómago. En esta noche he comido algunas ciruelas pasas en la primera vigilia y unos albaricoques dulcísimos lavados bajo el grifo en la segunda.

No ingerir calmantes en mis vigilias actuales y ser capaz de dormir después a pesar de todo me da confianza en el futuro. ¡Venceremos! es el grito de guerra susurrado en voz baja en la noche silenciosa mientras mi abanico cumple su cometido en mi torso desnudo. Es verano, cierro los ojos y trato de relajarme sin conseguirlo de momento.

Son las seis de la mañana y vamos a intentar dormir otro poco.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                               Volver a la senda

 

Después de que volviéramos ayer a la senda virtuosa del Aciclovir cada ocho horas, recetada de nuevo por el Médico 4, la noche se presentaba con rasgos favorables. La pregunta inexpresada pero real era esta: ¿seré capaz de volver a una sola parada?

Al llamarme intempestivamente el tigre a hora intermedia, las tres y diez de la madrugada, dudo mucho de sus intenciones. Debería preguntárselo sin más, pero hace tiempo que no me hablo con él, estoy enfadado.

Nada más levantarme ha sido preciso aplicar mi ventilador manual con toda potencia en mis tres núcleos básicos: herida principal del flanco, zona delantera, especialmente el ombligo y zona trasera. Acabo con el brazo cansado de tanta agitación, pero los efectos son notables en el tigre, que al refrescarse en esta noche tan cálida me deja en paz por un rato.

 

Entre las bobadas que se me ocurren en el baño, últimamente son todo tonterías y cosas banales, pienso el momento en que declaré la guerra a los pelillos de las orejas sin acordarme con exactitud de la fecha. Los pelillos me resultan antiestéticos y por eso los elimino. La forma de hacerlo es un poco brusca, en mi estilo, y consiste en arrancarlos con mis uñas si son largos, y sobre todo con las pinzas de depilar de Pilar ¡menuda cacofonía ha brotado espontáneamente de mi pluma magnífica! (una Parker regalada hace poco por mis hijos Santiago y Clara). Ahora voy a dedicar un tiempo a arrancarlos con pinzas de mi oreja derecha donde han crecido desordenadamente.

Sorprendido con mi maniobra insólita armado de unas pinzas de depilar (más propia de una jovencita que de un hombre calvo maduro, maduro, casi pasado), el tigre permanece atento y me deja de lastimar, que tanto frotar su patita en mis heridas acaba jodiendo. Por suerte lo noto hace tiempo ahíto, como desganado de mi carne, y ya no me muerde ni hunde sus garras en mí como antaño, pero eso no significa que haya desaparecido, porque se mantiene atento y cuando menos te lo esperas se hace notar.

 

La noche oscura y silenciosa contempla impávida mis afanes literarios por huir de mi condición doliente.

Mañana pienso dar mi paseo mañanero en cuanto desayune y me duche, que va bien para el cuerpo y el espíritu, necesitados ambos de aireación y distracción de paisajes urbanos, los únicos disponibles de momento a mis ojos.

Para visitar un parque verdadero, el de Berlín, debo seguir mi avenida General Perón, cruzar la Castellana y subir toda Concha Espina, pasando por la acera del Colegio Alemán, y alcanzar Príncipe de Vergara. El parque cubre un amplio cuadrado delimitado por esta misma calle, Ramón y Cajal, Marcenado y San Ernesto. En veinte minutos a buen paso, media hora si me lo tomo con calma, llego desde mi casa hasta su extremo más próximo.

Hay otro parque más grande algo más lejos, el de Agustín Rodríguez Sahagún, un antiguo alcalde de Madrid. Para alcanzarlo debo remontar Bravo Murillo en dirección a la Plaza de Castilla y al llegar a Marqués de Viana bajarla por completo hasta el final. Tardo casi cuarenta minutos en llegar.

Una tercera posibilidad, mucho más lejana y hermosa, consiste en caminar hasta la Dehesa de la Villa, que no es un parquecito cualquiera sino un bosque urbano precioso. Para alcanzarlo debo subir a Bravo Murillo y continuar Francos Rodríguez hasta su terminación. El bosque está surcado por caminos que recorren cientos de personas cada día, y poblado de pinos centenarios y otros árboles de gran porte. Ciertas zonas del mismo ofrecen magníficas vistas a la sierra de Guadarrama, desde este enclave del Noroeste de Madrid.

Al Parque de Berlín se llega pronto desde mi casa. Yo le tengo mucho cariño porque lo he recorrido en numerosas ocasiones y en él comencé a jugar a la petanca hace tiempo, en el club de Chamartín ya desaparecido. Cuenta entre sus monumentos con uno de piedra a Beethoven , con una escultura del genial compositor sentado ante un piano, y otro del infame Muro de Berlín, que separó durante años la parte occidental de la oriental alemanas, siguiendo la división de Alemania ocurrida tras la Segunda Guerra Mundial en dos Estados diferentes : La República Democrática Alemana, oriental y comunista, y la República Federal Alemana, occidental y democrática. El recuerdo del Muro de Berlín, derribado antes de la reunificación alemana, consiste en unas placas de cemento del antiguo muro, pintarrajeadas y colocadas dentro de una fuente para evitar vandalismos situada en la esquina de Ramón y Cajal con Marcenado. Las placas fueron transportadas a Madrid tras una donación del Ayuntamiento entonces presidido por el profesor socialista Enrique Tierno Galván.

 

Son las cuatro y diez y ha transcurrido una hora entera desde la despertada, ocupada en su mayoría en redactar este relato y pensar mientras me abanico.

No llego a conclusión alguna porque dependemos del tigre y esta bestia resulta imprevisible. Seguiremos día a día sin mirar más allá hasta que me vea libre de ella. Todo llega, hasta lo bueno, es uno de mis lemas de andar por casa. Con el lema y mis vacaciones rondando mi cabeza me retiro a intentar descansar otro poco.

 

 

 

 

                                               Paciencia, paciencia

 

A todo el que hablas del herpes zoster maldito te recomienda lo mismo: paciencia, has de tener paciencia.

Ayer mismo fue mi amigo Cecilio, que estuvo en casa con María Dolores, su mujer, quien me insistió sobre ello. Y Cecilio sabe de qué habla, pues tiempo atrás uno de estos tigres se alojó en su calva y desde allí le mortificó cuanto quiso. Dice que le duró tres meses, para que me vaya haciendo una idea, y que le provocó varias crisis de ansiedad con ataques agudos y debieron llevarle a Urgencias en varias ocasiones para atajar sus males.

Cuando acudo a mis boticarias portando una gavilla de recetas también me dicen lo mismo: “paciencia, hay que tener paciencia, esto es muy lento.”

Paciencia es la palabra que resuena dentro de mí y deberé paladearla bien, no hay otro remedio posible.

 

Son las tres y veinte de la madrugada y ya he sufrido tres ataques de la bestia, los dos primeros fueron ligeros: a la una y a las dos, porque se solventaron con abanico y vaso de agua, incorporado al borde del lecho. Hoy parece desatado el bicho porque al tercer ataque, más virulento que los precedentes, me ha obligado a levantarme como tantas otras veces y a decidirme a escribir con la intención de olvidarme de él.

En esta noche aparentemente tranquila escucho a una familia de vecinos locos, que a cualquier hora del día o de la noche, según compruebo ahora mismo, escandalizan al vecindario con sus voces y sus peleas.

Son tres voces las que disputan habitualmente: una de un hombre más joven que las otras, el más loco y quien más insulta ferozmente a su familia, y dos voces de personas mayores: una de mujer y otra de hombre, imagino que sus padres, todos chiflados como cabras.

Esta noche pelean sordamente, si eso puede concebirse, mordiendo las palabras, y destacan en especial las voces del hombre joven y de la mujer, los que más suelen discutir a voces. La voz del hombre mayor no aparece o tal vez duerme, aunque dudo que nadie pueda dormir si andan cerca disputando los dos cencerros citados.

Por el día se gritan salvajemente y como son locos no tienen solución. Se insultan con odio según les he escuchado muchas veces y me molestan tanto en invierno, cuando se les puede oír a través de las ventanas cerradas, señal clara de su potencia vocal, como en verano, que permanecen abiertas para procurarnos fresquito: a ellos y a los demás.

Mi ventana del despacho, en concreto, permanece abierta día y noche durante el verano.  

Es la estancia de mi casa donde vivo más tiempo: escribo a mano y en mi ordenador, leo y cavilo, y se mantiene siempre fresca por dar a un patio interior, con cinco pisos encima del mío, por lo que sólo recibe parcialmente el sol en la ventana cuando se encuentra más alto, entre las dos y las tres de la tarde más o menos.

Con los vecinos locos me muestro egoísta, lo reconozco. No pienso en que ellos sufren y por eso pelean a gritos, sino en que me molestan con sus disputas que deberían guardar en su casa y no exhibirlas impúdicamente a través de un patio de vecindad.

Me niego a cederles este espacio público, este aire fresco que es de todos, cerrando mi ventana a cal y canto para no escucharles.

Por eso cuando disputan de día y prolongan la bronca me acaban cabreando de verdad. Mi forma de protestar y de atacarles sonoramente a mi vez consiste en encender una pequeña radio a transistores que poseo, darle su máximo volumen con música ligera y alzarla en mi mano con el brazo sacado por la ventana de mi despacho, ya que ellos habitan en pisos superiores, para que disfruten de un sonido armonioso y que no todo en su vida monótona sean broncas y broncas.

Dicen que la música amansa a las fieras y ellos lo son, así que les doy un poco su merecido. Pero si no son fieras me da igual, ellos me molestan a mí con sus voces y yo estoy dispuesto a pagarles con la misma moneda cuantas veces sea necesario. En el fondo, pero muy al fondo, me dan pena. Tampoco sus fantasmas les permiten dormir y tal vez su única distracción en la vida sea pelear e insultarse. Porque insultarse lo hacen continuamente, yo les he escuchado en numerosas ocasiones.

No aplicaré esta noche mi remedio radical de la música a toda potencia que tan buenos resultados me ha prodigado en ocasiones. Sería un escándalo y despertaríamos a Pilar y a otros vecinos que descansan apaciblemente.

 

En una ocasión hace años, durante una bronca entre los mismos locos, avisamos a la policía porque parecía que se iban a matar. Supongo que no vinieron y de hacerlo no nos alertaron de su presencia a los denunciantes, que nos identificamos con nombres y apellidos y dimos el número de la calle, piso y letra de nuestra casa.

Tal vez no se decidieran a venir los policías por si los locos se mataban de una vez entre ellos, tras recibir numerosas denuncias del trío famoso, que conocen de sobra y saben que la sangre no llegará al río.

Estimo que disputan como una manera de dar rienda suelta a su locura, como una maniobra de escape colectiva, convirtiéndose en una especie de discutidores profesionales. La presión se concentra seguramente en sus cabezas día tras día como en una olla exprés de cocina, hasta que la espita de seguridad salta y entonces gritan y gritan hasta que la presión baja a niveles tolerables y pueden seguir viviendo, mejor dicho malviviendo porque unas vidas así nunca las imaginas felices sino atormentadas, pobladas de demonios interiores y de fantasmas que les acosan sin piedad.

 

Ahora constato que llevan varios minutos en silencio por fin, parece que sus demonios se aplacan igual que los míos: los suyos maldiciendo y los míos escribiendo.

Me ronda la cabeza intentar un nuevo descanso en la cama. Esta noche escogí el sistema de “chaquetilla levantada” justo en la zona lumbar y costado derecho y no me ha ido del todo bien, por lo que me planteo cambiarla a la de “torso desnudo”.

La noche está agradable, al menos en teoría y para la gente sana, que los enfermos nunca somos objetivos y para nosotros apenas cuentan los factores externos como la climatología, salvo que sea excesivamente adversa, volcados de forma obligatoria en nuestro interior y nuestros males.

Hemos alcanzado las cuatro de la madrugada, cuarenta minutos escribiendo y cavilando. Los locos se han calmado y tal vez descansarán unas horas. Yo voy a intentarlo ahora mismo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                  La vida en calzoncillos

 

Me paso la vida en calzoncillos, no sé si lo he dicho ya. La dura convivencia con el tigre me exige un atuendo mínimo. Como un Tarzán urbano exhibo mi taparrabos y no lanzo como él su famoso grito de la selva por no armar escándalo, aunque ganas me han dado un montón de veces por desahogarme.

El tigre acepta mi atuendo, a fin de cuentas él va siempre desnudo, pero pese a todo yo quiero explicar mi vestimenta.

Salvo el rato de paseo diario obligado, por la mañanita y con la fresca, que puede incluir a su terminación compra de prensa, fruta, pan y demás artículos necesarios en todo hogar, mi vida transcurre entre las cuatro paredes de mi casa donde me tiene recluido y preso este tigre maldito.

Mantenerse uno cómodo en su casa resulta fundamental, tanto en invierno como en verano, y ahora con el calor para mí lo más práctico es mostrar obscenamente mis heridas a las paredes y a los vecinos curiosos cuando me asomo a la calle por alguna de las ventanas del salón o de las otras habitaciones, o al patio de mi casa que es particular como dice la canción infantil, por la ventana del despacho donde me afano a diario con este escrito. Me visto escuetamente con calzoncillos para sentirme cómodo.

Vestir una prenda superior me estorbaría de continuo porque rozaría mi flanco derecho, mi espalda y mi ombligo, por eso apenas visto camisa salvo cuando recibimos visitas, como el día que vinieron a verme nuestros grandes amigos Cecilio y María Dolores, y en mis paseos callejeros. La chaquetilla del pijama queda para algunas noches, o vigilias de noches por ser más exactos, porque en otras mantengo mi torso desnudo.

Mis pijamas de verano son ligeros y cómodos, sin cuello, pantalón corto y chaquetilla de manga corta, para combatir los ardores veraniegos y llevar algo de ropa encima incluso en las noches cálidas que resulta conveniente.

Pero dichos pijamas no resultan lo bastante cómodos para mí, que me he vuelto un poco tiquismiquis tras la aparición de este tigre que me ha cambiado la vida. Sólo uno de los pantalones del pijama que poseo puede equipararse a mis mejores calzoncillos viejos en suavidad y ligereza de la tela, y elástico laxo y agradable. Los demás me lastiman la cintura y no se sostienen con la cinturilla baja donde los confino, sino que me aprietan mis carnes morenas.

Recuerdo ahora, así en un relámpago, una canción extraña y aflamencada que en otro tiempo cantaba y bailaba la famosa Lola Flores y decía así:

 

Tú lo que quieres

es que me coma el tigre

que me coma el tigre

mi carne morena

 

Tú lo que quieres

es que me coma el tigre

que me coma el tigre

mi carnecita tan buena

 

Pues eso hace de continuo y con afán este tigre mío de mis entretelas con mi carne, poco morena porque no me ha dado todavía el sol del verano y no creo que me acabe dando este año, me libre o no del tigre funesto, porque no sería bueno para mi salud.

Decía que sólo un pantalón de pijama y dos pares de calzoncillos, los más antiguos que poseo y con el elástico más suave, me parecen la vestimenta ideal. Ponerme a la altura del tigre y mostrarme siempre desnudo por completo no me parece conveniente. No es higiénico ni lo vería bien mi enfermera favorita, así que descartado.

En calzoncillos me muevo de acá para allá, y en mis frecuentes visitas al cuarto de baño, el que bebe mucha agua ya se sabe, contemplo a veces mi tripa y flanco derecho deformados por el bicho y las pastillas en el espejo grande del lavabo.

Antes de verle las rayas al tigre yo mantenía desnudo una figura razonable para mi edad porque practicaba regularmente deporte: una o dos veces a la semana nadaba en la piscina y otro tanto jugaba a la petanca en mi club, amén de los paseos diarios más o menos extensos y siempre de media hora como mínimo de duración.

Ni era un Adonis ni tenía el “vientre plano” un término que sólo interesa a los jóvenes que lo utilizan en sus charlas, ni mucho menos lucía “tableta de chocolate” como he oído llaman algunos a un estómago musculado en su exterior, por realizar su dueño docenas o tal vez cientos de ejercicios de abdominales al día.

Yo nunca practiqué la gimnasia siendo joven, ni en el gimnasio ni en mi casa, ni se me ocurrirá hacerlo ya a mi edad, por tanto mal puedo realizar abdominales. Me parece estupendo que otros se afanen con ello, cada uno a su bola, pero no es mi rollo.

Mi figura se ha deformado por el vientre inflamado, lo mismo que mi costado derecho, alrededor de la herida principal claramente hinchada en una extensión superior a los 20 cm. El proceso viral me afecta al estómago, pese a la ingesta diaria de dos pastillas, al levantarme y acostarme, de un protector llamado Omeprazol, y al hígado situado a la derecha debajo de las costillas, inflamando ambos de forma evidente y desconocida en su magnitud interna.

Pero no hay más remedio que continuar con el tratamiento hasta acabar con el bicho. ¡Sueño con ese día! Tal vez después, con buenos alimentos, vida sana y libre de pastillas, mi cuerpo vuelva a su antiguo ser y armonía y mi figura resulte equilibrada, ya que no hermosa. No voy a conquistar chicas en adelante, así que sólo me importa estar sano y sin dolores, del resto no se me da nada, que antes dirían un ardite aunque suene antiguo, como yo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                               Proyectos locos

 

Veinte días es la duración de la próxima carrera para alcanzar las ansiadas vacaciones, mejor dicho, tres semanas justas. Si todo sale bien, ese 6 de agosto, lunes, saldremos de viaje hacia Asturias a ver a Eleny, hermana de Pilar, a su marido Siegfried y sus hijos, Andrea y Frank, junto con sus parejas y pequeños retoños, dos de cada pareja, cuatro en total.

No veo clara la victoria pero es posible. Siempre es posible vencer, es el lema de los luchadores. Para quien lleva como yo 40 días largos de enfermedad con lenta remisión del bicho, bien puede calcularse que en otros 20 días, un 50 por 100 más, remita al punto de que podamos viajar y llevar una vida de personas, que esto no es vida.

En ese supuesto favorable sería posible mantener una vida social, pasear, tomar un helado o incluso una cervecita. Es decir, yo planteo un restablecimiento total para esa fecha, y como siempre peco de optimista.

¿Es posible acelerar mi recuperación con alguna acción diferente a las practicadas actualmente? Si la respuesta es negativa mejor no apurarse y dejarlo correr, porque la tensión y el estrés sólo sirven para darle alas al tigre y sólo faltaría que además volase el muy cabrón.

 

Sigamos paso a paso la recuperación y si llegamos a la cita en Asturias, bienvenida, y si no otro año nos veremos, la vida no se acaba en el verano de 2012, habrá otras ocasiones con seguridad.

Si no nos encontramos bien para ir al Norte el 6 de agosto puede que lo estemos para el 16, y si sólo quedan Eleny y Siegfried en Gijón pues les vemos a ellos, a sus hijos y sus nietos los veremos en otra ocasión.

El 16 de agosto se cumpliría un mes justo desde hoy mismo, y habrían transcurrido casi dos meses y medio desde la aparición del bicho. Como soy muy dado a las conjeturas y cábalas considero esta fecha como la más probable.

Que tampoco el 16 estamos en condiciones de viajar, lo dejamos para el 26, siempre en plazos de diez días, es otra manía nueva, que me estoy volviendo un maniático.

De viajar el 26 ya no quedarían en Asturias parientes alemanes, y en este caso iríamos a dormir directamente a Sietes, pasada Villaviciosa, y el día siguiente seguiríamos caminito a Fresnosa a tomar las aguas minero-medicinales.

Si tampoco para esa fecha estamos bien, el verano se habría acabado y lo mejor será dejar de cavilar, que ya estuvo bien por hoy, y atenernos a la situación real sin lucubrar más planes bobos sin fundamento.

 

Son las 7,20 de la mañana y es tarde para dormir, mejor declaro inaugurado el nuevo día, corto la cinta y aplaudo yo solo, y ya veremos cómo se presenta el día. Debo poner mis neuronas a remojo con agua caliente y sal, fatigadas como los pies de tanto trasiego de acá para allá.

 

 

 

 

 

 

      

                                   Un ataque sostenido

 

Desperté esta noche forzado por mi tigre a las 3,15 en primera convocatoria, y a la Junta como siempre sucede no me presenté más que yo, que por algo soy el presidente del cotarro.

El ataque resultó sostenido, furibundo, demoledor, como no se conocía en mucho tiempo. Enloquecido del todo el tigre, puede que azuzado por el calor, me recordó los peores momentos pasados cuando era preciso recurrir obligadamente a los calmantes.

Contra el ataque sólo me defiende mi abanico, porque las distracciones habituales no sirvieron de nada: ni comer un poco, en este caso unas picotas maduras y dulces, ni beber agua ni desbeber de forma abundante. Nada lograba distraer a este monstruo de maldad.

Y eso que los momentos previos en el inicio de la noche a adoptar la posición horizontal en mi camita resultaron esperanzadores. Consolidada ya la costumbre del remojo líquido en ducha de mis zonas en conflicto, tanto en la mañana como antes de acostarme, y observada la remisión parcial de la herida del ombligo y de las situadas en la espalda según testimonio de mi enfermera, quedaba sólo la herida principal, causa de la mayoría de mis penas porque el bicho se cebó en ella desde el primer minuto.

Apliqué antes de acostarme la ducha caliente con especial deleite en ella, enjabonando la zona con jabón Lagarto, la última novedad, siguiendo las indicaciones de nuestra amiga María Dolores cuando estuvieron en casa ella y Cecilio el otro día.

Según su consejo, era conveniente aplicar el citado jabón, famoso desde hace muchos años en España, por su pureza y absoluta carencia de añadidos perfumescos. Su completa pureza le convertía en ideal para lavar todo tipo de heridas, incluidas las producidas por el tigre en mi organismo. Desde ese momento lo aplico con abundancia en mis duchas. Tras utilizarlo ya varias veces no he percibido diferencias con el gel de baño usado antes, aunque el bicho puede que sí lo haya notado y se esté vengando.

Su ataque nocturno ha resultado furibundo, atroz, pero me he propuesto no tomar más calmantes y no lo haré. Su duración de más de 40 minutos seguidos aplicando mi vendaval de bolsillo ha logrado acalambrar mi mano derecha por ejercicio tan acentuado partiendo de la inactividad del sueño.

Cuando se ha tomado un respiro y la mano izquierda, pese a su desfavorable situación física opuesta al costado herido, ha ido relevando a la derecha, he empuñado mi pluma para contarlo. No es corriente que un ataque se extienda tanto en intensidad y duración, y debo contarlo para que todos lo sepan.

Son las 4,10 y esto no remite, es claramente un volcán en erupción, ya veremos por donde brota, pero moverse el magma hacia la superficie puede darse por seguro.

Mi mano izquierda ventila la zona por detrás de la espalda en un ejercicio de malabarismo, mientras la mano derecha garrapatea signos alfabéticos difícilmente comprensibles incluso para el autor. A la dificultad habitual de mi grafía acelerada se une ahora la falta de sujeción del cuaderno con la mano izquierda, ocupada en ventilar, por lo que el resultado puede calificarse de inconcebible, ininteligible, inmarcesible como una rosa de plástico.

Mis trazos tienen algo de jeroglíficos, aunque carezcan de la belleza de los signos elaborados por las antiguas civilizaciones egipcias. Pese a las críticas vertidas al respecto por mis allegados: antaño mi madre y hogaño mi mujer, yo entreveo en ellos una singular belleza y armonía, hasta tal punto singular que sólo la percibo yo mismo. También en este caso soy un incomprendido y me duelo de ello.

Uno apenas puede contener su verborrea en los límites comprensibles y cuando se desata hay que darle cauce al instante, de ahí su dificultad de interpretación para los extraños.

 

La profundidad del ataque demuestra la debilidad del tigre que se sabe vencido y fiel a su vocación depredadora concentra toda su saña en un ataque definitivo antes de batirse en retirada. Mi optimismo radical e irracional no tiene arreglo ni cura, ya lo he dicho antes. Gracias a él llego a conclusiones inesperadas y exuberantes en momentos tan difíciles como los actuales.

 

Son las 4,30 y parece que remite un tanto la virulencia de los ataques, hiperventilada la zona como si fuéramos a realizar una inmersión profunda en el mar.

Tal vez me atreva a practicar ahora el decúbito lateral izquierdo, posición ideal para dormir y única que me permiten mis heridas. Todo ello con permiso de la bestia, claro está.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                   Editando mis textos

 

Dado que aquí consigno no sólo mis actividades nocturnas sino algunas diurnas, porque no siempre vamos a hablar del tigre, trataré ahora mismo de la edición de estos textos.

Como paso previo confío en que la mayoría de lectores sepa que la ligereza de cualquier escrito, su aparente naturalidad y sencillez, no esconde sino trabajo y trabajo.

Se comienza alrededor de una idea confusa que se va pergeñando poco a poco en forma de primer borrador. Luego es preciso afianzar ese borrador o eliminarlo de raíz si nuestro sentido crítico lo rechaza, y si el juicio es positivo afinarlo con todos los retoques necesarios, generalmente abundantes y prolijos.

Con el borrador firme, es preciso pasarlo al ordenador y precaverse de guardar lo escrito en un lápiz de memoria tras cada sesión. De ese modo se evitará que una trastada en forma de virus informático, tan maldito como mi tigre, se introduzca subrepticiamente en tu equipo y reduzca a cenizas tu disco duro, que es el armario grande con docenas o cientos de estanterías y cajones donde se coloca ordenadamente por carpetas cuanto almacena tu ordenador. De introducirse un virus perderías todo lo escrito salvo lo que se encontrase en otros dispositivos de memoria: lápices de memoria o discos compactos, de pequeño tamaño y cada vez mayor capacidad de archivo.

El proceso de pasar el borrador al ordenador es laborioso pero productivo en los detalles y así poco a poco vas perfilando el relato y creyendo en él como un todo coherente, lo que al principio de escribir sobre cualquier tema nunca parece claro.

¿Cuándo comprendí que este escrito concreto, concebido un tanto espasmódicamente como desahogo de mi dolor y angustia, podría constituir un conjunto válido, un relato único por capítulos?

Tal vez me costó unas semanas apreciarlo, un tiempo cortísimo para lo habitual, que suele ser meses o incluso años. Y fue tan corto debido a la exigencia máxima sobre mis neuronas, alborotadas por los ataques sucesivos del bicho, con mis hormonas alteradas por el desorden de mis días y de mis noches, con ingesta de numerosas sustancias químicas de efectos desconocidos: tanto benéficos como perniciosos.

La aceleración de mi existencia corre pareja últimamente con mi producción literaria. El tiempo de seis semanas transcurridas hasta la fecha desde la visión de las rayas del tigre ha resultado tan denso que más parecen seis meses. En este tiempo he logrado más de cien páginas frenéticas, desglosadas en una veintena larga de relatos doloridos, a veces optimistas, con un punto de locura, gotas de humor y destilando humanidad por todos sus poros.

Editar los textos supone dejar a un lado los problemas de cada relato particular, que deben ser resueltos por separado antes de abordar el conjunto. Lograr que el relato se perciba como un todo homogéneo, dotarlo de un sello que identifique los capítulos y los hermane con sus iguales es la tarea que debemos abordar con habilidad y firmeza.

 

Supongamos que en una mirada general el autor percibe veinte escritos magníficos pero cada uno con una extensión muy diferente. Eso no sería problema alguno para editarlos en papel todos juntos, pero sí lo es para este caso concreto, que me he propuesto cuando esté terminado el relato ofrecer todos los capítulos en abierto en un blog literario, uno cada día desde el principio hasta el final.  

Los lectores digitales pueden ser de nuevo cuño o bien de los que alternan esta lectura con la presentada en soporte papel. Si es un lector nuevo, casi seguro joven, huirá de los relatos largos y premiosos y buscará agilidad, rapidez y respuestas inmediatas a sus anhelos por conocer experiencias y vidas diferentes.

Imagino un lector que debo conquistar cada día, relato a relato, un lector crítico que transmitirá de inmediato sus impresiones, favorables o desfavorables, y a quien deberás responder con idéntica rapidez y honestidad, apreciando su interés y sus críticas, tal vez feroces, que aunque duelan pueden enseñarte y conseguir mejorías en tu estilo o conceptos en el futuro.

Pensando en ese lector de la era digital no puedes darle un texto de una página y el día siguiente otro de veinte, exagerando un poco, porque tal vez los rechace ambos: uno por escaso y el otro por excesivo.

No se trata de producir churros de idéntico tamaño: grosor y longitud, pero sí de que cada uno se mantenga entre unos mínimos y unos máximos marcados en nuestra cabeza como adecuados y ajustándonos a dicha norma no escrita en todos los casos.

Observados en conjunto mis relatos que componen este libro, podemos concluir que muchos de ellos abarcan de dos a cuatro páginas de ordenador, luego esa será la norma. Yo trabajo con letra Times New Roman de cuerpo 12, a doble espacio y sin excesivos márgenes en los lados.

Si ese el es tamaño general del conjunto, nos podemos plantear la eliminación de todos los escritos de una página o de más de seis, por ejemplo. Eliminarlos o reformarlos si creemos que la idea que los anima es del suficiente interés para empeñarte en que tengan cabida en el relato final.

Los trabajos de edición con un procesador de textos instalado en un ordenador son sencillos en principio. El sistema de cortar y pegar te permite en un momento cambiar el orden de un relato o volverlo del revés. Es incluso demasiado fácil y peligroso, aunque esto se entienda mal, al afectar a un tema muy complejo y de la mayor trascendencia: el ritmo de cada relato, que no debe tratarse con la rapidez y ligereza que la técnica te permite sino con mucho tacto y cuidado.

 

En la actualidad estoy trabajando a un ritmo frenético de seis a ocho horas diarias en mis escritos, es mi única felicidad palpable entre tantos problemas físicos.

Si finalmente consigo editar este relato algún día y que salga a la luz, habré consumado la única venganza que me permite este bicho innoble con rayas en su cuerpo y conocido como tigre de Bengala.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                               Infame calor

 

Esta noche pasada el calor no ha bajado en mi casa de los 26º, observados en un termómetro-higrómetro situado en el dormitorio familiar. A las diez y media de la noche siguiente, la medición arrojaba unos horrendos 28º con 28 por 100 de humedad, es decir una sequedad alarmante en el ambiente y un calor excesivo para el cuerpo que casi te impide dormir.

Puesto el cacharro en otro dormitorio, que llamamos la habitación azul por el color en que está pintada y actualmente desocupada, bajó de inmediato dos grados, hasta 26, pero de ahí no quiso descender en ningún momento. Por ello he decidido cambiarme a dormir a la azul de inmediato.

La cosa es tan seria como para que a las 5,30 de la madrugada, hora de mi segunda vigilia, la temperatura seguía manteniéndose en 26º, así que no ha bajado nada en las casi ocho horas transcurridas desde las diez.

A este paso, el día que amanezca va a ser de chuparse los dedos de calor, menos mal que mi única salida abarcará el paseíto de una hora y vuelta a casa, sin más historias.

Una vez en casa no pienso salir, ni siquiera por la tarde, aunque mi hermana Rosa me haya invitado por teléfono a visitar, junto con mi hermano Luis a otro hermano, de nombre José Ramón, en su domicilio donde permanece herido tras su grave accidente por caída contra un bolardo en la calle, y del que se repone a toda velocidad como hombre sano y deportista que es.

No pienso asistir a la cita por la tarde porque el horrible calor me mortificaría excesivamente, y no está mi cuerpo serrano para más castigo.

 

Ayer por la noche antes de acostarme sufrí un ataque de picor tan horrible que casi grito. Estaba sentado en el sofá del salón junto a Pilar viendo la tele, y debí levantarme espeluznado por el picor, hasta el punto de que asusté a Pilar. Anduve verdaderamente enloquecido de una estancia a otra y busqué refugio en el lugar más cómodo y fresquito de la casa: mi cuarto de baño grande, que mantiene una humedad elevada si se compara con el resto de la casa. Allí encontré una tregua en mi ardor absolutamente insoportable, no encuentro otro término más preciso para definirlo. 

Tanto me gustó la estancia en el cuarto de baño que estoy tentado de cambiarme a vivir allí, pese a no ofrecer siquiera un asiento cómodo porque la tapa del váter es de plástico duro y el borde de la bañera resulta un tanto picudo y bajo para aproximarse a mi idea de mínima confortabilidad. Además de eso cuento con un taburete de plástico de color rojo chillón y con forma de yo-yo gigante pero también sin respaldo, por lo que si se añade la dureza del asiento el conjunto no resulta agradable a mis tiernas posaderas por mucho tiempo.

 

En el despacho donde escribo la temperatura se mantiene asimismo elevada, sin afectarle que la ventana grande con vistas al patio interior se haya mantenido abierta toda la noche. Ni un soplo de brisa refresca el ambiente ardiente.

Mi experiencia dice que la segunda quincena de julio suele ser la más calurosa del verano en Madrid, año tras año. Cualquier duda al respecto ha sido despejada por esta noche y este día pasados. Apenas ha comenzado dicha quincena y el calor agobiante se ha apoderado del ambiente y de nuestro cuerpo, rebajándonos a la condición de animalillos huidizos que escapan hacia la mínima sombra, desde nuestra anterior condición de personas.

No vale beber agua continuamente, que lo hago, ni ducharme, que también, al menos dos veces al día. Sólo vale mantenerse quieto en el rincón más fresco y escondido de la casa, sentado o tumbado, esperando que pase este cálido y agotador vendaval con origen en el Sáhara que aquí no mueve una hoja de los árboles.

Los cuerpos sanos y más si son jóvenes reaccionan adecuadamente a este problema: sudando e hidratándose si su dueño es inteligente. ¡Nada de ejercicio, por favor!

Cuando se trabaja con aire acondicionado el calor apenas cuenta y si lo tienes instalado en casa tampoco. Los que no disfrutamos de tal invento en nuestro domicilio debemos contentarnos con el tradicional paquete veraniego: botijo y abanico, aparte de la sombra que resulta básico buscarla fuera de casa, y el lugar más fresquito dentro de ella para sobrevivir, no hay que plantearse mayores retos.

 

Son las seis y cuarto y voy a intentar descansar hasta que arribe un nuevo día, tan ardiente o más que el pasado según pregona el Hombre del Tiempo en la tele.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                   Humedad relativa del aire

 

La humedad relativa del aire se mide en tanto por cien y si es inferior al 30 por 100 la sensación de sequedad resulta extrema.

La fórmula mágica para que los incendios forestales se produzcan y propaguen, como está sucediendo de manera alarmante durante este verano a lo largo y ancho de nuestro país causando muertes de personas y quemando miles de hectáreas, temida por quienes tratan de prevenirlos y apagarlos, se conoce por 30 – 30 – 30, que significa: más de 30 grados de temperatura, 30 por 100 de humedad relativa del aire y 30 metros por segundo de velocidad del viento. Si se unen los tres treintas hay máximo peligro de que un incendio se acabe produciendo y propagando.

El termómetro-higrómetro de mi casa marca que estamos cerca del punto de ignición en estos momentos, pues marca 26º y 31 por 100 de humedad, viento no hay pero el resto favorece la combustión.

Para evitar que mi tigre se agitara en exceso antes tales mediciones adversas, se me ocurrió trasladarme a mi cuarto de baño grande y situar el aparato sobre el lavabo observando las diferencias en temperatura y humedad entre ambas estancias.

Entre las 8,20 y 8,35 de la noche, la temperatura en el baño se ha mantenido en 26º pero la humedad ha pasado de 31 a 39 y luego al 42 por 100. Esta diferencia tan notable motiva la sensación de frescor percibida en el baño que produce alivio en el bicho, con mayor humedad se encuentra más cómodo y deja de incordiarme. En el baño se siente como en su casa, la selva es húmeda y aunque mi baño no llegue a sus niveles la estancia se aproxima más a sus vivencias de origen, con lo que reacciona complacido descansando y dejándome en paz.

Otra prueba consistente en llenar de agua la pila del lavabo tapando su desagüe consigue subir la humedad al 46 por 100. ¡Es prodigioso! ¿Qué ocurriría si llenase de agua la bañera de cuerpo completo, con una superficie de evaporación enormemente superior al lavabo?  Llenarla unos centímetros en toda su superficie sería suficiente porque desde ella se produciría la deseada evaporación.

La bañera se ha llenado en toda su extensión unos 10 cm de profundidad. El higrómetro a las 8,50 ya marca 51 por 100, veinte puntos por encima de los registros de la habitación azul. A las 9 en punto marca 57 por 100 y subiendo, alcanza el 60 por 100 a las 9,15. El resultado puede calificarse de éxito total.

Desnudo de cintura para arriba como de costumbre, me siento cómodo en este ambiente porque el tigre parece feliz y dependo de él absolutamente.

A la vista de los resultados, me pregunto si podría dormir aquí, pese a los indudables problemas de espacio que se le plantean a un hombre de 1,80 m que sólo encajaría en el suelo del baño en una estrecha diagonal, entre el bidé y la bañera de un lado, el pie del lavabo y la pared y la puerta por otro.

Mi enfermera, como esperaba conociéndola, califica mi intención de dormir en el baño de locura, lo que me hace reír con ganas por primera vez desde el ataque inicial del tigre.

Intentaré dormir aquí pese a lo exiguo del espacio porque no es del todo imposible. Para lograrlo, he llenado de aire soplando una colchoneta ligera de jugar en el agua en verano de mi nieta Leyre, con un dibujo de un gallo de cresta roja sobre una tabla de surf y la leyenda Surfin Gallo.

Es un poco corta, un poco estrecha y muy ligera, dudo que aguante mi peso de 81 kilos mucho rato. Si esta colchoneta no sirve más adelante puedo comprar una de las usadas para hacer camping y probar de nuevo. Dormir en el suelo no es nuevo para mí, pero eran otros años y otros huesos, aunque mi cuerpo es ahora más sufrido.

A la hora de acostarme, 11,45 de la noche, después de ingerir mis pastillas, lavarme los dientes y ducha posterior sobre mis zonas dañadas, he intentado dormir en el baño con dos almohadas colocadas a lo largo sobre la colchoneta pero me ha resultado imposible.

Entre idas y venidas del baño a la habitación, cocina y vuelta, a la 1,30 de la madrugada he suspendido el experimento y he pasado a mi cama de la habitación azul.

En ese momento, y sorpresivamente como a él, me ha caído la manzana de Newton sobre la cabeza sin lesionarme. Mi descubrimiento, no tan notable como el suyo, se ha concretado en un calzoncillo sumergido sin querer en un recipiente con agua situado en una estantería. Esta circunstancia desfavorable la ha trastocado por completo mi conjunto de neuronas aceleradas convirtiéndola en positiva. Se trata de remojar con dicho calzoncillo mi zona dañada para refrescarla a la manera de un paño frío que se coloca sobre una frente enfebrecida.

El resultado fue fabuloso. El tigre se aquietó al máximo y pude dormir de inmediato. En sucesivas ocasiones que reclamó mi atención, repetí el tratamiento que me proporcionó sueños cortos pero intensos.

En el día que viene pienso refrescar la casa entera con el humidificador que pediré prestado a Ana y en especial la habitación azul para que se sienta cómodo el tigre cabrito. También seguiré utilizando el paño húmedo sobre la zona que tan buenos resultados me ha proporcionado.

 

 

 

 

 

                                               Desánimo

 

Cada semana visito al galeno, me manda nuevas recetas si he consumido ya los medicamentos prescritos y siempre me recomienda paciencia. Esto es muy lento, suelen ser sus palabras.

Yo entiendo que no pueda consolarme dando una fecha, siquiera aproximada, a mi pronta recuperación porque él también la ignora como yo. Tras las últimas visitas y mi situación general estancada, sin progresos a la vista, la sensación última es de desánimo.

Los dolores no desaparecen, aunque se mantengan atenuados después de las primeras semanas funestas pasando de un ay a otro ay, pero al prescindir de los calmantes desde hace tiempo mi sensación de dolor es casi continua aunque resulte tolerable.

¿Debería volver a tomar calmantes que me harían la existencia más llevadera? Si los tomo de nuevo con regularidad ¿perjudicaría aún más al estómago, hígado y cuantas vísceras tengamos por ahí adentro que se vean atacadas por las sustancias químicas?

Son preguntas sin respuesta en esta noche marcada por una brisa alegre que agita los árboles y mueve sus ramas y sus hojas produciendo una sensación real de frescor en mi piel, percibida al abrir la ventana de mi salón, y una sensación visual de frescor tras varios días de calor atosigante que nos aplastaba contra el suelo, como si no fuera suficiente con aguantar un tigre famélico siempre encima mío.

¿No seré capaz de inspirar nunca piedad a este bicho maligno rayado?

 

La toalla mojada con agua fría, que días atrás producía un efecto refrescante y calmante sobre mi zona dañada, no siempre funciona. Con ella se ha desvanecido una solución pequeñita como mi esperanza de que esto termine pronto.

A veces noto una especie de desaliento en mis riñones y me resulta difícil mantener la postura en que me encontraba cuando me acomete: ya sea de pie o sentado, ni eso me permite durante el día este bicho.

No contento con estropearme las noches, tajándolas en varias partes como una sandía en verano, me machaca también durante el día, que ya son ganas. La ventaja es que por el día estoy más distraído y el dolor, que no tiene nada de objetivo, se mantiene como amortiguado.

Mi mejor momento del día ocurre siempre tras el paseo mañanero, especialmente tras vaciar la vejiga, llena hasta arriba con los dos vasos de agua caliente y las dos cucharadas soperas de aceite de oliva recomendadas por mi Médico 5, y el tazón de café con leche que me sirve de desayuno al que añado una magdalena casera que Pilar hornea de maravilla, o un trozo de bizcocho, asimismo obra de Pilar, con pasas, nueces o almendras, que varía la receta para mi contento

Nunca he sido un glotón, aunque tenga el vicio de comer demasiado deprisa, pero ahora devoro comida en pequeñas cantidades a todas horas, será que el cuerpo lo necesita para recuperarse de tanta falta de sueño y desdichas mil, porque mi peso no ha subido mucho desde que vislumbré las rayas al tigre. Las alegrías engordan y las penas matan, y si no lo hacen al menos adelgazan. Dicen que a los dolientes se les estrecha la epiglotis de la angustia y no pueden tragar. No es mi caso aunque sea doliente, pero si no comiese lo suficiente sería peor y a ver quien aguantaba así al tigre casi permanentemente cabreado.

Un dicho popular, que siempre encierran ciertas dosis de sabiduría, dice que “las penas con pan son menos”, pues en eso estamos, siempre comiendo.

 

 

 

                                   Pasear con la fresca

 

A la mañana, cuando el sol resplandece tras derrotar a la noche y la sangre parece correr con más fuerza por nuestras venas, superada la modorra y el parco descanso nocturno, salgo a pasear con la fresca.

Es la hora mejor del día, en especial durante los meses de calor, cuando nos movemos muchos de los insomnes y de los enfermos, características ambas en las que coincidimos numerosos viejos como yo. Porque eso somos mal que algunos les pese los mayores de 60, y yo cumplí ya los 65.

Abomino del término mayor, un eufemismo como la copa de un pino (María Moliner en su maravilloso Diccionario de uso del español define eufemismo como: “expresión con que se substituye otra demasiado violenta, grosera o malsonante”). Mayor es un comparativo aplicado a personas, pero si somos mayores deberíamos añadir obligadamente de quien somos mayores: de este, del otro, del de más allá. Considerarnos mayores a secas, sin incluir el segundo término de la comparación es lingüísticamente incorrecto y absurdo según yo lo veo para esconder la realidad.

Forma parte de esa tendencia moderna un tanto estúpida de no llamar a las cosas por su nombre, titulada no sé por quien como “políticamente correcta”, que convierte a los ciegos en invidentes, a los cojos, mancos y lisiados en general en discapacitados físicos, y al conjunto de enfermos que no pueden valerse por sí mismos en discapacitados psíquicos, además de a los viejos en mayores. Ahora que somos legión resulta estupendo gritar: ¡Qué maravilla, ya no hay viejos en el mundo!

Por las mañanas abundamos los viejos en el paseo como dije, bien solos o en pareja, arrastrando arduamente nuestras penas y lacras junto con la gastada osamenta. A veces descansamos en algunos de los bancos públicos que jalonan nuestro recorrido y nos miramos de soslayo sopesando las miserias ajenas: si este boquea mucho, ese renquea de una pierna y aquel parece crispado, si uno se escora a babor y el otro camina con soltura apoyando su muleta o tan lentamente cuanto más próximo lleva grabado en la frente su destino. También hay viejos afortunados que yerguen al máximo su estructura ósea y caminan a buen paso, a menudo enjutos, incluso portando botellitas de agua en las manos para hidratarse de cuando en cuando como los jóvenes. En todos los casos nuestro ego siempre busca un mínimo resquicio para afirmar interiormente: ¡yo estoy mejor que ese!, una tontería con la que nos sentimos un poco dichosos o algo menos desdichados.

 

Esta mañana en mi paseo tempranero he mirado al cielo, hermoso y azul, sin nube alguna. Lo consigno porque pensando un poco en ello me he percatado de que en el tiempo de mi desgracia nunca se me ocurrió hasta ahora, el suelo fue mi único paisaje.

 

Mis paseos en verano se dirigen siempre por calles orientadas de Norte a Sur, huyendo del sol, y en invierno de Este a Oeste, buscándolo. No comparto la pasión de muchos compatriotas por el sol, que en playas, piscinas y espacios públicos abiertos tantas personas se obstinan en tomar en cantidades desmesuradas y agresivas para su piel y su cuerpo, pese a la ingesta sostenida de agua. Yo les llamo “adoradores del sol” al que ofrecen no el sacrificio de otros cuerpos, de animales o de personas como antaño, sino el suyo propio y aunque no se inclinan ante él se tumban, una manera más profunda de adorar.

Entiendo a los extranjeros de piel pálida, azulada o pecosa, que nos visitan todo el año y se empeñan en exponerse a sus caricias, aunque terminen colorados como cangrejos y a veces directamente quemados. En sus países carecen de él y cuando se les ofrece a manos llenas en nuestra tierra desean saturarse, momentáneamente enloquecidos con su brillo dorado y su calorcillo fabuloso, que sus pieles absorben con lujuria porque sólo han acumulado frío y humedad durante sus larguísimos y sombríos inviernos.

Comprendo peor la adoración solar en mis paisanos, salvo quizá en los del Norte que comparten el clima húmedo con el resto de Europa. Para los demás, veo absurdo tanto fervor solar.

Gozas del sol todo el año, de su luz y de su calor. Eres una persona razonablemente morena, pero eso no te parece suficiente y a la menor ocasión, en parques y jardines, te despojas de la mayoría de tu ropa y lo asimilas como un veneno horas y horas, en primavera, verano, otoño e invierno. La consigna innominada es lucir un bronceado espectacular en todo tiempo, como muestra de estatus social elevado, y a ello te afanas seas joven o viejo, hombre o mujer.

El problema surge cuando se alcanza un grado notable de bronceado y se insiste, en piscinas, playas y solarios improvisados, aplicando obsesivamente cremas bronceadoras y exponiendo el cuerpo al sol, buscando tal vez una negritud imposible para nuestra raza blanca. Para muchos nunca es suficiente sol.

Otro detalle del que abomino es la moda tan moderna de vestir completamente de negro, y eso tanto en invierno como en verano. Dicen que el negro estiliza la figura, cuando lo que realmente estiliza la figura es una dieta equilibrada desde niños y ejercicio físico regular. También cuenta la leyenda que el negro es elegante ¡y un jamón!, el negro es fúnebre, ni más ni menos. ¡Dile a un africano que se vista de negro y verás donde te manda!

España se parece cada día más climatológicamente hablando a África por mor del cambio climático que algunos por motivos extrañamente ideológicos, como si el cambio pudiera ser de derechas o de izquierdas, se empeñan en negar pese a la evidencia del mismo.

Año tras año batimos los récords anteriores de altas temperaturas en la mayoría de las ciudades españolas, y no sólo en el sur andaluz, murciano o extremeño donde siempre ha hecho mucho calor en verano, sino en el resto del país exceptuando la cornisa cantábrica, cuya cordillera protege de los calores sureños y sirve de barrera para propiciar las lluvias abundantes.

En mi modesta experiencia puedo consignar un dato que avala la seguridad del cambio climático. Por lazos familiares de mi mujer visito Gijón y Villaviciosa de Asturias hace casi cuarenta años durante el verano. En ese tiempo, apenas un suspiro en el cosmos, la temperatura media ha subido varios grados en tierra y más de un grado en el mar, también la pluviosidad en verano ha descendido. Y si eso puede decirse de poblaciones del Norte y costeras, donde el mar dulcifica las temperaturas, mucho más de ciudades del interior, incluso de la húmeda Galicia, donde Orense acumula altas temperaturas cada verano.

 

Lo dicho, seguiré con mis paseítos de Norte a Sur y de Este a Oeste según épocas, y nada de ropa negra aunque estilice y resulte elegante para otros. Finalmente soy viejo, hay que asumirlo. Yo no lo percibo como un insulto ni algo grosero ni malsonante sino como una realidad.

 

 

 

 

 

 

                                   Un señorito remilgado

 

La culpa debe ser mía, aunque involuntaria, pero me voy percatando de que estoy criando un tigre con los dengues y ñoñerías de un señorito remilgado.

Anoche le di su ducha nocturna para que durmiera tranquilo, limpito y perfumado, pero no debió ser del todo de su agrado, tal vez por la temperatura del agua un poco más caliente de lo preciso, porque al concluirla, en vez de ronronear complacido como un gatito casero bien alimentado y cuidado, me obsequió con una serie de desplantes, gruñidos y pequeños zarpazos, protestando por el trato deficiente que le había procurado.

A este paso voy a tener que acceder a la ducha en lo sucesivo con un termómetro para agua con el que comprobar la temperatura y antes de remojarlo preguntar humildemente si al señorito le parecen bien 28,5º, por ejemplo.

Mi bicho no es de muchas palabras, como los grandes señores exige que le sirva en silencio y siempre con acierto: todo lo que él desea y en el momento preciso. Es un tigre altanero, quizás un tigre noble, y más vale que me esmere en su servicio, caso contrario sus reacciones pueden ser crueles, incluso terribles.

 

Con las comidas ocurre algo parecido, debo acertar con lo que le apetece o protesta airado, y siempre me debo guiar por intuiciones, ya dije que habla poco.

No le gustan las comidas pesadas, tampoco muy especiadas, ni las salsas ni los picantes. Nada de eso se me ocurre darle, aparte de que el verano no lo propicia hay que favorecer sus digestiones tranquilas, porque el señorito exige una siesta diaria, eso que no falte después de la comida de mediodía.

Pero incluso las comidas ligeras o que yo pienso que lo son a veces no le sientan bien. El resultado es que protesta y me regala un eczema, afortunadamente pasajero, por todo el pecho y tripa, como si no tuviera bastante con la impresión duradera de parte de sus rayas sobre mi cuerpo.

Tal contratiempo me sucedió el otro día con una comida ligerita, sin problemas aparentes: un buen plato de espaguetis con tomate frito y queso rallado por encima, acompañado por la ensalada básica que tanto amo compuesta de lechuga, tomate (uno de los fabulosos que me envía mi consuegro Santos de su producción: carne prieta e intensamente roja y de forma irregular) y cebolla, en este caso cebolleta, aliñada con aceite virgen de oliva, sal y vinagre. De bebida, agua fresca, lo único que tolera con gusto mi tigre, de costumbres sencillas.

En apariencia todo era sabroso, ligero e inocuo, pues no le gustó, no me digas por qué, y me regaló un eczema indeseable para que me fuera enterando de su rechazo. Menos mal  que duró solo unas horas, pero aún así molestó lo suyo.

He de andar con pies de plomo en el futuro con los fritos, de peor digestión, y aunque me fastidie también con la pasta, que deberé tomar con cuentagotas visto lo visto. Por fortuna nunca se ha quejado de la pizza que ceno habitualmente una vez a la semana, generalmente los sábados o domingos, así que seguiré disfrutándola con placer. Quizás se deba tan solo a una manía con los espaguetis, que le sentaron mal en alguna ocasión en el pasado y ahora los rechaza por sistema.

No debería quejarse del trato que le doy en alimentación, tres comidas diarias principales: desayuno, comida y cena, y otras dos más o menos suaves. Suelo tomar algo entre las doce y la una de la tarde porque mi comida principal sucede a las tres de la tarde, y una o varias piezas de fruta entre las siete y las ocho de la tarde, o un bocado de pan con algún fiambre. Además, la fruta es uno de mis alimentos preferidos y siempre la incluyo como postre en comida y cena. Ceno muchas veces verdura y no le hace ascos. Con los calores bebo agua a todas horas, así que también se encuentra felizmente hidratado.

Pero en lugar de mostrarse complacido con la dieta que le suministro, reacciona airado de cuando en cuando. Se entiende mejor su enfado si pensamos que le obligué poco a poco a cambiar su dieta de carne cruda, después de las semanas atroces que me proporcionó al principio, por otra más refinada y moderna, que si no llega a mediterránea poco le falta, con poca carne y mucho pescado, especialmente azules, escasa grasa y abundantes frutas, hortalizas e hidratos de carbono.

La dieta de carne cruda era monótona para él y dolorosa para mí, de ahí mi interés por cambiarla a lo que se resistió un tiempo, y una vez mejorada claramente con la dieta actual, el bicho, que es un desagradecido, se permite el lujo de protestar.

 

En resumen, de aquí en adelante procuraré comportarme como un mayordomo puntilloso que se esmera en servir a su señor, este tigre desalmado, sin esperar más que un gesto displicente de su parte. Todo sea porque no se enfade el señorito ni vuelva a lastimarme como antaño.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                   Mañanas y tardes

 

Ando un tiempo cavilando el por qué de que mis mañanas con el tigre son siempre más apacibles que las tardes y no encuentro un motivo claro.

Resulta determinante en todos los casos la situación física y disposición del tigre: dormido o despierto; echado, tumbado o de pie; acalorado o fresco; ahíto o hambriento; molesto por los insectos o tranquilo en lugar apacible; cabreado con el mundo entero o sereno.

Por las mañanas el cuerpo posee más vitalidad, producto del descanso general, de que el sol luce de nuevo y nos presta su ánimo, o de que las esperanzas de un pronto restablecimiento anidan en mi corazón.

El desayuno engorda y alimenta las células, la ducha abundante relaja y tonifica, el paseo cansa primero y produce un efecto energético en el cuerpo, aportando el descanso posterior una sensación inefable de bienestar.

La climatología veraniega también ayuda a favorecer a las mañanas en su comparación con las tardes, pues consigue alargar por unas horas el frescor nocturno y suavizar el ambiente acalorado que el sol procura.

A las 10 de la mañana anoto en mi paseo 24º en los termómetros de la calle, su ascenso paulatino hasta los 36º  o incluso 38º de estos días atrás provoca en el cuerpo sensaciones de incomodidad y ahogo, picor en la piel por la excesiva sudoración y malestar general, fenómenos todos más notables y acuciantes en organismos enfermos como el mío.

La separación entre comodidad e incomodidad, fresco o calor, alegría o pena físicas, viene marcada por las dos de la tarde, las doce solares porque en España llevamos dos horas de diferencia en verano entre la hora oficial y la solar.

El cenit solar, cuando más alto se encuentra el astro rey, se sitúa a las doce solares, mediodía, entonces es cuando más calienta o quema y quienes son listos huyen de él como de la peste y de su abrazo asfixiante. El resto se exponen complacidos a su acción.

Ese es el momento justo de echar el cierre a puertas y ventanas en los hogares o estancias que no reciben insolación directa previamente, es decir los situados al Norte y a Poniente, ya que los situados a Levante por donde nace el sol deben protegerse desde su nacimiento, y los del Mediodía sólo pocas horas después.

Echar el cierre supone prepararse para lo peor, que llega a la tarde y principio de las noches, que a veces parecen eternas. En muchos casos, en especial las viviendas situadas a Poniente donde el sol machaca hasta que se oculta por el horizonte, los vecinos huyen despavoridos por la tarde y no regresan hasta altas horas de la madrugada, cuando un poco de fresco hace habitables sus casas antes ardientes.

Mi caso personal es el más favorable para sufrir poco calor en casa, al estar situada al Norte la fachada principal con las ventanas del salón, de mi dormitorio familiar y de la habitación azul, la fachada más fresca posible al no incidir en ningún momento los rayos del sol directamente sobre ella. Pero eso no quiere decir que no suframos calor, solo que no debemos salir huyendo cuando ataca de veras.

Del mediodía en adelante los cuerpos comienzan su declive diario, que si llevas una vida sana, eres joven y no estás enfermo, situaciones alejadas en este momento de mi peripecia vital, concluye en el descanso magnífico de doce de la noche a ocho de la mañana aproximadamente, y con el despertar el cuerpo resurge y triunfa en su lucha diaria.

En mi caso y dadas las costumbres nocturnas del bicho, que no cesa de enredar y molestarme, la liberación llega por la mañana de cada día, cuando el tigre descansa de sus correrías nocturnas que tanto me irritan y yo consigo olvidarme de él por unas horas.

En esas horas dichosas de la mañana aprovecho para escribir y mis relatos resultan en ese caso siempre optimistas, o perfilo los pergeñados en mis noches insomnes y doloridas, con asaltos bestiales o caricias igualmente salvajes de esta bestia odiosa, y mis relatos reflejan fielmente esa angustia.  

 

Nunca me ha gustado el excesivo calor, pero desde que estoy enfermo y soy oficialmente viejo menos todavía. En vez de buscar el Sur en la vejez, en pos del calorcillo, habrá que pensar en un lugar fresquito del Norte para no sufrir estos ardores estivales. O mejor sería imitar a las aves migratorias, tan sabias, que pasan del Norte al Sur en otoño, antes de que el invierno se implante en aquellas regiones, y del Sur al Norte en primavera, huyendo del excesivo calor veraniego.

Sol o no sol, esa es la cuestión.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                   Lluvia bienhechora

 

Ayer por la noche se desató una tormenta de rayos, truenos y lluvia, intensa pero de corta duración, que refrescó el ambiente y produjo una sensación inefable de bienestar en mi tigre, transportado por momentos a su Bengala natal con sus lluvias monzónicas que lavan la atmósfera y remojan abundantemente personas, plantas, animales y cosas.

Esta lluvia bienhechora cayó anoche sobre Madrid, y en concreto sobre mi barrio, que Madrid es muy grande y estas lluvias veraniegas demasiado caprichosas y localizadas para considerar que remojan con certeza la inmensa ciudad y sus distritos periféricos más alejados del barrio.

Mi tigre se sintió feliz con la lluvia y no es que lo presienta lo sé con certeza absoluta.

Sentía añoranza por su selva natal y al recobrar ese bien supremo del agua a raudales se muestra encantado. Espero que ese aplacamiento de su conducta debido a la lluvia sea duradero y no temporal.

Pedir que el tiempo en España sea como el de su Bengala natal para que se sienta cómodo es soñar con lo imposible. Aparte del ardiente calor, más parecido al de su selva cuanto más ardiente, es imposible prever que las lluvias intensas y breves sigan cayendo en el barrio concreto donde habito. El resto de España, incluso de Madrid, no me importa para mis fines personalísimos que pueden resumirse en uno solo: que la bestia se aquiete.

No voy a implorar que se muera de repente de infarto, que le pique una cobra, que le parta un rayo, no, de momento me conformo con su quietud. Más adelante ya veremos si me vuelvo más exigente y le conmino a que se largue con mi látigo de domador, suponiendo que consiga domarle.

Hay detalles que avalan que nos encontramos en el buen camino de conseguir su doma, comenzando por su alimentación. Hemos conseguido en unas pocas semanas que abandone su dieta estrictamente carnívora, eso es lo principal. No logramos que se convirtiera en un tigre vegetariano ¡hasta ahí podíamos llegar!, porque eso iría contra su naturaleza, pero sí que coma verduras con agrado: sus acelgas y espinacas, zanahorias, pimientos y pepinos, alcachofas y judías verdes. También coliflor, aunque pienso suprimirla en el futuro porque se tira unos pedos monstruosos que agostan mis plantas en maceta.

Le gustan las sopas frías como el gazpacho y el salmorejo, y también come carne, pero en menos cantidad que cuando nos conocimos que era bestial.

 

Mi situación actual de convivencia obligada con el bicho en una jaula no es sencilla, eso lo entiende cualquiera. Mis sentimientos de odio africano hacia la bestia debo enmascararlos de continuo al carecer de armas definitivas para acabar con ella. Yo le suministro su pastillita de Aciclovir 800 cada ocho horas y confío en que acabará matándole. De momento no emprendo otras acciones y me limito a esperar y ver.

El tigre no me odia al carecer de sentimientos y ni el amor ni el odio caben en su cabezota peluda. Cuando me muerde es porque le ataca el hambre y no porque me tenga especial inquina, estoy cerca de él y le resulta natural alimentarse sin hacer caso de que pueda lastimarme, eso le trae sin cuidado.

Escapar de su jaula me resulta imposible, me tiene vigilado y las veces que lo intenté se han saldado siempre con agudos ataques, por eso he descartado realizar nuevas intentonas. Esperaré a verlo debilitado por el veneno que le suministro y ese será el momento de escapar y librarme de su férula implacable.

He logrado domesticarlo en la comida, pero en otros aspectos me ha resultado imposible hacerle pasar por el aro.

Uno quisiera ser un domador magnífico: ¡tantas cosas he perseguido en mi vida sin lograr casi ninguna!, pero no me voy a transmutar en uno de ellos por la fuerza de mi mente. Primero necesitaría un látigo, del que carezco; luego aprender a manejarlo yo solo, imposible al no existir; y finalmente la voluntad rocosa de manejar a la bestia mostrando mi dominio sobre ella.

Este punto último es de imposible cumplimiento. Me ha derrotado tantas veces: mordido, rasguñado, arrastrado, enervado, que permanezco impotente ante ella. Aunque me empeñe no logro imaginar superarla ni dominarla.

En fin, como ya dije sólo me resta esperar y ver.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                   Cambios de temperatura

 

Ya dije que una furiosa tormenta se precipitó sobre nuestras cabezas el otro día con abundancia de truenos, rayos y raudales de agua.

El tigre reaccionó complacido recordando tal vez las lluvias monzónicas de su juventud en su Bengala natal, por lo que permaneció en calma, complacido, remojándose y feliz.

Lo peor vino después, cuando al día siguiente el tiempo se estabilizó y no parecía que fuese a llover ni tampoco viraba hacia excesivo calor.

El bicho maldito olisqueaba continuamente el aire percibiendo más humedad de la habitual pero no lo bastante para anunciar lluvia. Daba cabezazos violentos hacia el cielo buscando las nubes volanderas que acarreasen lluvia abundante y cada cabezazo repercutía en mi herida avivándola.

Si hubiera continuado lloviendo o con buenas perspectivas futuras, el gatazo infame se habría mantenido tranquilo y dichoso, pero que a la lluvia no siguiese el calor brutal como ocurre en los monzones, y después más lluvia y más calor, lo mantiene en vilo y a mí con él. De ese modo me transmite sensaciones casi dolorosas continuadas, más allá del picor-picor con que me castigaba últimamente.

Es molesto que el bicho resulte tan sensible, uno imaginaba que una bestia feroz acostumbrada a la selva y a procurarse su alimento con fortaleza, determinación, astucia y si es preciso con engaños, no se iba a mostrar tan tierno y delicado como una jovencita acicalándose para una cita con su amor. De una bestia se espera que sea dura y violenta frente a las adversidades, no que se desmaye de emoción escuchando el quinteto “La trucha” de Schubert.

Por cierto, me falta comprobar con él si es cierto eso de que “la música amansa a las fieras” y podría intentarlo porque cuento con algunas decenas de discos compactos de música clásica, aparte de mi colección de vinilos, siendo en principio esta música la más adecuada para adormecer a una bestia por su armonía y belleza, procedente en parte del predominio de instrumentos de cuerda y de la majestad sonora del piano. El lenguaje universal de la música podría penetrar en el estrecho cerebro de esta bestia sanguinaria y amansarla un poco.

 

Podríamos comenzar por el gran Beethoven y sus sinfonías enamorándolo con la Quinta, cuyo primer movimiento es uno de los más hermosos y conocidos en todo el mundo. De gustarle la Quinta podríamos continuar con el resto de sinfonías una tras otra. Pero Beethoven no se acaba en ellas, y continuaríamos con sus sonatas para violín y piano, conciertos para piano y orquesta, y muchos más.

Bach sería el siguiente paso en la educación musical del bicho. Comenzando por los conciertos de Brandenburgo, sonoros y vibrantes, y siguiendo por piezas más intimistas como las sonatas para violoncello, sencillamente impresionantes.

Mozart, genio universal desde su infancia, no podía faltar en esta educación musical del monstruo, con docenas de piezas maravillosas capaces cada una de convertir a esta bestia salvaje en un gatito casero de costumbres tranquilas y refinadas.

 

Dejando a un lado la música, espero que el tiempo se decante con rapidez en uno u otro sentido: calor infernal o lluvia a cántaros, eso es lo que espera mi tigre y yo mismo. La indecisión del tiempo lo pone nervioso y por ello me ha castigado con una noche memorable, quiero decir que la recordaré mucho tiempo.

 

 

                                               Momentos mágicos

 

La otra tarde sentí uno de esos momentos mágicos en los que parece detenerse la vida, suspendida de un hilo invisible.

Me encontraba leyendo en el escritorio de nuestro dormitorio cuando me fue atenazando poco a poco eso que yo denomino un tanto oscuramente como desmayo en los riñones. Es una sensación extraña, no estrictamente dolorosa sino como de flojedad, de agotamiento repentino, de sentirte partido por el eje. Es como si la columna vertebral y el conjunto de músculos que la sostienen se hubieran cansado de realizar su trabajo y dejasen al cuerpo convertido en un montón de carne sin posibilidad de realizar acción alguna.

Lo único cierto en estos momentos de flojera en los riñones, antes desconocidos y ahora muy comunes supongo que por culpa del tigre, es que no me encuentro cómodo ni de pie ni sentado, indeciso, dolorido y sin saber qué hacer. Lo que me apetecería, tal vez, sería tumbarme aunque casi nunca caigo en esa debilidad. Mi tono muscular ya debe andar por los suelos con tanta pastilla, la enfermedad y el escaso movimiento si exceptuamos el paseo matutino de una hora que no perdono, y si encima me tumbo cada vez que me acontece el desmayo riñonero aviados estamos, en poco tiempo no habría quien me moviese de pura vagancia y me convertiría yo solo en un inválido o poco menos.

Pero esa tarde y contradiciéndome, un deporte que practico mucho últimamente, me tumbé en la cama sobre el costado izquierdo y apoyé mi cabeza en un cojín además de en la almohada para mayor comodidad. Después quedé boca arriba mirando al techo (la espalda apenas me molesta ya), ese techo de color blanco, distinto del salmón de las paredes, que pintamos al temple años atrás mi hijo Santiago y yo mismo con el resto de la casa en plan moderno: cada habitación de un color diferente y los techos distintos de las paredes.

Sin intención alguna de dormir, ni siquiera con los ojos cerrados, reposaba mirando apaciblemente el techo cuando sucedió. De repente el tiempo se detuvo. ¡Nada dolía en mi costado! No se me paró el corazón porque lo sentía latiendo bajo mis costillas, tampoco estaba loco ni soñando, era cierta la sensación de levitar de mi costado. Y en esa circunstancia maravillosa se me ocurrió contar el tiempo como la zona en un partido de baloncesto: ciento uno, ciento dos, ciento tres: tres segundos y el árbitro pitó zona; ciento uno, ciento dos, ciento tres, y volvió a pitar; ciento uno, ciento dos, ciento tres, y pitó de nuevo. Luego dejé de contar los segundos porque era una pesadez.

No sentía el costado, ni frío ni calor, ni picor ni dolor, nada, no podía creérmelo y sin embargo era cierto. La esperanza más loca sobrevoló mi cabeza con una pregunta en el pico: ¿se habrá marchado el tigre de mi lado para siempre?

Fueron unos momentos mágicos, ignoro de cuanta duración: segundos o minutos, pero quedaron grabados de forma indeleble en mi mente.

Debería llamarlos momentos estoicos en honor a los filósofos que proclamaban siglos atrás la felicidad como ausencia del dolor según advertí en otra ocasión. Momentos felices, maravillosos, únicos, símbolo o principio de los tiempos futuros dichosos en que me olvide de este dolor que traspasa mi costado.

Mirando al techo sin mover un músculo ni pensar en nada, respirando apenas, deseaba que ese momento se mantuviera eternamente. Con el tiempo congelado y mi mente extasiada era feliz.

Pena me dio romper ese momento tan sublime y pereza por abandonar esta felicidad pequeñita pero intensa como un orgasmo, pero uno es un cronista fiel y el deber se impuso: era necesario contarlo. Por eso me incorporé del lecho antes de que la sensación pasara de largo y se disolviera lentamente como miel en la boca y me dispuse a escribirlo, a describir dicha sensación para todos.

Me he esmerado en lograrlo y queda escrito. Estoy satisfecho y feliz de mi condición de escribidor puntual, pero como paciente impaciente mis sensaciones cambian desde un interrogante esperanzado: ¿volveré a sentir esta sensación única?, hasta otro terrible que se cuela por un resquicio de mi percepción dichosa y abre su bocaza enorme: ¿me curaré algún día?

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                               Las horas malas

 

Las noches nunca son buenas para los insomnes. Ignoro lo que supondrán para los insomnes puros, los que sencillamente no pueden conciliar el sueño la mayor parte de ellas o los que sólo pueden dormir unas horas y luego les toca velar. Para los insomnes enfermos como es mi caso las noches transcurren en un continuo sobresalto. El tigre sale a cazar por la noche y se deja notar: bien por sus ataques agudos, bien por sus caricias bestiales.

Dentro de las noches, últimamente mis horas malas suelen ser las centrales, las que transcurren entre las tres y las seis aproximadamente de la madrugada.

Supongamos que duermes bien hasta las tres y te despierta el runrún que no cesa, aplicas tu ventilador particular en la cama y no cede, te agitas, bebes agua y te levantas tras comprobar que el abanico no surte efecto. Desbebes un largo chorro, te lavas las manos, bebes agua de nuevo y vuelves a la cama a tu posición habitual: decúbito lateral izquierdo con la chaquetilla alzada sobre el costado derecho. Dejando refrescar la zona tampoco encuentras alivio, te agitas, te cabreas y te cagas en su padre, en su madre y en toda su parentela sin resultado alguno.

Bebes otro poco de agua, que eso siempre anima, y dejas el abanico un rato, cambias de mano y la cosa sigue igual. ¿Un paseíto?, bueno. Te alzas de la cama y con el pijama bien recogido bajo el sobaco derecho para que no moleste la tela sales a pasear al salón.

Descorres la cortina y ves los árboles quietos, con sus hojas grandes esperando la lluvia para refrescarse. En la calle hay pocos coches aparcados: unos se van de vacaciones y otros a la casita de la sierra quien la posea o de fin de semana. También salen a pasear sin más quemando gasolina o gasóleo, cada vez más caro porque los escasos ofertantes (casi un duopolio de oferta diría un economista) se ponen de acuerdo a nuestras espaldas para subir el precio de los carburantes cuando más demanda existe. Los precios suben por sistema sin importar en absoluto que el barril de petróleo suba o baje en origen. Ya saben los lectores que estamos en un mercado libre, la oferta y la demanda, la mano invisible que fija los precios y esas puñetas.

En verano siempre suben los precios, pero resulta mucho más notable el fenómeno en Semana Santa, cuando proceden a un alza notable cada año porque son las primeras vacaciones después del largo y duro invierno, y la gente anda como loca por escapar en coche a cualquier sitio.

Con precios similares de partida en todas las gasolineras, en los días previos a la Semana Santa uno de los grandes productores comienza a subir unos céntimos y el otro le sigue al poco, se ponen a la par y el segundo sube a su vez, alcanzándole el primero en breve. Así llegan a lo más alto en los días clave del consumo: desde el sábado previo a la semana a toda ella con los precios por las nubes.

Pasada la semana crucial los precios bajan unos céntimos para disimular, nunca lo mismo que subieron, y por mostrar también su poderío: que pueden bajarlos si les da la gana. Y eso lo sufrimos año tras año, todos, sin fallo, ante la impotencia de los consumidores.

Creo que existe un Tribunal de Defensa de la Competencia, un título pomposo para no defender a los consumidores consumidos, que carecemos de voz salvo de las Asociaciones de Consumidores, escasamente implantadas en España.

No somos capaces de actuar contra una compañía concreta aunque sintamos que nos roba, y si nos roban todas las de un sector no hay solución. Quien tiene que llenar regularmente el depósito de su vehículo paga y calla, no le queda más remedio salvo marcharse a otro país.

 

Decía que en las horas malas uno haría cualquier cosa porque pasaran pronto. Hoy se me ha ocurrido ducharme a las cinco de la madrugada porque ahora no me ducho al acostarme y sobre todo por mi desesperación nocturna. Uno puede estar desesperado en general, dura condición de vida, o un poquito desesperado como esta noche, y por eso me he duchado.

El alivio fue notable, con el chorro de agua templada produciendo en mi zona placer y dolor reunidos. Tras la ducha continúa la alteración y despojado de la chaquetilla por mayor comodidad me lanzo a escribir que es mi remedio universal. Tal vez así transcurran con la rapidez deseada las horas y lleguemos al amanecer y triunfe de nuevo el día sobre la oscura noche.

Entre pitos y flautas, carburantes y demás, hemos alcanzado las seis con buenas perspectivas. Al tigre le cayó bien la ducha aunque al principio no mostrase su contento ni se mantuviera tranquilo, pero poco a poco se calma y como yo escribo y escribo sin parar se asoma a mirarme, curioso, y con ello deja de joderme: mi objetivo principal.

Pero debo seguir y seguir garabateando incansable sobre el papel, igual que el ciclista si no da pedales se cae, si no escribo igual le da por atacarme de nuevo y por esta noche concreta ya estuvo bien.

Son las seis y media y ya viene el nuevo día. Para celebrarlo me voy a la cama para una siestecita, que esto cansa, lo juro.

Mientras me tumbo recuerdo la canción popular:

 

Ya viene el día, ya viene madre

Ya viene el día, ya viene madre

Alumbrando su cara, los olivares.

 

                                   Dos meses

 

El cronista fiel se detiene a pensar que nos encontramos a 4 de agosto, una fecha conmemorativa. Todo comenzó el 4 de junio de 2012, no se me puede olvidar, y este 4 de agosto aquí seguimos, dos meses justos en la ingrata compañía de esta bestia inmunda.

En este tiempo se ha tragado sin pestañear 4 g diarios de Aciclovir 800 mg el primer mes, a razón de cinco tomas diarias con un total de 120 g, y 2,4 g al día el segundo, con tres tomas diarias, que suman 72 g más, en total 192 g durante los dos meses. Y todo eso sin conseguir acabar con el tigre. ¿Será inmune el mío concreto a esa medicina?

La penicilina fue un descubrimiento maravilloso para salvar vidas humanas y al cabo del tiempo se han desarrollado bichos inmunes a ella que se la zampan como rosquillas. ¿No podría ocurrir algo semejante con estos virus, o al menos con el mío en particular?

 Si es cierto que lo llevamos todos dentro y que se desarrolla en unas personas concretas en momentos extremos de debilidad de las defensas corporales, no puede ser igual mi virus que el del vecino ni el de mi mujer. En todos acecha una debilidad del sujeto portante para atacarle, lo mismo que los tigres de Bengala devoradores de hombres se abalanzan sobre una persona, la matan y la devoran, después de mantenerse escondidos un día o una semana.

Si admitimos que todos los virus del herpes zoster maldito son diferentes, ¿estamos haciendo lo correcto tratándolos a todos con el mismo Aciclovir?, ¿acaso la farmacopea occidental carece de otro compuesto para este mal? Son preguntas inquietantes que quiero dejar aquí a los dos meses de mi padecimiento para su consideración por los expertos.

Muchos dirán que soy un quejica, que sólo me preocupo de mirarme el ombligo y que no hay para tanto con las oleadas de dolor que recorren el mundo. Pero si realizo un balance de estos dos meses ha resultado realmente insoportable varias semanas y en otras bastante desagradable. Días buenos no he disfrutado ninguno, cosa lógica si hablamos de una enfermedad, pero ni siquiera pasables que te permitan recuperar un poco el resuello.

Mis mañanas son buenas, lo admito, y también la hora de la siesta obligada por las desdichas y alborotos nocturnos. Las tardes resultan regulares, aunque no me es posible sentarme cómodamente al no poder apoyar la espalda en ningún respaldo por las heridas que ocupan mi zona lumbar, abajo del todo, a veces no estoy cómodo ni siquiera de pie, y mis noches transcurren a saltos, como los canguros.

El Betadine sobre las heridas produce un efecto refrescante, como de ligera quemazón en el momento de aplicarlo mi enfermera favorita, y después anestesiante. Finalmente, la superficie queda lacada, como una pluma estilográfica o un pato cocinado según receta milenaria china. Ella lo aplica dos veces, a la mañana y en la tarde, y reseca bastante la zona.

 

En estos dos largos meses he pasado por vicisitudes variadas en mi tratamiento. Aparte de las medicinas, con parón durante unos días del Aciclovir y resultados nefastos luego corregidos, he introducido pequeños ajustes secundarios de invención propia, a veces afortunados pero no de forma duradera.

La ducha nocturna considerada como panacea un tiempo no siempre surte efectos benéficos. Al tigre hay días que le gusta y me deja dormir tranquilo, y otros le molesta y a las dos horas o menos protesta airado y se revuelve en su lecho y me lastima. Ahora practico la ducha de forma ocasional, por ejemplo la noche pasada en la segunda vigilia a las cinco y media de la mañana, se hicieron las seis y no me daba tregua el maldito, hasta el punto que pensé ahogarlo de nuevo. Así que me metí en la ducha y apliqué sobre él un largo chorro de agua, a ratos casi doloroso pero con un efecto placentero y relajante a su conclusión. Después me dejó descansar hasta que el día se impuso a las sombras y celebramos la aparición del Astro Rey con grandes aspavientos y reverencias.

 

Un resultado ambiguo similar puede decirse de la segunda pequeña innovación propia introducida en mi tratamiento: el paño húmedo. Alabado en su día como un logro magnífico, tal que la ducha nocturna, posteriormente su aplicación esporádica en mis noches en vela ha resultado ambivalente: noches buenas con noches malas.

Al bicho no acaba de gustarle que le aplique cataplasmas en el lomo, aunque sean inofensivas preparadas solamente con agua del grifo fresquita, sin recurrir a mis boticarias para que realicen una fórmula magistral. Por eso cada vez aplico menos el paño húmedo, nunca sé positivamente si constituirá un bien o un mal. Y si me hace bien ¿durante cuánto tiempo debo aplicarlo: cada dos horas cinco minutos de aplicación, un rato cada cuatro horas como en los malos momentos?

Quisiera poder responder a alguno de mis interrogantes, pero me resulta imposible. Me gustaría que algún investigador, preferiblemente dermatólogo, se parase a pensar en el tratamiento del virus. Además del Aciclovir 800, imagino que la dosis más potente en el mercado, algo más deberían inventar para menguar las molestias y dolores que ocasiona.

Detesto constatar que me voy convirtiendo en un pensador de pacotilla, siempre planteándome preguntas sin respuesta. Como dijo Descartes: “pienso luego existo”.

Yo también existo y este cabrón, esa es mi conclusión.

 

 

                                               Dolencias antiguas

 

Por si no fuera suficiente con el tigre, ahora me han sobrevenido dolencias antiguas. Durante años las mandíbulas me han chascado al masticar pero no le di importancia. Hasta que un día hace más de un año me atacó un gran dolor en el maxilar derecho, con hinchazón visible y palpable del músculo que abre y cierra la boca. El asunto fue a peor día tras día, masticar cualquier bocado resultaba doloroso y llegó al punto de no poder abrir la boca del todo, por lo que fue preciso visitar al médico.

Mi médico de cabecera escuchó mis quejas, se enfundó unos guantes quirúrgicos y metiendo sus dedos pulgares en mi cavidad bucal tiró con habilidad hacia sí mismo de la parte inferior de mi dentadura y me encajó la mandíbula con un fuerte chasquido. Luego me dijo que la mandíbula estaba desencajada y de ahí el dolor y la inflamación.

Después me recetó Paracetamol 600 tres veces al día durante siete días, y me dio un volante para el especialista, en concreto el traumatólogo. Al abandonar la consulta pedí hora para el especialista y me la dieron para veinte días después.

Cuando llegué al traumatólogo el dolor y la hinchazón habían desaparecido por completo gracias al Paracetamol y al tiempo que todo lo cura. El doctor me acogió un punto enfadado cuando vio el volante y dijo: ¡le tenía que haber enviado a máxilo-facial! y yo le respondí: ¡a mí que me cuenta, yo soy el paciente!

Así que me conseguí una nueva cita para el máxilo-facial otro mes más tarde. Arribé al especialista de máxilo-facial con la tranquilidad de mi ausencia de dolor e intrigado por ver lo que me contaba. La doctora me escuchó atentamente y pasó a explicarme que eliminar mi problema del chasquido de mandíbulas al masticar tal vez me supusiera más problemas que los actuales, así que mejor lo dejábamos correr. Yo me mostré de acuerdo porque el chasquido en sí no resultaba molesto. También me advirtió de la conducta a seguir si el problema aparecía de nuevo en el futuro, con lo que lo estaba dando por seguro. Me proporcionó una receta con instrucciones y nos despedimos.

Consultada la receta porque el problema ha vuelto, la recomendación de una semana a tres pastillas diarias era de Ibuprofeno 600, no de Paracetamol como yo pensé, y añadía diez días de tratamiento de Myolastan, dos pastillas al día, un relajante muscular.

Con ello y superado mi error, a partir de ahora tomaré Ibuprofeno, y espero que le vaya bien al tigre junto con el relajante muscular, además de a mi mandíbula chascadora.

 

Tras ello podemos volver  a mi problema actual: el tigre que me acosa sin piedad día y noche.

Sucedió unos días atrás, en mi primera parada a las tres y media de la madrugada, cuando apliqué mis maniobras de distracción habituales sin causar efecto en el enemigo. Me acordé del dolor de la mandíbula, también persistente, e ingerí una pastilla de Paracetamol 600 dejándola reposar un rato en mi estómago y disolverse. Luego me atreví a intentar de nuevo el sueño que se completó felizmente hasta las 8,15 de la mañana.

Gracias a la pastilla maravillosa conseguí un sueño con una sola parada, lo que sólo he disfrutado una o dos veces en el transcurso de mi largo periplo con esta bestia maldita a mi lado.

Entre las dos pastillas nuevas, el Omeprazol, el Aciclovir, Hidroxil B12- B6- B1, y Núcleo CMP Forte me estoy convirtiendo en un cliente magnífico de mis boticarias, tal vez por eso su sonrisa se amplía cuando me ven aparecer por su farmacia.

¿Servirá esta medicación de mis mandíbulas a la mejora de mis males tigrescos o empeorará con ella mi jodida situación? El tiempo lo dirá, yo me limito a plantearlo.

 

                                   ¿El principio del fin?

 

Hay detalles que avalan que nos encontramos en el principio del fin de esta pesadilla del tigre. El primero y principal, que me voy sintiendo bastante mejor. Ya duermo casi bien, con paradas esporádicas que se solventan, como en los buenos tiempos de calor años atrás, con meada, trago de agua y de nuevo a dormir, olvidado de mi mal.

El indicio más evidente es que mi herida principal cede claramente en intensidad y extensión, habiendo desaparecido la mayoría de las secundarias como las de alrededor del ombligo, cercanías de la tetilla derecha y casi todas las de la espalda.

Prueba de mi mejoría es que puedo reposar en la cama en decúbito supino, es decir boca arriba para entendernos, un hecho antes imposible por completo, además de sobre el costado izquierdo, mi única postura posible de descanso en estos dos largos meses.

Aunque el calor está apretando de lo lindo en estos días cercanos al 9 de Agosto no lo sufro especialmente como en anteriores crisis de calor. He dejado de usar el abanico, otro síntoma esperanzador, que antes no paraba quieto en m mano durante la tarde, noche y muchos ratos en la cama, insomne por el picor, y debía darle al invento con una mano y luego con la otra cuando me cansaba, y así todo seguido tiempo y tiempo.

No cabe duda que tanto el Ibuprofeno, que ya tomo tres pastillas al día y continuaré durante siete días, y el Myolastan, una al día por la noche durante diez días, prescritos para mi dolor de mandíbula (probé con dos según la receta, una a la mañana y otra a la noche pero me dejaban hundido, así que mantuve sólo la de la noche) ejercen un impacto farmacológico sobre mi tigre, cada día más debilitado aunque no derrotado. Miedo me da pensar en él.

El último detalle que avala mi posible mejoría ha sido la visita realizada al Médico 4, el mío de cabecera, la mañana del 10 de Agosto.

Descubierto mi flanco para que lo observase, ha concluido que estaba muy bien y que dejase de tomar Aciclovir para no castigar más al hígado. La noticia ha producido en mí una sensación ambivalente: de alegría por si supusiera el fin de esta pesadilla, y de miedo por si volvemos de nuevo atrás como ya sucedió otra vez que me ordenó suspender la medicación.

Lo hemos discutido el doctor y yo en la consulta sin problema alguno, ambos somos viejos y medianamente comprensivos. Yo le he manifestado mi temor de volver atrás como la otra vez y él ha insistido en su idea de que el hígado estaba sufriendo con tantas pastillas.

En resumen: no sé qué hacer. Mi médico es bueno pero no es un especialista. Si todavía observo señales evidentes del tigre, ¿sería bueno suprimir tajantemente la medicación confiando en que ya esté muerto o debo insistir con ella hasta que me asegure del todo de su óbito?

Pienso que volveré a Urgencias a La Paz a que me vea un especialista y confirme si realmente estoy curado o no. La fecha que me dieron para que me vea un especialista del 11 de Septiembre es demasiado lejana para seguir el tratamiento hasta entonces como si tal cosa. No veo otra solución diferente de acudir a Urgencias de La Paz, así que la semana que viene, lunes o martes, amanezco por allí y que me digan lo que sea.

Por suerte estamos en Agosto y no encontraré más de algún centenar de pacientes y algunas decenas en Dermatología, así que será rápido. Mientras tanto seguiré con mi Aciclovir.

Tal vez salga de Urgencias más tranquilo y podamos marchar de vacaciones felices y contentos.

 

                                    Esto se ha terminado

 

El tigre ha sido vencido al fin. Me ha dejado sus marcas en el costado, tal vez duraderas, pero no me resultan extrañas tras la pelea a muerte que hemos librado.

Al cabo de más de dos meses de tormento he suprimido por completo la medicación, salvo las vitaminas Hidroxil B12 - B6 - B1, que todavía me queda casi un mes por cumplir el plan prescrito por mi Médico 5.

Mañana, 16 de Agosto de 2012, parto con mi enfermera favorita hacia las Asturias, tierra grata para los forasteros como yo y mucho más para los naturales como ella. Allí confío en que nos restablezcamos definitivamente: yo de los ataques del tigre y ella del susto recibido.

En una visita el viernes pasado día 10 a mi médico de cabecera, Médico 4, prescribió la suspensión del tratamiento sin lograr convencerme del todo dados los antecedentes del caso. Ante las dudas decidí pedir una nueva opinión, y como en la Seguridad Social española eso no es posible, partiendo la iniciativa del enfermo, salvo que acudas a Urgencias de un gran hospital, ni corto ni perezoso me planté al día siguiente, sábado, en Urgencias de La Paz, ya visitadas por mí en el inicio de mi enfermedad, cuando el tigre feroz se posesionó de mi cuerpo.

En esta ocasión era preciso exagerar mis males presentes para que me permitieran acceder a un dermatólogo, mi pretensión auténtica. La exageración era necesaria para salvar el filtro previo de médicos que te interrogan sobre tus males y te derivan luego al especialista.

Ante los médicos del filtro actué con bastante éxito. Me mostré gritón y más crispado de lo que me sentía realmente y conseguí que me pasaran a un dermatólogo.

Tras una espera natural de quince o veinte minutos me recibió una dermatóloga, Doctor 6,  a quien conté mis cuitas a voces logrando enfadarla un poco, nada fácil si se piensa en su costumbre de aguantar carros y carretas en el ejercicio de su profesión, especialmente en Urgencias de La Paz.

Me pidió calma y me explicó brevemente mi enfermedad realizando un croquis en un papel y dejándome pasmado al afirmar que al bichito de las narices se le mata en una semana de tratamiento y que el resto son neuralgias post-herpéticas, como escribió en el informe que conservo.

Si es cierto lo que decía, me he pasado nueve semanas ingiriendo a lo bobo pastilla tras pastilla de Aciclovir 800. ¿Ignora mi médico de cabecera ese breve periodo de tiempo en que se mantiene activo el bichito?

La doctora mantuvo su tono enfadado, acorde con el mío, y me dijo que si quería seguir tomando el medicamento que lo hiciera, y después me envió a la Unidad del Dolor para que me tratasen de los supuestos dolores, por ventura ya pasados y que yo fingí como actuales.

Por supuesto que no visité la Unidad del Dolor cuya existencia desconocía y que me hubiera resultado muy interesante acudir a ella al inicio de mi enfermedad, no ahora. Pregunté si ese envío podía realizarlo mi médico de cabecera, quien seguía mi enfermedad semana tras semana y en cada visita debía cubrirse con un paraguas para no remojarse con mis lágrimas y taponarse los oídos por no escuchar mis lamentos. A pregunta tan simple y directa optó por no responder, de lo que deduje que a la citada Unidad sólo te puede enviar un especialista, probablemente cuando se trate de enfermedades muy muy dolorosas, y tal vez sólo las mortales.

La visita histérica a Urgencias produjo en mí un efecto calmante, confirmando la necesidad de concluir el tratamiento que ambos médicos propugnaron, dos meses y diez días después del inicio del brote, un 14 de Agosto de 2012.

Queda pendiente una visita a mi Médico 7, el especialista de la Cruz Roja quien seguirá siendo anónimo para siempre porque no pienso concurrir a la cita del 11 de Septiembre próximo para contarle mi batallita ya pasada. Estoy harto de médicos y de medicinas. Con esta última enfermedad se ha colmado mi vaso. No pienso volver a ver un médico en mi vida, salvo que me lleven a rastras o inconsciente.

Adiós, estimada clase médica, hasta nunca.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                           Feliz

 

He sido profundamente feliz realizando este relato, tanto como desdichado con el tigre y sus ataques.

 

Feliz porque he logrado trasmutar el dolor, a veces insufrible, en materia literaria, en algo de qué hablar y de esa manera culturizar y civilizar ese dolor confiriéndole otra dimensión más humana y aplacándolo.

 

Feliz porque he convertido un mal nefando que asesina y causa increíbles dolores a miles de personas en todo el mundo en un tigre de Bengala, salvaje pero en el fondo simpático y exótico. Con ello he personificado el mal y ello constituye mi mayor logro, si se me permite la inmodestia. De esa forma he convertido un monólogo maniático atenazado por el dolor en un diálogo, porque ya cuento con un antagonista aunque sea mudo.

 

Feliz porque he logrado desahogarme mostrando mi odio al proferir numerosos insultos: monstruo, hijoputa, cabrón, hijo de mala madre, mala bestia, bicho innoble, gatazo infame, bestia inmunda, odiosa, sanguinaria, maldita, feroz, jodido, asesino, desalmado, monstruo de maldad y bicho maligno entre otras muchas lindezas. En ocasiones he sido más amable y le he llamado tigre juguetón, tigre mío, mi tigre preferido, tigre favorito, incluso tigre mío de mis entretelas en un alarde, no sé si cariñoso o directamente forense.

 

Feliz por acumular un conjunto de relatos coherente, incluso hermoso, con su carga inevitable de dolor pero que irradia optimismo en su lucha diaria, y al fin la víctima logra reírse de su verdugo y consuma su venganza.

 

Feliz por no haber logrado mi pretensión de convertirme en un buen enfermo de herpes zoster como me propuse al principio: nunca hay buenos enfermos, lo que me ha costado tiempo y tiempo el conseguirlo.

 

Feliz y dichoso por tener a mi lado a Pilar, sin ella no hubiera sobrevivido.

 

Feliz por recordarlo todo hasta el último quejido y feliz porque lo olvidaré algún día.

 

Feliz.

 

 

 

 

 

 

 

                                               FIN

 

 

 

 

 

                                               Autocrítica

 

Entre otras muchas ideas locas que se me ocurren de continuo, una vez terminado mi relato he decidido realizar una autocrítica.

Nadie piense que voy a criticarme a mí mismo por mi trayectoria vital ni política, nada de eso, se trata de llevar a cabo una crítica propia sobre este relato concreto. De ese modo, cuando salga a la luz y se imprima en papel o lo cuelgue en abierto en  Internet no podrá levantarse sobre él la ignominia de que no ha logrado ni una puñetera crítica, al menos esta mía es segura.

Puede juzgarse mi empeño de vano, estúpido, absurdo, irracional y centenares más de adjetivos descalificativos, pero no me negarán que es increíblemente original.

 

Mi crítica no será objetiva porque ninguna lo es, comenzando por el subjetivismo del autor y siguiendo por los condicionantes del medio donde escribe: en cada periódico o revista se realizan y publican críticas de las novedades de ciertas editoriales amigas y de otras no se hace ni puñetero caso, como si no existieran, luego la objetividad no existe.

De ahí procede mi desparpajo en criticarme sin problemas: soy tan subjetivo como el que más, incluso me arrogo superiores derechos que el mejor crítico del mundo al tratarse de mi propia obra, con lo que uno mágicamente dos subjetividades: la del autor y la del crítico.

Si es imposible que un crítico sea capaz de leer todas las novedades editoriales del mercado español aparecidas en un mes, por ejemplo, y seleccione de entre ellas las dos o tres mejores para realizar su crítica ponderada, yo tampoco voy a hacerlo. Su jefe le ha ordenado que realice la crítica de tal libro concreto y el mío me ha ordenado lo mismo sobre el escrito del tigre. En ese sentido estamos empatados.

 

Un conocido economista estadounidense del siglo XX llamado John Kenneth Galbraith, autor de importantes obras de ciencia económica y de centenares de artículos, fue también reputado crítico de libros y en ese aspecto llegó a una conclusión tajante: realizar la crítica de un libro es tarea sencilla, basta con leerlo completo.

Muchos dirán que menuda obviedad, eso se da por seguro, todo crítico debe leer al completo la obra que critica. Mirándola en profundidad la obviedad no es tal: muchos realizan críticas apresuradas, siempre mal pagadas, con leves catas como los arqueólogos en ciertas páginas del libro, leyendo otras críticas o sencillamente fusilando la solapa y la contraportada del libro en cuestión, donde se sintetiza la obra y se sitúa en su contexto histórico la misma y el autor.

Por decirlo en sentido contrario: ¿cuántos críticos han sido tan honestos de haber leído la totalidad de las obras que han criticado en su vida? Si los pudiéramos reunir en un simposio sería bonito plantearles la pregunta y ponerles en la tesitura de mentir como bellacos o confesar que apenas leen fragmentos de los libros que critican en el mejor de los casos. En el peor ya lo dije: sólo la contraportada y a otra cosa, mariposa.

En este aspecto estoy por encima de la mayoría, puedo asegurar que he leído y releído varias veces mi obra, de donde se deriva mi legitimidad de criticarla y lo voy a hacer de inmediato. Mi egocentrismo avala mi esfuerzo.

Para que esta crítica mía sea cabal y completa primero realizaré una crítica positiva, luego otra negativa y por último la más objetiva posible dentro de mi feroz subjetividad. Así cada lector puede quedarse con la que más le guste y obrar en consecuencia.

 

Crítica positiva: El libro cuenta con gracia y salero a modo de diario las andanzas de un pobre hombre aquejado de una enfermedad llamada herpes zoster debida a un virus. Con singular habilidad identifica su enfermedad con un tigre de Bengala y achaca sus dolencias a los ataques del tigre sobre su persona. Al personificar su mal en un tigre lo dota de otra dimensión, humanizándolo para reírse del mismo. No es ninguna maravilla, pero gracias a sus capítulos cortos el libro se lee con soltura.

 

Crítica negativa: El libro comienza por un título absurdo: Cómo llegar a ser un buen enfermo de herpes zoster, y continúa siendo necio y mal escrito hasta alcanzar el FIN. Yo no perdería ni un minuto en criticarlo porque no creo que las desventuras de un sujeto anónimo doliente de una enfermedad desconocida interesen a ningún lector, pero los jefes me han ordenado hacerlo y aquí me tienen, atado a mi paga.

Confieso que no he sido capaz de leer el libro entero, tan nefasto me ha resultado desde el principio, pero de los fragmentos que he leído puede deducirse lo siguiente: A un enfermo anónimo le da un ataque de importancia por serlo, cuando hay millones como él en el mundo; y sin contar con nada ni con nadie, atropellando conceptos, se lanza a escribir con denuedo y sin gracia alguna sobre su enfermedad. Aparte de los nombres de las medicinas que ingiere, nada hay claro ni valioso en este escrito esperpéntico. Ya he completado las diez líneas exigidas a mi crítica y aquí lo dejo. Lo dicho, una caca de libro. Mi consejo es que no se les ocurra leerlo.

 

Crítica objetiva: El libro pertenece al grupo de autoayuda en sentido amplio. El autor no es famoso ni su enfermedad mortal, lo que obra en su contra, pero aún así se empeña en contarla en numerosos capítulos breves que dotan de ligereza a su lectura. No debemos descartar la evanescente intención del autor por ayudar a los enfermos del mismo mal, que son legión en el mundo entero. Tal vez a ellos pueda interesarles el libro, un tanto monótono en su obsesión por el dolor, aunque parece dotado de un sangriento humorismo comparable al esgrimido por Quevedo en su famoso Buscón. Es una obra notable y original, un punto contradictoria, que tanto puede resultar un petardazo en las librerías como una auténtica bomba en ventas.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                                Despedida

 

Con profundo sentimiento debo decirte adiós, herpes zoster, también llamado tigre de Bengala o tigre a secas. Nuestros caminos han corrido en paralelo durante varias semanas, pero ha llegado el momento dichoso de despedirnos. Y digo dichoso porque en este tiempo nuestra convivencia no ha sido precisamente grata sino torturada en grado sumo. No es fácil vivir contigo, lo confieso, y hacerlo día y noche plegándome a tus caprichos y conveniencias mucho menos.

Yo no te llamé a mi lado, por tanto no eres mi amigo ni bienvenido, pero el destino aciago te indicó mi humilde persona como compañero de viaje y acudiste solícito a su dictado.

Espero que no volvamos a vernos si te soy sincero, aunque si vuelves no te echaré a patadas a la calle como tal vez merecieras, a fin de cuentas eres un huésped y  a los huéspedes hay que brindarles hospitalidad como la buena educación exige.

Si es preciso que retornes a mi lado en el futuro te rogaría lo aplazases un tiempo, digamos diez o veinte años, o mejor olvídate de mí, busca otra carne que atormentar o muérete. Adiós, mala bestia.

 

 

 

 

 

 

 

 

                                               Agradecimientos

 

Debo agradecer sentidamente a mi herpes zoster, y ya van dos veces lo que me jode doblemente, la oportunidad que me ha brindado de escribir esta historia de odio a primera vista. Si existe el amor a primera vista no veo por qué nos olvidamos del odio a primera vista, tan real un sentimiento como el otro.

Aunque a lo largo de mi vida no haya sido capaz de vivir de los relatos de ficción ya escritos: novelas y cuentos, tanto para mayores como infantiles, mi instinto de periodista me indicó al punto que estábamos ante una buena historia, y una buena historia hay que llevarla adelante sea como sea.

Esta es una crónica periodística donde se relatan los hechos tal como han sucedido. La historia se ha escrito sola día a día. Las frases se formaban en mi cabeza una tras otra, en fila como las orugas procesionarias, en mis noches en vela y en mis días agitados.

No me negarán que el tema es fantástico, fenomenal, único. ¿Acaso conocen alguna persona que haya escrito sobre el herpes zoster tomándose a coña una cosa tan seria?

Si la conocen no me la presenten, detesto a los competidores.

 

También debo agradecerte tigre feroz, y van tres, que me hayas hecho más bueno. Tras sufrir tu presencia indeseada y tus caprichos, he decidido que en el futuro me voy a esforzar conscientemente en ser más feliz y hacer felices en lo que pueda a mi familia, amigos y simples conocidos.

Sólo con vivir tranquilo y saludar cada mañana con un grito de júbilo: ¡Hola, hermoso día!, ya tendré suficiente en el futuro. Desplegaré una enorme sonrisa permanente de vendedor o actor y regalaré palabras de ánimo a mis familiares y amigos y a todo el que se cruce en mi camino, ya sea quien me vende el periódico o el pan, el cajero de un supermercado o el vecino de escalera. Seré feliz, tigre, caminando por la vida y olvidándome de ti, aunque me costará, tan profunda has impreso en mí tu huella.

Me he propuesto no enfadarme en adelante con nadie, nunca, por ningún motivo, y ceder siempre, incluso aunque me consideren bobo y gilipollas, y me pasen por encima. Mi dicha será enorme, en especial si no te veo más, y haré dichosos a los demás mientras me quede aliento, lo prometo.

Vale.

 

                                                          

 

 

 
                                                           Escrito en Madrid, del 5 de junio al  15 de agosto de 2012

7 comentarios:

  1. Me gustaron mucho los dos primeros capítulos. ¿Como puedo conseguir el texto completo?
    Muchas gracias anticipadas.
    Armando Nevado Loro
    Ramireño de la promoción del 67.

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  2. Olvidé poner mi e-mail:
    armandonevado@gmail.com
    aunque supongo que aparecerá al haber escrito el comentario a través de mi cuenta de google.

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  3. Me encantoll yo comence hace una semama y mis ampollas no fueronn tan fuertess.cuello.y hombros.el.tigrre ataca.horriblee va pasando y si.debemos.relajarnoss ser felicesss y valorart dormire.bien tengo casin44 soy mujer y este.dolorr.es.muyy feooo ami me.resulltp aciclovir y una hierba.tomada.y untada.chitato de.colombia.milagrosa suerte animo.esto.pasa

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  4. Excelente descripción de este tigre que nos ataca, especialemnte de madrugada. Es una peste! En mi caso me atacó la mitad de la cara, ojo y oido incluído.

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  5. Gracias a Dios por la vida de mi hijo, Mi hijo alguna vez tuvo el problema del VIH / SIDA que afectó a su Educación durante años, le di medicamentos diferentes pero no había solución, busco en la red y encontré el contacto de un médico que ayudaba a La mujer que testificó curó su herpes después de años, me contacté con él por correo electrónico y me explicó mi situación, pero me prometió ayudarme con su medicina para curar el VIH / SIDA, el CÁNCER <HERPES, el HEP B, las DIABIDADES, las TRASTORNAS GÉNTICAS, el HPV y otras enfermedades mortales , Él también me aseguró que es una cura permanente, mi hijo tomó la medicación por sólo 2 semanas y volvió a la normalidad. Por 8 meses ahora él ha estado haciendo muy bien. Le doy todo gracias al Dr. Agege por ayudarme fuera de tal problema ahora soy la persona más feliz en la tierra para ver a mi hijo que hace mejor otra vez, usted puede también entrarle en contacto con en dragegespellalter@yahoo.com , O también puede llamar o whatsapp él en +2349036492096 y obtener el medicamento (dragegespellalter@yahoo.com), para obtener más información o pregunta también puede contactarme directamente en mi correo electrónico: donalwhite67@gmail.com gracias..

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  7. Eloy,
    Veo que aterrizaste en una "ensalada de médicos". Yo he padecido hace muy poco el HZ pero no he sufrido tanto cómo tú, sobre todo debido a que he tenido un buen tratamiento.
    Mis dolores fuertes duraron una semana, luego, dos meses y pico más pero de lo que se podría calificar de simples molestias.
    Tus médicos han cometido varios errores:
    - El Aciclovir esta obsoleto, actualmente el tratamiento de referencia es una pastilla diaria de Valacilovir
    - El antiviral (que no mata los virus, simplemente evita que se reproduzcan) se toma durante una semana desde no más tarde de las primeras 72 horas desde que aparece la erupción. Pasada esa semana, se suspende, de hecho la caja tiene 7 pastillas, lo que dura el tratamiento.
    - El dolor no se palia con Paracetamol, Metamizol, Codeínas ni antiinflamatorios, es un dolor generado en el mismo nervio para lo cual esos medicamentos no tienen efecto.
    - Lo ideal es un esteroide (a pesar de lo que opina la mayoría de médicos españoles), concretamente 30-40 mg de Prednisona durante la primera semana (en la que se reduce la dosis de forma paulatina) concurrente con el Valaciclovir. Eso sí que reduce el dolor
    - Transcurrida la primera semana, el tratamiento consiste en un antidoloroso especifico para los nervios, muy preferiblemente la Gabapentina o algún “primo” suyo como la Lyrica.
    - Y durante todo el proceso, usar durante doce horas al día (en tu caso sería en horario nocturno) parches de un anestésico, concretamente Lidocaina, los parches se llaman Versatis, se aplican sobre la zona de dolor. Versatis es un parche para uso especifico (y exclusivo) de la neuralgia postherpetica. Alternativamente y si no hay erupción, los parches de Capsaicina (parches Sor Virgina) dan buenos resultados pero irritan mucho la piel.
    Por lo que dices, la erupción te ha durado mucho, probablemente debido a lo equivocado del tratamiento, lo normal es que las pústulas se sequen en menos de 15 das y a partir de ahi "solo" queda el dolor.
    En mi caso, cuando apareció el herpes, le envié una foto a un amigo médico y, con ver la foto, ya me diagnosticó el HZ. y me recetó el Valaciclovir, mientras me enganché al ordenador y me lei todo lo que se había publicado en EEUU e Inglaterra sobre el HZ, con esa información, tuve una sesión de negociación con mi medico y amigo durante tres horas en casa; él aprendió y yo aprendí. Y de ahi salió el tratamiento que redujo lo que era muy doloroso, a unas molestias soportables.

    Hay una par de vacunas para el HZ, Zostavax y Shingrix pero ambas son muy caras (280 euros caso del Shingrix) por lo que están excluidas de la subvención de la Seguridad Social y , muy pocos médicos saben que existen . ¡Cuantos padecimientos eliminarían esas vacunas!...
    ¡Suerte y salud!
    Al menos nos sirve de consuelo saber que una vez padecido el HZ, sólo hay recidivas en poquísimos casos, esperemos que no sea ni el tuyo ni el mío.
    ...___Albert

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