domingo, 15 de octubre de 2017

RAPHAEL

...POR ILDEFONSO ARENAS


Ca­da uno vive de lo que buenamente puede. Unos trabajan para terceros, otros por su cuenta, los hay que son artistas, también hay artesanos y los más tene­mos una pro­fesión, o un ofi­cio. Yo soy de los últimos, y debo decir que me tocó uno muy cruel. No porque lo sea en sí mis­mo. Es porque no re­­sulta fá­­cil hablar de él. Ima­gi­nen, si no, una fies­ta en ca­sa de un vecino, mu­cha gente des­conoci­da. Na­da más nor­mal, a po­co que la temperatura so­cial se incremente unos grados, que un amistoso ¿y tú qué ha­­ces, a qué te dedicas? Los que primero se ani­man a contestar dicen ser doc­to­­res ilustres, afamados em­presarios, fun­­­­cionarios de cuer­po superior, cate­drá­ti­cos eximios, ar­tis­tas renombra­dos o medias pun­tas que van bien de cabeza. Desde ahí, en pro­gre­si­vo des­cen­­so, el tur­no se nos acer­ca y se nos acerca, mientras que al tiem­po bus­camos el modo de sa­lir­nos del gru­po, de guarecernos en el re­trete, o donde sea, para no expli­­car que uno lleva el control del espacio comercializable de los ce­mente­­rios mu­­nicipales. La gente sue­le ser edu­­cada y no des­com­po­­ne la expre­sión por mu­­­cho que percibamos un sutil gesto colec­tivo, ese inconfun­di­ble de la­­gar­­to, lagarto, y que más de una ma­­no se retrae a la espalda para exten­der los de­­­­dos índice y me­ñi­que, que así se conjura el mal de ojo. Siem­pre hay algún audaz, por no de­­cir cabrón, que se quie­re lucir a cos­­ta tu­­ya y que inex­o­ra­ble­men­te pre­­gun­­ta, con inocen­cia sardónica, ¿y de qué va eso, tío? ¿asig­nas tú las tum­bas?, a lo que, ya jodido y en tono de­sa­fian­­te, res­pon­des que sí, tú lo has dicho, soy el que di­­ce dón­de acabáis to­dos y cada uno de voso­tros. Sí, ríete, pero tar­de o tem­­pra­no tu ex­pediente pa­sará por mi me­sa, y seré yo el que diga en qué nicho ponemos tu ataúd, qué vecinos tendrá tu sepultura o a qué hora quemamos tus des­pojos.
Comprenderán, pues, que no sólo procure no hablar de có­mo he gana­­do mi pan el medio siglo que llevo entre cadá­ve­res, sino que ca­da día rehuya más el contacto con los vi­vos. He pa­sado por de­masiado, desde que me lla­ma­ran Ras­ka­yú a que me pre­­guntaran si los mue­rtos salían de madrugada para dar una vuel­­ta, como can­ta­­ba no re­cuer­do cuál niña pija, sa­bría ella qué carajo es pa­sar una no­­­­che deambulan­do por un cam­po­san­to. Es desagra­dable por­que no es un hu­­­­mor recí­proco, de ida y vuel­­­ta, bondadoso y cordial, el que ha­ce son­reír por mucho que a menudo se tra­te de mue­­cas tor­ci­das. Si no res­pondes eres un anti­pático y un bor­­de, pero si explicas que sí, que los nichos se resque­­brajan al alba y las muer­tas de post­parto salen a pa­­sear en sus mor­ta­­jas, ensan­gren­tadas de los ba­jos y arrastran­do tras ellas sus placentas viscosas ‑una ima­­gen muy ce­lebrada; más de una di­­­gestión he cortado con ella-, eres un asquero­so y un tío por demás de­­sagradable, y no entien­do có­mo le has invitado, Pe­pita. To­tal, que ha­ce mu­cho me resigné a decir que ad­mi­nistro pequeñas propie­da­­des in­­­­mo­­bi­­lia­rias, lo que no de­­­ja de ser verdad, y a cambiar de te­ma, pero sin poder evi­tar que me duela. Es la razón de que cada vez hable con me­nos gente, sin que apenas lo sien­ta. En la vida, y si tie­nen su­fi­cien­­tes años seguro que me com­prenden, to­do es acostumbrarse.
Me falta poco para retirarme, pero a diferencia de lo nor­mal na­die me achucha, nadie me presiona para que acep­te una pre­ju­bilación. No es que sea im­pres­cin­­dible. Suce­de, simple­men­te, que nuestro negocio es muy es­ta­­ble y na­da dis­pu­tado. Para vender no necesitamos rostros agra­da­­bles ni to­­que sexy alguno. Somos lo que somos, y cuanto más feos, y más viejos, y más si­­nies­tros, más paz inspiramos y más caros son los ataú­des que vende­mos. Rara vez hay una cri­sis, y si algu­na se pre­­­senta, como la del verano pa­­sado, es por exce­so de clientela, no por lo con­­tra­rio. Mal ve­rano, el que tu­vi­mos. Un calor horroro­so, ¿se acuer­dan? Aquí, en Madrid, casca­ron dos mil que aún no les to­caba. Hu­­­bo suerte, me­nos mal. Co­mo la mayo­ría eran jubilatas que viví­an so­­los, como seré yo dentro de tres años, só­­lo se les su­­po sepul­tables cuan­do sus veci­nos volvieron de va­ca­cio­­nes y percibie­­­ron el aro­­ma, o cuan­do sus hi­jos se acorda­ron de lla­mar­les, que alguna vez hay que ha­­cer­lo, y les extra­ñó que quince días después siguieran sin contestar. Unas cosas con otras, el gran achu­chón se di­luyó a lo lar­go de septiem­bre, así que pudi­mos afrontarlo sin ho­­­­ras extra­­­or­di­na­­rias. Tuvimos pro­ble­­mas con los ni­chos, porque sien­­do vera­no era im­­pre­­­­­­decible tal ex­­ceso de deman­da –su­be con las gripes, aunque no tanto con los ca­lo­res‑ y ape­nas dis­­poní­a­mos de reservas edificadas, pero una experta ges­tión co­mer­cial –nadie se deja influir tan­to como un deu­do, so­bre to­do si del due­­lo sa­le disparado a la no­taría blandien­do el pertinente certi­­ficado de defunción- desvió la de­­­man­da ex­ce­den­te a nuestros mag­ní­fi­cos cre­ma­torios, de modo que pudimos capear el tem­po­ral sin que na­die ad­vir­­tie­ra lo cer­ca que andu­vimos de ser no­ticia, lo úl­­timo que se puede per­mitir una em­presa de servicios fu­ne­­­ra­rios.
Como les decía, me jubilaré dentro de poco. Mientras lle­ga el día me ocupo de mi trabajo con diligencia irreprochable. No es que me apa­­sio­ne, pero lo hago a plena satis­facción de la empresa y eso es lo que cuenta. El día que me vaya pondrán en mi lu­gar un titulado superior con tres idio­­mas y sie­te masters, aunque no por eso lo hará me­jor. Es más, necesitará un tiempo para no meter la pata, y cuando apren­da se lar­gará, por lo que ya les dije, que no po­der hablar de lo que uno hace conduce a vol­verse di­fe­ren­­te, o a buscar otro trabajo, y más si aún se es joven. Se pre­­gun­ta­rán ustedes có­­mo se puede meter la pata en asignar se­pulturas, por im­pa­cientes que se muestren los deu­dos, y les diré que no es ahí donde se me­te, porque quien de veras asig­­na es un ordenador que compramos hace años, y que aun­que ya es ma­­­yor, como yo, lo si­gue haciendo de maravilla, igual que yo. Mi función es me­ramen­te fe­da­­taria: refren­do con mi fir­ma de apoderado lo que dice la máquina, y to­dos conten­­tos. Sólo se pue­de meter la pa­ta cuan­­do el or­denador no lo ha­ce todo. Me re­­fiero a si hay que de­sen­te­rrar, o exhu­mar, que sue­na co­mo más distingui­do, más elegante. No es­toy hablando de las exhu­ma­­­cio­nes puntuales, esas que de vez en cuando acomete­­­mos a re­querimiento judi­cial, sino a las ru­ti­na­rias, las que se realizan a los veinticinco años del en­te­rra­mien­to si el que contra­­­tó la sepultura no lo hizo a per­pe­­tui­dad. El or­denador me in­dica, en prea­vi­so de seis meses, que un determina­do es­pa­cio re­co­mercia­li­za­ble, por lo general a buen pre­cio –pa­ra re­sidir en un sitio estupendo, rodeado de ve­­cinos ele­gan­­tes, de buenos apellidos, hay que pa­gar un plus‑, es­tá por que­­dar libre. Me dice también dón­de puedo encontrar el expe­dien­­te, lo cual hace que, yo solo, haga lo que diez o do­­ce años antes hacíamos entre cuatro, pe­ro desde ahí es co­sa mía. Sólo mía.
Cuando la que caduca es una primera ocupación sue­le suceder que aún existan deudos conocedores del difunto, y al tener dere­cho a prorrogar hay que dar con ellos, lo que rara vez es fácil. Con frecuencia son an­cianos ape­nas lúcidos, sin con­trol sobre su patri­mo­nio. Hay, pues, que localizar a quie­nes les con­trolan, a menudo hijos des­­al­ma­­dos que si algo de­sean es que pa­pá, o mamá, la espi­che de una santa vez y así pue­­dan re­partirse lo que tenga, por lo gene­ral un piso en un buen sitio y que les sa­ca­rá el vientre de penas. En mi registro esta­­dís­tico par­ticular, nueve de cada diez, una vez entien­den que si dicen de seguir hay que pasar por caja y si dicen de que no eso es todo, no se les paga nada por de­jar la tum­ba li­bre, al momento de­­­ciden a favor de la fo­sa común, que la vi­da está mu achu­chá y ellos, to­­tal, ni se acuer­dan de su abuela. El que hace diez sí prorroga, nor­mal­­men­te por­que no es un vie­jo tan ca­duco y aca­­­bado que no se pue­da lim­piar el culo él solo, que aún controla su dine­ro y ha­ce con él lo que le sa­le de sus par­­tes, y mejor gas­tarlo en eso que dejárselo a la zo­rra de la nue­ra, un suponer. A mí, pues qué quie­ren que les diga: me da­ría igual, aunque la em­presa prefiere que no haya pró­­­rro­gas, porque la tari­fa es más baja, y eso hace que de un mo­­­do sutil, pe­ro efi­­caz, que pa­­­­ra ma­ni­pular vo­luntades no hay na­da co­mo la experien­cia, orien­te a renunciar al que sea, o a la que sea. Curiosamente, cuan­do no ten­­go éxito en esa manipu­lación se acaban mis problemas, mien­­­­tras que si triun­fo em­­piezan mis des­ve­­los; incongruencias de la vi­da, debe de ser. La culpa es de la exhu­ma­ción, que se las trae. Las nor­­mas dicen que de­bo conseguir la presencia de al me­nos un deu­do pa­­ra evitar re­­cla­ma­ciones fu­­tu­ras, lo cual no es fácil de conseguir, ya que no es un trago agra­dable ver abrir un ataúd que contiene los restos de un ser que una vez, años ha, fue más o menos querido. Todo el mun­­do tiende a pa­sar, aun­que ahí es cuan­do su­surro que a menudo aparecen ob­jetos de va­lor, ya que, an­­ti­gua­­men­te, cuan­do los muertos ba­­jaban a sus tum­bas se acostumbraba enjoyar­­los, pe­ro a la fo­­sa común ba­jan sin nada, los hue­sos en un saco y eso es todo, y si algo apa­rece se queda en depó­sito un cier­to tiem­po, al cabo del cual se vuel­­ve propie­­dad de la em­presa. El deudo, si lo ha­bré visto ve­­ces, guar­­­­da un si­­len­­cio de segun­dos para des­pués cam­biar de idea, bue­no, pues allí es­taré, para de­­­cirle adiós una última vez. Ay, si yo les contara de las miserias humanas ante los ataúdes abiertos...
Soy metódico, ya lo habrán deducido. Viviendo de lo que vivo, y desde hace tantos años, cómo no serlo. De ahí que dedique las tardes de los viernes a revisar lo que dice la má­qui­na sobre fosas li­bera­bles en un pla­zo de seis meses. Hace justo eso, seis me­ses, co­men­zó lo que ahora les relato, y a eso se debe que me ha­­ya puesto a escri­bir, no por expli­car­les en qué consis­te mi macabro y aburri­dí­simo tra­ba­jo. Aquella tarde ha­­bía po­cas fosas, y só­lo una de segun­­da pró­rro­ga, por lo cual parpa­­­dea­ba en la pantalla, y al ver el nombre de la ocupanta, pues era una señora, la memo­ria, que alguna vez me pa­rece viva su propia vida, se me puso en mar­­cha, y como esas tardes de viernes hay poca gente y na­die me incordia en mi despachito encris­ta­lado de la planta sóta­no, bajo una luz de muy poquitos watios y rodea­do de ataú­des nuevos, apilados hasta cinco altu­ras, pues me dejé llevar.
Mi memoria se activó porque un nombre como Mau­di­lia Sobre­vie­la Villafáfila es imposible de olvidar. La Mau­di­lia –soy madrileño de ba­ja extrac­ción, esa don­de la prác­tica común es que to­­dos tengamos delante un La o un El; aquí no es como en Cataluña, que anteponer un artículo es práctica normal a lo largo de toda la escala social; aquí, en Madrid, pone de mani­fiesto de dón­de sale uno, y yo salía de la calle Ge­neral Álvarez de Castro, en ple­no Cham­be­rí, en­­­­fren­te del difunto cine Voy, ese que ahora es un concesionario de To­yo­ta pero que hace cin­cuenta y tantos años era la sala exclusiva de los ame­­­­ri­ca­nos de la ba­se, la de To­rre­jón, y así veíamos los chicos de la calle los cocha­zos que tra­í­an aque­­llos hijos de sus ma­dres, y las tías aluci­nan­tes que salían de den­tro, y has­ta nos pa­sá­­ba­mos un rato examinando con interés, por si algo se veía, las carte­le­ras de The Barefoot Comtessa, que según mi ami­go José Luis sig­ni­fi­caba La Condesa en Pelota, pe­­ro esa es otra his­toria, ya se la contaré otro día- era La Portera. Lo es­cribo así, con én­­fa­sis, porque pa­­ra los niños de mi tiempo, y de mi barrio, La Porte­ra era una ins­ti­tu­­ción. Más o menos, co­mo El Sere­no. Una fuer­­za ci­vil y tam­bién social, si no de la na­­tura­­le­za. Se complementaba con el Jefe de la Es­calera, un car­­go abolido muchos años antes, aunque a los efec­­tos de los que alguna vez lo fueron aún se­­­­guía en vi­­gor, si no por otra co­sa porque conservaban un poder muy de temer, el de infor­mar a la policía, y los veci­nos de la ca­sa, en nues­­tra totalidad –sal­vo el Agus­tín y Don Ma­­nuel-, éra­mos hijos de la de­rro­ta. Si usted, lec­­tor amable y paciente, no es lo bastan­te ma­yor, o no lo bas­tan­te de aquí, sepa que cuando un español habla de La Derrota ya dice a cuál se refie­re.
Nuestro ex­‑jefe de la escalera era el Agustín, un falan­gista cojitran­­co que había estado en la División Azul –mi madre no daba más de­­talles- y cuyo úni­co bien de interés, a mis expli­cables efectos, era la hi­­ja del Agustín, una vistosa mo­za de mis años también conocida por La Paqui. A diferen­cia de un ser­vi­dor, por entonces un tirillas, la Paqui era tirando a fron­dosa, como es­capada de un cuadro de Renoir. Una noche de verano, an­da­ría yo por los cator­ce, sin ha­­ber­la provocado, fíjense, sin haberle propuesto nada, me invitó a palpar­­le una teta. No me ne­gué –de siem­­pre fui cor­tés-, pero no podría de­cir que dis­frutase, pese a ser la primera de mi vi­da. Debió de ser por­­que la carne de mu­­jer siempre me ha gustado se­ca, y la Paqui relucía de un su­dor resba­­ladizo, acuoso y en ab­solu­to inodoro. El res­to del Agustín me traía sin cuida­do, aun­que no a mis padres, que cuando nos lo cru­zá­­­­­ba­mos por la calle le saludaban con respeto, pe­­se a que rara vez deja­­ban de mal­de­cir­­le -¡sus muertos tós!- tras ver­­­le ale­jar­se. Moraba el Agus­tín al fon­do del pasillo de aquel cuarto piso, en la úl­tima puerta del lado interi­or. Frente a él, la casa de la señá Manuela, su hi­­jo el Ma­­­no­lito y la zo­rra de la Tere, su señora. La señá Ma­nue­la era una pros­ti­tu­ta medio gi­tana –yo no lo sa­bía entonces, pues era pequeño para saber de ciertos oficios, pero al­gu­na vez, años des­pués, me lo expli­­ca­rí­an-; seguía trabajando pe­se a los muchos años que tenía, no tanto por ella mis­ma co­mo por man­­te­ner al niño de su alma, el Ma­no­­li­to, gordo, va­­­go, guarro y mongoloide, cam­peón de la es­ca­­lera en ma­te­ria de­­to­nan­te ‑ha­bía que verle, y oírle, aso­mar­se a la ventana, en calzon­­cillos con ver­dín y cami­se­ta imperio ato­ma­­tada, beberse de un trago un bote­llín de Mahou, hacer fuerza dia­­fragmal y sol­tar un eruc­to de los que abaten ven­­ce­jos‑ y cu­yo propósito existencial era lloriquear a voz en gri­to, de forma que nin­­­gún vecino se quedara sin oírle, por la mala vi­­da que le da­ba su señora, La Tere. Ay, la Te­re. De­bo expli­car, antes de nada, que la ven­ta­­na de su comedor se abría fren­­te al pa­tio ve­ci­nal, y justo al otro lado es­ta­ba la de nues­tro cuarto, el que com­par­­tía con Vitín, mi hermano ma­yor. En los ve­ra­nos de aquellos tiem­­pos era nor­mal pa­sarse lo peor de la estación en calzon­cillos y con las ven­tanas abier­tas, in­di­feren­tes a que nos vie­ran o nos oye­­ran. To­dos nos ve­í­amos y to­­dos nos oíamos, y a na­die le im­­por­­tunaba esa promiscuidad esca­le­ril; ha­cia tan­­to calor que nos daba igual se nos vie­­ra o no, se nos escucha­­ra o no, se nos olie­­ra o no. La vida era co­mo era y na­­die dis­cutía. Todos nosotros, del primero al último, nos limi­tá­ba­mos a sobre­vivir.
Como decía, de la Tere nos separaba lo que midiera de an­cho el pa­tio, y aun­que las distancias visua­les las tengo apo­li­lladas yo diría que más de tres metros no habría. La Tere, ya lle­go a ella, tam­bién era pu­ta, y gitana, como su suegra, só­lo que jovencita y de buen ver. No te­­nía mal trato, que cuan­do me cruza­ba con ella en la escalera me revolvía el pe­lo con algún cariño –'hay que ver, el Quique, cómo es­tá cre­cien­do el chavalón', solía decir con la enronquecida voz de la que chupa trein­­ta po­llas ca­da día-, pero cuando al Manolito le da­ba la de­pre saca­ba una mala leche que atro­­­naba la vecindad, des­bor­dando el monóto­no rumble-rumble-re­que­te­rrum­­ble de una imprenta cercana –fíjense qué cosas, quizá sea por eso que disfru­te tanto la paz de los cementerios; qué ho­rror, ese rui­do cons­tante, mar­tilleante, atroz, de todos y ca­da uno de los ho­rribles días de mi ni­ñez-. Eran episodios de gran violen­­­­cia, y no sólo verbal, pero como ca­si todas las explosiones pasionales ten­­dían a ser efíme­­ros. En general, en la casa de la señá Ma­nuela, el Manolito y la Tere solía impe­­rar una paz mor­­tecina, perezosa. Se­pul­­cral. En ocasiones, a la som­no­lien­ta hora de la siesta, mi hermano bajaba las persia­nas de nues­tro cuarto y miraba por una rendija, en pie so­­bre mi cama. Yo, que como todo herma­no peque­ño era un chanta­jis­ta, su­surraba 'o me dejas mirar o chillo', y él, po­bre in­feliz, nada es más sufri­do que un her­­­ma­no mayor, me au­pa­ba sin esfuer­zo –era un tirillas, re­cuer­den- y así me aso­ma­­ba yo a unos misterios nada extraordi­narios, no vayan a pensar que nos ofrecí­an gra­tis la escena de la mantequilla del Último Tan­go en París. Por lo general eran el Manolito y la Tere ves­tidos de na­da bebiendo anís a la me­sa del comedor. Algu­na vez, y era ne­ce­sa­rio estar pen­dien­te para no per­dérselo, la Tere se levan­taba pa­ra coger algo, y así lo­gré yo ver las pri­me­ras tetas de mi vi­da. No sabría decir si eran feas o bonitas, pues por en­tonces no sa­bía de tetas, pe­ro no me im­­porta­ba. Eran tetas y con eso bastaba. Mi hermano –pobre Vitín, lo jo­ven que mu­rió-, que me sacaba ocho años y po­día mi­­rar des­de más arri­ba, decía que también se veían los pe­los –Los Pelos; ¿qué diablos se­­ría eso?‑, y yo entonces compo­­nía mi mejor cara de com­prender sin tener mu­cho más que una idea nebulo­sa so­bre qué se­ría eso que a mi hermano tanto le im­portaba, lo bas­tante como para pa­sarse ho­ras y horas en pie sobre mi ca­ma, mi­ran­­do a través de la persiana.
La puerta inmediatamente anterior a la de la señá Ma­nue­la era la nuestra. Fren­­te por frente, pues el pasillo era simé­trico, vivía la Ange­lita. Se daría un aire a la Tere, aunque contra la tendencia general del edificio no era puta. O no por mul­titu­des. Tenía cuatro hijos, según mi hermano malévolo ca­da uno de un papá distinto. Se llevaba bien con mi madre, la cual, he de acla­rar, tampoco era puta. Era la se­ñora de un sastre, hon­rada como la que más, y si un pecado cometió en su triste vi­­da fue rellenar cargadores para el Quinto Regimien­­­­to en el Me­tro de Ar­güe­lles –me lo di­jo años des­pués, cuando le falta­ban días para jun­tarse con papá en el pa­raíso de los anar­quistas, donde pien­so yo que San Pedro le habría des­tinado, pues más de una iglesia se car­gó a golpe de buena dinamita de la CNT, en Si­güen­­za, en Molina y en Pastra­na, que para eso era el sargento dinamitero de la 14ª División, la del ge­neral Mera; la verdad, no puedo entrar en un tem­plo sin evo­­car­le‑. La hi­ja mayor se llamaba Ma­ría de los Án­ge­les, aunque pa­­­­ra todos era la An­ge­lisa. Era de mi edad, muy bo­nita, muy buena y muy dul­ce. Fue mi pri­mer amor imposible, pero ya llegaremos a eso. An­tes de alcanzar nuestras puer­tas, tras aden­trarse por el pa­sillo, ha­bía que dejar atrás los pisos ex­teriores. Los de nues­tra planta eran la ma­­­teria y la anti­materia, si bien co­existían de un mo­­do ad­mi­­rable. Del la­do de la Ange­lita vivían la Coja y la Gorda, unas señoras que para mí sólo serían dos vecinas más, pero mi her­mano me aclaró que no, que las dos eran del oficio, y de las ca­­ras, pues dominaban no sa­bría él de­cir qué raras per­­ver­­­sio­nes eso­té­ricas –no sabía mucho, el in­­­feliz; te­nía, por si fuera po­co, el extraño don de intertextualizar los polisílabos es­drú­­­­julos, lo cual me creó más de un trau­ma, porque no fue hasta ju­rar ban­­dera que yo entendiese, al fin, que lo erótico nada tie­­ne que ver con lo em­­pí­ri­co-. Unos concep­tos demasiado enig­­­máticos para mi cosmogo­nía de por en­tonces, la cual, co­mo era natural, no podía ser más ele­men­­tal. Una des­gracia, por­­que me llevaron a tratarlas con un distancia­mien­­­­to de lo más injusto, y só­lo por no entender los enrevesados men­­­­sajes de mi her­­­­­­mano. A estas altu­ras, lo proclamo a título de discul­pa, siento por las pu­tas no sólo un gran cariño, sino el ma­­­­­yor de los res­petos. En mis sesen­ta y dos años, den­tro de po­­co se­­senta y tres, ja­­más me acosté con una mujer que no me co­­brase. Dios las bendiga.
Frente a la Coja y la Gorda, Don Manuel. Con la iglesia hemos topado. Mis pa­dres le saludaban con humildad, pues los tiempos no eran para menos, pero mi ma­dre lue­go me advertía que nunca, me dije­ra el cura lo que me dije­ra, entra­ra en su casa, y que cuando fuera ma­­yor me diría por qué. Mi hermano, que actua­ba de atajo cognoscitivo, me lo ex­pli­có: es bujarrón. Una pala­bra nueva, pero fiel al que ya era mi estilo me abstu­ve de pre­guntar. Sólo al cabo de un tiempo su­­pe que un buja­rrón es como un ma­ricón, pero de dar. Con eso tampoco sa­­lí de dudas, aun­que algo me pude orien­tar, ya que sí sa­bía qué cosa es un marica. Me­jor dicho, creía saberlo. En la ca­lle se solía señalar así al in­­divi­duo de virilidad discutible, como aquellos que no se atre­­vían a ju­­­gar a Rusia, ¿se acuer­dan?, sí, eso, lo de rusia número uno a su caballo el veintiu­no, y se cogía carrerilla para saltar so­bre los lomos de la mi­tad de la pan­di­lla, cogidos los unos en prolongación de los otros, y luego ve­nía ru­sia nú­me­ro dos a su caballo el veintidós, y así hasta que to­dos los rusias estaban mon­tados en sus respectivos caba­llos, y ahí el rusia jefe man­­­daba marea, marea, y los ca­ballos se removían con vio­lencia para descabalgar a sus jinetes, y al cabo de un mi­nu­to es­tába­mos todos por los sue­­los, prin­gados de ba­­rro hasta las cejas y muer­­tos de ri­­sa, yo algo me­nos por saber que al lle­gar así a ca­sa me cae­ría una ma­­no de hostias, pero lo acep­­taba, porque se trataba de ser co­mo los demás, de no sa­lir­me del re­baño, co­sa que por entonces me daba mucho miedo. Yo, que al ser más pe­queño que los demás no tenía cla­ras las ideas, ima­­­­gi­na­ba que un ma­­ricón sería un ma­rica enorme, gigantesco, gran­dí­simo, co­­­mo el King Kong que una no­­che vi en la terraza del cine Dia­­­na, ese de la plaza del Gene­r­al Ál­­va­rez de Castro que los ve­ranos proyectaba pe­­lículas al aire libre, todos nosotros sentados en si­llas de tijera y comien­do pipas co­­­mo si nos fuera la vi­­da en ello, pe­ro Don Ma­nuel era ba­jito, delgaducho y muy ama­­ble tras su sotana siem­pre sucia, tan­to que en el Parque Móvil, don­­­­de da­ba cate­cismo, se le co­nocía por Pa­dre Su­per­­­he­te­ro­di­­no, por las mu­chas lám­­­pa­ras que lucía. Su­per­he­te­ro­dino, qué pa­­la­bra... ¿re­cuer­­­­dan los anuncios de la Escuela Radio May­mo, que por corres­­pon­den­cia ex­plicaba có­­mo ha­cerse un re­ceptor de onda media? Se les había ol­­­vi­da­­do, ¿ver­dad? Vol­vien­do a Don Ma­nuel, jamás acepté las in­­vi­­ta­cio­­nes que nun­ca me hi­zo, salvo una vez, a una se­ma­­na de marchar a Cam­pa­men­to y decir adiós a Cham­­berí. Ese día, yo de ca­tor­ce recién cum­­­pli­dos y uni­­for­ma­do de bo­to­nes de la fu­ne­ra­ria –ja­más he trabaja­do en otro sitio; empecé a los doce, y si les asom­­bra tan extrema pre­­­co­ci­dad recuerden, o pre­gun­­ten, có­mo era la vi­da de por en­ton­ces-, pasé a su ca­­­sa no recuer­­do pa­ra qué. Me pa­re­ció con­for­ta­ble. Cor­­ti­­nas de terciopelo, ta­pices en las pa­re­des y al­fom­­bras por to­das par­tes. Y muchos li­bros. Don Manuel me aten­­dió con la ma­­­­yor corrección, y les aseguro que no me hizo ninguna marico­­­­na­­­­­­da. Pobre hom­­bre. Igual ni siquiera era bujarrón.
Ya llego a la Maudilia, no se impacienten. A estas alturas es pro­bable que pien­­sen de la pobre que sólo es mi Mc­Guffin –adoro el ci­ne, co­mo casi todos los que odiamos a la gen­­te-, pero no es así. Sucede, nada más, que si hubiera empe­za­­do por ella no se habrían ustedes am­­bien­­tado. La Maudilia, ya comienzo, era de Belmonte, provin­cia de Cu­en­ca. Es to­­­do lo que sé de su historia. Siem­pre iba de negro, aun­que ja­más pregun­té si por su padre, su ma­dre o a saber quién, si alguna vez tu­vo un Quién. La Maudilia era como era y con eso me basta­ba. Re­cuerdo, eso sí, su aroma. Imposible olvidarlo, y tengan en cuen­ta que más de una caja recien­te me ha to­ca­do abrir. De olo­res corpora­­les, supongo lo ad­mi­tirán, sé lo que no está es­­crito. El de la Maudi­lia era in­­con­cebible. To­da ella, en realidad, era inconcebible. No re­­cuerdo veci­no alguno que ha­blara bien de ella. Buenos enchu­fes debía de te­ner, por­que además de antipática, guarra y cotilla –le ador­­na­ban ca­si to­das las vir­tu­des, ya lo ven‑, era la chi­vata del Agus­­tín, el úni­co que la trata­ba de tú, a saber por qué. Qui­zá por eso fuera imposible conseguir que la echa­ran. Era una casa de pi­sos alqui­lados, de renta antigua, y el pro­pietario un ser mis­te­­rioso, me lo contó mi ma­dre años después, que se guare­­cía tras un abo­gado de Burgos, ja­­más se deja­ba ver y en ab­soluto parecía descon­tento de su emplea­da.
Debo aclarar, en defensa de la Maudilia, que las po­si­bi­li­da­des sanitarias del edificio no favorecían la higiene corporal. Cada vivienda dis­ponía de un lavabo-re­trete –al menos tenía­mos agua corrien­te, por su­puesto fría‑, y eso era todo. Uno po­día lavotearse y hacer sus aguas, las menores y las ma­yores, aun­que ahí acababa todo. ¿Ducharse? Por Dios, de qué obsce­ni­da­des habla. ¿Ba­ñarse? Usted ha vis­to dema­sia­das pe­­lí­culas, jo­­ven. Aún así, algunos nos ba­ñá­ba­mos. En mi caso sin excesi­vas ganas. Su­ce­día, una vez al mes o por ahí, que mi ma­dre insta­laba un barre­ño de barro en la co­cina, lo llenaba de agua que pre­via­mente calenta­ba en el fogón y así nos ba­ñá­ba­mos por tur­nos, primero yo, lue­go mi hermano, des­pués mi padre y ella ter­­mi­na­ba el ciclo, me figuro que con un agua que ya se­­ría só­lida. Yo detes­ta­ba ser ba­ñado, qué quieren que les diga. No encontraba pla­cer algu­no en des­­pren­der­me de mis roñas, quizá por no bañarme solo. Mi ma­dre, úni­­­ca niña y encima la mayor en una casa de nue­­ve hijos –de los que vi­­­vían tres; la guerra y la posguerra se lle­varon a los de­más-, era experta en bañar hom­bres jó­­ve­nes, por las buenas o por las malas, y doy gra­cias a Dios por que no me re­fre­­ga­se con el estropajo de alu­minio. A la Mau­di­­lia no la ba­­­ñaba na­die, pero la vi­da era tan jodida que so­­por­­­tar el atroz he­dor de la por­­­tera nos daba igual.
La Maudilia no vivía sola, pero no se lancen, no piensen que aquí llega el amante sórdido que igual están esperan­do. Na­da de eso. Se llamaba Raphael y ya­­­­cía con ella, sí, pero no en la forma que tan críp­­ticamente describe la Biblia. Yacía con ella de un modo amis­toso, pla­tónico, y no ya por estar capado des­de su más tierna infan­cia, sino por ser un gato. Un gato enor­me. Gor­do, negro, de fosforescentes ojos ver­des, inquie­tan­tes, alar­­man­tes, que ha­cían buen jue­go con su paso lento, elástico y ma­­jes­­tuo­so. Un gato en apa­­­rien­cia manso, aunque de ningún mo­do lo era. Menu­dos mor­­­discos atizaba, menudos araña­zos te pe­gaba con esas garras siem­pre des­ple­ga­­das, siem­pre listas para de­fen­­der su territorio. Un gato dig­no de su due­ña y tan de­­­tes­ta­do como ella, si bien, y en eso sí era diferen­te, olía bien. Sor­pren­den­te, ¿verdad? Uno de sus dones era encontrártelo en el lu­­gar más insos­pe­cha­do. Nun­­­ca sa­­bías dón­­de te podías dar con Raphael. Su silencio absoluto le con­­ver­tía en el ve­ci­­no más in­quietante de aquella casa tenebrosa. Eso si no le sen­tí­as ate­rrizar en tu hom­bro, volan­do desde la cuarta di­men­sión para se­guir hacia sa­­bría Dios dón­de. Raph­a­el, en sín­tesis, daba unos sus­tos que te cagabas.
Nadie se llevaba bien con Raphael, salvo su dueña y la Angelisa. Jamás logré saber por qué, pero mi bonita vecina, tan guapa en su vestido de popelín, sus calce­­tines blan­cos y sus sandalias averiadas, era el único ser de la comunidad don­de Ra­phael se acurrucaba de vez en cuan­do. Aparecía por sorpresa, sin que pudiera deter­minarse de dón­­de había salido, y se tumbaba, tan chulo, en el regazo de mi ve­­ci­na, y ahí se dejaba repeinar, rascar y acariciar, con los ojos entornados y en un ges­to imposible decir que re­lajado aunque al menos no en guardia, no a pun­to de sal­­tarte a los ojos. Un fenómeno que solía mani­fes­tarse a eso de las doce, de junio a septiembre, cuando nos daban las va­ca­cio­nes y los niños bajába­­­mos por El Hielo. Ni la menor idea, ¿verdad? Claro. Son ustedes excesi­­vamente jó­­ve­nes. En aquellos tiem­pos, apenas sali­dos de los hambrientos cua­renta, los ali­men­­tos se con­servaban en un artefacto deno­mi­nado fresquera y que se ins­ta­laba en el alféi­zar de una venta­na donde no diera el sol. A eso se de­bía que La Compra fuera una función cotidia­­na, que yo detestaba por­que me veía im­pe­li­do a ir con mi ma­dre. Ir a la compra era como su­­bir­­se al correo Cá­diz-Port Bou, ese que se detenía en todas y cada una de las cin­cuenta mil esta­­cio­­nes. Mi madre se paraba en todas, o se pa­raba con todas, que siempre aparecía una conocida con la que char­lar un rati­to, quizá segun­dos pero que para mí eran horas, y sin po­­si­bi­li­dad de huir, que me llevaba cogido de la ma­no, tan fuer­te que de nin­­gún modo podía escapar. La tecno­logía, por for­tuna, vino a liberarme. Lo hizo en for­ma de nevera, pero no pien­sen us­tedes que de tipo eléctri­co. Anda que no nos fal­­­taba para eso. Era de hielo. Se introducía en ella un trozo de más o menos cinco kilos, y con eso la carne, la le­che y la fruta se aguantaban todo un día, lo justo has­ta que lle­gara más hielo. Eso era lo que su­ce­día cada ma­ñana sobre las doce, que ve­nía El Hie­lo. No venía él solo, andando por la calle. Venía en un motocarro condu­ci­do por un gitano que lo extraía con ayuda de un garfio y lo partía con un punzón -'¿cuán­to te pon­­­go, ni­ño? ¿un cuar­­to? ¿sólo? pueh ven­ga, doh re­aleh y aserca el cubo, ho­dé, que no ten­go to'l día, cohone'‑. Una cere­mo­­nia que recuerdo con dulzura, y no porque me maravillara el mo­­to­ca­rro, ni sin­tiese apego por el hielo, sino por­que no ha­­bía forma de saber a qué ho­­ra llegaría, de modo que hacia las once nos sen­tá­­bamos en el por­­­tal con nuestros cu­bos, ar­mados de pacien­­cia, y a espe­rar bajo el do­sel mias­má­­tico de la cer­ca­na fábri­ca Hutchinson, esa de altísi­mas chimeneas en la calle San­tí­­sima Trinidad, pri­mer fabricante mundial de mier­da, o eso pensába­mos tras tan­tos años de res­­pirar sus indescripti­­bles he­dores. Yo anda­ba ena­mo­­­ra­­do de An­ge­lisa, ya lo dije antes, y en aquellos momen­tos, sen­tado a su la­do, aspirando su perfume a ja­bón La­gar­­to, sus­pi­ra­ba por la lle­ga­da de una tribu de co­man­ches, de mo­­­do que, tras sacar el Colt 45 que no te­nía, me los cargase a to­dos y des­pués tomase a la bella en brazos, y de ahí no pasaba por no te­­n­er idea de qué se pue­­de ha­­cer con una bella en brazos. Ade­más su­ce­­día que los acon­­­te­ci­mientos me dis­traí­an. Uno de los más ha­­bi­tua­les era Raphael, que so­lía bro­tar de la nada pa­ra to­mar posesión de unos mus­los por los que yo ha­­bría ma­ta­do, aun­­que sin sa­ber para qué. Ahí se quedaba, el condenado, go­zando de unas caricias y unos mi­mos con los que yo soñaba pa­ra mí.
La vida siguió su curso, y no les quiero distraer contán­do­les na­de­­rías. Lo mí­ni­mo que les debo decir es que, poco antes de cumplir yo trece, la Maudilia se murió y Raphael de­s­apare­ció. Así, sin más. Surgió de no sé dónde un ser de corte pareci­do, similares atavíos y que olía igual de mal, que luego se que­dó en la portería pero que antes se ocupó del due­­lo. En­tonces no era como ahora, que la gente la es­picha y vie­ne un furgón que se ha­ce con ella y la deja en el tanatorio, y de ahí al cemen­terio, sin manchar, sin ha­cer ruido, de un modo tan eficaz y tan dis­creto que acaba pareciendo que no se ha muerto nadie. Parte de la cul­pa es mía, que al­go pude influir en las actua­les formas de lidiar con los difuntos, pero esa tam­bién es otra historia. La Mau­­di­lia se murió en su chiscón, algún alma buena la fre­­gó, la perfumó y la vistió con el hábito del Carmen. Allí se la veló, por allí pasamos los ve­ci­nos co­mo cuan­­do lo de Franco, pa­ra irnos a la cama bien segu­ros de que la bruja se había muer­­­to, y de allí se la lle­vó un coche fúnebre como los de an­tes, negro y sinies­tro, aunque al menos ya no de ca­ba­llos, que no crean, toda­­vía se les veía en la Es­pa­ña de la Es­tabilización. Así salió la Maudilia de mi vida, y jamás ha­bría regre­sado de no ha­ber­me visto con su nom­bre y sus apellidos, en la fría pantalla de un ter­minal co­nec­ta­do al vie­jo Univac que tan pacien­te­­men­­te ad­mi­nis­­tra­ba la his­toria co­mer­cial de nues­tros muchísimos clientes.
No apareció ningún deu­do. Veinticinco años antes sí lo hu­bo, un tal Calixto Romero Sobreviela que decía ser militar y que pagó religiosamente por otro cuarto de siglo, pero de aquel no quedaba rastro, ni tampoco de unos des­­­cen­dien­tes que seguramente no tu­vo. Hice todos los intentos que marca la ley, más los que or­denan nuestras normas, pero al cabo de los seis meses el destino de la Mau­dilia, o de lo que aún quedara de su persona, por fin estaba escrito: la fosa común.
Me llamaron ayer: Don Enrique, a las doce abrimos la ca­ja de la Mau­dilia. Estamos solos. No hemos en­­contrado nin­gún otro apoderado. Si no viene usted ya me di­rá quién va a cer­tificar. No, antes no pode­mos. La gente se muere a chorros estos días, bien lo sabe usted. Bien, pues aquí estaremos.
Pobre Maudilia, y pobre de mí. Verme con sus restos me daba igual, pero ver­me con los míos, sugeridos por el fantasma de mi niñez, me deprimía. Sesenta y dos años, solte­ro, sin hi­jos, sin nadie tras de mí. Una vida sin sentido, sin dejar na­die detrás que durante un tiem­po me quiera recordar. Bien, pues así eran las cosas y así había que acep­tar­las. Sobre todo, que no se me notase. Soy bueno en eso, en que nadie detec­te qué sucede tras mi cara y tras mis manos. Quizá sea, es casi se­gu­ro, por­que a nadie le importo un carajo.
La caja. De pino, en buena condición o no excesivamen­­­te podrida, si lo pre­fieren así. Yo no recordaba cómo era el ataúd en que la vi de cuerpo presente. No por el tiempo transcurrido, sino porque la costumbre de los tiempos era dejar caer una sábana por los lados, flanquea­da por los velones y no por hacer bo­ni­to, sino por ca­muflar en qué clase de recipiente, o envase que decimos los pro­fe­­­sio­na­les, la difunta salía del reino animal para incorporarse al mineral.
-¿Abrimos, Don Enrique?
Asentí. Cuanto antes terminase aquello, mejor. Mi fun­­ción, debo explicarlo, era revisar el contenido de la caja, bus­cando algún obje­to de valor. No pien­sen uste­des en collares, pulseras o relojes de mar­ca. No va por ahí. Alguna vez los hay, pe­ro son tan pocas que no pa­san de anec­dóticas. Va por muelas de oro, alianzas de matrimonio y pen­dien­tes pequeños, que otra cosa no se deja en los muertos cuando bajan a la fo­sa. Ya se ocupan las hijas, y las nueras, de que allí, en la caja, no quede nada dig­no de ser llevado al Monte de Piedad.
La tapa no se resistió. Al momento apareció la muerta. Con sor­pre­sa.
-¿Ve usted lo que yo veo, Don Enrique?
Lo veía. Encaramado en la descarnada calavera de Mau­di­lia, un gato negro, en sor­pren­dente buen estado, parecía mi­rar­nos desde unos ojos verdes aterradoramente intactos ‑la Al­mu­­­dena es buen camposanto para esta clase de mila­gros; co­mo tiene un excelente drenaje los cuer­­pos suelen con­­servarse bien, sobre todo si la caja es de pino, más re­­sis­ten­­te que las de nogal, o de ro­ble, o de cedro; no se pue­­de com­­pa­rar a las de teka, cierto, aunque no queda lejos; da­dos los precios, el día que les to­q­ue, y si les preocupa presentar un buen as­pec­­to cuando resuenen las trompetas del Valle de Jo­safat, consíganse un buen ataúd de pino de Balsa­ín; há­gan­me ca­so, que su osamenta lo agra­­decerá-. Un mis­terio me­­­­nos, me habría gustado decir a mi madre, que repo­sa­­ba no muy le­jos de allí. Al fin sa­bemos qué pasó con Raphael.
Con frialdad, y profesionalidad, apar­té lo que aún que­daba del gato sin apenas mirarle –las fauces abiertas, los col­­­mi­llos en punta, las garras desplegadas; más o menos, como en vida‑, pues la impresión que da­­ba era la de hallarse mi­tad aquí, mitad allá. Si no por otra cosa, por los ojos. Tan ver­des, y tan grandes, como los ha­bía visto medio siglo antes.
En la caja no había nada de valor. Ya la despojarían bien, al amor­­tajarla. Firmé los docu­men­tos, vi meter los restos en el saco, los de Ra­phael también, y eso fue todo. Pedí un taxi –desde que me robaron el Volvo no he vuel­­to a conducir‑ y me vine a casa, sin ganas de na­da, por­que los ojos de Ra­phael no se me borra­ban de la mente. De ahí que, sin co­mer, comenzase a escribir. Ahora es madrugada, no tardará en amane­cer, y tras repasar esto que han leído –si han llegado aquí‑ me pregunto si Raphael estaba muerto al completo. No sé, quizá sea una ton­te­ría de las que se nos ocurren a los vie­jos solitarios, o puede que sea culpa de la bo­te­lla de JB que descorché nada más sentarme y que aho­ra yace vacía, en la pape­le­ra, pero al apartarlo de la calavera de Mau­dilia me pareció que no estaba frío.
No del todo.




© Ildefonso Arenas, 2014


5 comentarios:

  1. No he podido leer el texto porque ha los finales de renglón están fuera del espacio blanco. ¿Se puede arreglar?
    o

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  2. Ya conocía esta historia, junto con otras que también tienes sin publicar. Encuentro que "Raphael" posee la fuerza de la recreación costumbrista de la vida madrileña de nuestra infancia, que –doy testimonio– era tal cual, en los barrios populares.
    "Raphael" merece que algún editor se fije en ella, y también en las demás historias cortas inéditas a las que me he referido.

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  3. DESGARRADOR. Se le queda a uno el estómago encogido.
    Cuando miramos las calles antiguas de Madrid, según cuáles, claro, tenemos a veces la impresión que tras sesenta años no han cambiado tanto, pero luego te das cuenta que esos años son muchos. Y no digamos ya setenta, pero entonces no hacíamos otra cosa que agarrarnos a la teta (el que tuviera esa suerte) y lo que sucediera más lejos nos traía al pairo. Con los años es evidente que se añora la tierna infancia y alguno revive las antiguas costumbres; el que pueda, claro.
    Opino igual que Jose Enrique; esta historia, como alguna otra que tienes en el baúl, deberías publicarlas.

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  4. DESGARRADOR. Se le queda a uno el estómago encogido.
    Cuando miramos las calles antiguas de Madrid, según cuáles, claro, tenemos a veces la impresión que tras sesenta años no han cambiado tanto, pero luego te das cuenta que esos años son muchos. Y no digamos ya setenta, pero entonces no hacíamos otra cosa que agarrarnos a la teta (el que tuviera esa suerte) y lo que sucediera más lejos nos traía al pairo. Con los años es evidente que se añora la tierna infancia y alguno revive las antiguas costumbres; el que pueda, claro.
    Opino igual que Jose Enrique; esta historia, como alguna otra que tienes en el baúl, deberías publicarlas.

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    1. Ya me gustaría publicarla, pero el relato corto tiene muy mala salida en nuestro mundo editorial. Ni mi agente ni yo hemos conseguido dar con un editor al que le guste publicar cuentos que no sean de niños inocentes y bondadosos. Las historias que me salen, por desgracia para mí (para mi bolsillo, más exactamente), son para lectores que hayan dejado atrás la pubertad. Más o menos, como casi todos nosotros.

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