Madrileños
en Ricote
(libro de
memorias)
Por Eloy Maestre Avilés
Madrid, Navidad de 2012 a Navidad de 2016
A mi madre Rita
ÍNDICE
Prólogo
Primeros recuerdos
El patio de los abuelos
El campo de Ricote
La Balsa del Molino
La plaza del pueblo
Lluvia y gachasmigas
El abuelo Eloy
La abuela Rosario
El abuelo Marcelino
El trío perfecto
Papá y el latín
La bici de Julito
La Consuelo
Forasteros en el pueblo
Añoranza de la fiesta
Destino Ricote
Un paisaje idílico
La Rita de Eloy
FIN
Autocrítica
Prólogo
Este es un
libro de memorias de la familia que formaron mi madre: Rita Avilés Gómez y mi
padre Julio Maestre Rosa, de mis hermanos: Julio, Javier, José Ramón, Rosa,
Luis, y yo mismo; de mis primos queridos Sebastián Ibernón Avilés y su hermano
Eloico, y Andrés Montalbán Avilés y su hermana Rosarito; de las tías Rosarico y
María, hermanas de mi madre y casadas respectivamente con Sebastián Ibernón y
Andrés Montalbán, y de mi tío Pepe, hermano de ellas. También de los tíos
Salvador y Amparo, hermanos de mi padre Julio, cuyos hijos fueron José Luis, de
Salvador y Mari Carmen, Amparín y Finita, de Amparo.
Asimismo
debo situar en lugar relevante a mis abuelos: Rosario y Eloy, padres de mi
madre Rita; y Dedicación y Marcelino, padres de mi padre Julio.
Con la abuela
Dedicación apenas conviví porque murió siendo yo pequeño, sólo recuerdo que era
pequeñita, enlutada y callada, y mantengo un único recuerdo de ella. En una
ocasión siendo Guardia Civil el abuelo Marcelino capturó a una mujer que había
robado algo y le dijo a su mujer que la registrase a fondo en una habitación de
su casa de Ricote, la abuela lo hizo así y encontró lo robado.
De los
otros abuelos pude disfrutar muchos años, en especial de la abuela Rosario, la
más longeva y cariñosa, que compartí con el resto de la familia en Ricote y
durante buenas temporadas en Madrid, siendo ya viuda, con nosotros y con la tía
María.
Por encima
de las personas este es un libro sobre Ricote, el pueblo amado de nuestra
familia donde se hallan nuestras raíces y los huesos de nuestros difuntos,
donde disfrutamos de una infancia feliz,
y del campo de Ricote en el que gozamos como salvajes potrillos durante
nuestros primeros años.
El título
de Madrileños en Ricote se debe a que mis hermanos y yo mismo nacimos en Madrid
pero volvimos a Ricote invariablemente durante nuestra infancia, adolescencia y
juventud cada año en Navidad, a veces también en Semana Santa, y siempre a
pasar nuestras largas vacaciones de verano, que se extendían durante los meses
de junio, julio y agosto completos.
Gracias al
buen oído de todos los integrantes de la familia, que heredamos de nuestro
padre Julio como su gusto por la música y merced al cual hemos disfrutado de
ella toda la vida, desde bien pequeños captábamos a la perfección el acento del
lugar donde nos encontrábamos y lo reproducíamos nítidamente en nuestra forma
de hablar al cambiar de ubicación física. Por culpa de ello, los ricoteños nos
llamaban madrileños en cada ocasión que nos encontrábamos en el pueblo por el
acento que acarreábamos en nuestra voz, decían que usábamos mucho las eses, que
éramos muy finos, y nos hacían un poco de burla. Cuando volvíamos a Madrid, los
compañeros del colegio nos llamaban murcianos por el mismo motivo, ya que
regresábamos a la capital aspirando las eses como en Ricote, en especial las de
final de palabra. De esa forma, adiósss en madrileño se transformaba en
adiohhhh en murciano. Las expresiones más típicas y repetidas cuando llegábamos
a Ricote eran: “¿ehhhhque ahhhh venío?”, y la inmediata posterior: “¿cuándo te
vahhhh?”, dicho todo acabando las palabras con la boca muy abierta, sin modular
las letras.
Nosotros
hemos sido y seguiremos siendo hasta nuestra muerte ambas cosas: madrileños de
nacimiento y ricoteños de adopción. A este respecto, me precio de haber acuñado
hace mucho la frase definitiva: madrileños recriados en Ricote, y así debe
quedar.
El tiempo
de la máxima felicidad: inocente y completa, absoluta y nítida, coincide en la
mayoría de las personas con su infancia. El lugar de nuestra infancia feliz lo
asocio siempre con Ricote y con su campo mucho más que con Madrid, de ahí mi
amor por el pueblo y por sus gentes, retratadas en un refrán contra sus
habitantes que no me resisto a reproducir:
Ricoteños
marañosos (tramposos)
todas
gentes de almará
que por un
par de esparteñas
llevan un
pleito a Graná
En este
sentido el abuelo Eloy, genuino ricoteño, amenazó más de una vez en su vida, al
mínimo litigio, con acudir “a Cieza”, donde se encontraba el tribunal de
justicia más cercano y competente, para que decidiera legalmente sus pequeños
problemas con los vecinos. Por fortuna, los amenazados con esa fórmula eran
menos peleones que él o se hubiera pasado la vida entera litigando y
convirtiendo en ricos a sus abogados.
Primeros
recuerdos
El primero
de mis recuerdos infantiles fue la muerte de un crío en Ricote, cuya visión me
produjo pesadillas durante varios años. Calculo que por aquel entonces contaría
yo seis o siete años. Caminábamos los primos una tarde por las calles del
pueblo cuando escuchamos gritos desgarradores procedentes de una casa. Entramos
y pudimos presenciar un espectáculo muy triste: dos mujeres llorando a gritos y
haciendo grandes aspavientos con un niño muerto tumbado boca arriba ante ellas
en una cama. La impresión debió de ser brutal. A la retina se unió el oído para
hacerla más duradera cuando escuchamos las tristes campanas de la iglesia
tocando a muerto.
Esa noche y
las siguientes creo que dormí en casa del abuelo Marcelino, donde había un
reloj grande de pared que tocaba las horas y las medias dos veces seguidas.
Aunque tal vez me confundo y las primeras veces que escuché campanas después de
ver al niño muerto correspondieron a las de la iglesia en un toque de muerto
muy triste, que también tañía el reloj de la torre las horas y las medias, con
repetición. Los hechos se amontonan en mi cabeza, pero el miedo me sucedió
tanto en casa del abuelo Marcelino, con su ruidoso reloj, como escuchando las
campanas de la iglesia al dar las horas. Mantengo firme en mi cabeza el
recuerdo de no haberme podido dormir numerosas veces hasta que no pasaban las
doce de la noche en el reloj de la Iglesia, esperando angustiado a que sonaran
veinticuatro campanazos con un breve intervalo entre cada bloque de doce.
Después de esos momentos de pánico el miedo se atenuaba, y como a la una de la
madrugada sólo sonaba un tañido, antes o después de ella lograba dormirme.
Hasta
muchos años después mis neuronas no fueron capaces de unir ambos hechos: el
niño muerto con las campanas tocando a muerto, y las campanas de la iglesia y
las del reloj del abuelo Marcelino marcando las horas. Así llegué a la tardía
conclusión de que las abundantes campanadas de las horas reproducían en mi
mente el terror por la contemplación del zagalico muerto, mi primer
enfrentamiento cara a cara con la Parca.
Durante mi
infancia en Ricote, la única leche disponible en el pueblo era la de las
cabras, que se adquiría directamente al cabrero que pasaba en las mañanas por
medio del pueblo con su rebaño, cuyas cabras de gorda panza ostentaban unas
ubres desmesuradamente grandes para su alzada que penduleaban al caminar y casi
les arrastraban por el suelo cuando rebosaban de leche.
Al dolondón
de los cencerros acudían las mujeres demandantes de leche y pedían al cabrero
un cuartillo o dos, aportando su vasija (yo las vi muchas veces en el
Sampedro). El cabrero ordeñaba en el acto una de sus cabras y vertía la leche
en la vasija, que se cobraba por semanas o meses a los clientes habituales y
seguía adelante con ellas si no esperaba turno ninguna clienta más.
Aquella
leche tan escasa y cremosa, de sabor fuerte, la tomaban principalmente
enfermos, madres lactantes y niños, el resto de la población no la cataba
jamás. No existía en las tiendas de alimentación suministro de leche de vaca,
desconocida por aquellos lares hasta muchos años más tarde, cuando apareció
embotellada en botellas de vidrio transparente, hoy completamente en desuso.
Se consumía
en pequeñas cantidades leche condensada marca La lechera envasada en botes metálicos,
especialmente para añadir al café. Los botes de leche condensada se perforaban
en dos puntos opuestos de su circunferencia, y los golosos como yo, siempre que
no nos viera nadie y a escondidas, levantábamos el bote en la cocina de casa y
chupábamos aquella leche densa y dulcísima que costaba trabajo tragar. Después
de un chupetón yo siempre bebía agua para que se disolviera en el estómago y
poder seguir tragando. Mi madre procuraba esconder el bote de leche condensada,
vistos mis asaltos a su integridad, pero yo terminaba por encontrarla y
saciarme de ella.
El
contenido del bote completo cerrado y puesto en el fuego al baño maría
constituía una golosina, adquiría un color crema oscuro y se consumía a
cucharadas para postre.
De pequeños
cenábamos un huevo pasado por agua. Mi madre los hervía ligeramente cada noche
en un cazo y los tomábamos cada hermano el suyo en su huevera. Éramos seis
hermanos y dada la diferencia de edad con los pequeños, sólo recuerdo
perfectamente a los tres mayores: Julito, Javier y yo mismo, cada uno con su
huevera con el huevo dentro ya cocido sentados a la mesa y disponiéndonos a
cenar. Cada cual empuñaba su cucharica, golpeaba la parte superior de la
cáscara y la extraía con cuidado. Suprimido el obstáculo, se añadía un pellizco
de sal y se comía mojando pan en el huevo en pequeños trozos. Luego, la
cucharica entraba por completo en el huevo rebañando la cáscara por dentro
hasta dejarlo absolutamente limpio. Y eso todas las noches del año sin faltar
una ni sentir jamás el menor problema físico ni de colesterol por comer tantos
huevos, será porque nos movíamos mucho. Al ir creciendo lo tomábamos a veces
frito y en ocasiones duro, también con un poco de sal y pan.
Cuando
niños, los desayunos fueron siempre de leche, sola o con Cola-Cao, y la
inolvidable canción del mismo, que escuchábamos cientos de veces en la radio:
Yo soy
aquel negrito
del África
tropical
que
cultivando cantaba
la canción
del Cola-Cao.
Y como
verán ustedes
les voy a
relatar
las
múltiples cualidades
de este
producto sin par.
Es el
Cola-Cao desayuno y merienda,
es el
Cola-Cao desayuno y merienda ideal,
Cola-Cao,
Cola-Cao.
Lo toma el
futbolista para meter goles
también lo
toman los buenos nadadores
si lo toma
el ciclista se hace el amo de la pista
y si es el
boxeador ¡pum, pum!, golpea que es un primor.
A ese
Cola-Cao que nos volvía locos le añadíamos leche, abundante azúcar y pan migado
encima. En contadas ocasiones el pan se sustituía por rollos, fritos en la
sartén, o rosquillas con sabor a naranja cocidas en el horno, todos obra de mi
madre, gran cocinera. En Navidades y fechas siguientes, que transcurrían
siempre en Ricote con los abuelos, mojábamos en la leche mantecados. Se trata
de unos dulces fabricados con manteca de cerdo, de ahí su nombre, además de
harina, aceite, azúcar y almendra molida. En unos moldes de hojalata con forma
de corazón o estrella se repartía la masa, espolvoreada con canela, las figuras
se colocaban en grandes bandejas de hojalata de color acerado negro con los
bordes levantados, llamadas llandas. Estas llandas colmadas se llevaban al
horno de pan donde se cocían los dulces por poco dinero y se recogían después
con los ricos mantecados o con cordiales, nuestros dulces favoritos fabricados
con gran cantidad de almendra, huevo y azúcar, con cabello de ángel por dentro
y la forma de una montañita.
Por aquel
entonces, en las casas de Ricote sólo se disponía del hogar de leña y si acaso
de una cocinilla con varios fuegos de butano, alimentados por una bombona de
dicho gas colocada bajo ellos que aceleraba la preparación de los alimentos. En
las casas no había hornos y por ello se recurría al del pan. En el horno del
pan también se asaban boniatos y patatas pequeñas, llamadas crillas, con piel y
partidas por la mitad, con unos pequeños cortes dados encima, a las que se
añadía sal y pimienta, siendo consumidas con gusto en comidas y cenas.
Tampoco se
contaba con agua corriente en las casas y era preciso buscarla en la fuente
lejana, situada en las estribaciones de la sierra, quince o veinte minutos para
alcanzarla. A ella peregrinábamos tanto los ricoteños como los asimilados cada
día del año, bien a pie o en burra. Recuerdo a las mujeres enlutadas con
cántaros a la cadera o sobre la cabeza realizando unos equilibrios increíbles
con ellos. A la vuelta, portaban los cántaros llenos de lado sobre la panza del
cántaro o sobre un rodillo de tela puesto en la cabeza y sin usar las manos al
caminar para sujetarlos, jamás se les cayó ninguno pese a los caminos
irregulares que pisaban.
Siendo
pequeño recuerdo haber ido de acompañante del mozo del abuelo, que arreaba la
burra cargada con las aguaeras y cuatro cántaros, a por agua a la fuente, y
esperar allí nuestro turno sentados en los caballones a la sombra de las
oliveras, para llenar los cántaros uno a uno en el chorrico minúsculo que
dejaba caer el grifo de la fuente.
También una
vez siendo ya crecido llevé solo la burra a por agua a la fuente con resultado
negativo a la vuelta. Llené los cántaros cuando me tocaba y regresé por la calle
de los Pasos, porque entonces no existía el desvío actual de la carretera para
no atravesar necesariamente el pueblo. A la vuelta pasé la rambla, la burra
cargada y yo mismo, y cuando estaba a punto de llegar a la Plaza se interpuso
un coche y fue necesario meterse en el callejón situado justo enfrente del
estanco. Como yo era malísimo llevando la burra, la conduje del ramal con
excesiva rapidez y sin mirar la estrechez del paso, con tan mala fortuna que
las aguaeras golpearon el borde de la pared y un cántaro se rompió, derramando
toda el agua.
De esa
forma llegamos a casa la burra y este mendrugo con tres cántaros llenos de agua
y uno de ellos hecho pedazos. Un accidente le pasa a cualquiera y no creo que
me recriminasen por ello, pero me fastidió mucho ser tan torpe.
De niño me
maravillaban y asustaban un poco aquellas mujeres de ceño adusto y generalmente
enlutadas, entre ellas algunas de mis tías lejanas que allí llamaban chachas,
siempre viejas, y nos veíamos obligados por nuestras madres a besarlas aunque
nos repugnara un poco que nos babeasen y algunas incluso nos pinchasen con los
pelos de la barbilla y del bigote, y eso cada vez que las veíamos en Ricote. El
luto quien sabe a qué muertos y durante cuantos años rendirían honor, algunas
incluían en su vestimenta velos negros apenas transparentes sobre su cabeza y
dejando escaso rostro al descubierto, que llevaban no sólo para ir a misa sino
en todo tiempo y lugar.
Hoy día nos
extraña mucho e incluso nos produce rechazo observar a tantas mujeres árabes
cubriendo por completo sus cabellos con pañuelos más o menos coloridos y
tapando con velos la mayor parte de su rostro, incluso toda la cara y los ojos
en los casos más extremos. No hace tanto tiempo, digamos 60 años, en el año
1953, en un pueblo murciano se veían muchos velos negros por la calle sin que a
nadie le extrañase ni los rechazase. Predominaba el color negro en las
vestimentas de mujeres y hombres, estos últimos con las chaquetas y los
pantalones de pana, incluso las boinas y los sombreros de ellos eran negros.
Pañuelos coloridos para la cabeza usaban todas las chicas jóvenes y las mujeres
en edad madura con varios en su armario para cualquier ocasión, aunque hoy día
las costumbres de vestimenta hayan cambiado radicalmente y no se vean apenas
mujeres con pañuelos a la cabeza si no son de origen extranjero.
Mi tío
Sebastián era maestro y a lo largo de su vida siempre dispuso de una cabra para
consumo de leche de su familia, cuando se le moría una compraba otra. Mi primo
Sebastián y yo sacábamos a la cabra a pastar todas las tardes de verano,
escuchando muchas veces en el transistor el relato de la etapa correspondiente
al día del Tour de Francia, por distraernos del rollazo de la obligación de
pastar la cabra.
Siempre
atada de su ramal, por el camino hacia el bancal del tío en donde pastaría
tranquilamente, aquel bicharraco un tanto inquietante de pelaje negro como el
carbón, con barba y cuernecillos, comía de todo lo que veía, incluso cardos
secos con unos pinchos tremendos haciendo un ruido enorme a cada mascada, me
pasmaba el hecho de que no se pinchase en la boca. En todo momento había que
tener cuidado con ella para que no mordiese donde no debía y al llegar al
bancal la atábamos corta porque las cabras son voracísimas y lo comen todo,
hasta la corteza de los árboles si las dejas, y de hacerlo los árboles se
secarían.
Luego he
sabido que las fiebres de Malta transmitidas por las cabras eran corrientes en
Ricote y la gente tomaba las pastillas para curarlas como el que bebe agua, de
forma natural. Mirándolo con perspectiva, no parece rara la transmisión masiva
de las fiebres dada la nula higiene del cabrero suministrador de la leche, que
se lavaría con suerte cuando lloviera, y tal vez desconociese absolutamente el
jabón en su vida.
Y siguiendo
con la leche diré que el tío Sebastián regentaba una de las escuelas del pueblo
donde se recibía leche en polvo de los americanos. Venía en grandes cajas
con enormes impresiones donde decía:
“Regalo del pueblo de los Estados Unidos”, sólo que en inglés. Grandes
cucharones de aquella leche eran arrojados cada mañana de lunes a viernes por
la tía Rosarico en un gran perolo puesto a calentar con agua al fuego, la revolvía
bien y servía caliente todos los días un vaso a cada uno de los zagales de la
escuela, puestos en fila antes de empezar las clases, para mejorar su
alimentación.
Una pequeña
parte de esa leche en polvo era desviada para el consumo de la familia Avilés,
primer apellido del abuelo Eloy heredado por sus hijas y segundo apellido
nuestro, y todos los primos y yo mismo con mis hermanos mayores disfrutábamos
de ella, quiero decir que éramos obligados a consumirla.
Su sabor
era sencillamente repugnante, pero en aquella época la educación era muy
diferente a la actual, autoritaria por decirlo con una sola palabra, y los
niños no podíamos discutir las órdenes de los mayores, por ello ingeríamos la
leche todos los días, quisiéramos o no. Mi primo Andrés era más rebelde o
asqueroso que el resto y la devolvía siempre. Su madre, la tía María, le
suministraba la poción, nada mágica, a la vez que mi madre Rita me daba mi
parte. Él se esforzaba cada día en vomitarla y recibía como castigo de su madre
varios azotazos en el culo que soportaba estoicamente. Casi siempre se veía
obligado a beber otro vaso de la pócima que su madre preparaba de inmediato y
le obligaba a ingerir bajo amenazas muy explícitas. Eran otros tiempos como
dije.
Los Estados
Unidos también enviaban a los españoles como regalo, en mucha menor cantidad
que la leche, un queso de color naranja vivo que casi nadie tomaba con gusto en
nuestra familia, desacostumbrados a comerlo de cualquier clase, y que yo
degustaba con alegría por su sabor original, imagino que de vaca, mostrando una
vez más mi rareza desde pequeño.
El tío
Sebastián tuvo una moto Lambretta, con la que marchaba a todas partes con la
tía Rosarico montada atrás, y años después se compró su primer coche marca
Renault 4L, conocido popularmente por Cuatro Latas por el escándalo que armaba
cuando se movía. Era un coche muy duro con portón trasero, ideal para el campo
y la huerta. Cuando fundió el primero, el tío Sebastián se compró otro, y
después un tercero, todos iguales y de rendimiento extraordinario. Le gustaba
mucho ir al cine y cuando no tenía otra excusa agarraba la Lambretta en los
primeros tiempos y el 4L después y se marchaba a Murcia, con la tía Rosarico o
sin ella, según él a “comprar un hule” del que no tenía necesidad alguna porque
disponía de varios en su casa, pero no
le importaba utilizar la misma excusa docenas de veces por el éxito obtenido,
cuando todos sabíamos que iba sencillamente al cine.
El tío era
poseedor de una receta famosa en la familia de pollo relleno, que comíamos con
gusto los domingos y otras fiestas con todos los miembros de la familia
alrededor de la mesa en casa de los abuelos Eloy y Rosario. Cuando lo
preparaban yo comía el relleno y dejaba el pollo, hasta ese punto me gustaba. No recuerdo si la realizaba él mismo en la
cocina, o sencillamente si la receta era suya o de su familia y las mujeres de
la casa la cocinaban como el resto de la comida. Por aquel entonces, los
hombres no eran bien vistos en la cocina, tildándoles de “cocinillas” (el
maravilloso Diccionario de uso del español de María Moliner, que a partir de
ahora citaré siempre como de la molinera, dice al respecto: hombre demasiado entrometido en las faenas
propias de las mujeres), como a mí mismo me echaron de la cocina en
ocasiones cuando me interesaba por cualquier plato. Las cocinas eran reductos
exclusivos de las mujeres y los hombres no se admitían en sus posesiones, no
como ahora que los cocineros famosos son en su mayoría hombres. Por desgracia
esa receta de pollo relleno del tío se ha perdido.
Otro
recuerdo del tío Sebastián es que era apicultor. Poseía unas colmenas situadas
en un lugar llamado Barraca de La Cara propiedad de los abuelos Eloy y Rosario,
un paraje en la ladera del monte justo pegado a los bancales y situado enfrente
del pueblo al otro lado de la huerta.
Algunas
veces íbamos el primo Sebastián y yo a verle trajinar con las colmenas. Nos
manteníamos un poco alejados por el miedo a sus posibles picaduras, sabedores,
por la familia, que el abuelo Eloy estuvo a punto de morir en una ocasión en
que le picaron simplemente tres o cuatro abejas, y allí había miles de ellas.
El tío se
vestía con un traje protector de color blanco que le cubría por completo hasta
los pies incluyendo los zapatos. A continuación se enfundaba un aparatoso
casco con hombreras que le cubría la
pechera y la espalda, igualmente de color blanco. El casco poseía una malla
tupida ante los ojos para lograr visibilidad. Calzaba unos guantes altos hasta
el codo con elásticos. Su imagen lejana y vaga semeja otra más próxima en el
tiempo: sanitarios tratando enfermos del terrible virus del Ébola, que tanto
temor entre la población provocó años atrás.
Dispuesto
como un buzo en tierra, el tío Sebastián empuñaba un instrumento de hojalata
del que expelía humo con un fuelle y con este humo espantaba a las abejas
cuando sacaba de las colmenas los panales contenidos en unos cuadros. Ya libre
de abejas gracias al humo, colocaba el cuadro en un extractor al que le daba
vueltas con una manivela y la miel salía despedida y escurría al fondo del
recipiente provisto de un grifo, debajo del cual situaba los envases y los iba
llenando. Supongo que el color blanco del traje se debía a que no excitaba a
las abejas.
La miel de
Ricote, que siguen extrayendo de sus colmenas los apicultores del pueblo, es
muy dulce y perfumada, presenta un color más amarillo que la de otros lugares,
tal vez debido a la cantidad de flores de azahar, las de limonero, que las
abejas liban allí. La de otras zonas tira más a marrón miel, y en el Norte de
España, Asturias y Galicia, predomina la miel de brezo, oscura, casi negra, con
un potente sabor muy especial. Mientras vivió, nuestra madre encargaba a un
hombre de Ricote tarros y tarros de ella, cosechada allí en el mes de Mayo, que
mi familia y yo mismo consumía con gusto a lo largo del año, como seguimos
haciendo en la actualidad aunque ya no la compremos en el pueblo.
Retengo
otro episodio de abejas en Ricote que sucedió en una tapia situada frente a la
casa de las escuelas del pueblo, una de las cuales era la vivienda del tío
Sebastián y su familia. Las casas formaban un mismo bloque con las escuelas
donde los maestros impartían sus clases. A aquella tapia fue a parar un
enjambre y algunos lo vieron, entre ellos un zagal que fue corriendo a avisar a
un apicultor. Llegó este al poco rato y mientras los mirones permanecíamos a la
espera a prudente distancia, él, a cara descubierta y provisto únicamente de un
saco, se acercó con lentitud y decisión al enjambre y colocó a su lado sobre la
tapia el saco abierto. Las abejas se le posaron en gran número por la cara, la
cabeza y las manos, con los brazos al aire porque era verano, pero no se inmutó
por ello. Tomó con sus dos manos desnudas el montón de abejas, una masa enorme
y movible, y las depositó con cuidado en el saco, lo cerró y se lo llevó hacia
sus colmenas.
Ni una
abeja le picó, y si le hubiera picado una tal vez todas se habrían lanzado a
por él y le habrían matado. Era un hombre valiente, eso nos quedó claro a todos
los mirones, pues mostró una enorme sangre fría y salió adelante con su empeño.
Una de las
meriendas de nuestra infancia se llamaba pan, vino y azúcar, que consistía en
cortar una rebanada grande de pan, mojarla ligeramente con vino y echar encima
abundante azúcar. Otra merienda era a base de tocino salado veteado, del que
nos daban una porción ya cortada y un trozo de pan. Para comerlo usábamos la
navajica que cada año comprábamos en Albacete al pasar en el tren. Con esta
navajica íbamos cortando porciones pequeñas de tocino y grandes de pan. El
tocino lo sujetábamos encima del pan con un trozo pequeño del mismo pan, y así
hasta que nos lo zampábamos todo.
Recuerdo
con claridad que el pan se consideraba un alimento sagrado, y si se caía alguna
vez por casualidad un trozo al suelo se recogía, se besaba, se limpiaba con la
mano la posible suciedad y se comía a continuación, nada de tirarlo o dejarlo
para los pájaros.
A veces
merendábamos pan con dos porciones o jícaras de chocolate Valor, de
Villajoyosa, Alicante, como decía en las tabletas. Era un chocolate con leche
algo harinoso, nada que ver con los chocolates actuales mucho más sabrosos. El
chocolate Valor era famosísimo en la época y más conocido como chocolate “de
hacer”, es decir de preparar con él chocolate bebido, pero a nosotros nos
entregaban del de leche para la merienda.
Otras
meriendas se resolvían aportando a cada uno de los zagales una esquina de un
pan redondo, convenientemente abierta la parte de la miga por nuestras madres
con un cuchillo, y dos reales. Con ambos en las manos nos encaminábamos a la
tienda de comestibles de la Narcisa, situada en la esquina del callejón de las
monjas, a diez pasos escasos de la casa de los abuelos Rosario y Eloy, donde
hasta hace poco se levantaba una sucursal de una caja de ahorros. Allí pedíamos
dos reales de atún, de sardinas o de caballa y la Narcisa tomaba con un tenedor
de una lata grande una cantidad que colocaba en un papel encerado y la pesaba.
Cuando el peso estaba exacto lo retiraba, posando el contenido en el mostrador,
y allí mismo nos lo echaba en el pan con su aceite vertido con una cuchara
grande de madera, y después pagábamos y nos lo zampábamos con el entusiasmo y
avidez propios de la edad.
En Ricote
había dos cines: uno de invierno y otro de verano. El de invierno era un
edificio cubierto y se encontraba a la salida del pueblo, con entrada junto a
las Flechas, un recuerdo falangista de la Guerra Civil, a un nivel inferior de
la carretera.
Dentro del
cine de invierno había una pintada en las paredes muy graciosa que leía cada
vez: Risa risa y risa, con su firma al lado: Tomasín. En el cine daban
películas los sábados y los domingos por la tarde, que concluían siendo de
noche. Al salir del cine en invierno todo el mundo, sin excepción, extraía sus
pañuelos de tela de los bolsillos y se tapaba boca y nariz para no constiparse,
las personas mayores ayudaban a los pequeños en este cometido.
Las
películas se anunciaban en una pizarra colocada en lugar bien visible en la
plaza del pueblo. Escribían el título de la película precedido de alguna frase
publicitaria para atraer la atención del público. Una de esas frases me
encantaba y decía así: Gran película de bate. Quería decir que en ella se batía
a espada el bueno contra un mundo entero de malos, venciendo al final el bueno,
por descontado.
El cine de
verano era descubierto y estaba situado en un local de la cuesta que conducía
al pueblo desde la glorieta de Manducho subiendo a la derecha. Allí pasábamos
lindas noches con las estrellas por techo, viendo películas y comiendo un
bocadillo de cena, o tal vez caramelos, pipas, garbanzos torraos y alcahuetas.
Los restos se tiraban al suelo sin problema alguno, un suelo de cascajo con
chinas pequeñas que sonaban al caminar sobre ellas. Los mayores fumaban sus cigarros
y hablaban a voces. Los asientos eran corridos, de listones gruesos de madera
en el asiento y el espaldar, bien duros e incómodos, que se te clavaban en el
culo y al cabo de un rato no sabías qué postura adoptar un poco menos molesta.
Allí vimos películas de indios y vaqueros, de bate, de piratas y aventuras, de
risa, y lo pasábamos muy bien.
Siendo algo
más mayor pude contemplar en aquel cine de verano de Ricote una muestra de la
represión sexual generalizada característica de la época coincidente con
nuestra infancia y adolescencia.
Se
proyectaba la película de una actriz y cantante española de música aflamencada
que gustaba mucho en aquel entonces llamada Marujita Díaz. En ella interpretaba
un papel que la permitía lucirse cantando varias canciones conocidas del
público, que la jaleaba y cantaba a veces a la par que ella en la pantalla.
Entre estas canciones había una llamada Mi jaca, cuya letra decía así:
Mi
jacaaaaaaa
Galopa y
corta el viento
Cuando paso
por el puerto
Camini-
to de
Jereeeeeeez.
Pero la
actriz no se limitaba a entonar la
canción sin más, sino que imprimía mientras cantaba las palabras mágicas Mi
jacaaaaaa, un ligero movimiento oscilante a sus tetas, arriba y abajo, que
volvía loco al personal masculino en su conjunto atacado de fiebre venérea.
Había que escuchar las barbaridades que gritaba a la pantalla un buen número de
los hombres excitados y puestos en pie durante aquella canción.
Fuimos
muchos los que contemplamos la película y su moza canora el sábado y repetimos
el domingo, los precios eran populares y asequibles para todos, y a quien le
gustaba mucho una película repetía al día siguiente.
El
resultado del domingo fue idéntico al obtenido el sábado, tal vez con los
mismos espectadores presentes y el cine lleno a rebosar. El público masculino
se mostró completamente exaltado ante el movimiento de las tetas de la
cantante, punto culminante de la película, soltando espumarajos y denuestos
lúbricos a la pantalla. La reacción apasionada del personal me sorprendió, por
eso mi memoria la conserva incólume, inmarcesible, intacta.
El dueño de
ambos cines era Jesús, apodado el Manco porque le faltaba uno de los brazos. Este hombre era uno de los adinerados
del pueblo y montaba una jaca preciosa de pelaje castaño. Acabaría siendo suegro
de nuestro amigo Manolo “el de las Casas”, llamado así porque su padre era
agente forestal y vivía con su familia en las Casas Forestales, que hoy día son
un albergue juvenil y en nuestros tiempos constituían la vivienda de los padres
de Manolo y de otra familia cuyo padre era asimismo agente forestal, encargados
ambos de la Sierra de Ricote. Manolo casó con Carmen, hija de Jesús el Manco.
El operador
de ambos cines era Pepe “el Comino”, un personaje singular que ejercía también
de sacristán en la iglesia. De baja estatura y muy delgado, todo el mundo le
llamaba así. Los cominos son semillas muy pequeñas que usan en Ricote como
condimento de comidas y embutidos, de ahí la gracia del sobrenombre que alguien
le puso y le quedó para siempre.
Entre rollo
y rollo de película había un parón, se encendían las luces y hasta que el
Comino colocaba el siguiente rollo las luces permanecían encendidas. A veces la
película en mal estado se cortaba de improviso y en ocasiones porque tardaba
mucho en la operación o confundía el orden y colocaba el tercer rollo antes del
segundo alterando la acción de la película, la gente la emprendía a voces con
él dirigiéndose hacia la cámara de proyección y le insultaba con gusto y
cariño.
Podía
suceder que algunas personas llegasen tarde a la película y cuando el Comino
iba a cambiar el rollo pedían que colocase el mismo por segunda vez, y otros
espectadores protestaban ante los tardones y se armaba un buen guirigay.
En el cine
de verano la juerga estaba asegurada. La gente se mantenía de buen humor por el
tiempo agradable, todos comían su bocadillo o pipas, fumaban, se veían unos a
otros cara a cara, le decían cosas a la pantalla o a sus héroes, y se distraían
con las cosas del Comino y de todo lo demás.
Otro
espectáculo fabuloso en su época fue el de la televisión, que pudimos
contemplar por primera vez en el Salón Parroquial de Ricote. Se llegaba al
mismo por unas escaleras de piedra que comenzaban junto a la entrada lateral de
la iglesia del pueblo. El salón era amplio y la entrada libre, había muchas
sillas para sentarse y no recuerdo los programas que veíamos en el único canal
de televisión entonces disponible y en blanco y negro, ni el horario de
apertura y cierre del salón. Recuerdo que estaba muy concurrido y que contemplamos
allí algún partido de fútbol.
La Semana
Santa en Ricote es otro recuerdo infantil imborrable. Se conmemoraba
principalmente con las procesiones que recorrían las estrechas calles del
pueblo. En esos días el ayuno se respetaba a rajatabla, como la prohibición de
comer carne el Viernes Santo, que se sustituía tradicionalmente por una comida
a base de bacalao seco. Este ayuno que la religión católica estipulaba en la
Cuaresma consistía en no comer nada entre horas, sólo desayuno, comida y cena.
La curiosidad típica murciana consistía en excluir del mismo a los caramelos,
consumidos mayoritariamente a todas horas a lo largo del día y de la noche. La
gente afirmaba con total seriedad que los caramelos no rompían el ayuno y por
ese motivo comían de ellos en abundancia y sin remordimientos de conciencia por
haber pecado al romper el ayuno.
Una de las
procesiones más solemnes en Ricote era la del Silencio de Viernes Santo que
transcurría completamente a oscuras, con las luces de las calles del pueblo
apagadas y alumbrados los participantes sólo por los cirios y velas de los
pasos y penitentes, y sin música alguna de acompañamiento ni bisbiseos de rezos
ni nada de nada. El silencio absoluto sólo se veía roto por los siseos
continuos de los papelillos de los caramelos que la gente comía sin tasa y a
oscuras durante la procesión.
Incluso hoy
día los caramelos continúan siendo una constante en las procesiones murcianas
de Semana Santa, en concreto creo recordar la del Domingo de Resurrección en
Murcia capital que algunas veces hemos visto Pilar y yo con el primo Sebastián
y con Mari Jose, su mujer. Los nazarenos que acompañan a los santos, además de
su capirote picudo y su túnica, todos del mismo color según la cofradía, llevan
unos bolsos grandes a la altura de la tripa llenos a rebosar de caramelos y de
habas tiernas, que abundan en la huerta murciana por esa época y se comen por
kilos en bares y domicilios particulares. Los nazarenos arrojan de cuando en
cuando puñados de habas mezclados con caramelos a los espectadores de las
procesiones, que se apresuran a recogerlos y a dar buena cuenta de ellos, con
el regocijo consiguiente de grandes y chicos.
Una de las
curiosas costumbres ricoteñas de Semana Santa era jugar a las caras. Lo hacían
los hombres por las mañanas de los días señalados en un lugar apartado, un
altozano del pueblo nombrado de forma precisa para la época como El Calvario
por los que perdían allí su dinero, situado detrás de unos huertos y adonde se
llegaba por un camino entre tapias a un lado de la casa de la abuela del primo
Andrés llamada Engracia y madre de su padre, que estaba en un alto junto a la
Rambla, casa que luego compró Culín y montó allí su bar.
En El
Calvario se reunían algunos hombres en un corro, todos de pie, y jugaban a las
caras con unas monedas viejas de cobre, grandes, cuyas figuras apenas se
distinguían. Uno hacía de banca y tiraba las caras, y los demás apostaban. Las
caras se lanzaban al aire en sentido contrario una de la otra, una cara hacia
arriba y otra hacia abajo, separadas entre sí y mostrándolas cada vez a los
apostadores girando la mano antes de lanzarlas, por lo que teóricamente había
la misma probabilidad de obtener dos caras como dos cruces. Volaban las monedas
al aire, caían al suelo saltando y todos contemplaban ávidamente el resultado.
Si las dos resultaban caras ganaba la banca a todo el mundo, y si salían cruces
la banca pagaba a la concurrencia apostadora. Con una cara y otra cruz la
jugada no valía y se repetía la tirada.
Las
apuestas se realizaban colocando el dinero directamente en el suelo. Los de la
banca lo retiraban si habían ganado y depositaban allí mismo idéntica cantidad
a la jugada si resultaron perdedores.
A veces los
apostadores o la banca no se conformaban con el resultado favorable o adverso y
pedían a voces: ¡otro golpe! Si se ponían de acuerdo los apostadores y la banca
se tiraban las caras de nuevo sin apostar más dinero ni dejar apostar a los que
no lo hicieron la primera vez. Si se repetía el resultado anterior, ya fueran
caras o cruces, se pagaba o se cobraba dos veces, si salía al revés de la
primera tirada estaban en paz y se empezaba de nuevo el juego, con retirada del
dinero, incremento de la apuesta o nueva apuesta los que no lo hicieron antes.
Nunca había tres golpes seguidos.
Siendo
pequeños, las primeras ocasiones que fuimos a ver jugar a las caras no teníamos
dinero alguno para apostar, después y siempre en cantidades pequeñas
apostábamos algo, una moneda o dos. En el suelo se veían generalmente monedas,
aunque también había algunos billetes pequeños.
Recuerdo
claramente a un hombre con un zapato con alza enorme caminando con dificultad llamado Benjamín, el cartero del
pueblo, que actuaba siempre como banca. Él tiraba las caras pero se ponía tan
nervioso que le temblaba la mano lanzadora y las monedas ascendían en el aire
no planas sino medio inclinadas, y el resultado demasiadas veces era de cara y
cruz, o caían de canto al suelo rodando con el enfado consiguiente de los
apostadores, imposibilitados de perder su dinero a toda velocidad porque había
que repetir la tirada. El peligro de los integrantes de la banca, que sólo unos
pocos se atrevían a asumir, era que podían perder mucho dinero y no las pocas
monedas que todos se jugaban. Por eso la banca solían llevarla dos o más
personas puestas de acuerdo, nunca una sola. Uno tiraba las caras y otro o dos
más cobraban o pagaban las apuestas.
Si salían
varias veces seguidas cruces los apostadores se animaban, lo mismo que se
deprimían si la banca tiraba varias caras seguidas dejándoles pelados.
En el juego
de las caras fue el primer sitio en mi vida donde vi a la gente apostar dinero.
Los juegos de dinero se consideraban entonces un vicio y un pecado, y el
Régimen franquista mantenía su estricta prohibición, tanto los de cartas, como
la ruleta y los restantes. De ahí derivaba la relativa clandestinidad con que
se practicaban las caras en Semana Santa en Ricote, cuya existencia todo el
mundo conocía pero que la autoridad no prohibía expresamente.
Otra
costumbre popular en Semana Santa consistía en subir a Las Casas por las tardes
a comerse la mona el Domingo de Resurrección y el Lunes de Pascua siguiente.
Este lunes lo ha considerado siempre la tradición levantina como fiesta, no
siéndolo en cambio el Jueves Santo como sucede en el resto de España.
Las monas,
un dulce grande y redondo, de suelo plano y abombada copa, se preparaban en
cada casa y cocían en el horno de pan. Se mezclaba la masa y se coronaba por un
huevo duro, sujeto por arriba por dos tiras cruzadas de la masa, se ponía en
llandas y se llevaba al horno a cocerlas.
La gente
joven subía a merendar y nos sentábamos a la sombra de los pinos que rodeaban
Las Casas, colocando en el centro la comida que cada uno aportaba consumida
comunitariamente. Era corriente llevar en las cazuelas conejo frito con tomate,
tan rico y gustoso. En aquellos tiempos los corros se formaban por separado:
chicas por un lado y chicos por otro. También las familias subían a comerse la
mona. El camino se realizaba a pie desde el pueblo, aunque alguna burra se veía
llevando a la gente mayor a merendar.
Los amigos
nos poníamos de acuerdo para comprar cosas de alimento y llevarlas a Las Casas.
A Sebastián y a mí nos gustaban mucho los plátanos. Conservo en mi memoria que
subimos en una ocasión con un hijo de Pepe el de la Caja amigo nuestro llamado
Pablo y fallecido en su juventud por fallo renal absoluto, aunque su padre le
cedió uno de sus riñones que le trasplantaron y el trasplante falló, eran los
años primeros de los trasplantes, ahora hubiera vivido seguramente. Subimos
Sebastián, Pablo y yo con un kilo de plátanos para cada uno, tres kilos en
total, que nos comimos allá arriba uno tras otro con mucho gusto después de
merendar y sin problemas posteriores derivados de tan abultada ingesta.
En otra
ocasión, varios amigos preparamos un cubo de natillas, que cubrimos con un
trapo limpio y llevamos andando hasta Las Casas. El camino transcurría por la
carretera, y había un atajo entre dos curvas grandes ya casi arriba del todo, y
lo tomamos ese día pese a ir cargados con la comida, entre ella el cubo de
natillas. Subiendo por el atajo empinado y entre piedras, el portador de las
natillas, yo mismo, se dio un barquinazo con su propia pierna y allá fueron una
buena parte de las mismas a regar el caminito amigo y mis pantalones, con gran
cabreo propio y de los amigos por mi torpeza.
Las monas
se comían de postre, y lo típico era extraer el huevo duro de la mona, aguardar
a que alguno de los amigos se encontrase distraído y cercano a ti, y arrearle
un huevazo en la cabeza, incluso en plena frente, rompiendo la cáscara. La
venganza del agraviado se ejercía sobre la misma persona o cualquier otra
próxima, que recibía un doloroso golpetazo de huevo duro en su cabeza. Después
del golpe se pelaba el huevo y se comía en paralelo a la mona.
Se bajaba
de Las Casas en grupos y a veces los chicos nos acercábamos a las chicas para
charlar, lo que hoy parece normal entonces no lo era tanto. Yo me aproximé en
una ocasión a la Virtudes, que acabó siendo novia y casándose con mi amigo
Jesús del Boni, y su madre que andaba cerca me preguntó si yo iba en serio.
Creo que me desconcertó su pregunta porque yo iba en serio a hablar, no
pretendía hacerme novio de la Virtudes, pero su madre pensaba de otra manera,
interpretando el sentir popular de la época con exactitud: quien se aproximaba
a una chica era para hacerse novio suyo si ella consentía, nada de hablar por
hablar. Por eso me separé de la Virtudes y volví con los amigos, con ellos no
tenía problemas.
Las tardes
de los domingos en Ricote se iba a pasear a la carretera, y si había fútbol a
ver el fútbol, en aquel campo duro y pedregoso que cuando te caías al suelo te
raspabas el cuerpo, las piernas y los
brazos. En ese campo yo he jugado algunas veces más o menos en serio, partidos
de once contra once, casi siempre de defensa derecho y en mi madurez incluso
como medio defensivo que repartía juego.
De estos
partidos en serio conservo un recuerdo curioso. Nos encontrábamos jugando y yo
recibí una entrada dura de un contrario por la que caí al suelo y me raspé
malamente en el codo y en una rodilla. Me levanté cabreado y sin más ni más le
llamé cabrón. El problema es que mi adversario estaba casado y se lanzó hacia
mí con intención de pegarme. Algunos compañeros le detuvieron, por fortuna, y
no llegamos a las manos. Yo me disculpé diciendo que en Madrid era un insulto
leve y generalizado sin significación de cornudo ni nada semejante.
También en
este campo disputé algún partido como defensa derecho con el club de fútbol de
Ricote, el Atlético Montañés, dirigido desde su defensa magistralmente por el
Panzas, todo un personaje. En una ocasión, ante un saque de puerta que efectuó
el Panzas me debí colocar demasiado centrado o el saque resultó desviado y me
arreó tal pelotazo en la cabeza por detrás que casi me tumba.
Otro día
jugué con el equipo del pueblo medio partido, porque el Panzas me cambió en el
descanso, en el cercano pueblo de Campos del Río. Yo era un defensa limpio que
siempre intentaba birlarle la pelota al contrario sin hacerle falta. El Panzas
era un defensa central de la vieja escuela, duro y expeditivo, y se cansó de
advertirme ante un ataque contrario que si pasaba el balón no pasaba el tío.
Como no le hice caso duré poco en el equipo.
El paseo
dominguero se iniciaba en el pueblo, comprando pipas o garbanzos torraos y
alcahuetas que se vendían juntos, todo ello para pasar el rato comiendo. Un
señor, padre del Remigio, un zagal de nuestra edad, preparaba los domingos y
festivos helado para vender llamado “chambi”, siempre de vainilla, colocando su
puestecico a la sombra en una esquina de la glorieta de Manducho enfrente del
cuchitril del zapatero remendón, al paso de la gente a media tarde (justo donde
nos habíamos estrellado uno tras otro con la bici de Julito). El helado lo
distribuía entre dos barquillos rectangulares planos muy finos. Uno lo colocaba
al fondo de un molde metálico, que llenaba de chambi con una cuchara plana
especial al ras, luego situaba otro barquillo encima, daba la vuelta al molde
con habilidad, empujaba un resorte mecánico y salía el helado aprisionado entre
los dos barquillos y listo para comer, envuelto profesionalmente en una
servilletica de papel en el momento de la entrega. Según tus posibilidades económicas
del momento podías pedirlo doble o sencillo, no había más opciones.
El paseo
continuaba por la carretera hasta las Flechas, con curva a la izquierda tras
superarlas y seguía recto hasta la siguiente curva, que giraba a la derecha
para salir del pueblo. Pasada esta los mozos y mozas siempre separados, ellas
cogidas del bracete y ellos sueltos y en grupos poco numerosos, burreando,
seguían hasta una ancha acequia de tierra recubierta de grama, ese césped tan
duradero de zonas secas como la murciana, a la izquierda de la carretera, donde
nos sentábamos a charlar, reír, comer pipas y otras chucherías y pasar el rato.
Algunos incluso intentaban ligar con las mozas, aunque eso siempre era difícil
y problemático en la época. Cuando llegaba el momento de pasear los domingos
por la tarde siempre se decía: ¿vamos a la grama?, y todo el mundo sabía a lo
que se refería con ello.
Estando una
tarde allí aburridos y siendo ya zagalotes a Paco, apodado “frutas” por su
conocimiento del género, que no era alto pero sí muy fuerte, se le ocurrió
decir que él era capaz de bajar a cuestas al Antoñico de la Juliana (primo
hermano de Andrés por ser la Juliana hermana de su padre) hasta Ojós. Yo dije
que no y él que sí y yo que no y él que sí. De ese modo, pujando uno y otro,
acabamos por apostar algo de dinero que entregamos a uno de los amigos que
actuó de árbitro para que nadie pudiera luego volverse atrás. Yo puntualicé que
no podría depositar su carga en el suelo ni por un momento, en cuyo caso
perdería la apuesta y él aceptó. Después, Paco se echó a cuestas a Antoñico y
la pandilla entera los flanqueamos e iniciamos el lento paseo hasta Ojós por
ver quien ganaba la apuesta.
Enfilaron
caballo y caballero paso a paso la recta de la grama acabada en pequeña curva a
la izquierda con puentecillo que salvaba la rambla de Ricote, y luego otra
recta mucho más larga que culminaba en la Olivera Gorda, nueva curva a la
izquierda hasta llegar a unos abrevaderos de bestias que siempre contenían agua
llamados Las Pilas, pegados a la derecha de la carretera en las estribaciones
del monte como el cementerio de Ojós bordeado después. Paco se detenía de
cuando en cuando para descansar encorvado e incluso se cambiaba el paquete de
posición pero sin dejarlo nunca caer.
En esto
llegamos al punto crucial, cuando la carretera culebreaba hacia la izquierda en
numerosas curvas, llamadas popularmente “arrodeas”, hasta acceder al largo paseo arbolado de
cipreses que daba entrada al pueblo. Nada más pasar el cementerio, justo de
frente a la carretera se encontraba un cabecico por cuya ladera discurría un
atajo con el que se alcanzaba enseguida Ojós. Paco se iba a dirigir con su
carga a cuestas por él y ante mi protesta se detuvo e indicó que nada se había
dicho de tomar o no el atajo sino de llegar a Ojós. La compañía entera le dio
la razón y enfilamos el camino. Al atreverse a tomar el atajo supe,
instintivamente, que yo había perdido. Paso a paso, con cuidado de no tropezar,
fue bajando lentamente por el atajo montuno, arribó al pueblo con su carga que
pudo al fin depositar en el suelo y ganó la apuesta.
Entre la
carretera y el atajo habrá dos kilómetros de distancia desde Ricote y todo
cuesta abajo, pero Paco fue capaz de cubrirlos con su carga encima que era de
lo que se trataba. Creo que le dio algo del dinero ganado al Antoñico por lo
bien que se había portado como paquete. Desde entonces he decidido no apostar
nada en mi vida y lo he cumplido.
Con Paco
“frutas” tuve un encontronazo, no recuerdo a propósito de qué, pero nos
enfadamos aunque siguiéramos siendo amigos. Entonces él pronunció la frase
murciana ritual: a la mierda te mando pa siete días, si tuvieras vergüenza no
me hablarías. Yo pensaba que era una frase cualquiera de las que se lleva el
viento y el enfado se me pasó mucho antes de esos siete días señalados. Pero
cuando al poco tiempo traté de hablarle de nuevo, Paco se mostró enfadado por
mi pretensión y se negó a contestarme, imponiendo la tradición por encima de
todo. Estaba claro que yo no entendía nada de sus costumbres como forastero que
era.
El patio de
los abuelos
Uno de los
lugares memorables de nuestra infancia fue el patio de la casa de Ricote de los
abuelos Rosario y Eloy. Allí se desarrollaba cada año la matanza del chino,
siempre antes de las Navidades. A los murcianos les debe entrar el hambre
pensando en el cochino, del que dicen que se come todo hasta el rabo, y tal vez
por eso suprimen la primera sílaba y dejan al animalico en chino a secas.
La matanza
se desarrollaba a media mañana y resultaba especial para todos los pequeños que
gozábamos del espectáculo desde un lugar privilegiado, a salvo y en alto: las escaleras
del patio que ascendían pegadas a la pared y conducían al patio de arriba,
donde se tendía la ropa en largos alambres. En los peldaños de las escaleras
nos sentábamos los pequeños: mis hermanos y yo, Sebastián, Eloico y Andrés.
Mientras tanto, nuestras madres y los abuelos se afanaban abajo preparándolo
todo.
El patio se
despejaba por completo de sillas, dejando sólo una mesa fuerte y baja donde
echaban al chino para matarlo. Con los pequeños sentados y los mayores
atareados y nerviosos, la emoción se palpaba en el ambiente. Desde nuestro
puesto divisábamos las puertas del patio abiertas de par en par como la puerta
de la calle y comunicadas por el pasillo despejado de sillas, la apertura
completa de ambas indicaba lo insólito del momento.
Los nietos
palpábamos la excitación en el ambiente y nos manteníamos quietos y en
silencio, previendo la entrada del chino que al fin se anunciaba a lo lejos con
agudos chillidos cuando era acarreado hacia nosotros. Le escuchábamos con
claridad salvando la puerta de la calle, resbalando con sus pezuñas sobre las
lisas losas de los dos escalones de la entrada, sobre el piso fino de la casa,
y al final aparecía ante nosotros el chino con aquellas orejotas y el morro
enorme, atado con una soga de una pata de la que tiraba una persona y varias le
arreaban desde atrás.
El
penúltimo obstáculo a salvar era el alto escalón del patio, y los que tiraban
de él se afanaban por elevarlo al nivel del patio ante nuestros ojos asombrados
y asustados. Levantar el corpachón de aquella enorme bestia peluda costaba lo
suyo, pero al cabo lo conseguían con grandes chillidos de enfado por su parte.
Ahora quedaba el último envite para colocarlo de lado sobre la mesica baja, lo
que suponía alzarlo en vilo por unos instantes e inmovilizarlo luego en la mesa
para que Perico, el carnicero del pueblo y matachín, procediera a clavarle el
cuchillo en el cuello hasta desangrarlo por completo y causarle la muerte.
Todos los
hombres se disponían alrededor del chino para auparlo a la mesa mientras que
otra persona sujetaba dicha mesa por detrás. El chino llevaba una de las manos
atada con gruesa soga y cuando lo echaban a la mesa esa mano era atada a una
pata y la otra sujeta hacia atrás, doblada, para dejar libre el cuello donde le
clavarían el cuchillo. Ataban las patas traseras a la mesa y lo inmovilizaban
por completo. A todo esto, el chino no había parado de chillar y de asustar a
los nietos que lo mirábamos agarrando fuertemente los barrotes metálicos de la
escalera con nuestra cara entre ellos.
Una vez
amarrada firmemente la bestia tumbada de lado en la mesa, el matachín buscaba
con la mano el punto concreto donde clavar y después le propinaba un tajo
profundo. De su pescuezo manaba de inmediato un chorro de sangre que caía sobre
un lebrillo colocado bajo él. Mi madre Rita, la más joven, alta, fuerte y guapa
de las hermanas, lo esperaba arrodillada y con la ropa remangada por encima de
los codos y conforme caía la sangre era batida con brazo y mano derechos para
que no cuajase de inmediato. Los chillidos anteriores durante el paseíllo no
eran nada comparados con los que profería el chino al sentir la puñalada
mortal.
Los
pequeños no veíamos desde nuestra posición herir al chino con el cuchillo, pero
entreveíamos el chorro de sangre que caía en el lebrillo y sus chillidos
arrebatadores que nos asustaban, obligando a algunos a taparse los oídos con
las manecicas para no escucharlos y a cerrar los ojos a ratos para no
contemplar el terrible suceso.
Con los
últimos estertores del chino, agitando manos y patas lo mínimo permitido por
sus captores, mi madre seguía batiendo la sangre hasta que la última gota
abandonaba el corpachón de aquel monstruo peludo de grandes orejas y mi madre
se alzaba del suelo con el brazo manchado y el lebrillo medio lleno de roja
sangre batida, y lo cubría con un gran paño limpio saliendo del patio
airosamente con él apoyado en la cadera, con lo que se daba por terminada la
fase de su muerte.
Pero el
espectáculo continuaba para los chiquillos y nadie se movía de allí. Se le retiraban
las sogas de sujeción y se procedía a chamuscarle los pelos cortos y abundantes
que cubrían su piel, volteándolo del otro lado al acabar el primer costado.
Para conseguirlo, Perico y los demás hombres constituidos en ayudantes usaban
manojos de esparto seco prendidos por un extremo que aplicaban a la piel con
grandes chirridos de los pelos al quemarse y mal olor que nosotros percibíamos
pese a encontrarnos al aire libre y nos tapábamos las narices. Así continuaban
palmo a palmo de su piel hasta librarla por completo de pelo.
La
siguiente fase de su limpieza consistía en derramar sobre su cuerpo abundantes
cazos de agua hirviendo con los que pelaban literalmente la piel rozándola con
los cuchillos e incluso ayudándose de las manos.
Una vez
limpia por completo su piel clara, entraba en acción de nuevo el matachín, que
ayudado por los demás que mantenían sus patas y brazuelos separados abría en
canal al bicho con sus grandes cuchillos desde el morro hasta el rabo.
Con la
cavidad corporal abierta por completo el carnicero extraía con sumo cuidado y
pericia sus entresijos. Así veíamos aparecer el hígado, el corazón y otras
vísceras, que las mujeres recibían en grandes lebrillos y se llevaban para su
posterior consumo. El matachín extraía con precisión los lomos, una de las
carnes más apreciadas del chino, y lo desmembraba cortando los perniles y las
paletillas, que luego el abuelo Eloy salaba en un cuarto pequeño del piso de
arriba, y colgaba posteriormente de cuerdas del techo para su curación. El troceamiento
del chino no nos daba miedo a los chiquillos, ausentes los grandes chillidos
del animal, y nos parecía curioso y bonito de contemplar.
Perico,
como actor principal del drama animalesco sangriento, se afanaba y proseguía el
despiece del bicho afilando de cuando en cuando sus cuchillos para realizar su
tarea. Nos parecía prodigiosa su precisión en el corte sin un solo fallo y su
reparto en los lebrillos que las mujeres le tendían. Extraía con cuidado una
gran cantidad de tripas, que se lavaban posteriormente y servían para preparar
los embutidos que se consumían al cabo del año, uno de los motivos
fundamentales para realizar la matanza del chino.
Todos los
peques nos manteníamos en nuestros lugares de la escalera porque de movernos
sólo habríamos estorbado a los mayores, afanados de un lado a otro, y por eso
nos habían prohibido movernos. Y no lo hacíamos mientras quedase algo del chino
sobre la mesa y Perico recogiese sus bártulos y se marchase. Entonces nos
largábamos corriendo a la calle y no volvíamos hasta la hora de comer.
Ese mismo
día por la tarde y en los posteriores, la matanza continuaba con la preparación
de los embutidos tras lavar las tripas. Estas era transportadas en una gran
artesa a la cabeza por la moza y por mi madre y lavadas en el lavadero del
Molino, construido muchos años atrás en un lugar más elevado que el antiguo
molino, ya en desuso. El lavadero recibía el agua clara directamente del
manantial que surtió de agua al pueblo durante siglos, que movía el molino
cuando funcionaba y terminaba desaguando en la balsa del Molino, donde nos
bañábamos y desde la que se distribuía por acequias para el riego de la
totalidad de la huerta de Ricote.
El lavadero
del Molino era de forma rectangular y contaba con ocho o diez grandes piedras,
cuatro o cinco a cada lado, inclinadas hacia un gran depósito central por el
que corría el agua clara de un lado a otro. Las mujeres lavaban las tripas y
otras veces batían la ropa sobre las piedras después de enjabonarla y la
enjuagaban en el agua que corría.
Este
lavadero fue construido en la época que mi abuelo Marcelino fue alcalde del
pueblo y cubría, pese a la distancia desde el pueblo, con las necesidades de
lavar durante los siglos que se careció en Ricote de agua corriente en las
casas.
Antes de
llegar al Molino y en el mismo camino había también otro lugar para lavar la
ropa con sus piedras grandes inclinadas hacia una de las acequias centrales. Yo
he visto allí lavar muchas veces la ropa a mujeres del pueblo en nuestras
correrías por la huerta.
Cuando las
tripas estaban bien lavadas, las mujeres de la casa: la abuela, mis tías y mi
madre, además de la moza de los abuelos, cocían grandes cantidades de enormes
cebollas en perolos inmensos para usar después en los embutidos, sobre todo en
las morcillas que las contenían como ingrediente principal mezcladas con la
sangre del chino.
La época de
la matanza se escogía para que en los meses más fríos del año, tal vez los
únicos allí: enero y febrero, se curasen los embutidos al aire en la cámara
colgados de largas cañas, colocadas en paralelo al suelo y colgadas del techo
por cuerdas. Los embutidos se embutieron durante muchos años en las propias
tripas del cerdo, lavadas convenientemente, y luego en tripas industriales. Los
embutidos más apreciados eran las longanizas: finas y gordas, casi por entero
fabricadas de carne y pimentón de ahí su color anaranjado; las morcillas,
hechas de sangre y cebolla además de piñones, y las butifarras, también negras
como las morcillas por la sangre pero con tocino añadido. Otro embutido me
llamaba especialmente la atención por su nombre: obispo. Se aprovechaba una de
las tripas más grandes y redondas del cerdo, que una vez lavada era rellenada
con una masa de color marrón cuyos componentes ignoro pero con el tocino entre
ellos con seguridad, y quedaba convertida en obispo, que según la creencia
popular deben ser grandes, gordos y redondos.
Los lomos
del chino, que llamaban magras, constituían la parte más sabrosa del mismo y en
los primeros días tras la matanza consumíamos la familia entera con gran
entusiasmo una parte de ellos, finamente troceados y a la parrilla, sobre las
brasas. Era un plato riquísimo por su frescura y añadiendo una pizca de sal. Si
en alguno de los días siguientes a la matanza se cocinaban gachasmigas allá que
iban a parar una parte de las asaduras: hígado, riñones, corazón y demás,
previamente fritas.
La máquina
de picar carne no paraba un momento en esos días de trabajar para preparar la
masa de los embutidos, y secundándola otra para rellenar las tripas y
confeccionar los embutidos. Una vez incluidos los ingredientes: carne,
condimentos y especias mezclados a mano por las mujeres en grandes lebrillos,
la mezcla se hacía pasar por un artefacto con manivela que terminaba en una
boca gruesa en la que se embutía previamente la tripa entera a llenar. Una
persona daba a la manivela y estaba pendiente de la masa y otra recibía la
tripa rellena y la iba enrollando con cuidado en otro lebrillo situado abajo
hasta que se completaba y le hacía un nudo. Cuando se acababa esa tripa
colocaba otra que a su vez se llenaba y así hasta acabar esa masa, digamos de
longanizas finas, las más apreciadas.
Longanizas
y morcillas podían consumirse tiernas, con pocos días de curado, fritas en
sartén con algo de aceite o a la parrilla sobre las brasas; las butifarras y
restantes embutidos, siempre curados. Las morcillas se ataban con un nudo de
hilo fino cada fragmento y las longanizas, finas y gruesas sin nudos
intermedios como las butifarras, una vez secas constituían un bocado exquisito.
Conforme se
fabricaban los embutidos se iban colgando de grandes cañas situadas en el
terrado del piso de arriba para que se curtieran en los meses fríos. Los
perniles y brazuelos del chino eran salados y curados por el abuelo Eloy. Hasta
que el último embutido no quedaba preparado y colgado para su curación no
concluía la matanza.
Cada año,
los nietos esperábamos anhelantes en las vacaciones de Navidad la matanza del
chino como uno de los espectáculos más emocionantes, del que disfrutábamos
tranquilamente sentados y a salvo en las escaleras del patio de los abuelos.
Conforme a la edad, los mayores nos colocábamos más arriba para tener una mejor
visión, y los pequeños cada vez más abajo. No recuerdo que la prima Rosarito se
sentase con nosotros en la escalera del patio, aquello era cosa de chicos y
ella tal vez ayudase a las mujeres. Junto con mi hermana Rosa, que vino al
mundo mucho después, eran las únicas niñas entre los nietos de Rosario y Eloy.
En los
buenos y felices tiempos de antaño, el chino debía ser de considerable tamaño
para que las tres familias completas de las hijas, más los abuelos y el tío
Pepe, que vivió con ellos soltero hasta que se casó, ya huérfano y mayor,
tuviesen a mano ricas viandas para comer hasta el siguiente año, cuando un
nuevo y enorme chino aparecía dando chillidos por la puerta del patio camino
del matadero casero.
Un recuerdo
más, posterior a la matanza del chino en mi memoria y realizado asimismo en el
patio era la fabricación de jabón para uso de la familia entera. Se utilizaba
para ello el perolo enorme en donde se cocían las cebollas para las morcillas.
Parte del tocino del chino se cocía y de él se obtenía grasa líquida que era
mezclada con sosa para obtener el jabón. De la cocción conjunta se obtenían
planchas de unos 10 cm de alto, cortadas con un alambre grueso y largo para
obtener unos pequeños ladrillos toscos, más o menos cuadrados, de color blanco
pardusco. Luego, los ladrillos de jabón se dejaban secar del todo y endurecer
al sol, y se utilizaban para el lavado de ropa y el aseo corporal durante un
año entero, hasta la siguiente matanza. Los ladrillos tenían un olor fuerte y
apenas producían espuma cuando te frotabas con ellos las manos mojadas.
Para
diferenciarse claramente de los jabones caseros, los primeros jabones de la era
industrial significaban su publicidad como “de olor” porque su fórmula incluía
perfumes. Los jabones de sosa y grasa del chino cumplían su papel primordial de
lavar pero no olían a nada bueno, si acaso a productos químicos.
Otro de los
espectáculos celebrados con el patio como escenario transcurría en verano y
consistía en la preparación de helado para toda la familia. Una maestra de
Ricote, amiga de la tía Rosarico, proporcionaba la heladera y la receta para
fabricar el helado, que según los días adoptaba tres sabores diferentes: café,
limón o leche.
El día
elegido supongo que sería sábado, porque pasábamos la mañana entera enfangados
en la tarea, y los domingos era preciso vestirse de gala temprano e ir a misa,
aquellas misas cantadas interminables de mi infancia, algunas de tres y tres
horas y media, que yo sufría algo más que el resto porque me mareaba de
continuo por el olor de las velas o el incienso y casi me caía al suelo, y
debían dejarme un sitio en los escasos bancos siempre ocupados para que me
sentara un rato con la cabeza baja y me recuperase.
En la
mañana del sábado, las madres preparaban la receta del helado para muchos
comensales. El número de ellos era de nueve mayores: los seis casados, los
abuelos y el tío Pepe, y al menos siete pequeños: los cuatro primos, dos de la
tía María y dos de la tía Rosarico, y tal vez los tres mayores de la Rita. Mis
tres hermanos pequeños dudo que participasen en esta juerga de los helados
familiares en el patio. En total, por tanto, dieciséis personas, un buen
número.
El líquido
de la fórmula del helado se depositaba en la heladera de acero inoxidable, un
cilindro redondo cuyo cierre lo remataba un asa grande que servía para remover
y batir el contenido, logrando el helado. El cierre con su asa encajaba a la
perfección en el cilindro, donde se introducía por presión.
Alguien
traía una barra de hielo en un saco que se troceaba sin sacarlo del mismo a
golpes de martillo y los cachos se iban introduciendo en el hueco existente
entre la heladera metálica y el cilindro abierto de superior diámetro que lo
contenía fabricado en corcho reforzado con aros metálicos. Se troceaba el hielo
al máximo y se rellenaba por completo el hueco entre ambos cilindros. Cuando el
hielo llegaba al tope superior y no cabía más, comenzaba la engorrosa tarea de
mover continuamente el cilindro de la heladera por el asa a un lado y a otro.
Se daba media vuelta a la derecha y media vuelta a la izquierda sin soltar el
asa una y otra vez.
El proceso
era laborioso y cansado porque debía hacerse sin pausa. Los mayores
participaban de la tarea, pero mi recuerdo es de los zagales moviendo aquello
sin cesar, sentados o de pie alrededor de la heladera, dispuestos, no sé si de
grado o por fuerza, a tomar el relevo de quien trabajaba en ese momento.
El batido
del helado hasta conseguir una masa semicongelada duraba dos o tres horas al
menos. Cuando se consumía el hielo se troceaba de nuevo la barra y se añadía
entre ambos cilindros, continuando la tarea de batir y batir con el movimiento
incesante.
Acabada la
tarea y con el helado ya dispuesto marchábamos a comer. Después de la comida y
la fruta, pasábamos al patio y alguien repartía helado en vasos con un cazo y
nos lo bebíamos. Su consistencia era mediana, como de granizado.
El helado
preferido de toda la familia era el café, que preparaban muy suave para ser
ingerido por niños. La cantidad resultaba suficiente para tanta gente, y se
podía repetir al menos una vez de café. Otros días se fabricaba helado de
limón, también muy rico y apreciado por la familia. En escasas ocasiones,
deseadas por mí, se fabricaba helado de leche, que a la mayoría apenas gustaba.
Este era mi preferido porque me ponía morado tomando vasos y vasos del mismo. A
casi nadie le gustaba pese a su sabor rico y dulce, y yo me aprovechaba de
ello.
Aquellas
debieron ser las primeras veces que yo comía helado en cantidad, que a lo largo
de mi vida he repetido la experiencia en numerosas ocasiones y jamás me ha
sentado mal. Siempre he mantenido que el helado no es más que agua con algunos
colorantes y sabores diferentes. No sé si alimenta mucho o poco, a mí siempre
me ha caído bien.
El campo de
Ricote
Según
cuentan, mi primera visita al campo fue de recién nacido, pocos días después de
un 9 de julio, día de mi nacimiento, aunque mi padre me inscribió como nacido
el 10, hecho que mi madre me repitió machaconamente a lo largo de su vida
infinidad de veces para que no lo olvidara y tal vez porque el detalle la
molestaba.
En el
campo, esa era una época de intensas labores agrícolas: trillar, recoger las
almendras y de mucho calor. Los abuelos Rosario y Eloy se acercaban cada año a
su campo a vigilar las tareas de recolección y a vender el vino de la cosecha
anterior, y los hijos y restante parentela los acompañábamos. Yo lo hice en
brazos de mi madre nada más nacer. El recuerdo procede de la prima Mari Carmen,
hija mayor de la tía Amparo, hermana de mi padre. Cuentan que la abuela
Dedicación insistió en viajar al campo con la prima Mari Carmen para conocerme
de inmediato. El viaje lo hicieron desde Ricote en un camión de alguien
conocido del abuelo Marcelino.
Otro
recuerdo ajeno afirma que cuando yo nací era muy menudo de tamaño. Como era tan
pequeño y mi madre contaba con leche de más y había cerca otro bebé necesitado
de leche (porque su madre no tendría o murió de sobreparto), mi madre nos daba
de mamar a los dos alternativamente, por lo que yo tuve un hermano de leche que
me gustaría haber conocido. Por lo visto engordé rápidamente gracias al
nutricio suministro materno y mi hermano de teta creció asimismo. En los años
siguientes volvimos al campo, y dicen que el abuelo Eloy afirmó cuando me solté
a balbucear a todo trapo:
-
Vaya con el zagalico, y
parecía mudo.
Mis
primeros recuerdos propios y conscientes del campo de Ricote comienzan en una
ocasión famosa con nuestra arribada del tren a la estación de Cieza, donde
nunca solíamos, y descendimos aquella vez de forma extraordinaria mi madre y
los tres mayores: Julio, Javier y yo mismo. En la estación nos esperaban los
abuelos Eloy y Rosario con un camión con la caja descubierta donde yacían apilados
todos sus enseres, colchones incluidos, a los que añadimos los nuestros. Tengo
la impresión de que allí estaba también la cabra del tío Sebastián atada a un
lateral del camión, por lo que los tíos Rosarico y Sebastián serían de la
partida. La tía María y mis primos Rosarito y Andrés es posible que estuvieran
también, junto con Sebastián y Eloico, pero a tanto no llegan mis recuerdos.
Colocados
cuidadosamente nuestros paquetes y maletas, dejando algunas de ellas en los
laterales de la gran caja del camión para que sirvieran de asiento dada su
rigidez, emprendimos viaje al campo de Ricote sin pasar por el pueblo. Los
abuelos iban dentro de la cabina con el conductor del camión y los demás allí
al aire libre. La escena semejaba la de los pioneros del siglo XX que salen en
las películas: un camión abierto lleno de gente y decenas de trastos, la
polvareda del camino y el sol brillante allá arriba. El viaje puedo resumirlo
perfectamente en cuatro palabras: traqueteo, polvo, felicidad y libertad.
Las
carreteras de hoy nada tienen que ver con las de mi niñez, digamos de 1952, con
cinco años en mi contador vital. Nada de asfalto ni pura piedra, sólo tierra y
rodadas hondas por las que circular, y cada vez que se salía de una el camión,
barquinazo que nos pegaba, todo muy divertido y fuerte. Sentados o de pie nos
pasábamos el tiempo saltando de un lado a otro y había que agarrarse con fuerza
a algo para no salir despedidos.
Yo me veo
de pie, fuertemente aferrado a un lateral del camión, mirándolo todo con mis
ojos de niño de ciudad que nada sabe de la tierra ni de sus frutos, admirando
los dorados campos de trigo y de cebada ondeando al viento, los verdes
almendros y las cepas del viñedo pegadas al suelo con sus verdes pámpanos y sus
uvas negras entre la estela de polvo que nuestro camión dejaba al paso.
Transcurrió
el tiempo y el camión se detuvo ante una casa y fuimos bajando poco a poco,
ayudados por los mayores y extrañados ante el nuevo lugar. La casa parecía muy
grande, con varias puertas, y luego me enteré que en realidad eran varias, unas
pegadas a otras. El conjunto de viviendas comprendía, visto de frente y desde
la izquierda, la casa del casero que llevaba las fincas de los abuelos llamado
Juan “el de los Hermanicos”, y al lado su bodega, la cuadra de los animales, la
vivienda de los abuelos y a la derecha su bodega. El bloque de casas tenía una
puerta lateral a la izquierda por la que se accedía al corral de las ovejas y
al palomar, una puerta trasera en su parte derecha que daba al corral de las
gallinas y otra entrada más amplia al lagar donde se metía la uva después de
cosecharla y se fabricaba el vino.
Frente a la
casa se extendían las viñas durante unos trescientos metros hasta un monte
pequeño poblado de pinos llamado Cabecico Alcoba, propiedad de los abuelos. Las
suaves faldas del monte también aparecían sembradas de sus viñas.
Entramos en
la casa de los abuelos orientada su fachada al Mediodía y nos instalamos de
inmediato. La casa principal tenía una puerta antigua de madera de dos hojas
tachonada con grandes clavos, con una gatera en la parte inferior derecha por
la que entraban y salían los gatos de la casa libremente a cualquier hora del
día o de la noche, los gatos se encargaban de mantener limpia la casa de
ratones.
El suelo de
la vivienda era de cantos rodados, lisos y pulidos, con una sala grande nada
más entrar. A la izquierda de la puerta de entrada se veía otra que daba acceso
a la cuadra, donde descansaban y comían en sus pesebres las bestias de carga y
tiro de que disponían los abuelos y Juan el casero, compuestas de dos o tres
mulas y la burra de los abuelos. La puertecica comunicaba la cuadra y la
vivienda sin necesidad de abrir ni cerrar las puertas de la calle.
A continuación de esta puerta había un poyo
cubierto de azulejos blancos que encubría una gran tinaja de la preciada agua
de beber y usada con mesura para el resto de usos domésticos. A la tinaja se
accedía por su parte superior alzando una tapa de madera y extrayéndola con un
cacillo de gran capacidad y largo mango colgado de la pared. En una esquina del
poyo de la gran tinaja de agua se colocaba un botijo pequeño, de niño, de barro
cocido y color rojo, que los zagales alzábamos con gran estilo como los
mayores, bebíamos algo atragantándonos y mojándonos a conciencia. Al fondo a la
izquierda estaba el hogar con su gran chimenea donde se cocinaba y más allá la
puerta del dormitorio de los abuelos.
A la derecha
de la entrada de la calle una escalera trepaba a los dormitorios del piso de
arriba, uno para cada familia. El nuestro era el primero a la izquierda según
subías las escaleras. En nuestro dormitorio había dos camas, una grande de
matrimonio y otra más pequeña donde dormíamos Julio y yo. Si yo contaba cinco
años él tendría tres y Javier apenas uno. Supongo que también habría una cuna
para Javier, para cuando mi padre apareciese y durmiera en la cama grande con
mi madre, el resto del tiempo mi hermano dormiría en la cama grande con ella.
El viaje de Madrid al campo o a Ricote lo hacíamos siempre sin mi padre, pues
nosotros tomábamos tres meses de vacaciones y él uno solo por el trabajo.
La cama de
matrimonio que nos correspondía era grande y muy alta, con patas y barandal de
hierro negro. En una ocasión, estando en la planta baja escuchamos un ruido
fuerte en nuestro dormitorio, situado justo encima de la sala de entrada y
subimos corriendo a ver lo que pasaba. Descubrimos a Javier en el suelo,
durmiendo como si se encontrase todavía encima de la cama. Así que se cayó, se
pegó un gran calabazonazo y no se enteró de nada, yo pensé que tenía la cabeza
muy dura el angelico. Le subieron de nuevo a la cama y siguió durmiendo como si
tal cosa.
Volviendo a
la sala de entrada diré que en el hueco de la escalera había un soporte fijado
en alto en la pared, que espaciaba cuatro barrotes de madera colocados
horizontalmente al suelo. De una de sus dos grandes asas pendían en estos
barrotes sendos botijos de agua de barro cocido en color blanquecino, gorda
panza, pitorro en el medio, base estrecha y ancha boca superior. De allí los
tomaban los mayores para echar un trago. Al fondo a la derecha, una puerta
comunicaba con la bodega que contenía los toneles de vino de los abuelos.
Lo
inmediato que hicimos los pequeños al llegar por primera vez a la casa del
campo de los abuelos fue explorarla, una maravilla con un montón de vericuetos.
Al trepar la escalera, el piso superior contaba además de nuestro dormitorio,
con un pasillo a la derecha que daba paso a varios dormitorios más que acogían
a mis tíos y primos.
La casa
tenía en un piso superior al de los dormitorios, una cámara que daba a la parte
de atrás, es decir al Norte por lo que se mantenía fresca, y allí había unos grandes
huecos que usábamos para jugar al escondite cuando estaban vacíos y más tarde
contendrían la cebada, la avena y el trigo cuando estuvieran limpios de polvo y
paja, pero de eso nos enteramos más tarde. Un día nos encontramos allí una gata
con sus gaticos recién paridos y al acercarnos en exceso a mirarlos nos recibió
de uñas, bufando. La gata nos asustó
mucho y nos apartamos. Después preguntamos a los mayores y nos comentaron que
la gata estaba defendiendo a sus crías. Luego no supimos nada de aquellos
gaticos.
En el campo
la vida giraba en torno a la luz del sol. La cena se hacía al oscurecer, apenas
alumbrados por candiles negros de hojalata donde se quemaba aceite que prendía
una torcida (pronunciar torcía) sumergida en él y daban la luz justa para no
chocarse contra las paredes ni los muebles. (Torcida: hebras de algodón que
se impregnan de la sustancia que las rodea y arden dando llama y luz, según
la honrada molinera).
Había dos
tipos de candiles: uno con cuatro puntas, de una de las cuales brotaba la
torcida y otro de forma alargada que se iba estrechando hasta su extremo de
donde brotaba la torcida. Este último parecía más fuerte que el de cuatro
puntas, tal vez estuviera fabricado en hierro y no de hojalata como aquellos.
De vez en cuando era preciso estirar un poco de la torcida hacia el pico porque
el fragmento anterior había ardido consumiéndose; también había que rellenar el
recipiente de aceite cuando se gastaba. Los candiles daban una llama humeante
que proyectaba una luz tenue, pálida, mínima. Colgaban de un alambre que
sostenía el portador y se fijaban a un clavo a la pared del dormitorio donde se
llevaban para alumbrarse a la hora de dormir, nunca se colocaban sobre las
mesillas. Con un simple soplo se apagaban y todos a dormir.
Los abuelos
contaban con un quinqué muy hermoso, con su depósito de alcohol en la base y la
torcida impregnada del mismo que proporcionaba la luz y se regulaba su tamaño
con una ruedecica. Cuanto mayor era el tamaño de la torcida más lucía. El
quinqué se encendía y luego se situaba encima su hermosa cubierta de vidrio
transparente, de forma abombada y abierta por arriba para que saliese el humo y
el calor.
Años
después, los abuelos compraron unos carburos, que eran unos cilindros metálicos
con asa superior para transportarlos y un pitorro por donde salía el fuego que
iluminaba. El carburo contenido dentro ardía con una llama intensa y siseante,
y comparada con la de los candiles su luz era diez veces más potente. Pasaron
los años y aparecieron en el mercado las lámparas con su bombona de butano azul
colocada debajo de ellas que servía de base. La luz que proyectaban resultaba
cien veces más potente que los antiguos candiles de aceite con su torcida
humeante ardiendo lentamente en el extremo.
Las noches
en el campo estaban maravillosamente cuajadas de estrellas, ausentes las nubes
del verano murciano. Tras la cena, salíamos a la puerta de la calle a
contemplar millones de ellas en lo alto brillando. Cada espectador apoyaba
inclinada contra la pared de la casa su silla de anea de barrotes, con los pies
cómodamente apoyados en el barrote superior. La postura favorecía la visión
tranquila y continuada de las estrellas de grandes y chicos sin que nos doliera
el pescuezo al mantener la cabeza y parte de la espalda apoyadas en la pared.
Los mayores
sólo sabían señalarnos la Osa Mayor o carro, con la Estrella Polar al frente y
en otro extremo del cielo la Osa Menor, además de la enorme y blanquecina Vía
Láctea. Grandes ratos pasamos allí contemplando la inmensidad estrellada sin
pronunciar una palabra, sobrecogidos ante la belleza, y con algunas de ellas,
fugaces, rasgando de cuando en cuando el inmenso velo. Costaba trabajo
arrancarnos de allí para ir a dormir, aunque acostumbrados a vivir como las
gallinas levantándonos temprano y durmiendo al oscurecer, llegado el momento
nos dormíamos en las sillas como ellas en su gallinero y nuestras madres sólo
debían tomarnos de la mano y acompañarnos a la cama.
En cada
dormitorio había una palangana (zafa en murciano) de hierro esmaltada de
blanco, embutida en un mueble de madera llamado palanganero: utensilio
consistente en un soporte con una palangana para lavarse según dice la
molinera. En ella nos lavábamos por la mañana las manos y la cara, y mojábamos
el peine para peinarnos. El agua para llenarla se mantenía en una vasija del
mismo material y ancho culo apoyada en el suelo llamado aguamanil: jarro con
pico para echar agua en el recipiente destinado a lavarse las manos, dice
la molinera. Cuando el agua estaba sucia se tiraba y sustituía por otra limpia.
En la
calle, a la derecha del portal de la entrada había un poyo pegado a la pared
cubierto de azulejos blancos brillantes, sobre él se fregaban a la caída de la
tarde los cacharros de la comida: platos, vasos y demás. Al acabar de comer se
colocaban en un lebrillo grande los cacharros sucios y se añadía agua y jabón.
Sobre el poyo y llegado el momento se colocaba un lebrillo con agua limpia al
lado del que contenía los cacharros sucios
y después se fregaba en uno y se aclaraba en el otro, colocando los
cacharros sobre el poyo para su escurrido. Finalmente se terminaban de secar
con un paño y volvían a su vasar dispuestos para la próxima comida.
Los
alrededores de la puerta de la calle se barrían todos los días por la mañana y
la tarde con una escoba. Después con una zafa con agua, o directamente de un
cubo, se salpicaba el suelo en toda su extensión, con lo que se conseguía un
ambiente más fresco en la zona gracias a la humedad.
Cada semana
o dos se horneaba pan en un horno con la cúpula redonda y blanca, situado a un
lado, apenas a unos pasos del extremo izquierdo del bloque de casas.
El pan
salía del horno en forma de grandes hogazas redondas de color marrón oscuro con
cuatro señales en la masa significando un cuadrado. Nunca estaba tierno del
todo pero tampoco demasiado duro, manteniendo su consistencia para comerlo
hasta que se terminaba, dando paso a la siguiente cocción.
La
agitación reinaba en la casa el día en que se horneaba el pan, con los mayores
atareados para acá y para allá. Era un día especial porque las madres nos
preparaban algunas golosinas fritas con la masa del pan, que comíamos para
desayunar con gran apetito dado nuestro constante movimiento. El horno del pan
creo que se aprovechaba, además, para preparar carne y otras comidas en las
grandes ocasiones, aunque no estoy muy seguro.
Algunos
domingos tocaba baño general de los zagales. Para ello nos llevaban a todos
hasta el pozo situado a medio camino desde la casa al Cabecico Alcoba, junto al
hondo de las higueras. El baño nos lo daban en una tina (recipiente de
madera de forma de media cuba y construido de la misma manera que estas,
dice la molinera) que llenaban por la mañana con agua del pozo y dejaban
calentar al sol porque el agua estaba muy fría. Luego, cada madre bañaba a los
suyos frotándolos bien con estropajo y jabón por todas partes, especialmente
las rodillas, manos y codos siempre negros, y también nos lavaban la cabeza lo
que nos molestaba especialmente. Las madres hacían chillar a la compañía de
zagales empelotados, pero no cesaban de frotarnos con furia hasta dejar la piel
colorada y limpia. Con eso quedábamos listos para vestir nuestra mejor ropa los
domingos, con alpargatas, pantalones y camisa limpios, rociados con agua de
colonia y repeinados.
En la
mañana radiante, con todos los miembros de la familia enfundados en sus trajes
de gala y firmemente agarrados los zagales de las manos de sus madres para no
ensuciarnos por el camino, nosotros con sombreros de paja y las madres con sus
sombrillas coloridas para protegerse del sol inclemente, nos dirigíamos andando
carretera adelante hasta la Ermita, situada justo enfrente de la casa de los
Álvarez Castellanos, principales terratenientes del campo, que apenas distaría
un kilómetro de nuestra casa. Allí los mayores oirían misa y los pequeños
enredaríamos como de costumbre.
Al terminar
la misa, casi mediodía, volvíamos caminando de nuevo a casa de los abuelos con
nuestros sombreros de paja encasquetados porque el sol pegaba de lo lindo. Las
madres caminaban con sus sombrillas ligeras y de colores, y tal vez los abuelos
llevasen la burra para su transporte, aunque ese detalle no lo recuerdo.
La primera
tarea agrícola importante que se realizaba en el campo durante el verano era la
siega de las mieses, lejana y que no contemplábamos, y la trilla en la era
cercana de la que participábamos, sea mirando o montados en el trillo. Después
de la trilla tocaba aventar las mieses hasta su limpieza absoluta, separando
por completo el grano de la paja.
Antes de la
trilla, las gavillas se apilaban en dos grandes montones al borde de la era,
situada junto a las casas, a la derecha de las mismas si mirabas la entrada de
frente. Entre los montones de gavillas jugábamos los pequeños: hermanos y
primos, al escondite por las tardes, cuando el sol dejaba de calentar. Con
nosotros jugaban a veces las dos únicas niñas: la prima Rosarito y la Josefica,
de su misma edad e hija única de Juan, huérfana de nacimiento al morir su madre
de sobreparto. La Josefica era buena amiga de nuestra prima y aunque ellas
jugaban a sus muñecas y sus cosas, por la tarde y noche en la era jugaban con
nosotros a la rosa del azafrán, con canción incluida. Colocados todos en corro,
sentados en el suelo y con las manos unidas, cantábamos:
La rosa del
azafrán es una rosa muy grande
Que por la
noche se cierra y por el día se abre
Cuando
decíamos que se cerraba nos inclinábamos hacia delante y cuando se abría nos
tumbábamos en el suelo boca arriba.
A última
hora, justo antes de dormir, Juan y su mocico acarreaban las gavillas de mieses
hasta la era distribuyéndolas por ella, y soltaban las gavillas de las
soguillas que las ataban, guardándolas, luego extendían las mieses de forma
pareja por la era, cubriendo por completo su superficie. Con ello quedaba todo
preparado para la trilla, que comenzaba para los trabajadores en cuanto
amanecía y para nosotros cuando nos despertábamos y corríamos a la era.
A la hora
en que amanecíamos los pequeños, Juan y el mocico que le ayudaba debían llevar
varias horas trillando. Con ropa ligera, esparteñas en los pies y sombrero de
paja a la cabeza, pasaban horas y horas sudando y dando vueltas y vueltas con
el trillo tirado por dos mulas por la redonda era.
Había dos
trillos diferentes. Se comenzaba a trabajar con uno alto con carcasa de madera
clara y dotado de rodillos con hojas afiladas de acero que cortaban los tallos
y desmenuzaban las espigas de las mieses. Se terminaba la trilla, ya por la
tarde, con otro trillo más sencillo: una simple plancha de madera gruesa en
cuya parte inferior iban encastrados pedernales afilados para desmenuzar las
mieses, con el reborde alzado del tiro donde se enganchaban las mulas.
Los
pequeños siempre queríamos montar en el trillo, algo muy emocionante y
divertido, y Juan nos complacía subiéndonos de uno en uno en él. El agraciado
se colocaba sentado en el trillo y firmemente agarrado a las perneras del
pantalón de pana de Juan, entre sus piernas abiertas. Él trabajaba de pie,
sujetando con una mano las riendas de las mulas y empuñando un látigo en la
otra, que usaba no para golpearlas sino para hacer ruido y chasquearlo sobre
sus cabezas. Juan cantaba coplillas y en ocasiones animaba a las mulas
llamándolas por su nombre: ¡Capitana!, ¡Aragonesa!
Bien agarrados
a sus perneras, un pelín asustados por el movimiento pero contentos,
aguantábamos allí dando vueltas y vueltas hasta que a Juan le parecía bien,
tiraba de las riendas decía Sooooooo a las mulas, el trillo se detenía, te
bajabas y otro pequeño ocupaba tu lugar y a trillar de nuevo. Si Juan nos
dejaba subir al trillo plano por las tardes con él resultaba más emocionante
que en la mañana porque las mulas tiraban igual pero el trabajo para ellas era
mucho menor y el trillo volaba ligero dando vueltas.
Por la
tarde, una vez acabada la trilla, solía levantarse un airecillo constante que
se aprovechaba para aventar y separar la mies: trigo, cebada o avena, de la
paja. Para ello se amontonaba lo trillado en un gran caballón ancho que cubría
el diámetro de la era y se colocaba atravesado cara al viento, que allí era
siempre de Sur a Norte por las tardes.
Se
comenzaba a aventar con unas horquetas de madera blanca con cuatro dientes, se
pinchaba el montón y lanzaba hacia lo alto y la paja, más ligera, volaba a un
lado y el grano caía en vertical al pesar más. Se recorría aventando el
caballón por completo, de izquierda a derecha, agrupándolo conforme quedaba más
estrecho y limpio de paja. Pasado un tiempo, con la mayor parte de la paja
separada del grano, se dejaban las horquetas y Juan y el mocico tomaban unas
palas de madera oscura, de superficie lisa y onduladas en su extremo, con las
que se repetía incesantemente la tarea de lanzarlo a lo alto hasta que la mies
quedaba completamente limpia de paja. Eso se conseguía a última hora de la
tarde.
La tarea
postrera consistía en llenar los sacos con la mies obtenida, vaciando en ellos
varias veces un recipiente de madera rectangular con un borde afilado en uno de
sus extremos llamado media fanega que se rasaba con un rodillo de madera. Cada
saco se completaba con idéntica cantidad de grano: dos o tres medidas, y se
llevaba consecutivamente uno a los trojes de Juan y otro al de los abuelos,
cargado a la espalda.
En esta
operación final de llenado de los sacos, siempre la más delicada, estaba
presente el abuelo Eloy con su sombrero puesto, que apuntaba las cantidades
obtenidas con un lapicero en su libretica.
Cuando se
había guardado la paja en el pajar, que servía para alimentar a las bestias,
además del grano en las trojes, se procedía a la limpieza de la era mediante
barrido con unas escobillas de ramicas muy apretadas y duras que manejaban con
una sola mano y agachada la persona con la otra mano a la espalda. De esa
forma, la era quedaba preparada y limpia para la trilla del día siguiente.
Así
pasábamos los chiquillos varios días tan ricamente, viendo trillar y aventar,
hasta que toda la mies quedaba a buen recaudo en los trojes y la paja en el
pajar.
A un
extremo de la era se levantaba un pozo que daba menos agua que el del camino
del Cabecico Alcoba donde nos bañaban. Junto al pozo se erguían dos
melocotoneros de secano que daban unos melocotones pequeños, dulces de sabor y
de piel áspera, comidos con gusto.
Delante de
la casa, al otro lado de la carretera, había una higuera y detrás de la casa
otras dos, que nos proporcionaban ricos higos verdales: casi redondos, de
tierno pellejo verde claro con estrías blancas cuando maduraban, y grandes
brevas toreras de color azul oscuro tirando a negro y muy dulces de sabor.
Las dos
higueras de detrás de la casa eran escenario de nuestros juegos, al tratarse de
una zona sombreada por su situación y allí jugábamos por la tarde. También
constituía un lugar favorable para nuestras cagadas, que en el campo se hacían
necesariamente sobre la tierra al no haber váteres ni siquiera excusado como en
Ricote.
Estábamos
una tarde allí cagando apaciblemente en cuclillas algunos primos, entre ellos
Eloico, cuando sucedió un hecho remarcable. Las gallinas picoteaban cerca,
siempre alborotadas y libres durante el día, por la noche se encerraban en el
gallinero cuyo acceso se encontraba también por aquella parte trasera. Las
gallinas picoteaban incesantemente en la tierra a la búsqueda de gusanos y
alimento, y eran tan cochinas que incluso picoteaban la mierda. Una de ellas,
en su deambular constante se aproximó a Eloico por detrás, vislumbró un gusano
blanco colgando y lo picó. Eloico se alzó del suelo aullando de dolor y con su
gusanico sangrando, siendo consolado y curado de inmediato por su madre.
Desde ese
día tuvimos más cuidado cuando cagábamos allí a la sombra con la proximidad de
las gallinas, espantándolas a tormazos en cuanto las veíamos cerca para que no
repitieran en nosotros la broma que gastaron a Eloico, que debió dolerle lo
suyo.
Aquella
zona trasera y sombreada de la casa era también el lugar donde se pelaban los
pichones que luego se echarían al guiso para comerlos. Con alguna persona mayor
subíamos al palomar a veces y tomábamos los pichones que se bajaban a la
cocina. Allí les estiraban el pescuezo y tras colocar una olla grande al fuego
con agua se arrojaban los pichones a la misma cuando el agua hervía para
escaldarlos.
En la
trasera de la casa, cómodamente sentados, pelábamos los pichones las mujeres y
los peques despojándolos por completo de plumas, quedando limpios y listos para
el guiso. Cuando mataban gallinas, algún gallo viejo o conejos, ese era el
lugar adecuado por su sombra para pelar las gallinas y pichones o desollar el
conejo. Desde pequeños contemplamos la muerte de animales para su posterior
consumo humano como algo natural y ayudábamos a pelarlos sin pena alguna hacia
los animalicos.
Del palomar
brota otro recuerdo que indica la valentía de mi madre. Alguien subió y se
espantó por la visión de una culebra gruesa que había penetrado allí para comer
huevos y pichones, lo que pudiera. Mi madre subió armada de unas tenazas y con
ellas la atrapó y mató.
También la
trasera de la casa era el escenario preferido pero no único de nuestra caza de
mariposas. Grandes y chicos desconocíamos por completo la existencia de
redecillas para cazarlas completas como es debido, y nuestra solución salvaje
era cazarlas a escobazos, a veces conseguíamos atontarlas enteras de un
escobazo y en la mayor parte de las ocasiones las hacíamos pedazos y no servían
para nuestra pequeña colección. También las cazábamos a mano cuando se posaban
un instante en una mata, algo más complicado pero no imposible para zagales ágiles
y pequeños como nosotros. Las que conseguíamos capturar enteras y atontadas las
atravesábamos con un alfiler y manteníamos entre las hojas de un cuaderno.
Pillábamos
mariposas de muchas formas y colores: amarillas, blancas, marrones, verdes,
azules, pero nuestras preferidas eran unas de gran tamaño, de color blanco o
amarillento de fondo con grandes manchas negras. Con sus alas desplegadas
calculo que abarcarían 10 cm. Además de
muy hermosas, estas eran quizá las más abundantes.
Consultado
Internet, encontré en el apartado de grandes mariposas nuestra preferida,
identificada por una foto. Su nombre es Hiclides Podalirius y es de la familia
Papilionidae, que el invento informático describe así: “las hembras alcanzan 8
cm, los machos son más pequeños. Alas con fondo amarillo o blanco-amarillento,
sobre el que destacan llamativas y decrecientes bandas negras longitudinales.
Por su tamaño y vistosidad es una de las mariposas más conocidas y llamativas
de la fauna europea”.
El abuelo
Eloy era cazador y nos mandaba a los pequeños a cazar saltamontes, que allí
llaman sanagustines, para alimentar sus perdices metidas en jaulas. Nos daba a
cada uno un canuto de caña de un palmo de largo, grueso y cerrado por el fondo,
perforado por el nudo del medio para lograr mayor espacio, abierto en el
extremo superior y cerrado en el inferior.
Los
pequeños nos internábamos entre las cepas y por los matojos de los caminos y
márgenes cercanos a casa y cazábamos saltamontes, saltando como ellos o más.
Dado nuestro pequeño tamaño y nuestra agilidad nos resultaba fácil cazarlos por
su abundancia, aparte de ser un pasatiempo divertido en el que empleábamos
nuestras horas siempre ociosas. Por aquella época saltaban a docenas por el
campo entre los matojos y cardos. Se impulsaban con sus fuertes paticas y
desplegaban sus alas y volaban un trecho. Lo importante era descubrir uno
grande, fijarse sólo en él y seguir su vuelo corriendo y sin perderlo de vista
ni un momento. Cuando se posaba, salvo que fuese en un cardo, te acercabas despacio
hasta él y de un brusco manotazo con la mano abierta lo atrapabas,
introduciéndolo en el canuto y tapándolo con el dedo gordo o con un tapón
vegetal preparado al efecto. Luego buscabas otro y procedías de la misma
manera. De vez en cuando caía en tus manos algún ejemplar grande de sanagustin,
incluso alguna gran langosta marrón oscura o verde como los pámpanos de la vid.
Todos iban a parar al canuto hasta que este rebosaba y en ese momento se lo
llevábamos al abuelo que siempre nos obsequiaba a cambio de nuestros esfuerzos
con alguna perra o caramelo de recompensa.
Ante la
jaula de una de sus perdices, que entonaban incansables ante el calorcillo
ambiente su raro canto: ¡carrachachacá, carrachachacá, carrachachacá,
carrachachacá!, se inclinaba el canuto lleno de saltamontes que salían uno a
uno y eran devorados de un simple picotazo por la perdiz. Las perdices eran muy
gordas y glotonas y no les bastaba un solo canuto diario para cada una, había
que llevarles más, por eso el abuelo nos encargaba de la caza a tres o cuatro
nietos a la vez.
Las cuatro
o cinco perdices del abuelo se mantenían colgadas de la pared cada una en su
jaula redonda de cúpula ovalada con los barrotes muy juntos, pintada
primorosamente de verde oscuro, durante el día dentro de casa y a la caída de
la tarde en el exterior, y no paraban de cantar. Por la noche se guardaban en
casa y cubrían las jaulas con grandes capuchas de tela para que durmieran
tranquilas, ellas y nosotros.
Me enteré
años después de que aquellas perdices se usaban para cazar con reclamo. Ello
consiste en colocar la perdiz con su jaula en un lugar favorable, escondiéndose
cerca el cazador. La perdiz macho entonaba su canto que atraía
indefectiblemente a las hembras y el cazador las abatía de un tiro.
El abuelo
fabricaba sus propios cartuchos de perdigones para cazar y un día nos pegamos
un buen susto toda la familia y yo el primero, causante del desaguisado. Entré
en el dormitorio de los abuelos y por allí andaban los cartuchos a medio
preparar y me puse a trastear tirando uno de ellos de la mesa al suelo, con tan
mala fortuna que al chocar contra el suelo se activó el fulminante y explotó.
Salí del dormitorio pálido pero vivo, porque allí pude morir, y algún mayor me
dio un beso y me abrazó para que me recuperase del susto.
Otra de las
tareas importantes en el campo era la recogida de las almendras, que tenía
lugar en el tiempo después de trillar y ensilar las mieses. Los nietos sólo
participábamos de la recogida de almendras en los almendros cercanos a casa, es
decir algunos junto al horno del pan y en la trasera de la casa y los del
bancal situado encima del pozo y hondo de las higueras, en el camino hacia el
Cabecico Alcoba. A los restantes bancales de almendros que los abuelos poseían,
más lejanos y grandes, iban los mayores solos porque nosotros únicamente
lograríamos darles problemas, aparte de la tarea ímproba de acarrearnos en
línea recta a la ida y a la vuelta, sabedores de nuestra tirria por caminar en
derechura y del amor de los zagalicos por las líneas cortas y curvas en sus desplazamientos.
Por la
mañanica, con la fresca, marchábamos con la burra y un montón de sacos y
algunas varas para varear los almendros la totalidad del clan familiar, con el
abuelo Eloy a la cabeza de la tropa y los pequeños dispuestos a recoger alguna
almendra que otra y a divertirse y dar guerra como de costumbre, cada uno a lo
suyo. Cuando llegábamos a los almendros cercanos, los mayores extendían sacos
por el suelo cubriendo un almendro y golpeaban con las varas las ramas para que
cayesen las almendras al suelo, lo que se conoce por varear, que se practica
con las oliveras también. Además sacudían las ramas con sus manos y las
almendras gordas y pesadas caían al suelo sobre los sacos. Hasta que no se
despojaba a cada almendro de sus frutos no se pasaba al siguiente, y eso
después de recoger lo caído al suelo. Por nuestra agilidad, los pequeños éramos
invitados a trepar a los almendros a coger con la mano las almendras traviesas
que se negasen a caer. Las almendras se echaban a los grandes capazos que una
vez llenos se vaciaban en los sacos, cuyas bocas se ataban y se apilaban juntos
hasta completar la carga que se situaba con cuidado sobre la burra para el
acarreo hasta la casa. Los pequeños andábamos dando saltos de un lado a otro
como potrillos, aunque a veces recordábamos la tarea general y cogíamos alguna
almendra y la poníamos en su sitio, no se piense que todo se nos pasaba en
jugar y jugar.
Una vez
recogidas las almendras se llevaban en cada jornada a la casa y se extendían en
el suelo del terrado para que sus cortezas secasen por completo y fuera más
sencillo proceder al descortezado de las mismas.
Los abuelos
construyeron años después un almacén para las almendras situado en la línea del
bloque de casas, a la derecha en dirección a la era. Allí se depositaban las
almendras y una vez peladas se mantenían en sacos cerrados hasta su venta.
Las almendras
se pelaban siempre en casa de Juan, en la sala de la entrada, todos sentados
formando un corro alrededor de un gran montón de ellas. Se tomaban una a una y
se despojaban de la corteza, arrojando la corteza a un lado, al suelo, y la
almendra pelada a los grandes capazos colocados entre nosotros. La mayoría se
pelaban bien, pero algunas recalcitrantes se negaban a perder su cubierta
vegetal y eran echadas a un lado para su tratamiento posterior.
El proceso
era largo y tedioso, de varias horas diarias durante varios días. En la
actualidad se descortezan con máquina en un pispás, sin trabajo humano alguno,
entonces no existían tales inventos y había que usar las manos. Juan y su hija
Josefica eran muy hábiles pelando, igual que el mocico que les ayudaba en las
tareas, como acostumbrados todos ellos a la faena. Pero todo el mundo trabajaba
y Juan nos gastaba bromas y nos daba a veces a algún zagal un pellizco fuerte
en una pierna sin soltar y preguntando el acertijo mil veces repetido:
-
¿A quién quieres más: a tu
madre, a tu padre o al ay, ay ay?
Y tú,
claro, como te dolía decías ¡ay, ay, ay!
Otras veces
Juan contaba chistes un poco subidos de tono que los zagales no entendíamos
pero que a los mayores les gustaban y llamaban por nombre extraño “divinas”,
tal vez por adivinanzas. Recuerdo siempre a Juan como animador del cotarro,
hablando y contando cosas.
Cuando se
habían pelado todas las almendras concluían las tareas agrícolas en el campo,
al menos para nosotros que debíamos volver a Madrid sin presenciar nunca la
vendimia, dejado allí su inicio tardío para la primera quincena de octubre.
Nuestro dolor es que el final del pelado de las almendras significaba que las
vacaciones maravillosas se terminaban y debíamos volver a la faena de estudiar
y pasar frío y sufrir lluvia en la capital: el fin de la libertad.
La Balsa
del Molino
Nuestra
amada Balsa del Molino es grande: un cuadrado de 20 x 20 metros calculo yo así
a ojo, por dos o tres metros de profundidad. En ella estaba permitido el baño
cuando éramos jóvenes aunque acabaron por prohibirlo y actualmente se encuentra
vallada para impedir el baño. Esta ha sido la balsa con la que se ha regado
tradicionalmente la huerta de Ricote hasta que el Trasvase Tajo-Segura
contribuyó con su caudal a aumentar la superficie regada y su intensidad. Se
encuentra en un lugar elevado para regar toda la huerta por gravedad.
La Balsa
del Molino fue el lugar de nuestros baños en la infancia y juventud, y de
continuo nos sumergíamos y chapoteábamos en sus limpias aguas. Nos bañábamos en
ella en primavera y verano, y solíamos subir los de siempre: Andrés, a veces
Sebastián aunque no le gustaba mucho el agua, Antoñico el de la Juliana y su
hermano Paco primos hermanos de Andrés, por ser su madre Juliana hermana de su
padre, y yo mismo. Julito y Javier venían a veces con nosotros, y allí
comprobamos como ambos se convirtieron rápidamente en grandes nadadores, yo
sólo me mantenía en el agua y pataleaba con entusiasmo.
Al llegar
nos quitábamos la ropa en la olivera grande y añosa situada encima de una de
las esquinas de la balsa, que nos proporcionaba sombra, y sus ramas y tronco un
lugar donde colocar la ropa y sentarnos a descansar. Una vez en bañador nos
tirábamos de cabeza o haciendo la bomba al agua y chapoteábamos de lo lindo,
dándonos a veces aguadillas unos a otros. A mí me daban repelús las culebrillas
de agua (pequeñas y tan asustadas o más que nosotros) que veíamos a veces nadar
graciosamente entre dos aguas por el extremo opuesto al lugar donde se encontraba
la escalera metálica que trepábamos para salir, y por eso nunca me acercaba a
esos lados.
Paco, que
amaba la gimnasia, solía hacer sus ejercicios antes de meterse al agua,
especialmente fondos, y nos dejaba perplejos el número logrado por el tío. Los
demás a veces probábamos un poco pero no aguantábamos más allá de cuatro o
cinco levantando penosamente la barriga, cuando él se marcaba series de diez o
veinte como si tal cosa.
Como
siempre hacía calor, al concluir el baño bajábamos hacia Ricote en la solanera
del mediodía con los bañadores mojados en la cabeza por refrescarnos un tanto,
correteando por ser el camino cuesta abajo, con las tripas zurriendo de hambre
debida a la hora y al ejercicio.
Recuerdo
una ocasión histórica, siendo yo muy joven, en la que nos propusimos bañarnos
en la Balsa del Molino, Paco y yo mismo un día de Nochevieja, 31 de diciembre.
Resultaba
complicado que la gran masa de agua contenida en la balsa se calentase en
invierno pese a la buena temperatura ambiente, que en Ricote superaba los 20º C
en pleno día. Lo que hicimos fue esperar a que el agua se calentase con el sol
y subimos a bañarnos hacia las dos o las tres de la tarde, cuando había
recibido la insolación de la mañana. Nos metimos al agua y estaba bien fría,
pero chapoteamos a lo bestia un rato, como cachalotes para entrar en calor, y
luego nos salimos tras un corto baño. Como nos gustó la experiencia, al día
siguiente, de Año Nuevo, repetimos la inmersión Paco y yo, más o menos a la
misma hora y con parecida temperatura. Quienes nos vieron regresar de la balsa
con los bañadores mojados en la mano nos tildaron de locos.
Dos
pequeños detalles quiero añadir de mis gratos recuerdos de la Balsa del Molino.
Uno antiguo, en el que habíamos subido a bañarnos toda la familia, al menos
Julito, José Ramón y yo mismo, que es de quienes tengo memoria. Julito fue
siempre un gran nadador, y creo recordar que enseñó a nadar a José Ramón,
también buen nadador toda su vida. Siendo José Ramón un renacuajo ya nadaba que
se las pelaba. En aquella ocasión, ignoro ahora los motivos concretos, José
Ramón se había enfadado con Julito por alguna causa desconocida, y estando los
dos en el agua, con el detalle añadido de que cubría en toda la balsa y no te
podías agarrar a ninguna parte para descansar salvo en las escaleras de acceso
de hierro, única salida posible, Julito pugnaba por que José Ramón saliese del
agua, persiguiéndole nadando, pero no conseguía cogerle. De todos los hermanos
puede que yo sea el más cabezota, pero la cabezonería no es exclusivamente mía.
Prueba de ello es que allí permaneció un buen rato dentro del agua nadando, sin
salirse ni descansar, mi hermano José Ramón, enfurruñado, hasta que se le
ocurrió salir.
El otro
recuerdo de la Balsa del Molino es mucho más moderno, y abarca sólo a mi hijo
Santiago y a mí mismo. Santiago nada como un pez desde los cinco o seis años
por las clases de natación que recibió desde muy niño igual que su hermano
Eloy. Nos encontrábamos los dos al pie de la balsa en bañador, en un descanso tras
habernos dado un chapuzón, y vimos a unos chavales de alrededor de dieciséis
años situados enfrente, al otro lado de la balsa de pie, completamente vestidos
y sin pinta de quererse bañar, mirando atentamente la lámina de agua verdosa,
grande, profunda y cuadrada.
Se me
ocurrió pedirle a Santiago que contaría tan sólo siete u ocho años, que se
tirase al agua y nadase en dirección a los chavales para que vieran lo bien que
nadaba, por chulearse un poco. Yo lo decía por él, pero en realidad pesaba más
el orgullo de padre en mi intento. Hube de insistir varias veces porque
Santiago se mostraba remiso a lanzarse. Pero al fin lo hizo de cabeza, y nadó
hacia ellos cruzando la balsa de lado a lado, y luego regresó como si tal cosa
hacia la única escalera metálica de la esquina de la balsa por donde se podía
ascender y se salió. Me sentí muy feliz de que mi hijo nadase tan bien y al
mirar las caras asombradas de los jóvenes espectadores que seguramente no
sabrían nadar o se habrían bañado en la balsa.
La plaza del pueblo
Como todos
los pueblos Ricote tiene una plaza, aunque esta plaza en concreto sólo se lo
parece a los ricoteños, los demás vemos allí una calle en forma de gran Ele.
Comienza por abajo en la esquina del reloj, llamada así por el reloj de sol que
ostenta en lo alto de la pared. Pasada la esquina la plaza gira a la derecha,
se ensancha y termina con un giro a la izquierda en el otro extremo del Café.
En el
lateral de la plaza, en la propia esquina del reloj, se encuentra el Palacio de
los Llamas, maravilla del siglo XVIII y actual sede del Ayuntamiento, y al
fondo y de frente el Ayuntamiento antiguo. A la izquierda del palacio según
entras a la plaza se abre una avenida en cuesta que conduce a la iglesia.
La plaza
debió serlo de verdad siglos atrás, más o menos cuadrada, cuando frente al
Palacio de los Llamas se irguiese sin obstáculos visuales la Casa de la
Encomienda, un palacio donde vivía el Comendador de la Orden de Santiago
encargado de la Encomienda del Valle de Ricote concedida a dicha Orden, que
comprendía los pueblos de Abarán, Blanca, Ojós, Villanueva, Ulea y el propio
Ricote.
Porque se
vea la importancia de la Encomienda del Valle de Ricote, se afirma en un
artículo del diario La Opinión de Murcia, del sábado 20 de enero de 2001,
firmado por Luis Lisón Hernández, que las rentas de la Encomienda de Ricote
fueron en el año 1636 de 941.723 maravedís.
En la
actualidad la Casa de la Encomienda es la sede de la orden religiosa de las
Hijas del Cenáculo, es decir las monjas de Ricote. No se entiende que a casa
tan importante se penetrase por un estrecho callejón como sucede en la
actualidad, luego las viviendas a uno y otro lado de la entrada se han
construido con posterioridad al siglo XVIII.
Hace siglos
supongo que las casas situadas frente al Palacio de los Llamas hasta llegar a
la altura de la Casa de la Encomienda no existirían y la plaza lo sería en toda
su amplitud, enfrentadas las dos casas nobles sin obstáculos.
La plaza de
Ricote, como todas, es un espacio público donde se reúnen los desocupados, las
gentes de paso y los viejos, donde se charla, se hacen negocios, se compra y se
vende (allí se estableció durante muchos años un mercadillo popular de ropa,
artículos de cocina y alimentación), se comenta y chismorrea. Los ricoteños
observan el paso de la gente y mucho más si algún forastero se muestra ante los
ojos de los mirones, indagando unos a otros por su procedencia desconocida.
En la plaza
ocurren cosas de importancia que no suceden en otros lugares del pueblo, como
aquel día, hacia los años sesenta del siglo pasado, cuando presencié una venta
muy curiosa y estridente.
Un buen día
apareció por el lugar un camión forastero del que pronto surgieron varias
personas que montaron un tenderete justo delante de la sede antigua del
Ayuntamiento. Al frente del cotarro se situó un hombre que se colocó un
micrófono atado al pecho para mantener las manos libres. Situaron también dos
amplificadores de sonido y una mesa al lado con unas mantas encima.
El hombre
comenzó la función llamando la atención de la gente de la forma que mejor
sabía, es decir, hablando. Hablaba y no paraba completando la perfecta imagen
de charlatán de feria. Poco a poco la gente se fue arremolinando a su alrededor
atraídos por su cantinela insistente. No vendía una manta, ni dos ni tres, sino
muchas más que amontonaba hasta formar un lote formidable y todo por mil
pesetas. Eran los tiempos en que abundaban los animales de tiro y transporte:
principalmente burras y mulas, y las mantas también iban destinadas a ellos,
además de a las personas.
Uno de sus
latiguillos, el más original y por ello indeleble en mi memoria, era el
siguiente: “no se crean que con mil pesetas van a comprar un cortijo con
parrales en Almería”, que intercalaba en su charla una y otra vez.
Pero en
cambio con ese dinero sí podían comprar un maravilloso lote de mantas para
ellos y para su mula o su burra, todo el mundo quedaba surtido con mil pesetas,
un dinero que entonces constituía una cantidad importante aunque no lo
suficiente para comprar un cortijo con parrales en Almería como el charlatán
mantenía una y otra vez.
Aquí
conviene decir unas palabras sobre el famoso billete. El billete verde de mil
pesetas fue desde su primera emisión en el año 1946 con la efigie de Vives; la
siguiente en 1951, con la de Sorolla; en 1957 con los Reyes Católicos; en 1965
con San Isidoro y una posterior en 1971,
con Echegaray, el de mayor valor facial de los emitidos por el Banco de España
con la hermosa leyenda, hoy olvidada: El Banco de España pagará al portador
(hoy día el Banco Central Europeo no paga ni un euro de los billetes que emite,
si acaso cobra).
El billete
de cien pesetas, mucho más popular y utilizado de forma masiva, mantuvo su
color marrón en sus emisiones de 1946 con la efigie de Goya, de 1953 con Julio
Romero de Torres y de 1965 con Gustavo Adolfo Bécquer. En 1976 se emitió un
billete de cinco mil pesetas con la efigie del rey Carlos III, última emisión
que mostró la leyenda citada, y el de mil cedió su primacía facial.
Añorado y deseado
por todos, al billete de mil pesetas, que mantuvo su color verde en todas las
emisiones, le dedicaban incluso canciones como aquella cuyo estribillo decía
así:
Billetes,
billetes verdes
pero qué
bonitos son
billetes,
billetes verdes
que me dan
la salvación
Pero
volvamos a la plaza. Veías a los paisanos darle vueltas a la boina, ya en la
cabeza ya en las manos, rumiando la idea de comprar y ninguno se decidía. El
desencadenante de la venta fue uno de ellos que tomó la decisión de adquirir un
lote, no sé si inducido o pagado por el propio vendedor para animar a los demás
a modo de gancho. Pero lo cierto es que fue el primero en comprar un lote, lo
pagó con su fabuloso billetico verde (de ahí mi suspicacia por su posesión dada
su extremada escasez), y a partir de ahí, lote a lote, los vecinos siguieron
adquiriendo de uno en uno sus mantas bañados por la verborrea interminable del
vendedor. Yo me fijaba en algunos paisanos que abandonaban la plaza y volvían
al cabo con el dinero bien guardado y subían con los billetes sudados aferrados
en su mano al pequeño estrado, el vendedor les entregaba su lote chisporroteado
con su abundante saliva y ellos a cambio le daban su dinero y todos contentos.
El
espectáculo duró varias horas, con los ricoteños ya absolutamente convencidos
de que era imposible comprar un cortijo con parrales en Almería por mil
pesetas. Cuando estimó que no quedaba nadie insatisfecho sin aquel fabuloso
lote de mantas en su poder, el charlatán cerró el tenderete, lo guardó todo en
su camión y se marchó. Con ello se acabó la diversión para quienes no compramos
nada y nos limitamos a admirar el espectáculo gratuito y escuchar su charla
interminable.
Muchos años
después identifiqué en un periódico local al protagonista famoso que pertenecía
a una familia de charlatanes de Orihuela, capital de la Vega Baja del Segura,
que venció en un certamen organizado para dilucidar el mejor charlatán de
feria, precisamente el que inmortalizó los parrales de Almería y las mil
pesetas, ¡qué gran hallazgo!
La plaza
era el destino de muchos pregones contratados por los particulares en el
Ayuntamiento y lanzados por el pregonero del pueblo. Cuando había un pregón, el
pregonero, armado de su trompetilla y tocado con su gorra de plato gris, lo
anunciaba por varias esquinas del pueblo, comenzando y terminando en la plaza.
En primer lugar tocaba su trompetilla varias veces para llamar la atención de
los vecinos y luego lanzaba su pregón. Los zagales le seguían con alboroto por
la novedad durante su recorrido completo a lo largo y ancho del pueblo. Había
lugares concretos por donde siempre pasaba, se detenía y pregonaba, uno de
ellos donde yo lo contemplé varias veces era la Placeta de Manducho,
precisamente en la esquina donde laboraba en su tabuco el zapatero remendón que
daba nombre a la plaza.
El
pregonero alzaba su trompetilla al cielo y soplaba varios clarinazos, anunciaba
algún producto de viva voz y de remate solía advertir: ¡en la plaza lo venden!
Otras veces
se trataba de anunciar una pérdida, y tras los clarinazos de rigor, el
pregonero nombraba la cosa perdida y la persona que lo había perdido,
concluyendo: ¡Se pagará el hallazgo¡, que sonaba más bien como “hallajo.” De
nuevo la insigne molinera viene en mi ayuda. Hallazgo: recompensa que se da por la devolución a su dueño de una cosa
hallada.
Otro de mis
episodios juveniles tuvo también como escenario la plaza del pueblo. Andaba yo
por allí un día distraído cuando dos personas desconocidas me llamaron para que
presenciara un trato de compraventa entre ambas, es decir para que hiciera de
testigo.
No recuerdo
lo que uno vendió y el otro compró, pero cuando se pusieron de acuerdo se
dieron las manos con solemnidad entre ellos y ambos a mí, y luego me condujeron
al Café cercano donde me invitaron a una consumición como forma de perfeccionar
el trato a que habían llegado. Al final nos dimos formalmente la mano los tres
y nos marchamos tan felices por la compraventa. Buscando otra palabra en el
diccionario de la fabulosa molinera he encontrado por casualidad el nombre
exacto que debe darse a dicha invitación. Alboroque:
convite que hacen el comprador o el vendedor a los que intervienen en una
venta.
Lluvia y
gachasmigas
Llover en
Ricote sucedía pocas y felices veces al año, generalmente algún día raro de
otoño o invierno, hasta el punto de que existía una comida para celebrarlo a la
vez que llenaba el tiempo de descanso que la lluvia imponía a los trabajadores,
que por su culpa o gracias a ella se encontraban imposibilitados de trabajar en
el campo, y en el caso de Ricote en la huerta, porque el campo de Ricote, de
secano, quedaba muy lejos, a 16 km más o menos atravesando la sierra que lleva
el nombre del pueblo.
La comida
para festejar como se merecía la lluvia se llama gachasmigas, así todo junto,
que hay gachas y hay migas con parecido ingrediente básico: harina de almortas,
de centeno o de trigo, pero cocinadas de forma diferente según cada caso. Las
migas se preparan con pan duro del día anterior cortado en finas lonchas y
previamente espolvoreado con agua. También hay gachas blandas y gachas duras.
De las blandas no me acuerdo, las duras formaban una especie de tortilla gruesa
que se comía con cuchara.
Las
gachasmigas constituyen una poderosa comida para trabajadores del campo que
deben realizar gran ejercicio físico, es una comida comunitaria que se
preparaba en lumbre de leña en una sartén enorme de rabo largo puesta sobre
unos hierros grandes. El ingrediente básico es la harina de trigo, a la que se
añade agua, aceite y sal. Esa masa se movía sobre el fuego con una rasera,
instrumento de cocina de hierro con un largo mango y terminación en pala
redonda con agujeros en su superficie. La masa se iba cortando y moviendo con
la rasera a la vez que se cocía en el fuego. Manejar aquello precisaba de una
considerable fuerza física del cocinero, en especial cuando los comensales
superaban la docena como a veces ocurría.
El
resultado de los esfuerzos del cocinero, que en tiempos del abuelo Eloy era
muchas veces el Peporro, ignoro el tiempo de cocción requerido, se sustanciaba
en una masa de bolicas redondas, más o menos grandes y de color blanquecino
amarillento. Si era época de matanza reciente del chino se le añadían las
asaduras fritas aparte: trozos de riñones, corazón, hígado y demás.
Las
gachasmigas se acompañaban con sardinas arenques, tan saladas y sabrosas, y
abundantes platos de variantes como olivas, alcaparras y tápenas, pimientos en
vinagre dulces y picantes y otros similares, colocados en platos pequeños
directamente sobre las losas del suelo, alrededor de la gran sartén sostenida y
elevada por unos hierros.
Con todo
dispuesto sólo faltaban los comensales, que únicamente necesitaban una cuchara
y una silla donde sentarse. Lo hacíamos todos a la entrada de la casa de los
abuelos Rosario y Eloy despejada de las mecedoras, alrededor de la gran sartén,
y una vez sentados cada uno se aproximaba a ella para tomar una cucharada,
siempre de su lado, retirarse y comerla. No estaba permitido picotear en la
sartén como las gallinas y lo que se tomaba con la cuchara, después de
apreciado con la vista, se comía. El cocinero tenía el honor de sujetar el
enorme rabo de la sartén sobre sus piernas agarrado con una mano, mientras que
con la otra comía. La sartén no podía volcarse de ninguna manera porque su
contenido se vertería directamente al suelo y todos nos quedaríamos sin comer.
Eso nunca sucedió, al menos que yo supiese.
Para los
mayores era costumbre llenar un porrón de vidrio con vino que transitaba por el
corro de manos de uno a otro comensal sin saltarse a nadie, salvo a los
pequeños que nos entremezclábamos con los mayores.
Para
preservar la higiene y dado que el porrón era comunitario nunca se chupaba de
él, lo mismo que sucedía con los botijos de agua, sino que se bebía arrojando
al aire el vino en dirección a la boca abierta. Esto exigía cierto cuidado para
no mancharse la ropa con las salpicaduras del vino del abuelo, tinto y oscuro,
pero todos ejecutaban el acto con la maestría que otorgaba la costumbre.
Las
gachasmigas era una comida extraordinaria, comunitaria y alegre, todo el mundo
se mostraba contento de que lloviese y de no tener que trabajar. Los mayores se
gastaban bromas y reían mientras comían, a lo que contribuía la euforia
derivada del consumo de vino. Tenían a gala que el porrón no parase nunca,
transitando de mano en mano por el corro y siguiendo el orden sin saltarse a
nadie de los mayores. A veces el porrón se detenía porque el comensal mantenía
la boca llena y entonces lo dejaba en el suelo o sujeto con la mano desocupada
de la cuchara sobre una rodilla mientras acababa de masticar el bocado,
instante del que mantengo una imagen vívida. Cuando desocupaba la boca alzaba
el porrón mirando al cielorraso un largo rato mientras su nuez subía y bajaba,
y después la vasija proseguía su deambular incesante. En cuanto se vaciaba era
llenada de nuevo y a seguir la ronda.
Quien
muchas veces nos preparó gachasmigas en casa, ya sin los abuelos Rosario y Eloy
entre nosotros, fue Jesusete, hijo de la Amparo la Moza y ahijado de mi madre.
Recuerdo que es zurdo y que con esa mano movía diestramente la rasera con vigor
sentado ante la lumbre y agarrando el rabo de la sartén con la mano derecha.
Jesusete es joyero y relojero, mantuvo durante muchos años un local minúsculo
en el Sampedro, donde arreglaba los relojes y vendía sus joyas que muchas veces
mi madre ha comprado: pendientes, anillos, pulseras y otros dijes para los
grandes, medallas de la Virgen por la primera comunión y de San Sebastián para
los pequeños.
Jesusete
posee un local de aperos de trabajo en la huerta, camino del Molino, allí se ha
preparado una balsa para regar sus tomates y cebollas, sandías y melones, y
pasa sus buenos ratos disfrutando con su azada y del silencio huertano plagado
del gorjear de los pájaros.
También
acudía a casa cuando mi madre se lo demandaba a matar el pavo en los días
previos a la Navidad. El tío Pepe nos encargaba el pavo en Murcia que alguien
metía vivo en la cochera, llamada así aunque nunca contuvo coches, luego
aparecíamos poco a poco los hermanos a pasar las fiestas con nuestra madre y un
buen día llegaba Jesusete dispuesto a todo con su cuchillo bien afilado. Entre
varios y con gran escándalo y carreras de su parte atrapábamos aquella bestia
de pavo, con miedo siempre que te saltase un ojo de un picotazo porque pesaba
sus buenos 15 a 18 kilos. Jesusete lo mataba acuchillando su cuello y los
hermanos ayudábamos a su despiece sujetándolo mientras él cortaba, operación
realizada en el patio de la casa que se llenaba de plumas y sangre del
animalico, cuyos restos quedaban oreándose al fresco una noche entera y luego
nos lo comíamos entero en amor y compaña.
Con la
sangre del pavo preparaba mi madre sus afamadas pelotas, imprescindibles para
el suculento caldo de la comida del día de Navidad. Las pechugazas y los
muslacos eran punto y aparte, pero de todo dábamos cuenta en días sucesivos la
numerosa compañía, que llegábamos a juntarnos en los buenos tiempos veinte
personas entre padres e hijos, contando a mi madre y a Julito. Así nos
zampábamos el pavo bien regado por nuestro vino de Ricote traído del campo.
De pequeños,
la entrada de la casa de los abuelos con sus grandes y frescas losas de dibujo
ajedrezado, alternando las blancas y las negras, era escenario predilecto de
uno de nuestros juegos consistente en mecernos sin cesar en las dos mecedoras
de rejilla disponibles.
Las
mecedoras se encontraban una frente a otra, según entrabas a la izquierda, ante
la puerta cerrada que daba paso al comedor. A la derecha de la entrada se veía
la puerta de un dormitorio con dos camas, donde Andrés y yo dormimos
innumerables siestas de verano, y en el ángulo libre, enfrente a la derecha, se
colocaba el perchero de pared con espejo en el medio. Tras la reforma total
realizada por mis padres de la casa de los abuelos hemos subido este perchero
al final del pasillo del piso de arriba.
Las
mecedoras contaban con asiento y espaldar ovalado y de rejilla, pintadas de
negro con la rejilla color claro. Los grandes balancines de que estaban dotadas
permitían un vaivén constante apoyando los pies en el suelo e imprimiendo
ligera fuerza en las pantorrillas.
En las
mecedoras pasábamos los zagales horas y horas, apoderándonos de una si se
encontraba libre en cuanto entrábamos en la casa, lo que solía producirse al
mismo tiempo por andar siempre juntos, con lo que estaba garantizada la bronca.
Si se hallaban ocupadas porque otros se nos habían adelantado, aguardábamos
impacientes por las cercanías a que alguna quedase desocupada para tomar
posesión de la misma ante el mínimo resquicio y sin ceder luego el asiento
nunca a los pretendientes al trono que suplicaban les dejases un ratico, con el
mismo latiguillo cien veces repetido: el que se fue a Sevilla perdió su silla.
Dentro de la casa constituían nuestro juguete favorito, uno podría pasarse
horas y horas meciéndose en aquellas mecedoras con placer, sin esfuerzo ni
ruido alguno.
Aún hoy me
gustaría disfrutar de una buena mecedora de aquellas de rejilla de los abuelos,
mi gusto no ha mermado con el tiempo. El problema es que Pilar abomina de
ellas, no sólo ella no se sentaría en una ni muerta sino que no puede ver a
nadie balanceándose tranquilamente, dice que eso también la marea. Y claro, no
es posible rememorar el placer del vaivén de la dulce y suave mecedora con tu
compañera sufriendo a tu lado.
Los
pequeños disponíamos de otra mecedora en la casa de los abuelos, colocada en el
hueco de la escalera, nada más traspasar a la izquierda una puerta de cristales
que daba acceso a la cocina con el hogar de leña, principal estancia de la
casa. Aquella mecedora nos gustaba menos porque apenas balanceaba. Su respaldo
y asiento, con cojines abundantes, formaban una superficie continua en lona
gruesa con motivos florales y parecía una mecedora para gente mayor que apenas
disfrutase del gusto por el movimiento continuo que imperaba en nuestros
cuerpos jóvenes. Si las magníficas mecedoras de la entrada se encontraban
ocupadas a veces te sentabas en ella un rato, pero a disgusto, como con
desprecio, no tenía ni punto de comparación con las otras ni merecía llamarse
mecedora porque no te mecías en ella. En realidad aquello no tenía de mecedora
más que el nombre porque contradecía la esencia misma del mueble: la
posibilidad de mecerse. Era un sillón con apariencia de mecedora, una birria.
Los días de
lluvia los aprovechábamos de zagales en Ricote para practicar algunos juegos
con barro. En días posteriores a la caída de lluvia,siempre escasos, hacíamos
patruenas y jugábamos al clavo. El lugar elegido era un descampado llano
situado junto a la antigua almazara, cuyos ruinas de arcos y muros de ladrillo
se conservaban precariamente alzadas junto a la orilla derecha de la carretera
según se salía del pueblo, antes de llegar a las Flechas. Luego tiraron las
ruinas de la almazara y levantaron allí dos viviendas unifamiliares.
En aquel
descampado, el barro era muy fino y suave al tacto. Tomando un poco del mismo
lo amasábamos con las manos hasta formar una lámina que ahuecábamos dándole la
forma cóncava de nuestra mano medio cerrada. Después lanzábamos la patruena al
suelo y si explotaba con agujero en su centro lo habíamos hecho bien.
Otro juego
practicado en el mismo lugar con el terreno blando por la lluvia caída en días
previos exigía un clavo. El clavo debía ser grueso y largo como de un palmo.
Con el mismo, los jugadores establecían el turno de juego lanzando el clavo al
suelo en un mismo lugar en series de cinco tiros. Lanzabas el clavo que se se
debía clavar todas las veces y quien fallaba quedaba eliminado. Concluido el
turno de posición en el juego, el primero comenzaba el mismo.
Cada
jugador montaba su propia base, un lugar acotado con el clavo, separado de las
demás bases y con la forma que cada uno quería para sus barcos, que es como
llamábamos al dibujo realizado en el suelo alrededor del agujero producido por
el pincho cuando se clavaba en él. Por ejemplo, uno escogía la forma de peces
alargados, otro de círculos, otro de triángulos y el último de cuadrados.
Desde la
base, el primero en el turno lanzaba el clavo y trazaba alrededor su pez, en un
espacio pequeño que rodeaba con los pies. Desde allí lanzaba el clavo hacia
adelante y dibujaba un nuevo pez. Si querías avanzar con demasiada rapidez
podía ocurrir que el clavo no se clavase y perdías el turno. Por eso había que
ir paso a paso trazando tus dibujos en el suelo. Si conseguías llegar a la base
de un contrario, lanzabas el clavo tres veces contra la misma y si se clavaba
siempre, el jugador quedaba eliminado. Caso de que fueran más de dos los
jugadores, desde la nueva base, que borrabas y trazabas un nuevo pez
apoderándote de ella, te dirigías hacia otra base contraria siempre a golpes de
clavo clavados en el suelo. En un momento dado el jugador fallaba por una
piedrecica en el suelo, por hallarse cansado o un mal lanzamiento del clavo, y
el turno pasaba al siguiente jugador.
Este nuevo
jugador se dirigía hacia donde le parecía bien y si en su trayecto se
encontraba con los dibujos de un contrario iba clavando en los mismos el clavo
y borrando el dibujo anterior y trazando el suyo. De esta manera podía acabar
con todos los barcos de un contrario, arribar a su base y conquistarla. El
juego era mucho más divertido que su descripción, y con el mismo nos pasábamos
horas jugando.
Era un
juego estupendo y con su ayuda los zagales nos poníamos perdidos de barro:
botas, manos y todo lo demás. Ignoro si cada jugador jugaba con su clavo o uno
solo servía para todo el mundo dado que solo uno jugaba y los demás esperaban.
Cada vez que te confiabas porque parecía imposible fallar, fallabas un tiro y
el contrario te arrasaba.
Siempre
aprovechábamos en Ricote con gran felicidad los pocos días al año que
disponíamos de barro para amasarlo y jugar con él.
El abuelo Eloy
El abuelo
Eloy fue el padre de mi madre Rita de quien procede mi nombre y el de mi hijo
mayor. También la tía Rosarico nombró en su honor Eloy a su segundo hijo y al
mayor, Sebastián como el padre. Al ser yo mayor que él, este Eloy ha sido
conocido siempre por Eloico en la familia. Eloico tuvo dos hijos varones: al
mayor le nombró Eloy y al pequeño
Gonzalo. Finalmente, en la familia de unos primos segundos que llamamos “de la
Carrichosa” por una finca de Cieza donde trabajó su padre, o simplemente “los
Carrichosos”, uno de ellos fue bautizado asimismo como Eloy. El mayor de los
hijos de este último nació varón y recibió el mismo nombre. De ese modo,
actualmente somos seis las personas que ostentamos ese nombre en la familia en
recuerdo del abuelo.
El abuelo
contaba con 66 años el día que yo nací, mi edad cuando comencé a escribir estas
memorias, lo que constituye un augurio favorable al haber renacido su persona
conmigo.
La familia
de los Frasquitillos, a cuyo frente se encontraba el abuelo Eloy, todo un
personaje en el pueblo, llevaba por apellido Avilés, el del abuelo que luego
pasó a mi madre y es el segundo nuestro, el de los primos de nuestra rama y el
de las hermanas del abuelo y sus descendientes. La familia de los Chifarras,
opuesta tradicionalmente a la nuestra, se apellidaba Guillamón, y en ella había
varios hombres con el nombre de Trinidad, muy abundantes antaño en Murcia para
designar a hombres y que en Andalucía ostentan generalmente las mujeres.
Hay un
episodio de amor entre ambas familias cuyo final no fue tan trágico como el de
los Montescos y Capuletos de Romeo y Julieta, pero que acabó mal, en separación
del matrimonio. La prima Ángeles, a la que nuestras madres llamaron siempre
prima aunque en realidad era tía suya fruto del segundo matrimonio de su padre
(según indicación del primo Andrés), casó con Trinidad Guillamón y tuvieron
cuatro hijos: Paco, Auxiliadora, Margarita y el Trini, nuestro primo querido
con quien pasamos tan lindos ratos en el campo y en Ricote. El matrimonio se
separó y pasaron a vivir en distintos domicilios, algo inusual en la época
donde los matrimonios eran “para toda la vida”.
El padre de
nuestro primo fue Jefe Local del Movimiento tras la Guerra Civil y Alcalde del
pueblo. Durante su largo mandato se instalaron bancos de piedra sin respaldo en
la plaza y calles del pueblo. Todos los bancos ostentaban en el asiento la
leyenda T G en letras muy grandes, iniciales de Trinidad Guillamón, como si él
los hubiera pagado de su bolsillo y fueran de su propiedad.
Hay otro
caso más reciente y feliz de unión de un Frasquitillo con una Chifarra
protagonizado por Luis Garrido Avilés, uno de los primos Carrichosos, que casó
con Margarita Guillamón Gómez, hija de la prima Ángeles. Ella unía en sí misma
ambas familias, al ser hija de una Frasquitilla, su madre y de un Chifarra, su
padre. En su caso, la antigua rivalidad entre Chifarras y Frasquitillos ha sido
eliminada de raíz por el amor que ambos se profesan.
El nombre
Eloy no era corriente entre los Avilés cuando nació el abuelo. Mi intuición de
que su aparición en la familia pudiera deberse a esa costumbre o manía antañona
de muchos curas de imponer al niño al bautizarlo el nombre del santo del día y
que hubiese nacido un 1 de diciembre, día de San Eloy, patrón de los relojeros
y joyeros, resultó desmentida por la realidad. El abuelo comprobé que nació,
tras indagar en el Ayuntamiento de Ricote, un 12 de septiembre de 1881, por
tanto la singularidad de su nombre se debe a otra causa que ignoro por
completo.
Francisco,
en cambio, ha debido ser un nombre recurrente en nuestra familia. Es tal vez el
nombre que más variaciones recibía en España donde antes era muy popular. Al
típico Paco hay que añadir sus derivados: Paquete, Paquito, Pacón y Paquico. De
Francisco, Francisquillo; de Paco, Paquillo; y de Frasquito, Frasquitillo.
Frasquito y
Frascuelo son muy corrientes en Andalucía para designar a los Franciscos, y
varios matadores de toros famosos se han llamado Frascuelo. Otro famoso matador
fue Paquirri, y su hijo Paquirrín aparece actualmente cada día en los programas
de televisión y en la prensa del corazón.
De algún
Francisco o de varios de ellos, transformados fácilmente en Frasquitillos,
procederá casi con seguridad el nombre de nuestra familia.
Ahora
quiero hablar del apellido Avilés que en nuestra rama familiar se va a perder
por completo al transmitirse a los hermanos y primos como segundo apellido al
proceder de nuestras madres y no lograr descendencia el tío Pepe, único que lo
podría transmitir como primer apellido a un posible descendiente varón que le
diera continuidad. El abuelo Eloy tuvo como hermanas a María Antonia,
Consolación y Federica, por lo que
Avilés pasó a los hijos de ellas como segundo apellido y luego se
acabará perdiendo.
A propósito
de nuestro apellido resulta muy interesante un artículo del Especial Ricote,
titulado Ricote y la niña bonita, cuya primera edición data de Agosto de 2003 y
cuyos coordinadores, que aportaron su esfuerzo y el extenso archivo fotográfico
de su familia, fueron Alberto Guillamón Salcedo, Sergio Guillamón López y Raúl
Aitor Guillamón López. El libro fue promovido por el Diario La Opinión de
Murcia y el Ayuntamiento de Ricote. Alberto me concedió permiso por teléfono
para reproducir una fotografía del mismo que incluye a nuestra madre, con mi
agradecimiento. Cuando se editó y puso a la venta en el pueblo, la Rita de Eloy
adquirió un ejemplar para cada uno de sus hijos que nos entregó en la siguiente
Navidad cuando nos reunimos con ella en el pueblo.
El artículo,
publicado originalmente en el periódico La Opinión de Murcia del martes 20 de
enero de 1998 y firmado por Javier Castillo Fernández, lleva por título:
Estudios sobre apellidos y se subtitula como Un padrón de moriscos de Ricote
del año 1557. En él habla de que el pueblo “contaba en aquella fecha con 109
vecinos, es decir, cabezas de familia, al que el autor aplica un multiplicador
típico de la época de 4 miembros por familia para obtener la cifra de 436
vecinos en Ricote. Entre los apellidos más repetidos por aquel entonces se
encuentran los de Avilés, Bermejo, Carrillo y Rojo, con siete casos cada uno.”
Sigue el
artículo: “examinando la guía telefónica de 1996 y teniendo en cuenta sólo el
primer apellido de los abonados se encuentran muchos de los apellidos más
singulares que poseían los moriscos ricoteños a mediados del siglo XVI como
Avilés, Miñano, Palazón, Pay, Rojo, Saorín y Turpín.”
El abuelo
Eloy ostentaba dos de los apellidos moriscos más repetidos antes y ahora:
Avilés y Rojo, así que puede decirse que su estirpe y nuestra es ricoteña y
morisca cien por cien. La abuela Rosario se apellidaba Gómez Rojo, compartiendo
el segundo apellido con el abuelo.
El cura de
mi infancia en Ricote se llamaba don Amable y en una ocasión famosa no hizo honor
a su nombre con los vecinos del pueblo.
Sucedió que
la iglesia puso a la venta papeletas de lotería de Navidad que los vecinos
compraron. Al número jugado le correspondió un premio pequeño, imagino que el
reintegro, es decir que se devolvía lo jugado. Don Amable confiaba en que los
parroquianos dejasen el dinero ganado para los gastos de la iglesia, pero como
no ocurrió así en muchos casos el cura subió al púlpito un domingo en la misa
mayor con la iglesia llena a rebosar armado de una lista y dispuesto a ajustar
cuentas a los recalcitrantes, separando clara y públicamente los buenos de los
malos y olvidando la caridad cristiana que debería exhibir un cura.
Ignoro si
ese día concreto el cura nos asestó a los fieles una de sus homilías eternas
sin principio ni fin, con misas solemnes de tres horas de duración, o dedicó su
sermón en exclusiva al asunto de la lotería. Sí recuerdo perfectamente el
momento cumbre del sermón, trepado en su púlpito, cuando enarboló su lista
citando el primer nombre y añadiendo: ¡jugó cinco pesetas que dejó a la
iglesia!; de otra persona dijo que jugaba tres pesetas y el anatema brotó
rotundo de su boca airada: ¡las mismas que retiró!, y así uno tras otro hasta
completar lo que cada vecino del pueblo había jugado y si lo dejó o no a la
iglesia. Yo me mantuve atento entre tanto nombre desconocido y cuando escuché
el del abuelo: ¡Eloy Avilés Rojo, seis pesetas, las mismas que retiró!, respiré
tranquilo y regocijado. Ese era mi abuelo, con un par.
El abuelo
Eloy era una persona de mucho carácter, necesario para sobrevivir en su mundo
familiar siempre rodeado de mujeres, primero sus tres hermanas y su madre, y
luego sus tres hijas y su mujer, con los solos apoyos masculinos de su padre y
del tío Pepe. Era pequeño de estatura y le recuerdo con su sombrero calado a
todas horas. Creo que fue alcalde de Ricote antes de la Guerra Civil. Un
detalle concreto que contaré ahora da idea de su severidad y justicia.
Los tres
primos hermanos y otros amigotes de nuestra edad nos divertíamos siendo
zagalotes robando fruta en la huerta, tampoco elevadas cantidades (nunca
llevamos siquiera una bolsa), lo justo para comer un poco y salir corriendo. En
aquel tiempo había dos guardas en la huerta encargados de denunciar a los
infractores (luego reducidos a uno y en la actualidad a ninguno, por lo que
cualquiera, sea forastero o lugareño, campa por sus respetos ahora por la
huerta desierta y toma lo que le da la gana de cualquier bancal si no está
vallado), desde quien cogía unos pocos limones al que pastaba la cabra en un
bancal que no era de su propiedad ni el dueño le había autorizado a ello.
Dirigidos
siempre por nuestro amigo Paco “frutas”, llamado así porque en cualquier
momento del año sabía siempre dónde se encontraba la mejor fruta de toda la huerta
y si ya estaba madura para comer o algo verde, corríamos la huerta de punta a
punta a la búsqueda de placeres vitamínicos y del gusto prohibido por robar. La
táctica consistía en que nos dividíamos en dos grupos: el primero para
despistar a uno de los guardas, confiando en que el otro se encontrase lejos, y
el segundo para robar la fruta y luego repartirla entre la totalidad de la
pandilla.
Uno de los
sitios habituales en donde robábamos fruta era el huertecico de los abuelos
Eloy y Rosario, situado al lado del pueblo, que contenía algunos naranjos cuyos
frutos apreciábamos grandemente por su intenso sabor y dulzura. Por aquel
entonces en la huerta de Ricote no había apenas naranjos, de hecho nadie en el
pueblo poseía un huerto entero de naranjos, y la gente plantaba a veces uno o
dos en medio de sus limoneros para consumo propio. Los escasos naranjos que
había se encontraban protegidos por altas tapias o sencillamente daban frutos
agrios o amargos, incomibles. Por todo ello, puedo afirmar que las naranjas del
huertecico de los abuelos eran las más dulces de toda la huerta, o tal vez las
más accesibles al no encontrarse vallado el bancal. El único problema era su
excesiva proximidad al pueblo que propició posteriormente la captura de los
tres primos y de nuestros amigotes.
Uno de los
guardas avisó al abuelo Eloy de que algunos zagales estaban robando fruta en su
bancal y entre ellos se encontraban sus tres nietos mayores. Preguntó el guarda
al abuelo si debía denunciar a todos los raterillos y en concreto a sus nietos,
y su respuesta categórica reveladora de su firme carácter fue: “a esos los
primeros.”
Y en una de
nuestras correrías el guarda nos cazó robando fruta en el huertecico del abuelo
y nos denunció, lo que llevaba aparejada una multa económica, creo que de cinco
pesetas para cada uno, y lo que era peor: la publicación de los infractores en
el tablón de anuncios del Ayuntamiento con la consiguiente deshonra pública
sobre el denunciado acusado de ladrón.
Un día
infausto, nuestros nombres: Andrés Montalbán Avilés, Sebastián Ibernón Avilés y
Eloy Maestre Avilés, salieron publicados en el tablón de la vergüenza
acompañados del de nuestros amigos. Los padres se enteraron de inmediato y los
tres primos recibimos el justo castigo por nuestro robo.
En ese
mismo huertecico se alzaba un árbol único: mitad naranjo y mitad limonero, que
me dejaba fascinado cuando nos acercábamos para coger sus frutos acompañados de
nuestros mayores.
Este niño
quedaba siempre hechizado por el embrujo de aquel árbol insólito que daba en
unas ramas naranjas y en otras limones todo a la vez, lo que nunca hubiera
creído posible de no tenerlo ante mis ojos. Preguntado el abuelo Eloy por tal
rareza me contestó que él mismo, años atrás, había injertado dos ramas de aquel
limonero como naranjo y el resultado a la vista estaba. Mi pasmo no menguaba
por mil veces que lo admirase.
Pasados los
años, aquel árbol único y maravilloso fue talado, como la mayoría de los del
huertecico, cuando el tío Pepe edificó en el solar su casa.
Los abuelos
poseían otro enclave en el pueblo llamado Corral de la Palmera por la que lucía
en él su hermoso penacho elevado a diez o doce metros de altura.
En el
corral criaban gallinas, conejos y también el chino, que compraban de pequeño
tamaño y engordaban allí para consumo familiar. Había un espacio cerrado para
gallinas y dentro de él otro separado y a ras del suelo para los conejos,
aparte se alzaba una cochiquera donde se encerraba el chino para engordarlo
hasta que llegaba el día de la matanza y el matachín daba cuenta de él.
Alguna
gallina andaba por el corral con sus pollicos corriendo y picoteando tras ella,
a los que no podíamos molestar ni intentar atraparlos contentándonos con
mirarlos un rato. Nos gustaban especialmente un tipo de gallinas más menudas
que el resto y con las plumas brillantes y rojas, llamadas “americanas”, que
decían trabajaban muy bien como gallinas cluecas, es decir empollando huevos
para lograr nuevos pollos. También las gallinas ponedoras, muchas con el cuello
pelado por culpa de algún gallo montaraz, y los escasos gallos andaban sueltos
por el corral durante el día, picoteando aquí y allá, y se encerraban al
atardecer en el gallinero dotado de palos gruesos colocados horizontalmente al
suelo de pared a pared donde las gallinas trepaban y dormían durante la noche.
Se cerraba el gallinero para prevenir ataques de las zorras que bajaban de los
montes cercanos a buscar alimento. Estos eran los animales más odiados porque
cuando lograban entrar en algún gallinero del pueblo se lanzaban a matar
indiscriminadamente cuantos animales les pillaban al paso.
En
Navidades comíamos los dátiles grandes y dulcísimos producidos por la palmera
que daba nombre al corral. La cosecha de dátiles precisaba de una maniobra
previa; en su momento el abuelo hablaba con un hombre de Ojós para que le
“diera el macho”, lo que quería decir fecundarla o polinizarla para que
produjera dátiles. Su fecundación natural suele realizarse por el viento, los
insectos y los pajaricos volando de una a otra, y resulta especialmente
sencilla y natural cuando el ejemplar se encuentra rodeado de muchos otros de
su especie. Pero en este caso concreto, la palmera del corral se encontraba
aislada y para asegurar su fecundación procedían a “darle el macho”.
La
recolección exigía que aquel hombre trepase a lo alto de la palmera, lo que
hacía de una forma muy peculiar: con una especie de hoces bien atadas a su
calzado, y una gruesa maroma en sus manos con la que rodeaba el tronco de la
palmera y su cintura como pude observar una vez. El ojetero era un hombre muy moreno, feo,
bajito, delgado y muy ágil, que se calzó su calzado especial y ató con cuidado
la maroma que rodeaba el tronco y de la que pendía su vida. Luego se lanzó a
trepar con mucho ánimo paso a paso y una vez arriba, sujeto por la maroma,
ocupó sus dos manos en cortar y sostener los grandes racimos de dátiles y luego
descendió con ellos. No podía cosechar toda la palmera en una sola ascensión,
así que bajaba con unos racimos, los dejaba cuidadosamente en el suelo y
trepaba de nuevo. En tres veces logró bajar todos los racimos de la palmera. Su
habilidad era muy grande trepando con soltura y seguridad y descendiendo con su
dulce carga. Como pago de su trabajo recibía la mitad de los dátiles limpios al
peso y otro tanto quedaba en casa de los abuelos para consumo familiar.
Las
palmeras alcanzan gran altura y son los pararrayos naturales de las huertas,
por eso muchas perecen abrasadas por un rayo si están aisladas, y se cimbrean
en todo tiempo incluso sin viento, de ahí el peligro de caída cuando alguien
trepa por ellas. Florecen en primavera, los frutos maduran a mediados de
noviembre y la poda de las palmas se realiza a finales del invierno. Supongo
que la poda la realizaría el mismo ojetero cortando las palmas secas y viejas
que no caen por sí solas como las hojas de los árboles y su permanencia en el
árbol es nociva para el mismo y dificulta las restantes labores de polinización
y recolecta. Nunca vi la palmera de los abuelos con palmas secas.
No hace
mucho he sabido que la mayoría de las palmeras son hembras pero se necesitan
árboles macho para su polinización. El recuerdo histórico más antiguo procede
de los jardineros de la zona que ahora corresponde a Irak, donde cultivaban las
palmeras desde el año 3.000 a. C. y realizaban la polinización amarrando
racimos de flores masculinas en las inflorescencias femeninas con el tiempo
apropiado. El método se mantiene en uso después de más de 5.000 años.
Las
palmeras tienen largas hojas, llamadas palmas, que alcanzan hasta 6 m de
longitud y son utilizadas en celebraciones en todo el mundo, como en las
procesiones de Semana Santa de España y de otros países. Las palmeras crecen
hasta 30 m de altura máxima y su diámetro es de 20 a 50 cm, viven como media de
250 a 300 años y su crecimiento es muy lento. Los racimos de fruta madura
llegan a pesar 25 kg y pueden producir hasta 100 kg por año cada ejemplar.
Estos frutos oscilan entre 3,5 y 9 cm de largo y 3 cm de diámetro. Nuestros
dátiles serían de 6 ó 7 cm de largo.
Las
palmeras constituyen el símbolo de los países de clima árido y se cultivan en
todo el Norte de África hasta Arabia Saudita y buena parte de Asia. Egipto,
Arabia Saudita e Irán fueron los principales productores mundiales de dátiles,
cada uno con más de un millón de toneladas, en el año 2012.
En el
Corral de la Palmera también crecían una higuera verdal y un extraño arbusto
llamado jinjolero, un recuerdo vegetal de nuestros antepasados moriscos pues su
cultivo procede del Norte de África.
El jinjolero
daba unos frutillos pequeños como olivas, comestibles y de los que nos
hartábamos, cuando estaban en sazón, los hermanos, amigos y primos, únicos que
los conocíamos y apreciábamos. El jinjolero lo recolectábamos disputándoselo a
los pajaricos golosos en alguna de las numerosas visitas que cursábamos al
corral, protegido por alta tapia con recio portón de enorme llave. Acompañando
a quien portaba la llave para echar de comer a gallinas y conejos observábamos
el estado de maduración de sus frutillos y nos llenábamos los bolsillos de
ellos en el momento adecuado. Los jínjoles tenían un sabor dulce y algo áspero,
inconfundible.
Al cabo de
los años cuando redactaba estas memorias he mirado en el diccionario de la
inefable molinera por curiosidad y aparecen estas anotaciones: Jinjolero o azufaifo: árbol ramnáceo con las
ramas como aguijones que produce los jínjoles. Azufaifa:
fruta pequeña, de tamaño algo mayor que una aceituna, roja o pardusca, dulce,
con la piel coriácea y la carne muy blanda.
En el libro
Viajes a las regiones interiores de África del explorador escocés Mungo Park,
que a finales del siglo XVIII exploró una amplia zona del África subsahariana y
fue el primer europeo en alcanzar el curso del río Níger, aparece una
referencia del azufaifo que identifica con su nombre científico como Rhamnus
lotus. Dice que se recolectaba allí “sus bayas son de color amarillento y
delicioso sabor. Los indígenas las convierten en una especie de pan y el
resultado tiene el color y el sabor del más dulce pan de jengibre… el arbusto se encuentra en Túnez y según el
historiador romano Plinio es el alimento de los lotófagos libios.”
El Corral
de la Palmera le tocó en el reparto de la herencia a la tía María que lo vendió
y su nuevo dueño lo convirtió en solar donde edificó su casa, desapareciendo
así la hermosa palmera de dulces dátiles, la higuera verdal y nuestro amado
jinjolero.
Los abuelos
tenían otro huertecico con palmera incluida en el Paúl, un lugar de la huerta
muy cercano al pueblo con agua abundante procedente de una balsa donde
cultivaban cebollas, patatas, ajos, zanahorias, pimientos, tomates y otros
productos para consumo propio, que le tocó a la tía Rosarico. La singularidad
de esta palmera es que consta de dos brazos, unidos en su base vegetal y separándose
conforme iban creciendo, uno es más alto que el otro e ignoro si las palmeras
son datileras o no.
Los abuelos
poseían viñas en el campo de Ricote donde producían vino para consumo propio y
venta. La uva era de la variedad monastrell, cuyo mosto da vinos tintos con
mucho grado y color, un vino dulce o embocado que dicen por allí. El vino del
abuelo era famoso en la zona y lo vendía en su bodega del campo a los
interesados que acudían a la bodega con sus caballerías y bombonas, también lo
vendía en Ricote.
Se
presentaban los compradores en el campo en especial durante el verano, tiempo
en el que los abuelos permanecían allí para atender a las labores de los
productos de su cosecha: siega de trigo, cebada y avena, trilla de la parva,
aventar con separación del grano de la paja y posterior guarda de los cereales
en las trojes; vareado y recogida de almendras con el pelado posterior
comunitario de las mismas, y finalmente, ya en octubre, la vendimia de la uva y
fabricación del vino.
Los
aficionados al vino del abuelo después de probarlo en un vasico pequeño de
vidrio y culo gordo, lo recuerdo perfectamente, casi todos se llevaban del
mismo que en su mayoría conocían de antemano y les agradaba.
Como
siempre conseguía vender su producción de la temporada antes de que llegase la
siguiente, el abuelo no ofrecía vino viejo a los clientes al carecer de él. Si
acaso presentaba vino de dos o tres toneles diferentes, que lo hacían distinto
partiendo del mismo mosto por la “madre” que contenía cada tonel.
De vino
viejo conservaba un tonelico pequeño para consumo propio que jamás ofrecía a
ningún cliente potencial porque sencillamente no estaba a la venta. Al cabo de
los años terminé probando ese vino viejo de sabor exquisito, muy seco y
asombrosamente del color del jerez seco, amarillo oscuro, cuando en origen era
tinto muy rojo y dulce.
Yo era un
niño curioso y me gustaba observar los tratos del abuelo, por supuesto sin
decir una sola palabra, mirando, escuchando y nada más. Por aquella época de
los años cincuenta del pasado siglo, los compradores eran siempre hombres, las
mujeres estaban reducidas a las labores domésticas y recluidas en su hogar. Si
ello era visible en una ciudad grande como Madrid, mucho más en un pueblo
pequeño como Ricote, que nunca pasó de los 3.000 habitantes y en la actualidad
su censo es de 1.452.
Llegaba el
posible comprador montado en su caballería, generalmente burras por su
docilidad y mansedumbre o mulas, las más fuertes y usadas para los duros
trabajos de la época: arar, trillar y acarreo de vino, basura, personas y agua
de la fuente lejana cuando el pozo no tenía. Burros machos no había apenas y
caballos o yeguas menos.
El
comprador se apeaba delante de la casa, ataba su caballería a una anilla grande
fijada en la pared y el abuelo acudía a saludarle, al tratarse casi siempre de
conocidos, y le abría la puerta de la bodega que daba al exterior. Ambos
penetraban en aquella agradable penumbra, fresca incluso en pleno verano porque
las bodegas aparte del portón de entrada apenas contaban con unas ventanicas
altas y pequeñas para evitar el paso de la luz y del calor exterior, y tanto la
casa como la bodega anexa contaban con muros exteriores gruesos. De esa forma,
aunque la temperatura exterior era elevada en verano, dentro de las bodegas
siempre se mantenía el frescor húmedo y una temperatura agradable.
Bueno,
sigamos con la escena de la compra del vino. Llegaba el comprador y el abuelo
lo recibía. Si me encontraba cerca yo acudía a presenciar sus tratos. El abuelo
conocía los gustos del comprador generalmente asiduo, y se dirigía sin dilación
al tonel que sabía más iba a satisfacer al cliente y de allí, tomando una larga
caña abierta por un lado abría el tonel por la parte superior protegida con una
almohadilla cuadrada de tela gruesa blanca con tierra dentro, introducía la
caña y luego la inclinaba para medio llenar el vasico para la prueba. El
comprador elevaba el vasico y observaba su color al contraluz, lo olía y daba
un sorbico paladeándolo, luego daba otro y si le gustaba preguntaba el precio
de la arroba de vino, que nunca era discutido por nadie. Si le gustaba el vino
y su precio lo compraba, y si no se iba de vacío, cosa que no sucedió nunca,
tampoco vi jamás regatear el precio a ningún comprador.
A veces los
compradores indicaban sus preferencias antes incluso de catar el vino. Decían:
dame un poco de ese “repuntao” que tienes. El término persiste en la actualidad
y significa algo así como agrete. Siendo el vino de Ricote dulce, especialmente
el del año, y de alta graduación, volviéndose más seco cuanto más viejo, el
vino que no es tan dulce y está medio picado, a algunos consumidores les
gustaba más y por eso lo pedían.
Puestos de
acuerdo en precio y calidad, el comprador descargaba sus bombonas, generalmente
de media arroba: ocho litros, o de arroba: dieciséis, y las llevaba hasta la
bodega, si es que no lo había hecho antes de probar el vino como muestra clara
de confianza en que el vino le complacería de seguro y lo compraría.
Las bombonas se destapaban y colocaban cerca
unas de otras. El abuelo las llenaba introduciendo un tubo de plástico fino por
la boca del tonel y aspirando con fuerza medio agachado para mantener bajo el
otro extremo del tubo. Cuando el vino llegaba introducía el tubo en la boca de
la bombona y la llenaba. Si había más de una, con su
dedo gordo
obstruía el extremo del tubo ligeramente hasta llenar la anterior en su
totalidad, y luego lo cerraba por completo hasta enfocar la boca de la
siguiente bombona que era llenada de la misma manera, cuidadosamente, tapando
el extremo en cuanto oía que la bombona estaba casi llena y dejando un chorrico
muy fino para completarla hasta arriba sin derramar ni una gota del precioso
líquido.
Finalizado
el llenado, se guardaba el tubo de plástico vaciando a la vez los dos extremos
del tubo completamente en el tonel, se despedía al visitante y esperábamos al
siguiente, que solía presentarse a la caída de la tarde, cuando el sol
declinaba y la temperatura era más grata en verano y todos habían concluido sus
tareas del día.
Mi abuelo
Eloy vendía cada año indefectiblemente su cosecha anterior, y cuando llegaba la
época de la vendimia, que allí es siempre muy tardía y se comienza a mediados
de octubre, ya tenía todo su vino vendido y los toneles vacíos y limpios
dispuestos para acoger el nuevo mosto.
La vendimia
nunca nos pillaba en el campo a los nietos, para esa época ya estábamos en
Madrid asistiendo a las clases del instituto, un rollazo y una opresión después
de la libertad casi absoluta de que gozábamos en el campo de Ricote. Me hubiera
gustado permanecer allí durante la vendimia y elaboración del vino, pero
resultó imposible a lo largo de mi vida.
Del abuelo
Eloy, tan severo al lado de la abuela Rosario, tan dulce y cariñosa con todos
los nietos, recuerdo una escena que me quedó grabada para siempre.
Sucedía
todas las mañanas en su casa de Ricote. El dormitorio de los abuelos estaba
situado junto al gran salón con chimenea del hogar que servía para cocinar y
calentar la estancia en invierno y donde nos congregábamos toda la familia. Era
un salón con una mesa pegada a la pared de la izquierda para no estorbar el
paso, donde se desayunaba. El fuego del hogar se circundaba por varias sillas y
se alimentaba con gavillas de leña, troncos y ramicas procedentes de la escarda
y poda de árboles propios: limoneros, almendros, higueras, algarrobos y olivos,
además de vides (sus sarmientos eran especiales para la paella). Al arrimo de
la lumbre se vivía muy bien y calientes en invierno en aquella casa, sin
calefacción como la mayoría en el pueblo. La estancia tenía a un lado una
escalera amplia, cubierta de losas sus peldaños como el suelo, que llevaba a
los dormitorios del piso de arriba, donde también estaba el terrado en el que
se colgaban los embutidos después de realizar la matanza para que secaran y
curtieran, y un cuarto pequeño sin ventanas donde el abuelo salaba los perniles
del chino.
En esas
escaleras amplias, pues se podían sentar dos personas en el mismo escalón, nos
colocábamos a veces los pequeños para jugar y descansar porque el hogar estaba
completamente rodeado de sillas llenas de gente mayor y no había sitio para
nosotros. Además, allí atrás estábamos un poco apartados de los mayores, en
alto, y gozábamos de mayor libertad.
La
aparición del abuelo en las mañanas saliendo de su dormitorio completamente
vestido y con el sombrero puesto en la cabeza que yo contemplaba en solitario
parecía mágica a mis ojos. Vestía camisa blanca abrochada hasta el último botón
y chaleco, chaqueta gris y pantalón a juego, botas en los pies al tratarse de
invierno y el sombrero bien calado en la cabeza. El fuego ya estaba encendido
por la abuela Rosario que madrugaba más que él y solía sentarse al otro lado de
la lumbre. El abuelo se sentaba en su silla de anea, de asiento ancho y
medianamente baja, colocada a la derecha del hogar y la más cercana a la puerta
de su dormitorio. Con unas tenazas preparaba la lumbre y colocaba sobre ella
unos hierros y encima una ollica pequeña de barro cocido a la que añadía agua de
una jarra cubierta con un mantelico blanco calado y fabricado a ganchillo por
la abuela, jarra que se encontraba a mano, en el armario cerrado con cristales
donde lucían la vajilla y la cristalería. La ollica no quedaba tapada,
esperando que el agua hirviese para verter encima el café molido. Mientras el
agua hervía tomaba de una lata, colocada en alacena próxima, unos granos de
café y los introducía en el molinillo de mano del que había abierto previamente
su tapa curvada, pintada de color verde oscuro, con una pequeña pestaña para
agarrarla con los dedos, que cerraba luego de llenarlo. Sentado de nuevo en su
silla y colocando el molinillo entre sus piernas daba vueltas a la manivela y
lo molía con cuidado.
No recuerdo
si contaba los granos de café antes de molerlos porque ni una palabra salía de
su boca, pero estoy seguro de que molía la cantidad justa, idéntica cada día, y
de esa forma el café recién molido mantenía todo su aroma al degustarlo.
Mientras lo molía echaba una mirada de cuando en cuando al puchero de barro
hasta que borboteaba el agua contenida en el mismo. En ese momento extraía el
cajoncico del molinillo e inclinándose sobre el puchero dejaba caer su
contenido íntegro en él, retirándolo del fuego con las tenazas en cuanto el
café subía, apenas unos segundos, y sin dejar que se derramase ni una sola
gota. Posaba la ollica en el suelo del hogar unos instantes tapándola casi del
todo y dejando reposar el café, y después se levantaba a por su taza grande y
al poco vertía el café en ella colándolo con la manga de tela gruesa donde
quedaban los posos y más tarde se sentaba en su silla y degustaba su café a
pequeños sorbos hasta la última gota sin añadirle azúcar.
Así
concluía la ceremonia del café mañanero del abuelo Eloy que yo contemplaba extasiado
y continuaba con el primer cigarro de la mañana. Extraía su petaca de color
oscuro de un bolsillo interior de la chaqueta: sobada, pulida y suave por el
uso, y aparecía en sus manos un librillo de papel Jean: aplastado, alargado y
con la cubierta de cartulina ajedrezada contenido en un bolsillo de su chaleco.
Tomaba un papel del mismo, lo guardaba, sostenía con los dedos de una mano el
papelillo extendido y vertía sobre él con la otra mano de la petaca una pequeña
cantidad de tabaco repartiéndolo con el dedo. Después envolvía el cigarro con
los dedos de ambas manos, humedecía con la punta de su lengua el extremo libre
del papel y enrollaba el cigarro con gran arte y velocidad. El cigarro quedaba
preparado en un santiamén y colocaba un extremo entre sus labios, tomaba con
las tenazas un tizón encendido de la lumbre y prendía el cigarro aproximándolo
a él. Aspiraba una pitada y dejaba las tenazas en el suelo, un poco apartadas
de la lumbre para que no se calentasen en exceso y quemasen cuando se usaran de
nuevo. Tras ello, fumaba su cigarro con parsimonia mientras contemplaba las
llamicas oscilar.
La
preparación y toma de su primer café y la fumada de su primer cigarro me
encantaban y más aún su repetición, cada día exactamente igual que el anterior.
Yo era un niño muy impresionable y aquello me quedó grabado para siempre en la
retina.
¡Ah! se me
olvidaba, durante la ceremonia del café y del primer cigarro el abuelo Eloy no
pronunciaba una sola palabra. En algunos ritos sobran las palabras.
El abuelo
Eloy me daba miedo de pequeño. Pese a su escasa estatura era un hombre que
imponía respeto con su mirada dura y sus palabras escasas y firmes. Tal vez
fuera por su edad o más bien por su carácter, porque la abuela Rosario era
vieja como él y siempre procuraba ser amable con sus nietos aunque la
incomodásemos con nuestras peticiones y movimientos acelerados, llantos,
gritos, peleas, broncas y líos.
Sus tres
hijas les habían dado diez nietos en total: seis mi madre Rita, la más
prolífica; dos la tía María y dos la tía Rosarico. El tío Pepe, soltero por
entonces y que no se casó hasta muy mayor, no aportó más nietos a sus padres.
En las
comidas familiares de domingos y festivos, con la mesa grande del comedor y una
pequeña mesa camilla situada asimismo en el comedor, junto a la ventana, se
llenaban ambas: siete mayores, seis de los matrimonios y el tío Pepe, los dos
abuelos, más los diez nietos. Se hacía preciso utilizar la mesa del salón de la
chimenea adjunto al comedor. Pues bien, con todo aquel follón de gente, el
abuelo Eloy imponía silencio y respeto. Si algún pequeño se desmandaba, una
sola mirada dura a la hija cuyos vástagos producían el tumulto bastaba para
sofocarlo. La hija aludida se levantaba y suprimía el escándalo de inmediato
con alguna reprimenda al causante.
El cultivo
y venta de los dorados limones supuso en otro tiempo un capítulo muy importante
en la economía ricoteña y murciana, donde se concentra la mayoría de la
producción nacional. Y digo en otro tiempo porque el trasvase Tajo-Segura, cuya
puesta en marcha (1979) constituyó un auténtico río de oro para los
agricultores del Sureste español: Murcia, Almería y el Sur de la provincia de
Alicante, ha significado con los años la ruina para los cultivadores
tradicionales de limoneros del minifundio huertano imperante en Ricote, al
haberse multiplicado por más de diez la superficie dedicada a su cultivo en
toda la región murciana, con el incremento bárbaro de la oferta y el desplome
absoluto de los precios.
Lejos
quedan los tiempos en que una sola cosecha pagaba un bancal, como les sucedió a
nuestros padres con un bancalico que compraron en un paraje de la huerta
llamado la Tejera nada más casarse. Contaban que el importe de la cosecha
siguiente, que debió estar muy bien pagada, les bastó para amortizar la compra.
El abuelo
Eloy vendió una cosecha a cien pesetas el kilo en los años 60 del siglo pasado,
algo excepcional, circunstancia donde imagino concurrirían la buena cosecha
propia con la helada de las ajenas en toda Murcia.
Los limones
se pesaban en el mismo bancal con una romana (abreviación de balanza romana: utensilio para pesar consistente en una
barra que se suspende mediante un gancho por uno de sus puntos, la cual toma la
posición horizontal cuando la pesa que puede correr por uno de los lados, que
está graduado, equilibra el peso suspendido del extremo del otro lado, dice
la fantástica molinera) colgada de la rama de un árbol. Se separaban los
limones buenos de los de desecho, que se valoraban aparte a precio inferior.
El abuelo
Eloy se mantenía en el bancal suyo que estaban cogiendo y anotaba en una
libretica los pesos de las capazas, de limones buenos y de desecho, que luego
se cargaban en caballerías y llevaban al almacén de limones. Luego contrastaba
la cantidad total con la del comprador y todos conformes si concordaban las
cifras.
Como
contraste brutal con aquella época, en la actualidad muchos bancales de
limoneros se dejan sin cultivar, en Ricote y en toda Murcia, por los precios
bochornosos que los comerciantes ofrecen a los cultivadores, que pueden oscilar
según los años entre diez o quince céntimos de euro el kilo y a veces nada. Un
precio que no da ni para el agua y el abono, de ahí el abandono progresivo de
su cultivo.
El abuelo
Eloy era un apasionado consumidor de limones, ya fuera en limonada o escurrido
su zumo en todos los platos: de carne, de pescado, sopas y demás. Nosotros los
comíamos enteros, cortados en rodajas, especialmente los rodrejos, menos ácidos
y con una capa blanca de corteza interior más gruesa que los limones de
cosecha. Los comíamos muy remojados en azúcar y constituían una golosina, o
apenas untados en sal, que mataba un tanto su acidez. También bebíamos litros y
litros de fresca limonada.
Con el
abuelo volví andando del campo hasta Ricote en una ocasión con la burra
cargada, el viaje resultó sosegado y tranquilo, también largo porque nos llevó
de tres a cuatro horas horas recorrer los 16 kilómetros que nos separaban de la
casa de Ricote, al ritmo vivo impuesto por la burra, que aunque iba cargada
andaba con rapidez.
El camino
tradicional desde el campo incluía un desvío de la carretera del Campo a
Ricote, entonces completamente de tierra, al avistar las Casas Forestales que
miran al pueblo desde lo alto. Desde allí torcíamos a la izquierda por otra
carretera forestal, y se alcanzaba una cuesta, ya en medio del monte, con un
ancho camino de piedras que lleva al Carrerón, un espacio cortado a pico en el
monte para el tránsito de personas, por donde se desemboca en la Fuente Buena,
donde antes se cogía el agua para beber, cocinar y asearse, la única agua potable
disponible en el pueblo durante muchos años, porque la del manantial del Molino
era un poco gorda y se usaba mayoritariamente para regar la huerta y lavar
ropas y tripas del chino. Desde allí se alcanzaba el pueblo en breve tiempo.
Puede que el abuelo montase a ratos en la burra, a tanto no llega mi memoria.
Ahora me
siento feliz y dichoso por incluir aquí un precioso documento del abuelo,
escrito de su puño y letra, concentrado en un año completo y contenido en una
agenda del Banco Central del año 1966 con tapas de plástico color azul oscuro.
Esta libreta encierra en su mínimo tamaño de 10 x 5,5 cm el testimonio de toda
una vida.
La libreta
llegó a mis manos de forma azarosa, porque mi madre la tomó como recuerdo de su
padre guardándola en la mesilla de su dormitorio, y cuando ella misma falleció
allí la encontraron mi hermana Rosa y Pilar cuando hicieron limpieza. Rosa se
la dio a Pilar que la trajo a casa, ambos la observamos y nos gustó, quedando
guardada como un tesoro en un cajón de mi mesa del despacho.
Todo ello
sucedió mucho antes de que yo hubiera pensado siquiera en escribir estas
memorias de nuestra familia. De hecho no reparé en ella hasta que no llevaba
muchas páginas escritas de ese primer borrador que a veces queda en nada y en
ocasiones como la presente, también casi por azar, concluye en una obra firme,
acabada y completa, sea cual sea su longitud. De ese modo, un buen día tropecé
con la libretica de marras buscando algo en mis cajones y me caí del guindo y
decidí incluirla en su totalidad en este libro.
El
testimonio no es mío ni me arrogo por ello mérito alguno, yo sólo soy el
amanuense que lo transcribe con amor, palabra por palabra, para disfrute de
todos. Espero que los lectores sean tan felices con su lectura como yo lo he
sido, y de ese modo llegarán a apreciar y querer un poco más a nuestro abuelo
Eloy, pequeño de talla y duro como el pedernal.
Aunque en
su tiempo todos la usaban, visto desde nuestros días el abuelo parece un
pionero de la letra arroba: @, que traza primorosamente con su mano infinidad
de veces en su agenda y todos usamos hoy día en nuestros correos electrónicos
como si fuera un invento de ayer mismo. Él la usa generalmente para designar
arrobas de vino y de aceite, pero en dos casos también para arrobas de leña. En
contra de la idea generalizada, la famosa letra no fue inventada en un oscuro
garaje de Silicon Valley por un yanqui espabilado sino muchos años antes.
Para ser
fiel a la memoria del abuelo transcribiré a continuación el contenido íntegro
de la agenda indicando los días en que anotó cada cosa.
La agenda
pertenece a Eloy Avilés, en caso de accidente avisar a Rosario Gómez Rojo,
dirección José Antonio 1.
Sábado 1
enero Siembra en
Berrandino: trigo, jeja, cebada, avena
Lunes 3
enero Siembra en el
Ripión: trigo 2 quintales, cebada
Miércoles 5
enero Le di a la Rosario
2.000 pts.
Viernes 7
enero Aceite de la
parte de Juan 3 ½, de la parte del Bombón 2 ½
Debe
Miguel del piñuelo 60 pts
Sábado 8 enero De
Ricote olivas 20 quintales, aceite 22 @, piñuelo vendido a Juan
Domingo 9
enero Le di a la Rosario
de la cebada vendida a Culín 100 pts
Martes 11 enero Le
doy a la Rosario del aceite vendido a la Caridad 135 pts.
Jueves 13
enero Le doy al
Andaluz 7 ½ k de esparto
Domingo 16
enero Miguel y Paciano ½
día sembrando patatas P
Domingo 23
enero Le di a la Rosario
1.000 pts,
del
aceite de Maestre 560 pts.
Miércoles
26 enero Miguel y Paciano
en Churra P
Jueves 27
enero Miguel y Paciano
sembrando patatas en la Hoya P
Domingo 30
enero Total entregado a la
Rosario en el mes de Enero 3.795 pts
Lunes 31
enero Miguel
escardando en Churra P
Ramas
vendidas a Perico Turpín 45 @ a
5,75 248,75 pts.
Martes 1
febrero Le di a la
Rosario 2.000 pts.
Domingo 6
febrero Ramas vendidas a
Esteban Parra 14 @ 80 pts.
Miguel
escardando P
Lunes 7
febrero Me trajo
Sebastián 4 garrafas de vino
Sábado 12
febrero Le di a la
Rosario 100 pts
Martes 15 febrero Le
dio la Rosario al Pepico 110 pts para la certificación de Andrés
Miércoles
16 febrero A la Rosario para
la moza 25 pts
Lunes 21
febrero Paciano, Miguel
y Seillo trabajando en el Paul P
Martes 22
febrero Le di a la
Rosario 1.200 pts
Lunes 28
febrero Entregadas a la
Rosario en este mes 3.325 pts
Jueves 3 de
marzo Le di a la Rosario
2.000 pts
Se
fue Miguel al campo a fumigar los almendros
Viernes 4
marzo Vino Miguel del
campo
Miércoles 9
marzo Le entrego a la
Carmen 50 pts
Jueves 24 marzo Pagado
a mi Pepe por el líquido de fumigar 1.130 pts, a Miguel por 6 días de fumigar
600 pts. Total de fumigar los almendros 1.730 pts.
Jueves 31 marzo Gastado
en este mes de marzo 4.530
En
febrero 3.325
En
enero 3.795
---------
11.650
Sábado 2 abril Le
di a la Rosario 100 pts
Miguel
al molino
Lunes 4 abril Le
di a la Rosario 1.500 pts
Sábado 16 abril Le
di a la Rosario 1.000 pts.
Miguel
sembrando las tomateras
Domingo 17 abril Le
di a la Rosario de los albaricoques 2.000 pts
Jueves 28 abril Vendí
a Jesús Culín 27 @ de vino y 3 cuartillas
Miércoles 4 mayo Limones
vendidos a José Antonio Candel 5 cargas y un capazo
Lunes 9 mayo Le
di a la Rosario del vino vendido a Culín 3.000 pts
Jueves 12 mayo Le
di a la Rosario de la cebada vendida a Culín 80 pts
Martes 24 mayo Le
di a la Rosario 510 pts
Viernes 27 mayo Le
di a la Rosario de la cebada 2.700 pts
Miércoles 8 junio Fue
Miguel a moler a Blanca llevó 127 k trigo trajo 87 k harina y quedó a deber al
molinero 29 k salvado
127
116
-----
Cobro 011
Viernes 10 junio Miguel
y Paciano serrando limoneros
Sábado 11 junio Miguel
y Paciano cavando la hortaliza y arrancando patatas
Martes 14 junio (Cuentas de ventas de
almendras con letra diferente a la del abuelo)
Total
257 duras, 22 mollares, 257 x 18 = 4.626,
22
x 26 = 572
Jueves 25 junio Miguel
y Paciano arrancaron los ajos y cavaron las cebollas P
Martes 5 julio Se
fue Miguel a trillar al Ripión
Miércoles 6 julio Miguel
en el campo
Jueves 7 julio Miguel
en el campo
Viernes 8 julio Vino
Miguel al mediodía P
Lunes 18 julio Miguel
y Seillo limpiaron el aljibe
Martes 26 julio Se
fue Miguel al campo a trillar
Jueves 11 agosto Harina
41 ½, 47 ½,
41
½
Salvado
26 26
-------
Total 115
Miguel
y Paciano cogiendo algarrobas
Martes 16 agosto Nos
fuimos al campo. Vino vendido 2 ½ @
Miércoles 17 agosto Vino
2 ½ @ Almendras del Ripión 71 k
Jueves 18 agosto Vino
3 ½ @ 37
54
----
91
Viernes 19 agosto Almendras
del Ripión 80 k
Sábado 20 agosto Vino
3 @ Ripión 96 k
Domingo 21 agosto Vino
½ @ Ripión almendras 71 k
Lunes 22 agosto Total
almendras del Ripión 558 k
Martes 23 agosto Vino
2 ½ @ Almendras 87 k
Miércoles 24 agosto Vino
½ @ Almendras 62 k
Sábado 27 agosto Vino
3 @
Domingo 28 agosto Vino
6 ½ @
Martes 30 agosto Vino
½ @
Jueves 1 septiembre Vino
½ @ Jesús de la Joaquina debe 2 @ a 120
pts, 240 pts. Pago.
Viernes 2 septiembre Vino
4 ½ @
4 @
Sábado 3 septiembre Vino
2 ½ @
Domingo 4 septiembre Vino
4 @ Vendimos las almendras a 19,50
38.493 pts.
Martes 20 septiembre
(cifras cuya procedencia no se
cita)
26
17
------
182
26
------
442
Miércoles 21 septiembre Almendras
vendidas a D Fabián 17 k. Miguel sacando basura a los albaricoqueros y al Paúl.
Martes 27 septiembre Gastado
en la obra del patio
Por
dos k yeso 16 pts
Por
5 sacos cal 100 pts
A
los albañiles 315
Arena 36
-----
467
Viernes 30 septiembre Miguel
cavando la alfalfa
Sábado 1 octubre Miguel
cavando por la mañana
Lunes 3 octubre Echamos
el macho de los conejos
Jueves 6 octubre Cogió
mi Pepe los limones rodrejos
Lunes 10 octubre Le
di a mi Pepe las 5.000 pts del crédito y le pagué las almendras
Martes 11 octubre Pusimos
la botella del hornillo
Miércoles 12 octubre Hicimos
el contrato del cántaro
Domingo 16 octubre Se
fue Miguel al campo a vendimiar
Miércoles 19 octubre Cebada 4 quintales
Trigo 1 ½ quintales
Jeja 5 quintales
Cebada 4 quintales
Jueves 20 octubre Paciano
cavó las patatas
Viernes 21 octubre Se
llevó el molinero el trigo
Domingo 23 octubre Le
di a José el Torero 2 @ de vino, quedó a deber 100 pts.
Lunes 24 octubre Por
la tarde Miguel arrancando esparto
Martes 25 octubre Miguel
arrancando esparto
Miércoles 26 octubre Miguel
limpiando el palomar
Jueves 27 octubre Miguel
metiendo labrisa, total 4 ½ días. Le di
a cuenta 300 pts.
Sábado 29 octubre Liquidamos
las cuentas con Juan y quedamos en paz
Domingo 30 octubre Aceite
sacado del bidón
Para
nosotros 32 l
Para
el Pimienta 16 l
Para
Perico del Calcabo 16 l
Viernes 4 noviembre Fue
mi Pepe por la palomina
Sábado 5 noviembre Le
entrego a Rosendo a cuenta 74 k harina
Miércoles 23 noviembre Compré
tres cajetillas
Domingo 4 diciembre Parió
la cabra un choto
Sábado 17 diciembre Pusimos
la botella del butano
Gastos del chino (mi página favorita por haber
contemplado tantas veces su matanza)
Cebolla 154 k 460
El chino 135 k 5.400
Sal 50 k 50
Portes de
traerlo 110
A Miguel
para ayudar a matarlo 100
Especias y
tripas 473,50
---------
6.593,50
Por ir
Miguel a pesarlo 50
----------
6.643,50
Cebolla
para la María 214 k 640 pts
A
Julio 645
Andrés 645
-------
1.290
(Y por fin
aparece nuestra madre en la última anotación).
Día 27 de
Diciembre le entrego a mi Rita de recetas y lotería 602 y del crédito 645,
Total 1.247.
En la
libreta se consignan numerosas entregas de dinero a la Rosario, su mujer. Esto
indica que la pareja decidía los gastos de común acuerdo, y ello pese a la
época en que vivieron cuando la mujer casada tenía sus derechos muy mermados
frente al marido, que podía disponer libremente del patrimonio familiar sin
rendir cuentas a la mujer, y al carácter fuertemente autoritario del abuelo
Eloy. En ese sentido ambos formaron una pareja moderna, igualitaria. Mi Pepe
aparece varias veces y mi Rita una sola.
También hay
muchas anotaciones de Miguel, el mozo, su empleado permanente, de diversas
labores que a veces incluyen también a Paciano, el que fuera marido de la prima
María que vivía en la Placeta de Manducho. Juan “el de los Hermanicos” era su
aparcero principal a quien nombraba sencillamente casero o Juan, con quien
compartía por mitades los frutos de lo cultivado por él. Los abuelos aportaban
sus fincas y Juan el trabajo.
A su finca
principal llama el abuelo Berrandino, por la rambla que está junto a su casa
del campo. Otro aparcero del campo era el Bombón que llevaba la finca del
Ripión, más pequeña. Churra, la Hoya y el Paúl son parajes de la huerta. Del
aceite de Maestre vendido en una ocasión, debe referirse al abuelo Marcelino.
La jeja es trigo candeal y la palomina, el abono obtenido de las deposiciones
de las palomas.
El esparto
se arrancaba de las fincas propias y constituía la principal fibra industrial
en su época. En Cieza se producían grandes cantidades del mismo y Blanca era
famosa por la confección de artículos como esteras y otros objetos de uso
doméstico.
El esparto
se echaba en remojo varios días y una vez cocido por el agua recalentada por el
sol, que tomaba un color oscuro y apestaba, se majaba, es decir se golpeaba con
mazos de madera para romper sus fibras. Ya preparado para la tarea, más
moldeable y perdido su color verde reemplazado por otro blanquecino
amarillento, se fabricaban con él soguillas y maromas gruesas; también se hacía
pleita, una labor ancha de la que tejiéndola con ayuda de una aguja jalmera se
formaban objetos como capazos y capazas, con asa o sin ella, de formas y
tamaños variados y diferentes usos; así como serones y aguaeras para
transportar agua, vino, aceite y enseres domésticos variados.
Al final de
bastantes anotaciones aparece la letra P mayúscula, que supongo significa que
ha pagado por esos trabajos realizados.
El abuelo
vendía todos los productos que cultivaba: aceite, cebada, piñuelo (pepita o
simiente de la uva y de otros frutos que la tienen semejante, según la
grandiosa molinera), esparto, ramas, albaricoques, limones, almendras y
especialmente vino, del que abundan las anotaciones. Las algarrobas se recogían
para alimento de la burra. El chino lo compró a 40 pts el kilo. En su pequeño
mundo resultaría un gran acontecimiento que la cabra pariese un choto y por eso
lo menciona.
El precioso
testimonio de la agenda de la economía familiar en 1966 se produjo casi en su
último año de vida, pues solamente disfrutó de otro año más completo, el de
1967, antes de fallecer en 1968.
Hablando de
su avanzada edad quiero contar algo. La fecha se me escapa, pero la anécdota
debió producirse siendo el abuelo ya muy mayor. Paseábamos por la huerta el
abuelo y yo, tranquilamente, sin hablar, cuando nos tropezamos con un amigo que
le dirigió estas palabras tras detenerse:
-
Mal camino hemos cogío, tío
Eloy.
El abuelo
no respondió y proseguimos nuestro lento caminar.
El abuelo
Eloy murió a los 86 años siendo yo mozo. Nos encontrábamos toda la familia en
Ricote durante la Semana Santa de 1968. Era mediodía, hora del aperitivo, y los
primos habíamos ido al Café de la plaza a tomar algo y allí nos avisaron de que
el abuelo había muerto. Acudimos de inmediato a la casa y lo vimos tendido boca
arriba en su cama, con un pañuelo atado del cráneo a la barbilla y los ojos
cerrados.
La escena
quedó grabada en mi retina para siempre: la abuela, mi madre, sus hermanas y otras
personas se movían a su lado, arreglándolo todo. Miré a mi madre que se
encontraba triste pero serena, sin derramar lágrimas, costumbre o temperamento
que yo heredé y se manifestaría justo cuarenta años más tarde cuando ella misma
falleciese ante mis ojos secos y dolientes.
La abuela
Rosario
La abuela
Rosario fue la más longeva de mis cuatro abuelos ya que nació un 17 de abril de
1883 y murió en 1976, luego cumplió los 93 años; el abuelo Marcelino también
superó los 90 años de vida. La recuerdo como una mujer físicamente grande y
fuerte, fortaleza que heredó mi madre Rita, y con los ojos claros que
transmitió a la tía María.
Hay una
foto suya de estudio de la boda con el abuelo Eloy con una disposición de la
pareja extraña a ojos actuales: el hombre sentado y la mujer de pie a su lado
con una mano sobre el hombro, los dos muy serios y envarados ante la cámara.
Esta disposición aumentaba la diferencia de altura y peso de los abuelos, pues
el abuelo Eloy era pequeño, lo que compensaba al no quitarse nunca el sombrero
salvo para dormir.
El abuelo
Eloy se quejaba a veces de su insistencia en voz alta. Decía, esta Rosario si
se empeña en algo no hay quien pueda con ella: Eloy haz esto, Eloy haz esto,
hasta que lo consigue.
Recuerdo el
primor con que la abuela realizaba el moño para recoger el pelo de su cabeza,
todas las tardes en el patio soleado de su casa en Ricote, y que otras veces la
ayudaban alguna de sus tres hijas o su única nieta Rosarito, hasta que apareció
años después mi hermana Rosa. Según fuese el tiempo templado, cálido o frío, la
grata tarea se desarrollaba en un lugar distinto del patio, porque al sol allí
no había quien parase en verano. También quedó en mi nariz para siempre el olor
característico de su colonia, que usaba profusamente y no sabría describir
ahora.
En el patio
a veces se entretenía la abuela Rosario en limpiar guisantes, nombrados pésoles
por ella en su habla antigua lo que provocaba mi hilaridad, y recuerdo haberle
preguntado: abuela, ¿dónde se crían los pésoles?, a lo que ella respondió
tranquilamente: en las pesoleras.
Contaba mi
madre que ella y varias amigas se disfrazaban habitualmente durante los
carnavales y en uno de ellos sucedió el hecho siguiente. La costumbre marcaba
que los disfrazados pasaban por las casas y allí los convidaban con algún
dulce. Llegaron un grupo a casa de los abuelos Eloy y Rosario y por sus
disfraces bien montados los abuelos no reconocieron en principio a ninguno de
los disfrazados. Pero llegó el momento en que les ofrecieron sillas para que se
sentaran un rato, y cuando lo hizo mi madre, por el gesto de sentarse y de
colocar de inmediato las manos cruzadas sobre el regazo, con la izquierda
aprisionando la derecha situada debajo, la abuela Rosario identificó a su hija de
inmediato y afirmó: ¡esa es mi Rita!
En una foto
antigua del libro Ricote y la niña bonita, ya citado, aparece el primo Pedro
Avilés con cuatro chicas. Una de ellas sentada a su lado creo identificarla
como la Rita de Eloy. El óvalo redondo de la cara, la boca grande, altos
pómulos, ojos serenos y cejas rectas, todo parece asegurar que era mi madre de
muy joven, pero especialmente el gesto de las manos cogidas en el regazo, con
la mano izquierda encima de la derecha que reposa debajo, un gesto que hemos
visto repetido infinidad de veces en ella al cabo de los años. La mano
izquierda muestra un anillo en el dedo corazón.
En aquellos
años apenas había bancos en la iglesia de Ricote donde pudiesen reposar los
fieles. Las mujeres, colocadas siempre a la izquierda de la nave central y
separadas por el pasillo central de los hombres situados a la derecha, llevaban
a la iglesia sus reclinatorios donde se arrodillaban cuando la liturgia lo
demandaba. Recuerdo uno de la familia tapizado en una tela fuerte verde
formando arabescos y forrado por dentro para que los apoyos de antebrazos y
rodillas fueran más cómodos.
Las mujeres
de familias pudientes, como la de la abuela Rosario y nuestra, contaban con
reclinatorios, unos con asiento y otros sin ellos; los que disponían de asiento
se levantaban hacia adelante mientras estaban arrodilladas y se convertían en
asientos abatiendo la tapa y girando el reclinatorio para sentarse mirando
siempre hacia el altar. En los reclinatorios sin asiento sólo era posible
mantenerse de rodillas cuando la liturgia lo exigiera (existe una dolencia
llamada “rodilla de beata” que se produce al cabo de miles de horas de
mantenerse arrodilladas dichas mujeres).
Las mujeres
que poseían reclinatorios solían dejarlos en la iglesia para su uso continuado
en misas, rosarios y novenas. Otras mujeres portaban desde su casas sus sillas,
de anea o de madera y siempre ligeras, que se llevaban de vuelta a casa al
acabar la misa. Otro grupo de mujeres, por lejanía de sus casas de la iglesia,
no usaban ningún tipo de sillas ni reclinatorios y permanecían toda la misa de
pie o arrodilladas en el duro suelo cuando la liturgia lo exigía. Los hombres,
situados a la derecha como dije, nunca portaban sillas ni reclinatorios y se
mantenían de pie o arrodillados, a veces con una sola rodilla en tierra y
apoyando los antebrazos en la otra, postura que nunca adoptaban las mujeres,
imposibilitadas para ello por el uso dominante de faldas.
Las mujeres
sufrían severas restricciones en su vestimenta para acudir a la iglesia. No
hablemos de pantalones, entonces desconocidos para ellas que siempre gastaban
faldas, ninguna corta por descontado. Muchas portaban en todo tiempo velos de
luto negros, en la iglesia y fuera de ella. En el templo resultaba obligatorio
el uso de medias, incluso en los días del caluroso verano. Caso de usar camisas
ligeras, nunca escotadas, si no llevaban mangas al menos hasta el codo debían
añadir a su atuendo un complemento llamado manguitos que confeccionaban ellas
mismas, consistente en un trozo de tela alargado con elásticos en los dos
extremos de puños y hombro para completar la cobertura completa del brazo, cuya
contemplación por los hombres, a lo que se ve, podría resultar pecaminosa.
Antes de entrar a la iglesia las mujeres se calzaban los manguitos y en cuanto
salían se los quitaban.
Quien
imponía las buenas costumbres en la iglesia era el cura. Recuerdo un detalle en
este sentido que viví yo mismo. Se encontraba don Amable predicando cuando
descubrió desde su otero algo que no le gustó: ¡una mujer sin medias!
Desde el
púlpito, a voz en cuello, pronunció el nombre de la susodicha y señalándola con
el índice feroz añadió: ¡marrana, vete a tu casa!
La mujer
salió avergonzada de la iglesia en medio de un silencio impresionante y el cura
prosiguió impertérrito su sermón, tal vez sobre el amor a nuestros semejantes.
Una de las
tareas más repetidas de la abuela cuando estaba mayor era confeccionar bragas
(que ella llamaba pantalones) a ganchillo en hilo perlé de color blanco o rosa,
con ello se distraía sus buenas horas, todo el día tricotando. Las bragas eran
para las mujeres de la familia: sus hijas y las dos únicas nietas: Rosarito y
mi hermana Rosa, tal vez incluso para ella misma. Yo la veía y disfrutaba
contemplando su lento tricotar. Un día por tomarle el pelo le demandé que me
hiciese unos calzoncillos, y ella me llamó tonto de esa manera suave, tan suya,
y dijo que eran sólo para las mujeres.
Consultado
el diccionario de la apreciada molinera a propósito de los pantalones advertí,
además de la acepción conocida de uso masculino, una segunda como prenda de ropa
interior de mujer. Creo que con ello se refiere más bien a aquellos
calzones antiguos con perneras que usaban las mujeres e imagino que ella misma
los utilizaría antaño. Lo que resulta clara es la exactitud de mi abuela acerca
del término aplicado a la prenda de vestir, una palabra que ella nunca se
inventó.
El
testimonio plástico más contundente sobre esas bragas/pantalones me lo ofreció
Pilar mientras escribía estas memorias
mostrándome unos pantalones confeccionados por la abuela Rosario que mi hermana
Rosa mantenía en su poder y regaló a Pilar, conservándolos mi mujer hasta la
fecha para ayudarme a hermosear este relato.
Son unas
bragas muy bellas, imponentes, jubilosas, de recia matrona o de primípara
recuperándose de su reciente parto con cesárea (como observó Clara, mujer de mi
hijo Santiago por tratarse de su caso concreto tras alumbrar felizmente a su
hijo Rodrigo). No lucen perneras, pero a cambio y por mostrar su carácter son
altas, al menos hasta el ombligo. Enfundada en ellas, estoy seguro que la tripa
de la usuaria quedaría bien protegida y calentita.
Cuando se
quedó viuda, la abuela pasaba largas temporadas en Madrid con sus hijas María y
Rita, durmiendo siempre en casa de la tía María donde había más sitio, porque
la nuestra se encontraba abarrotada con tantos chiquillos, pequeños y grandes.
Alguno de mis hermanos o yo mismo llevábamos a la abuela Rosario a la iglesia
cercana de los Agustinos Recoletos, nuestra parroquia, sita en la entonces
llamada calle General Mola, que ya ha recuperado su nombre antiguo y vuelve a
denominarse Príncipe de Vergara. Allí la dejábamos y ella permanecía sentada
rezando su rosario, escuchando su misa y dormitando a ratos, hasta que otro de
los hermanos pasaba a recogerla horas después para llevarla a comer a casa.
Ella permanecía allí contenta y calentita en invierno, gracias a la buena
calefacción de la iglesia, y fresca en verano.
Era una
viejecita encantadora, dulce y tierna, nunca recuerdo que dijera una mala
palabra a nadie. La fortuna para ella y los demás fue que jamás se dolió de
nada. Según cuenta Rosa, no le gustaba que la chillasen, afirmando que ella era
vieja, no sorda.
En sus
últimos tiempos en Madrid ya se encontraba muy torpe y gorda como una perdiz
porque comía con mucho apetito y no se movía apenas nada. En los
desplazamientos largos que exigían un taxi le costaba mucho entrar en él, al
punto de que yo la tomaba en brazos y con ella sentada encima mío me introducía
en el taxi haciéndola rodar sobre mi cuerpo en una maniobra larga y complicada.
Un comentario poco amable de un taxista dicho en voz alta quedó en mi memoria
en uno de aquellos desplazamientos: deberían llevarla en ambulancia.
Una de mis
anécdotas con la abuela Rosario, ya viuda y en los últimos años de su vida,
siendo yo mozo, sucedió en Ricote y tuvo como protagonista involuntario e
indeseado al tío Pepe.
Entre todos
los amigos pensamos montar una pequeña juerga, con Sebastián de las Sardinas,
Jesús del Boni, Paco y Antoñico de la Juliana y los tres primos al menos entre
los participantes. La juerga consistía en comer algo, charlar y beber. Yo pensé
que los primos podíamos aportar el vino de los abuelos que todos apreciaban. A
los primos y al resto les pareció bien el ofrecimiento así que me dirigí a casa
de la abuela Rosario a quien conté el asunto, obteniendo su permiso. Me
encontraba llenando la bombona de media arroba que juzgaba necesaria para tanta
gente cuando irrumpió el tío Pepe, que imagino vendería el vino de la abuela
apropiándose del dinero, anhelo continuo en su vida, increpándome sobre el
llenado de la bombona completamente insólito. Yo le enrostré que el vino no era
suyo y que había pedido permiso a la abuela Rosario, por lo que no tuvo más
remedio que callar y marcharse.
La abuela
Rosario falleció en 1976, ocho años después que el abuelo Eloy, por lo que pudo
asistir al bautizo de nuestro hijo Eloy en Madrid, ocurrido en 1975, del que se
conserva una fotografía. Tras su muerte, todos la echamos mucho de menos por la
suavidad de su compañía y su dulzura, felicitándonos por la suerte de haberla
tenido tantos años a nuestro lado. Cuando alguien habla exageradamente bien de
sí mismo se dice que no tiene abuela y la nuestra cumplía a la perfección el
dicho. Había que escuchar a la abuela Rosario alguna vez como yo la oí,
lanzando flores en dirección a otras personas sobre sus nietos y en una ocasión
concreta sobre yo mismo allí presente, según ella el más listo, guapo, alto,
fuerte, valiente y otros adjetivos bienintencionados y exageradísimos, incluso
falsos o inventados. En aquella ocasión no pude sino ruborizarme, avergonzado,
aunque daba gusto oírla arrojando piropos sobre uno.
El abuelo
Marcelino
Mi otro
abuelo se llamaba Marcelino, padre de mi padre Julio, un personaje singular,
alto y fuerte, exagerado, duro, trabajador incansable y espíritu inquieto donde
los haya. Procedía de Elda, una ciudad de Alicante famosa por su fabricación de
zapatos, por eso en el pueblo no hay más Maestres que los de nuestra familia.
Sus padres eran molineros y trabajaron, según cuentan, en el molino de Ricote
que yo nunca he visto funcionar.
Ya de muy
joven y mintiendo en la edad necesaria para alistarse como voluntario, marchó
a luchar a la Guerra de Cuba a finales
del siglo XIX, sin duda llevado por su espíritu aventurero que no aceptaba el
estrecho camino marcado por su destino en un pueblo y precisaba cambiar de
aires aunque le costase la vida.
Nos contaba
a los nietos que tenía una novia cubana, pero el idilio acabó abruptamente el
día en que mató de un tiro al hermano de su amada. Estaba yo en el fuerte un
día de guardia, decía, cuando aparecieron algunos insurrectos (una palabra
nueva y desconocida para mí) con muy mala pinta porque nos atacaban todos los
días. Yo les pregunté que dónde iban y me respondieron que a hacer yesca, por
leña, y yo me dije así que yesca, pues ¡toma yesca!, y echándome el fusil a la
cara maté a uno. Resultó ser el hermano de mi novia cubana y ella supo que yo
le había matado y allí se acabaron mis amores de golpe y porrazo. Siempre me
sobrecogía la frialdad con que relataba el episodio una y otra vez. Estaba tan
endurecido por la guerra que no le importó matar a un hombre, tal vez uno más,
y tampoco parecía muy dolido por la pérdida de su amor cubano.
Otra
anécdota suya de Cuba le retrata perfectamente. Entró en una tienda a comprar
unas alpargatas que formaban parte del uniforme del ejército colonial en donde
servía. Se probó una de ellas atándose las cintas y le iba bien, luego pidió la
otra y tras calzarla se puso en pie y espetó a la dependienta: ¿usted ha visto
correr a un soldado del Regimiento Pavía? Y acto seguido, sin dejarla
responder, salió zumbando y le brindó una demostración de cómo corría un
soldado del Regimiento Pavía… con alpargatas nuevas. ¡ A mí me iban a coger!
contaba riéndose el bandido del abuelo Marcelino.
Consumado
el desastre internacional para España en 1898 tras la intervención de Estados
Unidos a favor de los rebeldes con la pérdida de nuestras colonias de Cuba y
Filipinas, el abuelo Marcelino fue de los pocos cientos de combatientes que
repatriaron vivos de la contienda al cabo de tres años: enfermos, lisiados,
comidos de piojos, muertos de hambre y de agotamiento. Contaba que durante la
larga travesía en barco hacia España de más de cincuenta días lanzaban al agua,
día tras día, a quienes morían por desnutrición o enfermedades y él decía que
siempre pensaba: “cualquier día me tiran a mí, pero aquí estoy, vivico y
coleando.”
Volvió por
fin el abuelo a Ricote y pidió a su hermana Manuela que le preparase para comer
una sartén de gachasmigas, lo que ella hizo al punto, quedando junto con su
madre encantadas de recuperar a su hermano e hijo que ya lloraban por muerto.
Mi abuelo se las zampó de un tirón y se echó a dormir de inmediato.
Pasadas
doce horas de sueño ininterrumpido imagino feliz a su madre, pero su alegría se
trocó en preocupación al observar cómo su hijo se mantenía durmiendo otras doce
horas seguidas, un día entero. Eso ya no le pareció normal, por muy cansado que
estuviera, y subió a pedir alivio a su congoja al médico del pueblo, que acudió
a la vera de la cama del dormilón y le auscultó sin que se despertase. Preguntó
a la madre lo que había comido y ella se lo contó. La respuesta del médico
mantuvo ese estilo rudo y salvaje que algunos de ellos gastaban: “pues puede
que vaya a digerir las gachasmigas al otro mundo” y se marchó a su casa tan
satisfecho con el deber cumplido.
La
sentencia dejó a mi bisabuela con el susto en el cuerpo. Pasaron otras doce
horas y mi abuelo seguía durmiendo. Doce horas más tarde, es decir 48 horas o
dos días en total, se produjo el prodigio: alzándose de la cama tan pancho,
como si hubiera dormido una vulgar siesta, preguntó a su madre qué había para
almorzar porque tenía hambre.
El abuelo
Marcelino gozaba de numerosas habilidades manuales, entre ellas era un buen
carpintero y en un lateral de su vivienda de Ricote contaba con un banco y
herramientas variadas para sus trabajos. También era un mediano albañil, como
lo demostró al erigir una casa nueva, frontera de la suya, con ayuda sólo de
otro albañil. En esa casa vivimos varios años mis padres, hermanos y yo mismo
cuando acudíamos a Ricote. La casa contaba en la planta baja con salón comedor,
cocina y cuarto de estar, además de un retrete o excusado, porque entonces no
había cuartos de baño al no contar las casas con agua corriente. En la planta
superior había tres dormitorios, dos para los hermanos y uno grande para mis
padres con una cunita para el pequeño de turno. Las habitaciones carecían de
puertas, tanto las de abajo como las de arriba, y los suelos eran de yeso
enlucido como las paredes sin pintar. Los suelos de los dormitorios del piso de
arriba resonaban y se movían en todas las pisadas, con lo que te asaltaba una
molesta sensación de peligro cuando andabas por allí, como si se fuera a hundir
el suelo a tu paso de repente.
Otra
curiosidad de la casa eran sus dos cuevas con alacenas, directamente excavadas
en el monte a cuya base se adhería la vivienda. Las cuevas flanqueaban la
chimenea con el fuego del hogar donde se preparaban algunas comidas y nos
calentaba el salón en invierno, aparte existía una cocina con fuegos de gas
butano para hacer la comida.
Las cuevas
sin puertas carecían de luz natural y se iluminaban con bombillas desnudas que
colgaban del techo, tenían forma abovedada y mantenían frescos los alimentos en
toda época.
Mi madre
rezongaba de las cuevas y del resto de la casa, que el abuelo concibió en un
principio sin incluir cristales en las ventanas, un detalle por el que mi madre
no pasó y le obligó a ponerlas. Las cuevas
resultaban muy prácticas y cumplían su cometido a la perfección en aquel
mundo nuestro de antaño sin frigoríficos para conservar los alimentos. En
nuestra vivienda de Madrid contábamos con una fresquera en la cocina y en
Ricote dos cuevas, todo con la misma finalidad.
El abuelo
Marcelino fue Guardia Civil durante toda su vida y en diversos destinos, a
propósito de ellos nos contaba sus recuerdos. En uno de estos destinos le tocó
un día escoltar la llegada de un tren
donde viajaba el Rey Alfonso XIII y como el descenso al suelo desde el tren
fuese complicado, y a él le pillaba justo al lado de la escalerilla, le dio la
mano al rey y después de hacerlo, su respuesta agradecida fue clara y
contundente: gracias, guardia.
Otro de sus
destinos fue el pueblo de Moratalla, en lo que entonces era la provincia de
Murcia. Entre sus poesías ripiosas, tan festejadas por sus nietos, una de ellas
reflejaba un caso que le sucedió precisamente allí, cuando se empeñaba en
darles de beber agua de Carabaña a los borrachos que tropezaba por la calle.
Era esta un agua una pizca salada y de muy mal sabor, que se usaba como
medicina para purgar a la gente cuando se había empachado. La poesía decía así:
A los
borrachos de Moratalla
que les
gusta mucho el vino
los convida
a Carabaña
el sargento
Marcelino
Ni que
decir tiene que ese tratamiento forzado para que los borrachos espumasen su
borrachera no gustó nada a los moratallenses y el abuelo Marcelino, empeñado en
aplicarles su curiosa medicina, no aguantó mucho tiempo en el pueblo.
Otra de sus
coplilllas hablaba nada menos que de la Luna:
Se están
realizando pruebas
para subir
a la Luna
si allí se
cosechan brevas
nos valdrán
una fortuna
mas si van
mal envasadas
por lo
hondo del camino
nos las
traerán aplastadas
pa
echárselas a los chinos
De esta
poesía, lo que más me gustaba por lo insólito era lo hondo del camino, todo un
hallazgo.
El abuelo
Marcelino poseía dos bancales en la huerta de Ricote, uno en una punta y otro
en otra. Un bancal daba casi a la sierra por arriba y el otro en la Huerta de
Abajo, llamado este último El Salitre. Por eso se le ocurrió esta coplilla:
En el final
de mi vida
se me
acumula el trabajo
ni puedo
subir más arriba
ni puedo
bajar más abajo
Declamaba
otra poesía un tanto cochina pero simpática y cuya procedencia ignoro aunque
imagino ajena, un cuarteto compuesto de cuatro versos endecasílabos
perfectamente rimados el primero con el tercero y el segundo con el cuarto, que
dice así:
¡Oh! placer
de cagar, placer divino
que sólo al
estreñido está vedado
yo quisiera
cagar, cagar sin tino
y un altar
levantar al excusado
Él era
Guardia Civil antes de que se erigiese la Casa-Cuartel de la Guardia Civil en
Ricote, en un callejón a distinto nivel y muy cercano de la casa propiedad de
la tía Rosarico desde que partieron la herencia de sus padres, situada en la
misma calle de entrada al pueblo más abajo del Sampedro, junto a la farmacia,
donde nuestra familia vivió unos años. La Casa Cuartel de Ricote ya no existe
porque agruparon a los Guardias Civiles en los pueblos más importantes, en
nuestro caso en Archena.
El abuelo
Marcelino desde su propia casa perseguía los delitos cometidos en su zona, casi
siempre pequeños robos, y el más corriente resultaba el estraperlo. Consistía
en prohibir el transporte de productos, alimenticios y de otros tipos, de un
lugar a otro para venderlos. Lo que hoy día entenderíamos como la esencia misma
del comercio: comprar aquí para vender allá con beneficio, estaba prohibido y
penado.
Y allá que
iba mosquetón al hombro, saliendo de su casa de madrugada para perseguir a los
estraperlistas, por los caminos y las carreteras sin apenas coches, andando a
todas partes y siempre en pareja, aunque a veces tenían suerte y se encontraban
por la carretera con el taxi de Paco Pestaña, el taxista de Ricote.
Los
pescantes del coche de Paco Pestaña servían a los Guardias Civiles para hacer
parte del camino de vuelta al pueblo, subidos a ellos y agarrados a la baca
porque había espacio suficiente donde entraban cómodamente los pies. De ese
modo mi abuelo y su compañero subieron muchas veces de vuelta al pueblo
motorizados, tras dar el alto al taxista quien les montaba encantado en su
armatoste antiguo.
Durante la
Guerra Civil sucedió otro episodio que le define como intrépido, más bien loco.
Murcia se mantuvo durante toda la guerra dentro de la zona republicana, pero
tal vez porque las autoridades de Ricote no lo eran tanto, se supo en una
ocasión que los milicianos de Cieza se dirigían hacia el pueblo para demostrar
quien mandaba allí. Alertado de esta expedición, ni corto ni perezoso, el
abuelo Marcelino se encaramó en un cabecico que domina el único acceso por
carretera al pueblo desde Ojós, la larga recta que concluye en la Olivera
Gorda, y armado con una ametralladora se dispuso él solo a recibir a tiros a
los ciezanos. Estos llegaron en un camión y mi abuelo los rechazó a tiros,
cuenta la leyenda que los ciezanos dieron media vuelta al camión y se volvieron
a su pueblo para no regresar. De este suceso ignoro cuánto hay de verdad o de
leyenda, pero algo hubo y a mí me lo relataron como lo cuento.
También fue
alcalde del pueblo durante un tiempo de nuestra convulsa Guerra Civil, y estuvo
encarcelado como el abuelo Eloy, a punto de costarle el pellejo tanto a uno
como a otro e incluso a mi padre Julio encerrado con su padre en la cárcel,
pero por fortuna todos se salvaron de la quema o yo no estaría aquí ahora
perorando al vacío.
El abuelo
acabó su vida militar en Ricote y después regentó un despacho de billetes de
“La Catalana”, la popular empresa de transporte de viajeros y mercancías, de
nombre completo Alsina Graells de Autotransportes, cuyos autobuses prestaron
durante muchos años servicio desde Ricote hacia la capital, Murcia, y aún hoy
lo siguen haciendo. Antaño tenía la Catalana su garaje en un local de la
placeta de Manducho, de donde partía hacia la capital todas las mañanas,
regresando por la tarde y haciendo noche el autobús en su cochera de Ricote. El
abuelo Marcelino madrugando mucho vendía cada mañana los billetes de la
Catalana desde su propia casa.
Mi vivencia
personal más inesperada, entrañable y emocionante con el abuelo Marcelino
sucedió algo más tarde en el tiempo. Él ya era muy mayor y yo un jovenzuelo, de
16 ó 17 años calculo, cuando un día que andaba por su casa me condujo de forma
muy misteriosa a su dormitorio de la planta baja, que contaba con dos puertas:
una daba a la entrada de la calle y otra a la cocina. Me llevó allí, cerró la
puerta de la entrada por la que penetramos ambos para que nadie nos escuchara y
a continuación realizó el siguiente comentario insólito: creo que te gustan los
toros y como dentro de poco tiempo hay corridas en la feria de Abarán, aquí
tienes este dinero para que compres una entrada y puedas ir a los toros con tus
amigos.
Y me
entregó sin más un hermoso billete verde de mil pesetas lo que me dejó
completamente pasmado, estupefacto, turulato. Yo nunca en mi vida había visto
un billete de mil pesetas y pensé que se había vuelto loco. Por eso le contesté
tomando el billete en mi mano y mostrándoselo muy cerca de sus ojos: abuelo,
¿estás seguro de lo que haces?, yo soy tu nieto Eloy y esto es un billete de
mil pesetas, ¿de verdad es para mí?
Me
respondió que sí y yo salí del dormitorio con el billete maravilloso en el
bolsillo y me mantuve atónito y zurumbático todo el día.
Para mí se
trataba de una cantidad monstruosa de dinero. Con el fin de que el lector pueda
realizar comparaciones diré que yo por entonces recibía una propinilla de cinco
pesetas, un billete verde alargado, lo recuerdo bien, del abuelo Eloy con
motivo de las fiestas de Navidad, lo que allí llamaban el aguilando,
pronunciando a la murciana la palabra aguinaldo. El tío Pepe hubo un tiempo que
nos daba a los sobrinos para nuestros gastos un duro y luego algo más por cada
año cumplido, pero ignoro cuando empezó y terminó esa paga. Alguna pesetilla
caía del mismo abuelo Marcelino y de mis padres, pero nada más.
Para 1963,
mil pesetas era mucho dinero, y mi primer problema, una vez digerida la entrega
insospechada, fue lo que hacer con el dinero. Gastarlo en una entrada para los
toros de Abarán lo descarté de inmediato. Yo los toros sólo los conocía por
haberlos visto en televisión y nunca hasta entonces había acudido a una corrida
a la plaza. Me pasmaba el espectáculo salvaje y colorido de los toreros
enfrentándose y burlando con un simple trapo rojo a un bicho con pitones como
puñales que en cualquier momento, por un simple descuido o tropezón o por su
genética necesidad de atacar, podían traspasarle y dejarle convertido en un
acerico, muerto en el acto. Me dolía la agonía sangrienta del toro recibiendo
puyazos, luego banderillas y más tarde una espada envasada en su cuerpo para
provocar su muerte, con la posibilidad de que hubiera que descabellarlo si la
espada no lograba matarlo. Pero los toros no me gustaban hasta el punto de
gastarme aquella enormidad de dinero en una entrada. Además, ninguno de mis
amigos ni de mis primos queridos: Sebastián y Andrés, iba nunca a los toros, y
yo no iba a ir solo, eso estaba asegurado.
Así que me
planteé lo que hacer con el dinero sin llegar de momento a ninguna conclusión. Pensando
pensando se me ocurrieron muchas tonterías, aunque comencé desechando la idea
de comprar con él un lote de mantas porque el paisano que parloteaba desde la
plaza se marchó y yo no tenía burra, ni mucho menos adquirir un cortijo con
parrales en Almería con las mil pesetazas, convencido de su imposibilidad según
nos señaló hace pocos días el charlatán a ricoteños y forasteros.
También me
guardé muy mucho de comunicar el feliz acontecimiento a mis padres temiendo una
confiscación inmediata del billetico, pese a que el dinero quedó claro que me
lo dio para mí solo el abuelo, y de ese modo nadie supo que yo era
momentáneamente rico, tal vez por primera y única vez en mi vida. Ser rico,
entonces lo experimenté, es sobre todo un sentimiento y uno puede sentirse así
con poco dinero. Sin ir más lejos, yo entonces me sentía poderoso y ricachón
con mi fabuloso billete en el bolsillo.
Una vez en
Madrid, se me ocurrió un día comprar un paquete de tabaco rubio, en concreto de
Luky Strike, un tabaco rubio emboquillado y americano de prestigio. Otras
marcas de rubio americano como Chesterfield o Camel, ambos sin filtro, me
gustaban menos. Yo era fumador de negro desde años atrás que empecé a toser con
el humo emanado de los Celtas Cortos, el tabaco negro nacional por antonomasia
en aquellos tiempos, y sin filtro como indicaba su nombre. También existían los
Celtas Largos con filtro, mucho más fuertes que los Cortos, unos auténticos
petardos que fumé alguna vez y deseché de inmediato antes de explotar con
ellos. El tabaco negro era mucho más barato que el rubio.
El nivel
económico, la capacidad de gasto que diríamos hoy, era tan penoso entre los
amigos estudiantes que frecuentaba en aquella época que quienes fumaban
habitualmente tabaco rubio, de entre los jovenzuelos como yo, lo compraban a
las piperas en Madrid por unidades. De ese modo pedían: dame dos Lukys, y el
afortunado se los fumaba en ocasiones especiales con gran ostentación.
Por eso,
contar con un paquete tras otro enteros de Luky Strike en tu bolsillo otorgaba
elevada categoría social al poseedor. Sacabas el paquete para chulearte y
fumar, e incluso ofrecías alguna vez, no siempre, a los amigos fumadores y
quedabas como un rey.
Esos
cientos de pequeñas alegrías se las debo al abuelo Marcelino, que después de la
entrega del billete nunca me preguntó si había ido a los toros de Abarán con el
billetazo que me dio y tal vez se inventó mi querencia por la fiesta nacional
para regalar aquella cantidad monstruosa de dinero al joven tímido, tartamudo y
granujiento por el feroz acné juvenil que yo era por aquella, mi convulsa
adolescencia.
El viento
se llevó en pocos meses aquel dinero convertido en humo como muchas veces
sucede, pero yo fui muy feliz. Si ese era el propósito del abuelo Marcelino lo
consiguió de pleno. Al cabo de tantos años puedo agradecerlo a su memoria.
Consumido
el dinero volví a los Celtas Cortos y dejé de ser ricachón como si tal cosa.
Fue hermoso mientras duró. Mi prestigio social decayó al punto, pero nada me
importó. De los primos y amigos de mi edad ninguno tenía un duro nunca así que
todos éramos felices juntos e igual de pobretones: íbamos al cine porque era
barato, comprábamos chicles y polos, pipas, garbanzos torraos y alcahuetas,
paseábamos, fumábamos negro o no fumábamos si se terminaba el dinero y
sanseacabó.
El abuelo
Marcelino murió en el año 1967, pero no tengo apenas recuerdos del suceso, si
acaso que mi padre nos pidió o exigió que le besáramos una vez muerto y en su
caja, lo que me daba cierto repelús pero así y todo le besé. La abuela
Dedicación murió en 1960, aunque el episodio del beso tal vez fuera con la
abuela.
El trío
perfecto
Los tres
primos hermanos: Sebastián, Andrés y yo hemos formado toda la vida una perfecta
sociedad. De pequeños jugábamos juntos y a todas horas por ser de la misma
edad, los tres nacidos en el mismo año: primero Andrés, después Sebastián y
luego yo, con apenas unos meses de diferencia entre cada uno.
Yo vivía en
Madrid en la misma casa desde que nací con la familia. Después de llegar nosotros
quedó otra vivienda por alquilar en el edificio y la tía María la ocupó con los
suyos dejando su antigua vivienda. De ese modo, las dos hermanas María y Rita
pasaron a vivir juntas, la mejor manera de hacerse compañía en la ciudad grande
e inhóspita, apenas separadas por dos pisos y cuatro tramos de escalera: la
Marica de Eloy como la llamaban en el pueblo y su familia en el cuarto piso
centro derecha, y mi madre con la nuestra en el segundo piso centro derecha.
Pese a ser
sólo unos meses mayor que yo, Andrés pertenecía al curso anterior al mío al
haber nacido en 1946, y de ese modo nunca coincidimos en el colegio. Pero fuera
del colegio nos veíamos a todas horas, y lo continuamos haciendo a lo largo de
nuestra juventud hasta que Andrés, terminada su carrera de Derecho, preparó
oposiciones a Secretario de Juzgado y las ganó partiendo a su destino a
Barcelona. Luego accedió a la judicatura en la Audiencia Provincial de Murcia
donde se mantuvo largos años y en la actualidad apura su vida profesional como
magistrado en la ciudad alicantina de Elche.
A Andrés y
a mí se nos unía invariablemente Sebastián, maestro como su padre, cuando
llegábamos a Ricote o al campo, y en el tiempo que estábamos allí no nos
separábamos un palmo unos de otros.
En cuanto
llegábamos al campo, de pequeños, nuestras madres nos conducían a los hermanos
y primos a unas casas situadas en el Barranco de Berrandino, cercano a casa,
donde un hombre nos pelaba al cero, que allí llamaban al tazón por la redondez
conseguida en nuestras cabezas.
Una vez
pelados, vestidos con un simple mono de tela verde de la Guardia Civil con
tirantes, sin camisa ni camiseta como consta en fotografías de la época, con
alpargatas de cintas en los pies y un sombrero de paja en la cabeza siempre que
nos manteníamos al sol, las madres nos dejaban sueltos para hacer el salvaje y
burrear cuanto quisiéramos por la casa y sus alrededores. Salvo las horas de la
siesta en que éramos conminados severamente a permanecer bajo techado por el
miedo ancestral a los efectos del terrible sol, el resto del tiempo nunca
parábamos quietos ni apenas bajo techado. Durante la siesta no estábamos
obligados a dormir, aunque la mayor parte de los integrantes de la familia
cumpliera con el rito, pero sí a mantenernos dentro de la casa, y si no
dormíamos tampoco podíamos meter bulla por no molestar a quienes descansaban.
Andrés fue
un niño muy inquieto y la Marica muy dormilona. Unidas ambas características
daban como resultado que la tía María durmiese siempre la siesta y Andrés casi
nunca. Yo tampoco era muy dormilón que digamos y recuerdo el detalle de que el
abuelo Eloy y yo mismo estábamos una tarde en la planta baja de la casa a la
hora de la siesta sentados tranquilamente al fresco, con la puerta de la calle
entornada, y callados. Andrés descendió silenciosamente por las escaleras y
ante la pregunta del abuelo por su madre respondió que ya se la había dejado
durmiendo. Luego nos pusimos a jugar Andrés y yo al lado del abuelo, que
continuó fumando su cigarro, esperando que transcurriese la siesta y nos
dejasen salir del encierro para seguir jugando.
A lo que
más jugábamos en el campo era al escondite y al pillao, que practicábamos a la
tardecica entre dos enormes montones de haces de mieses situados junto a la era
y dispuestos allí para su posterior
trilla. Saltando de un haz a otro nos poníamos perdidos de paja y de polvo, y
si los haces eran de cebada picaba el doble el polvillo cuando se nos
introducía por el pescuezo y se mezclaba con el sudor y no parábamos de
rascarnos.
Al pillao
practicábamos asimismo en las cepas de delante de casa que nos proporcionaban
un escondite fenomenal. Las cepas en verano con las uvas madurando se
encontraban tan frondosas que cuando te tocaba ligarla nunca veías a nadie y
era preciso andar recorriendo las cepas una a una, levantando los sarmientos
cuajados de pámpanos y de uvas para descubrir a alguien.
Especialmente
frondosas resultaban las cepas para uva de mesa que el abuelo Eloy plantó junto
a un margen delante de la casa, a la izquierda de la misma desde la entrada de
la casa mirando al Cabecico Alcoba.
La uva de
vino es de color azul oscuro casi negro, con racimos de granos pequeños y
numerosos, y resulta incomestible, por eso el abuelo plantó otras cepas que
daban unas uvas rojizas, muy jugosas y dulces de granos gruesos y alargados,
comidas en la mesa tras lavarlas abundantemente y despojarlas del polvo, abono
y otras porquerías acumuladas.
Estas cepas
de uva de mesa eran todavía más altas y frondosas que las de vino y resultaba
imposible descubrir a un zagal pequeño que se hubiera escondido allí hecho un
ovillo dentro del vaso de la cepa y protegido por los enormes pámpanos de la
vid. Los pámpanos no eran verdes como los de la uva de vino, sino rojizos, de
la misma forma y color de las parras que se plantan en algunas casas en la
huerta de Ricote para dar sombra y dulces frutos. Tal vez fueran de la misma
clase las parras y aquellas cepas de uva de mesa del abuelo que comíamos de
postre en el campo.
Los tres
primos formábamos el trío perfecto: siempre unidos frente a los demás y siempre
jugando y peleándonos, que todo era lo mismo entre nosotros.
De pequeños
y en el campo recuerdo que nuestra tonta disputa infantil de todos los hermanos
y primos una vez sentados en la mesa era por ver quien conseguía una cuchara
que llevaba inscrita en su reverso la leyenda Alpaca, y en relieve una palmera.
Nos peleábamos por sentarnos los primeros a la mesa y conseguir como fuera
aquella preciada cuchara para exhibirla triunfalmente ante los hermanos y
primos. Había otras cucharas con la inscripción Alpaca, pero sin palmera, y
estas resultaban también apreciables, pero la singularidad de la Alpaca palmera
era la que de verdad nos llamaba la atención y por la que peleábamos a diario.
Eloico era muy pillo, se adelantaba a sentarse y ganaba muchas veces el trofeo,
alzando en su mano la Alpaca palmera para fastidiarnos antes de empezar a
comer.
En el campo
usábamos las bodegas para dormir o descansar durante las largas horas de la
siesta veraniega, cuando el sol quemaba y no nos estaba permitido jugar al aire
libre, precaviéndonos los mayores a la fuerza de los rigores del intenso sol.
Las bodegas constituían un espacio fresco y agradablemente húmedo, de
temperatura inferior a cualquier vivienda por sus muros gruesos, pequeñas
ventanas y mínima ventilación para proteger al vino, dentro de sus toneles, de
la luz y del calor excesivos. Nunca nos atrevimos o no nos dejaron dormir la
siesta en la bodega del abuelo Eloy, donde apenas había espacio entre los toneles
y el fuerte carácter del abuelo nos habría impedido el descanso allí. Pero
contábamos con una casa cercana en aquel paraje campesino de casas aisladas,
apenas a 300 m de la nuestra, propiedad de la prima Ángeles, cuyo hijo Trini,
apócope de Trinidad, era un buen amigo nuestro. Como prueba de su popularidad
había varios Trinidad varones en el pueblo, entre otros el padre de nuestro
primo, de quien su madre se había separado tiempo atrás.
Nuestras
madres nos permitían subir a los tres a casa del Trini con nuestro sombrero de
paja en la cabeza después de comer a dormir la siesta, para lo que usábamos la
bodega de su casa de alto techo, amplia y aparentemente vacía aunque contuviese
toneles, donde nadie nos molestaba. Recuerdo que en ocasiones nos llevábamos
para leer algunas novelas del Oeste, las que más nos gustaban. Llegábamos a la
bodega del primo Trini, algo mayor que nosotros pero siempre buen amigo,
cariñoso y excelente compañero de juegos, y nos quitábamos la ropa quedándonos
en calzoncillos blancos marca Ocean. De esa guisa reposábamos todos sobre
mantas colocadas en el suelo leyendo, charlando o durmiendo medio desnudos, tan
fresquitos.
Una de
nuestras actividades más divertidas en el campo consistía en cazar pájaros,
hecho que por entonces no estaba prohibido como ahora. En ella ocupaba un papel
fundamental nuestro amigo Jesús, apodado “del Boni” por su padre a quien
llamaban así. Jesús era un formidable pajarero, es decir cazador de pájaros,
con el que a veces salíamos en expedición desde la casa del Trini de quien era
su mejor amigo. Había que madrugar mucho para pillarlos porque el lugar elegido
para la caza se encontraba lejano, más de una hora de camino andando, y al
carecer de despertador la solución estribaba en echar mano del casero de la
madre del Trini para que nos llamase, quien vivía permanentemente en el campo y
cuidaba sus fincas. Él siempre madrugaba mucho y cuando pensábamos salir a cazar pájaros le
avisábamos la noche anterior que nos despertase. Horas antes de que amaneciese
el casero arrojaba unas chinas a la ventana de madera de nuestro cuarto, en
donde habíamos dormido los tres primos, además de Jesús y el Trini, y con eso
nos despertaba. Nos vestíamos de inmediato, bebíamos un café para espabilarnos
y Jesús preparaba el bizco, que es como llamaban allí lo que después he
conocido como liga, una mezcla de varios productos que se cocía a la lumbre en
una ollica de barro y se obtenía como resultado una goma pegajosa con la que
cazábamos los pájaros.
El
procedimiento era como sigue: preparadas unas varetas de esparto se mojaban en
el bizco cuando llegábamos al lugar de la caza y después de haber cegado con
tierra la mayor parte de sitios donde los pájaros podían beber agua, clavábamos
las varetas en el suelo delante de los escasos charcos de agua dejados con este
propósito y nos escondíamos. Cuando los pájaros acudían a beber agua, algunos
quedaban pegados con las varetas y no podían volar, momento en el que salíamos
a la carrera y los pillábamos. El largo paseo y la preparación de la caza desde
la casa del Trini debían estar dispuestos antes del amanecer, hora en que
bebían los pajarillos, y había que buscar un buen escondite, muy quietos y
cubriéndonos a veces con ramas, donde los pájaros no nos viesen desde lo alto
al volar y cercano a las varetas con liga con el fin de vigilar si caían en
nuestra trampa para salir rápidamente y cogerlos.
Portábamos
una jaula vacía para meter los valiosos pájaros cantores que pudiéramos
atrapar: exclusivamente verderones y colorines, que es como llaman en Murcia a
los jilgueros, el resto los matábamos en el acto estrellándolos contra el suelo
y por la tarde ya en nuestra casa los comíamos en una gran fritada, que estaban
riquísimos. Había días que atrapábamos ochenta o cien pájaros, aunque todos
eran pocos para nuestra hambre de jovenzuelos, y nosotros cinco, el trío famoso
más el Trini y Jesús, podíamos con eso y con el doble. También llevábamos el
almuerzo y nos lo zampábamos allí a media mañana, cuando los pájaros apenas
acudían ya a beber y la cacería estaba a punto de concluir. En una ocasión nos
comimos el almuerzo de todos mientras aguardábamos la caza entre Sebastián y
yo, mano a mano, con gran cabreo del resto según me recordó él mismo.
Pillar
pájaros se lograba también con otro artilugio consistente en una red, que su
dueño el Tiburcio, otro amigo nuestro, llamaba “riede”. El Tiburcio vivía con
su familia casi enfrente de la casa de Ricote de los abuelos Eloy y Rosario.
Esta red se tendía plegada y tapada con tierra en el suelo, echábamos unos
granos de trigo delante de ella, barríamos el suelo para disimular nuestras
pisadas y nos escondíamos. Cuando los pájaros acudían a comer, siempre
recelosos y después de dar mil vueltas, a veces entraban en la trampa. Si el encargado
de la red veía que la bandada estaba dentro al completo tiraba con rapidez de
la red y muchos quedaban atrapados en ella. De esa forma cogimos numerosos
pájaros.
El Tiburcio
dormía en casa del Trini con nosotros la noche anterior a cuando salíamos a
cazar y nos hacía mucha gracia que usase cuando podíamos dormir una redecilla
donde encerrar su abundante mata de pelo, de la que estaba muy orgulloso, para
que no se estropease su bella forma. Siempre lo llevaba peinado con un jopo
hacia arriba, el estilo que Elvis Presley había popularizado en el mundo entero
y tantos chicos seguían en la época.
Algunas
noches que salíamos desde el pueblo a pillar pájaros, lo hicimos desde las
Casas Forestales donde vivía nuestro amigo Manolo. Creo que no había camas
donde dormir todos: los primos, Jesús, el Trini, el Tiburcio y Manolo por lo
que permanecíamos toda la noche en vela: sentados, charlando, fumando y jugando
a las cartas, hasta que llegaba el momento de salir. El Tiburcio era muy
dormilón y su empeño curioso consistía en echar una cabezada de pie abriendo
las piernas y apoyando el peso del cuerpo con el torso inclinado y la cabeza
sobre sus brazos cruzados sobre el palo de una escoba. Era una postura tan
incómoda e increíble como real, y así dormitaba un poco. Más hubiera dormido si
le hubiéramos dejado, pero desde que le observamos por primera vez en aquella
postura absurda nuestro espíritu juguetón ideó de inmediato darle una patada a
la escoba e interrumpir bruscamente su sueño. Eso lo hicimos por turno casi
todos, porque se despertaba de muy mal humor y nos quería pegar. Por eso no
convenía que la misma persona renovase continuamente su ira y nos turnábamos en
la ofensa.
Con la red
del Tiburcio retengo otro episodio que protagonizó el primo Andrés como
encargado de tirar de ella. Plantamos la red en un lugar del campo de Ricote
donde sabíamos que acudían palomas, que en principio no son de nadie, pero que
cada dueño de palomar considera algún bando como suyas porque les da de comer y
beber habitualmente y les proporciona una casa donde vivir. El lugar elegido no
estaba demasiado cerca de ninguna vivienda, pero el Tiburcio o tal vez Jesús
del Boni sabían que por allí rondaba algún bando de palomas.
Colocamos
la red y la cubrimos de tierra, esparcimos el cebo delante, con unas ramas
borramos nuestras huellas caminando agachados hacia atrás y nos escondimos
esperando que aparecieran las palomas. El bando pasó volando por encima, no nos
vio y al cabo descendió al suelo. Los bandos cuentan con una exploradora,
siempre la paloma más atrevida o lista, que decide si se debe comer o no, y si
presiente algún peligro ella y el resto salen volando. La exploradora paseaba
por el suelo haciendo muchos melindres, acercándose poco a poco y dando vueltas
sobre sí misma, desconfiada, con su cabecica inquieta girando en todas
direcciones para atisbar el peligro. Al final entró al cebo justo en el lugar
donde ya podía ser capturada por la red, y Andrés, que estaba al mando de la
cuerda, nervioso o en plan cagón tiró de ella con demasiada rapidez y sólo
capturamos esa paloma, saliendo el resto volando furiosamente y aplaudiéndose
unas a otras por el éxito de la fuga. Si el primo hubiera esperado un minuto
más todo el bando o la mayor parte de él habría entrado en la trampa y lo
habríamos atrapado, de ese modo nos debimos contentar con una sola paloma.
Tomamos al punto nuestra presa, guardamos la red y salimos corriendo con el
temor de que el dueño del bando nos viese y nos llamase la atención sobre
nuestra caza, e incluso nos quitase la paloma. Creo recordar que guisamos la
paloma y preparamos una paella con ella, que le daba muy buen sabor, y nos la
zampamos.
Del
Tiburcio, Andrés y yo me obsequia mi memoria otro recuerdo. En este caso el
escenario fue Ricote, en cuya casa de los abuelos Rosario y Eloy dormíamos
Andrés y yo en la habitación exterior con ventana a la calle durante nuestra
adolescencia.
Era una
noche de un caluroso verano y manteníamos la ventana abierta con la persiana
bajada para que nos entrase un poco de fresco. De paso hacia su cercana casa,
nuestro amigo Tiburcio se detuvo ante nuestra ventana. Como estábamos
desvelados por las largas siestas y el calor bochornoso que no nos permitía
dormir, estuvimos un rato charlando con él. Luego se despidió y marchó a dormir.
Al fin
pudimos conciliar el primer sueño Andrés y yo hasta que nos sobresaltó un agudo
sonido sincopado que no identificamos de inmediato. De modo que nos despertamos
los dos, encendimos la luz y nos pusimos a buscar por todas partes, incluso
debajo de la cama, a cuatro patas y en calzoncillos, al causante del escándalo.
Buscamos y rastreamos todos los rincones pero el sonsonete no cesaba. Nos
sentamos en la cama cabreados y el ruido, que había cesado un momento por el
alboroto causado de nuestras infructuosas pesquisas, se reanudó con furor.
Volvimos a
husmear debajo de las dos camas, cada uno de la suya, y hasta que no se
nos ocurrió mirar dentro de un barrote
hueco, metálico, de una de las camas que yacía en el suelo, no descubrimos en
el interior al puñetero grillo que se había escondido allí. El largo tubo
actuaba de trompeta ampliando el sonido. Acabamos con él de un sandaliazo e identificamos a nuestro amigo Tiburcio como
causante de aquella broma.
Hay otro
episodio, en este caso guarro, que quiero relatar aquí cuyos protagonistas
fuimos los tres primos y el primo Trini, ya cuando éramos algo mayorcicos. En
nuestros juegos salvajes en el campo nos dio a los tres primos por hacerle
comer al Trini boñigos o moñigos como se llamaban allí, de burra o mula,
abundantes por el uso que se hacía de los animales en todas las casas para las
tareas agrícolas: labrar, trillar y como animales de transporte. El Trini era
más alto y fuerte que cualquiera de nosotros pues contaba con unos años más,
pero entre los tres logramos reducirle y meterle en la boca algo de aquellos
moñigos escupidos por él con fiereza.
Su venganza
consistió en aplicarnos posteriormente idéntico tratamiento a los tres primos.
En días sucesivos nos fue cogiendo desprevenidos uno a uno y haciéndonos
escupir parecidos manjares. Resultó desagradable y nos hizo llorar a los tres,
pero nos lo teníamos merecido por burros. Creo que Sebastián devolvió con el
tratamiento asqueroso y apestoso aplicado por el Trini.
El juego
universal del pillao lo practicábamos a veces en el campo de Ricote de una
manera mucho más espectacular y cansada de lo habitual: en el hondo de las
higueras de los abuelos al lado del pozo, en el camino al Cabecico Alcoba,
donde se agrupaban al menos seis u ocho de ellas plantadas en fila. En una
ocasión concreta lo hicimos los tres primos, junto con Jesús del Boni y el
primo Trini. Jugamos y jugamos hasta que le tocó ligarla precisamente al Trini
y le dio por perseguirme a mí. Ambos trepamos a una higuera y nos tiramos de ella,
corrimos, subimos a otra y nos tiramos de nuevo, subimos a la tercera y nos
arrojamos primero yo y luego el Trini muy de cerca, pegado a mis talones. Creo
que a la cuarta o quinta higuera, ya con la lengua fuera, me detuve en sus
ramas con el corazón en la boca y el Trini me alcanzó. La tontería que se me
ocurrió decir en ese momento agitado fue que yo estaba allí en viaje de
descanso.
El Trini se
quedó perplejo ante mi excusa absurda, y desde ese momento y durante mucho
tiempo él mismo y los primos y amigos me estuvieron tomando el pelo con el
cuento del viaje de descanso, algo que les llamó especialmente la atención.
En Ricote
siempre íbamos juntos a todas partes los tres primos. De pequeños jugamos
infinidad de veces al marro en la parte baja del Sampedro, justo enfrente de
las antiguas escuelas del pueblo donde estudió nuestra madre, transformadas
años después en almacén de limones y luego en vivienda. Cada equipo tomaba como
base una de las dos paredes enfrentadas. El juego consistía en llegar corriendo
a tocar la pared contraria en plan desafiante y decías entonces a gritos:
¡marro en tu pared!, regresando a tu base para descansar un poco. Si en esa
carrera eras capturado por un enemigo te llevaba a su base. De ese modo, en
cada base había prisioneros, que se agarraban de las manos estirando los brazos
y formando una cadena humana para facilitar que los compañeros te liberasen con
un simple toque en la mano extendida del compañero situado al final de ella.
Era un juego de carreras y carreras, muy divertido. He leído hace poco en la
novela Yo Claudio de Robert Graves, que al marro ya jugaban los chiquillos en
tiempo de los romanos, en el siglo IV d.C., o sea que sin saberlo practicábamos
un juego con mucha historia detrás.
Otro juego
infantil, desarrollado asimismo en el Sampedro, era el de las bolas de barro,
también llamadas canicas. En Ricote, cada uno tenía una bolsica de tela para
llevarlas, confeccionada la mía por mi madre. Se pintaba un triángulo grande en
el suelo de tierra, cada jugador colocaba su bolica en las líneas del triángulo
o en su interior. Después se marcaba el orden del juego lanzando cada uno su
bola de china hacia la base: una línea pintada en el suelo. Salía primero el
más próximo a la línea y así cada uno por turno jugaba su bolica desde el
suelo, impulsándola con los dedos en forma de pinza en dirección al triángulo.
Cuando estabas cerca lanzabas tu bolica en dirección a las bolas del triángulo
y si lograbas sacar una o varias del mismo, saliendo también tu bolica del perímetro,
la bola o bolas extraídas pasaban a ser tuyas. Si tu bolica quedaba dentro la
tirada no era válida y había que restituir las bolas de barro a sus lugares
anteriores. Cuando la última bola de barro había sido extraída del triángulo se
comenzaba otro turno, colocando cada uno una bola en el perímetro. A las bolas
nos pasábamos horas enteras jugando en cuclillas.
Otro juego
infantil consistía en hacer rodar un aro, que el herrero construía de hojalata
y eran planos y se conducían con una varica de madera dándole capones encima.
Había otros aros, mucho mejor fabricados, de hierro y contorno redondo, que se
llevaban con una varica también de hierro con una uña abierta en su extremo
para conducir el aro, cosa nada fácil dados los desiguales terrenos de piedra y
tierra de que estaban hechas entonces las calles de Ricote. Quien era capaz de
llevar el aro sin tropiezos y a toda mecha por aquellas calles, digamos en 1954
o 1955, bien podía considerarse un fenómeno. Nosotros no recuerdo que nunca
tuviéramos uno, pero nos gustaba mirar a los afortunados poseedores correr con
su aro.
Siendo más
mayores jugábamos al futbolín, con jugadores de hierro con dos pies. Lo
hacíamos en un callejón situado a la izquierda de la calle principal que
llevaba del Sampedro a la plaza y nos
costaba una moneda por cada partida.
Se jugaba
dos contra dos, un jugador manejaba la barra que sustentaba el portero con una
mano y dos defensas con la otra, y su compañero controlaba tres medios con una
y cuatro delanteros con la otra. Yo solía jugar de defensa como en la vida real
cuando jugaba al fútbol en el colegio. Al ser los jugadores pesados y de
hierro, cuando agarrabas bien la bola desde la defensa le dabas unos estacazos
tremendos y a veces marcabas gol directamente sin intervención del compañero.
Con los tres primos en liza, a Andrés y a Sebastián les gustaba jugar de
delanteros, así que uno jugaba conmigo y buscábamos a otro para que hiciera el
cuarto y se completase la partida.
Los
futbolines de Madrid eran diferentes y me gustaban menos: con el pie de los
jugadores plano y en bloque, sin pies. Los delanteros pisaban la pelota, la
echaban a un lado en gesto rapidísimo y te marcaban goles a montones. Eran
mucho más ligeros de manejar que los del pueblo y muy diferentes a nuestros
preferidos de hierro.
Otro juego
de jóvenes se practicaba en un callejón de Ricote cercano a las escuelas en los
días de fiesta, que por la tarde cuando jugábamos no le daba el sol y lo
llamábamos caliche o tángana, sobre un suelo liso y de tierra. La tángana era
un tacón de goma de los que los zapateros remendones clavaban con pequeños
clavos en la parte posterior de los zapatos cuando los anteriores se gastaban o
perdían. Cada jugador ponía su moneda, imagino que de cinco o diez céntimos,
sobre un canuto de caña colocado de pie en el suelo que llamábamos caliche.
Desde allí se establecía el orden de juego lanzando cada uno su tángana en
dirección a la base, colocada ocho o diez metros más lejos, y quien se acercaba
más a la raya practicada en el suelo como base salía el primero.
Establecido
el orden de juego, el primero lanzaba por el aire su tángana en dirección al
caliche, intentando aproximarse al máximo en su primera tirada. La tángana
quedaba en su posición y cada uno lanzaba la suya. El orden posterior del juego
dependía de la proximidad al canuto, lanzando las siguientes tiradas siempre en
el nuevo orden, del más próximo al más lejano. Si estabas cerca tirabas
directamente contra la base del canuto y si lo alcanzabas las monedas salían
despedidas cada una por su lado. Si tu tángana quedaba más cerca de alguna
moneda que el canuto pasaba a ser tuya, si el canuto se interponía entre las
perras y tu tángana quedabas chasqueado.
Una vez con
las monedas en el suelo, el juego consistía en aproximarse al máximo a una de
ellas para lograr embolsarla. Desaparecida la última moneda en juego, se
comenzaba otro turno colocando cada uno su monedica sobre el canuto puesto en
pie.
Pero en
donde mostramos nuestra maestría años y años Sebastián, Andrés y yo mismo fue
en un juego de cartas típicamente levantino llamado truque. Que yo sepa, se
practica el juego desde Tarragona, Valencia y Alicante hasta Murcia. Nosotros
lo llamamos truque y los valencianos y catalanes truc. Se llama así porque en
el lance culminante se dice: ¡truco!, y el contrario puede responder ¡retruco!
Los valencianos dicen ¡truc! y ¡retruc! También se ha exportado a América donde
lo llevaron nuestros emigrantes y se conoce por truco en Argentina donde es el
juego nacional de cartas, y en Uruguay, Paraguay, Colombia y Venezuela. En
aquellos países practican el juego con modalidades diferentes a la española en
el valor de las cartas, sin perro ni perra, aunque sustancialmente es el mismo
juego con envite y truque.
En Murcia
se juega al truque quitando a la baraja española de cuarenta cartas los doses y
lo juegan cuatro jugadores, compañeros dos y dos, o seis jugadores, compañeros
tres y tres. Se dan tres cartas a cada jugador con las que se juega de
inmediato, no hay descartes y al acabar cada mano se vuelven a barajar todas
las cartas. Se comienza jugando uno contra uno, alternativamente con el jugador
contrario situado a tu derecha y a tu izquierda.
El valor de
las cartas es el siguiente: el Perro: caballo de bastos, es la mejor carta
posible. Ella sola vale veintinueve en el envite y es la mejor carta en el
truque. Después viene la Perra: sota de oros, que vale veintiocho de envite y
es la segunda para el truque. El valor para el truque continúa con la Espada:
as de espadas, el Basto: as de bastos, la Mata de espadas: siete de espadas, y
la Mata de oros: siete de oros. Luego siguen los cuatro treses, todos con
idéntico valor; el as de copas y el as de oros, y finalmente cada carta por su
valor facial de mayor a menor: reyes, caballos, sotas, sietes, seises, cincos y
cuatros, cada grupo con idéntico valor sin importar el palo.
La primera
parte del juego la constituye el envite. Con dos cartas del mismo palo: oros,
copas, espadas o bastos, un jugador lleva envite, se suma veinte al valor de
las dos cartas y tienes el envite. De esa forma un caballo y un rey del mismo
palo suponen veinte de envite, el mínimo posible; un siete y un seis del mismo
palo suman trece, y añadidos los veinte dan treinta y tres, un envite
formidable solamente superado por una combinación de Perro o Perra con otra
carta. El Perro vale veintinueve al envite y con un siete sumarían treinta y
seis, el mejor envite posible; la Perra y otro siete serían treinta y cinco.
Más de treinta se considera un buen envite.
Un jugador
puede envidar de mano, lleve o no envite, y si el contrario no quiere se apunta
un tanto, si quiere sin más el ganador que se verá al final de la mano se
apuntará dos tantos. Si a quien envía se le replica con “y yo”, es decir
envidar más, y quien envidó no quiere el replicante se apunta los dos tantos y
si quiere el “y yo” el ganador gana cuatro tantos. Uno puede replicar con “y
yo” y el contrario, bien porque se vuelve loco o se gasta un farol o lleva muy
buen envite, puede seguir empujando diciendo “y yo”, “diez más”, o incluso “la
falta”, que es lo máximo que se puede envidar. Si el otro acepta, quien gana se
apunta tantos puntos como le faltan al equipo que menos lleva para terminar la
pata. A igualdad de envite la mano gana.
Otra jugada
importante del truque es la flor, que se consigue con tres cartas del mismo
palo, o bien con dos cartas del mismo palo más la Perra o el Perro, e incluso
una carta cualquiera más el Perro y la Perra que actúan ambos de comodines. La
flor por sí misma vale tres puntos. Si uno solo de los dos jugadores lleva flor
no hay envite en esa mano aunque sí truque, y si llevan flor los dos después de
cantarlas en voz alta el que está de mano habla como siempre. Puede hacer
pequeña su flor o envidar directamente a la otra flor y el contrario puede
negarse, aceptar o envidar más, como en cualquier otro envite. Si el que va de
mano la hace pequeña y el postre también, al final de la mano se ve qué flor
tiene más envite y esa se apunta los tres tantos, como sucede si uno envida y
el otro no quiere. Al hecho de ganar una flor a otra se le denomina “capar” la
flor.
Un cinco,
un seis y un siete del mismo palo suponen un envite formidable, suman
dieciocho, y con veinte más son treinta y ocho. Este envite de flor sólo puede
ser superado por otro con el Perro o la Perra si les acompañan buenas cartas,
como un cinco y un seis, que son once y veintinueve del Perro sumarían cuarenta
de envite, y treinta y nueve si les acompaña la Perra. Un seis y un siete con
el Perro sumarían cuarenta y dos de envite, el máximo de una flor, eso por no
hablar de Perro y Perra juntos en la misma mano, que es una barbaridad y no
suele conducir a casi nada, ni en envite ni en truque, por la desigualdad
evidente con las cartas del contrario.
Pasado el
envite se juega el truque, donde hay que hacer dos manos de las tres posibles.
Si los dos jugadores se enzarzaron en el envite es posible que también lleven
buenas cartas para el truque, con lo que el juego se vuelve interesante, tal
vez con el Perro en unas manos y la Perra en las otras. En plan chulo o
farolero, un jugador puede envidar y trucar de mano sin jugar carta alguna, y
si el contrario no quiere se apunta dos tantos: uno por el envite y otro por el
truque sin mostrar las cartas. El contrario puede querer el envite, el truque o
ambos, incluso empujar en los dos casos.
Las bazas
en el truque se juegan según las cartas que poseas y lo que calcules que pueda
llevar el contrario. Con dos piezas y una carta mala: cuatro, cinco, seis o
siete de copas o de bastos (los sietes de espadas y de oros ya hemos dicho que
son piezas, cartas buenas para el truque), el buen jugador nunca jugará de mano
la mala (llamada la falsa), porque el contrario puede tener sólo el Perro o la
Perra y poco más, y si le juegas de entrada un seis, con un simple siete y el
Perro o la Perra te ha ganado el truque aunque tú lleves la espada y el basto.
El buen jugador pondrá en primer lugar una pieza de las dos que lleva,
esperando la reacción del contrario, que si lleva Perro o Perra con dos malas,
buenas cartas para el envite pero malas para el truque, se entregará sin más y
guardará las cartas dando por perdido el truque.
Como en
cualquier juego de cartas, el truque se torna interesante cuando los dos jugadores
llevan cartas parejas, sean buenas o malas, que ambos pueden ganar o perder
según la habilidad de cada uno, su arrojo y su situación como mano o postre. Si
uno las lleva todas no hay enfrentamiento posible: envida y truca y el otro no
quiere nada, apuntándose dos tantos y a otra cosa, mariposa. Pero si ambos
llevan buenas cartas: uno el Perro, una Mata y un rey; y el otro la Perra, la
Espada y otro rey, la cosa resulta interesante porque depende de la posición de
las cartas y de la valentía de cada jugador para decidir el ganador. Si el mano
lleva el Perro, jugará la Mata de entrada, replicándole el segundo con la
Espada y volviendo el rey, con lo que el mano casi ha perdido el truque, aunque
puede quitar con el Perro y volver otro rey esperando la reacción del
contrario, pero lo normal es que se dé por perdido y se retire sin más. Si se
empata en la tercera baza con cartas iguales, en este ejemplo dos reyes, decide
el que haya ganado la primera baza, que gana el truque. Si el empate se produce
en la primera carta, que se llama hacerla parda, un jugador juega el rey y el
contrario la hace parda con otro rey, entonces decide la carta superior que
resta en las manos de los dos jugadores. El que la hizo parda confía en ganar
con una pieza buena en su poder, siempre que no sea el Perro que gana siempre,
por ejemplo con la Espada o la Perra, y acabar perdiendo porque el contrario
tenga en su mano una pieza superior.
En el
truque como en todos los juegos de cartas hay días buenos y días malos. Cuando
te vienen bien dadas puedes hacerte el reservón con buenas cartas y si el
contrario entra al trapo le replicas y le ganas. En esos días felices eres
capaz de anticiparte a los contrarios, uno a cada lado tuyo, y ganarles con
buenas y con malas cartas. En los días aciagos, por el contrario, los oponentes
abusan de ti y nada te sale bien, nunca coges buenas cartas y cuando lo haces
las de los contrarios son superiores, te pillan los faroles y mejor no haber
comenzado a jugar.
Otra
característica interesante se deriva de que en él nunca se juega dinero, si
acaso una consumición dado que suele jugarse en bares donde los clientes deben
consumir para que el negocio sea posible.
El juego
levantino del truque lo veo superior al madrileño del mus. En el truque no
debes mostrar siempre tus cartas y en jornada inspirada puedes apabullar al
contrario con faroles continuos sin llevar nada y él nunca lo sabrá. En el mus
puedes meter un farol y apuntarte algunos tantos, pero las cartas se muestran
al final de cada mano y el contrario las ve, si insistes en farolear te tomará
de inmediato el número y no te lo permitirá en el futuro.
En el
truque se apunta con papel y lápiz los tanteos de cada equipo. Uno de los
jugadores hace de apuntador (cuando juego casi siempre me toca a mí) y al
acabar cada mano pregunta cortésmente al equipo contrario sus tantos y estos
dicen: una, nada o tres, y el apuntador suma de cabeza los tantos de esa mano a
los que ya llevaba el equipo contrario y anota la nueva cantidad; luego
pregunta a su equipo y suma esos puntos a la cantidad anterior y se obtiene la
nueva. Pueden surgir errores en el apuntamiento, pero como todo el mundo está
muy pendiente de ello se subsanan de inmediato (con el dicho, mil veces
repetido: vigilarás con esmero al señor del lapicero).
Cuando
juegan dos contra dos, es decir cada pata a cuarenta tantos, al llegar a
treinta puntos uno de los dos equipos se da a “roá”, es decir que dadas las
cartas, el jugador que es postre de cada equipo, por haber dado las cartas él
mismo o bien el que está a su derecha, puede ver las cartas de su compañero si
son dos contra dos, o de los dos compañeros si se juega de seis. Vistas las
cartas, quien rige indica al compañero en voz alta la carta exacta que debe
jugar en cada caso. Los enfrentamientos verbales se producen entonces entre los
dos contrarios que rigen, que se envidan o trucan con todas las cartas de su
equipo en la cabeza. El juego a “roá” es muy bonito y difícil, porque en cada
mano hay doce cartas en juego si lo hacen cuatro jugadores, y dieciocho si son
seis jugadores, es decir la mitad de la baraja al no haber descartes y pueden
estar todas las cartas buenas en juego lo que aumenta la dificultad. Con seis
jugadores la “roá” comienza cuando uno de los dos equipos alcanza los cuarenta
puntos, y sigue así hasta que uno llega a los sesenta y gana la pata. Las
partidas se juegan al ganador de dos patas. Si cada equipo gana una pata hay
que jugar la tercera para conocer el vencedor de la partida.
En el
truque de seis hemos logrado mis primos y yo victorias numerosas y memorables
en Ricote. Siendo los tres jóvenes y un poco locos jugando, constituíamos unos
enemigos formidables. No éramos los mejores jugadores ni mucho menos, porque
los buenos suelen ser reservones y sólo se arriesgan con buenas cartas, pero
los enemigos no sabían nunca si nosotros llevábamos buenas cartas o
faroleábamos. Por eso ganamos muchas partidas Sebastián, Andrés y yo.
Recuerdo
tres ricoteños a los que nos enfrentamos los primos en numerosas ocasiones y
cuyos nombres atesoro pero no diré, generalmente ganadas por el trío perfecto.
Jugábamos en las Navidades y por ser esta época de alegría y un cierto
derroche, antes de comenzar los enfrentamientos se decidía lo que estaba en
juego que pagarían los perdedores al acabar la partida: si una simple
consumición de café o copa por persona, o dos botellas de cava para todos al
tratarse de seis jugadores. Contra estos contrarios ganamos los primos unas
cuantas botellas de cava en sucesivos años hasta que se aburrieron de perder siempre
y comenzaron a rehuirnos dejando de presentarse después de comer en el Café
donde solíamos jugar.
Al mando
del Café se mantuvo durante toda su vida su dueño, Paco el Sordo, que no era
sordo pero heredó el mote de su padre o su abuelo, no recuerdo bien. Con su
mujer la Vitorica pusieron en pie una extensa familia de ocho hijos, los dos
mayores eran Marina, una chica muy simpática de mi edad que acabó casando con
Miguelico, el taxista que reemplazó a Paco Pestaña en el pueblo, y Paquito, que
luego heredaría el negocio familiar con su mujer, gran cocinera, y ya ha pasado
a sus hijos por jubilación de los padres. Otro de sus hijos es Jesús, que ha
montado un restaurante espléndido, la mayor aportación al turismo culinario del
pueblo.
Paco el
Sordo era amigo de mi padre, es decir de su quinta, y acabó siendo amigo de los
tres primos aunque podía ser nuestro padre, por las muchas horas que
disfrutamos de su compañía. Nos pasábamos las tardes allí, jugando o viendo
jugar, tomando una caña que otra, aburriéndonos o perdiendo el tiempo. Paco
decía de nosotros los primos que echábamos allí muchas horas, como los cavaores
en la huerta.
Como buen
tabernero abstemio, Paco era gran conocedor de la condición humana,
conocimiento logrado de observar el comportamiento de los variopintos sujetos
que deambulaban por allí. En un momento preciso de mi atribulada juventud me preguntó
si me pasaba algo, yo respondí por qué y él replicó que últimamente bebía
demasiado deprisa. Eso me dio que pensar un tiempo sobre lo acertado de su
observación.
Paco era
serio y socarrón, y nos obligaba a salir del café cada noche a los adictos a
las cartas y juegos del dominó con apagones de luz cuando era muy tarde. La
apagaba una vez y la encendía, anunciando a voces en ocasiones: ¡primer aviso!
como en los toros cuando los toreros superan el tiempo establecido; pasado un
rato venía el segundo aviso con apagón de luz, la volvía a encender de nuevo y
en el último aviso la luz ya no se encendía más, colocándose Paco en la puerta
de la calle sujetando la puerta abierta y enviándonos a todos obligadamente a
dormir.
En un
tiempo le dio a Paco por preparar unos boletos por sacar algo de dinerillo
extra. Preparaba doscientos boletos, a una peseta cada uno, y lograba con ellos
doscientas pesetas al venderlos a los clientes. Algunos de los boletos
contenían premios en efectivo: de dos, cinco o diez pesetas, que sólo podían
usarse para pagar consumiciones que te servían allí mismo, en el Café. Los
premios sumaban por ejemplo cien pesetas, y las otras cien era el beneficio que
obtenía cuando lograba venderlos todos.
A los
primos nos gustaba esperar a que en el cesto donde colocaba los boletos a la
vista quedasen pocos, y entonces le hacíamos una oferta por el total sin que ni
él ni nosotros pudiera contarlo, que ahí estaba la gracia, en la apuesta. Le
ofrecíamos poco y él trataba de subir la apuesta; a veces las dos partes nos
poníamos de acuerdo en una cantidad, digamos veinte pesetas, que los tres
primos cubríamos a escote. Luego nos sentábamos en una mesa del Café, el
momento más emocionante, volcando el cesto y abriendo con nerviosismo las
papeletas entre los tres a ver los premios que contenían. Si los premios
logrados al final superaban las veinte pesetas gastadas quería decir que
habíamos ganado con el juego y si no perdíamos. Pero sólo el hecho de conseguir
mayor número de papeletas que el dinero puesto ya constituía una victoria para
nosotros. Paco estaba atento a la apertura y si veía que el número de papeletas
superaba en mucho el pago acordado bramaba roncamente, en su estilo: “ya me la
habéis metío otra vez”. Los primos reíamos, quedábamos satisfechos con ello y
seguimos siendo clientes fieles de Paco y de sus papeletas aunque al final
siempre perdiéramos como era lógico.
Mucho he
gozado jugando al truque en Ricote, con los primos e incluso sin ellos. Aún
hoy, cuando voy por allí siempre intento comer pronto los domingos y días de
fiesta para pasarme por el Café a las tres y media de la tarde en punto por si
hay jugadores dispuestos de entre los amigos y se puede montar con ellos una
partida de truque.
Con los
primos y el resto de la compañía: Sebastián de las Sardinas, el Tocayo, Jesús
del Boni, Manolo de las Casas, Antoñico y Paco de la Juliana, y algunos más,
jugamos a las cartas muchos días durante las vacaciones de Navidad en casa del
Trini, que disponía de una casa vacía en la calle de San Sebastián. Allí nos
pasábamos las tardes enteras y algunas noches dale que te pego jugando al
póker, que no me gustaba nada porque yo era muy malo jugando y enseguida los
contrarios captaban mi estado de ánimo: triste si no llevaba cartas o alegre si
las poseía, por lo que sólo ganaba un poco con buenas cartas. Recuerdo que
Andrés era buen jugador porque se mantenía serio e inexpresivo llevase buenas o
malas cartas. También jugábamos al burro, otro juego de cartas más divertido
entre cinco, seis e incluso siete personas. Si nos juntábamos todos los
amigotes hacíamos dos corros y cada uno jugaba a lo que más le apeteciera.
Otros juegos practicados eran los montones y la siete y media.
Los
montones es el juego más tonto del mundo, consistente en que un jugador hacía
de banca y después de barajar las cartas y que alguien cortase, preparaba al
menos tantos montones como jugadores y cada uno apostaba dinero colocándolo
sobre uno de los montones, quedando el inferior del mazo de cartas para la
banca. Cuando todos habían hecho sus apuestas, la banca mostraba su carta y
luego se iban destapando los montones uno a uno, cobrando la banca si su carta
era igual o superior a la del montón destapado, y pagando si su carta era
inferior a la de alguno de los apostantes.
El juego de
la siete y media es mucho más conocido y complejo: se da una carta a cada
jugador y otra para la banca, según su valor el propietario apuesta una
cantidad. Las mejores cartas de entrada son las negras: rey, caballo y sota,
que valen cada una medio punto. También son buenas un seis y especialmente un
siete para plantarte de entrada. Salvo las negras, las cartas valen por su
valor facial. Con una sota siempre pides carta, que puede ser en el mejor de
los casos un siete, y obtendrías siete y media, la jugada cumbre que da nombre
al juego. También puedes lograr un seis que es buena jugada igualmente. Con
unos, doses o treses, y por supuesto con otra negra, siempre se piden más
cartas. Te puedes plantar de mano confiando en ganar a la banca con tu carta o
en que esta se pase de siete y media y pierda.
En un
momento dado el jugador se puede plantar y esperar a que el resto de los
jugadores hagan sus apuestas y reciban sus cartas, buenas o malas, y quien hace
de banca se plante o pida más cartas. El que se pasa de siete y media pierde su
apuesta. La banca descubre su carta y si
es buena: un seis o un siete, se plantará de inmediato y los jugadores deberán
mostrar sus cartas para ver quien gana. Si la carta de la banca es mala, un
tres o un cuatro, puede pedir y pasarse, con lo que todos los que han jugado y
no se han pasado o se han plantado de mano le ganarán.
La siete y
media era un juego de cartas tan popular en su día como para incluirlo en una
obra de teatro famosa y nada dramática llamada La venganza de Don Mendo y
recuerdo esos versos tan divertidos y exactos:
Que el no
llegar da dolor
más ¡ay! de
ti si te pasas
si te pasas
es peor
Otro juego
de cartas recordado por mí con harto disgusto se llamaba hijoputa, y lo jugamos
en ocasiones en la casa construida por el abuelo Marcelino frontera de la suya.
El juego consistía en dar cuatro cartas a cada jugador que al comenzar
colocaban una cantidad de dinero como fondo común en el centro de la mesa
contra el que se apostaba. Se jugaba con baraja española y respetando el valor
tradicional, que de mayor a menor era: As, Tres, Rey, Caballo, Sota, Siete,
Seis, Cinco, Cuatro y Dos. Si las cartas en tu mano eran buenas, por ejemplo
dos reyes, un As y un Tres, apostabas siempre contra el fondo una cantidad
determinada de dinero, por ejemplo cinco pesetas. Quien daba las cartas extraía
la primera y si su valor era superior a las tuyas perdías y debías aportar al
fondo las cinco pesetas, y si tus cartas superaban la echada ganabas tú y
tomabas las cinco pesetas del montón.
En una
ocasión aciaga, el fondo había engrosado hasta contener una gran cantidad de
dinero y en ese momento yo recibí unas cartas extraordinarias: tres Ases y un
Tres. Codicioso por llevármelo todo aposté la totalidad del fondo. Sólo podía
ganarme una carta de la baraja entera: el As del palo de mi Tres, y
precisamente esa carta salió y me dejó pelado. Ese día entendí por qué llamaban
al juego con ese nombre tan feo y decidí no volverlo a jugar nunca más.
Otro
episodio que me apetece recordar fue el de nuestro primer baile público con
chicas en Ricote, y digo público aunque lo realizamos en una casa privada del
pueblo, que nuestro amigo Manolo el de
las Casas poseía en la misma calle de San Sebastián un poco más arriba de la
del Trini donde jugábamos a las cartas.
Por poner
las cosas en su contexto, diré que en aquellas fechas, digamos 1964, tanto
Andrés como yo mismo concurríamos regularmente a una casa del Opus Dei en
Madrid, y éramos de misa diaria. Tal vez por ese motivo se nos ocurrió lo que
hoy a cualquiera le parecería impensable o absurdo: pedir permiso al cura de
Ricote para realizar un baile con chicas.
El cura se
llamaba Manuel Jiménez Sánchez-Morales y todo el mundo le conocía por don
Manuel. Oída nuestra petición reaccionó desfavorablemente y no sólo nos negó su
permiso sino que anunció altaneramente que si persistíamos en nuestro propósito
iría a la casa donde pensábamos bailar con un crucifijo que colocaría encima de
una mesa a ver si éramos capaces de seguir bailando después.
Salimos de
allí Andrés y yo frustrados, enfadados y cariacontecidos pero con la idea clara
de proseguir adelante con el proyecto de tantos amigos. No les dijimos nada de
la visita al cura, que tal vez se hubieran reído de nosotros, y continuamos los
preparativos algunas tardes con ensayo de bailes: agarrado y rock and roll sólo
con los amigos, haciendo unas veces uno de chico y otro de chica. El tocadiscos
de que disponíamos pertenecía al Trini y a Jesús del Boni por partes iguales,
al comprarlo los dos que ya trabajaban en aquella época y tenían su dinerillo.
Los discos también eran suyos. Practicamos el baile agarrado, bien sencillo, y
el rock and roll mucho más complicado.
Llegó el
gran día y previamente habíamos invitado a nuestras amigas, que eran la Marina,
mi prima Finita y otra prima segunda llamada Florita, Virtudes, Carmen y
algunas más cuyos nombres olvidé. Pusimos la música y nos lanzamos a bailar,
casi todo agarrado porque las chicas apenas sabían bailar rock and roll. En el
baile no pasó nada destacable, bailamos el agarrado con fiereza, los mozos
luchando por estrechar al máximo las relaciones con ellas y las mozas por
mantener púdicamente controlados nuestros impulsos viriles. Ganaron ellas, como
tantas veces ocurre. El rock and roll apenas lo practicamos: ellas no sabían y
nosotros sólo un poco. En conjunto lo pasamos muy bien y pensamos repetir en
otras ocasiones. El cura no se presentó.
Pero el
domingo siguiente, durante la misa mayor, su venganza nos llegó desde el
púlpito. Allí, en vez de hablar del Evangelio como era su obligación se aplicó,
injusta y poco cristianamente, en detalles más mundanos y chismosos, lanzando
una acerba perorata contra “algunos jóvenes que vienen de fuera a perturbar y
atacar la moral de nuestras chicas”, señalándonos claramente con el dedo aunque
no dijera nuestros nombres, como si ignorase que aquellas mozas recias eran muy
capaces de defender su moral por sí solas.
Tras aquel
parlamento desafortunado, crítico y absurdo a nuestro modo de ver, rompimos las
relaciones con él para siempre y aumentó nuestra desafección con la Iglesia
Católica, sus representantes y sus dogmas, que continúa a día de hoy.
El suceso
tomado en su conjunto y desde la actualidad resulta algo onírico, irreal,
producto de la época y de nuestras ideas trasnochadas. ¿Puede imaginarse hoy
día a unos chavales pidiendo permiso a un cura para montar una fiesta con
chicas en su casa? Lo primero que en muchos casos ni conocerán al cura, y de
conocerle separarán por completo la religión de sus diversiones. Pero nosotros
actuamos de aquella insólita manera, eran otros los tiempos y diferentes las
circunstancias, y por ello pagamos las consecuencias.
La última
anécdota con el trío famoso afecta al primo Andrés y data de hace algunos años.
Era verano y yo me había acercado a Ricote un fin de semana para ver a mi madre
querida donde coincidí con Andrés. Un sábado por la noche quedamos en salir
después de cenar a tomar unas copas y charlar, que no lo hacíamos desde tiempo
atrás y a los dos nos apetecía mucho.
Esa noche
se me ocurrió la gamberrada de no llevar ni un duro en el bolsillo con la
intención de que el primo se viera obligado a invitarme adonde fuésemos a tomar
copas. Y como lo pensé lo llevé a efecto.
Salimos
después de cenar y fuimos a una terraza donde se estaba muy bien al fresco,
sorbimos parsimoniosamente Andrés un cuba libre de ginebra y yo un vodka con
naranja, mejunje que me cae bien al estómago cuando salgo de noche a tomar
copas. Al terminar le dije que pagara y me miró seriamente pero accedió.
Después
buscamos una nueva terraza en otro lugar del pueblo y nos sentamos y pedimos lo
mismo y charlamos y charlamos largo rato, tan felices de encontrarnos juntos y
de contarnos episodios de nuestras vidas alejadas hace algún tiempo. La
sorpresa que se llevó Andrés cuando le pedí que apoquinase de nuevo no es para
contarla. Me preguntó enfadado si había salido de casa sin dinero y yo le dije
que sí, y afectando ingenuidad alegué mi certeza de que con él yo sabía que
podía ir tranquilo a cualquier parte. No le quedó más remedio que pagar de
nuevo la convidada, refunfuñando un tanto, y volvimos a casa a dormir.
La broma
fue muy celebrada cuando se la relaté regocijado a los amigos.
Papá y el
latín
Mi padre
nació en Cartagena, fue bautizado como Julián y todo el mundo le llamaba Julio
hasta que de mayor se decidió a cambiar legalmente su nombre, lo consiguió al
fin tras muchos trámites engorrosos y murió siendo Julio. Era el pequeño de
tres hermanos. Tenía una hermana llamada Amparo, casada con un señor muy serio
en mi recuerdo infantil a quien todo el mundo llamaba por su apellido,
sencillamente Yepes, también Guardia Civil, y el hermano mayor llamado Salvador
que siguió los pasos del abuelo Marcelino en la Benemérita. Salvador era diez
años mayor que mi padre y por eso convivimos poco con él. Le recuerdo como
gordo, con la calva enorme, donde le brotaron unos lobanillos tremendos como
huevos de gallina perfectamente redondos y al menos en dos ocasiones que yo
sepa se los extirparon con cirugía.
Al tío
Salvador le gustaba mucho contar chistes que aderezaba con su propia risa
mientras los contaba y resultaba por ello difícil de entender. Se ponía rojo
como un tomate de lo que reía, entusiasmado por su agudeza, cada vez que nos
contaba un chiste. También era un charlatán de aúpa. En una ocasión me relató
que andaba de servicio con su mosquetón de Guardia Civil en el tren y encontró
a un conocido, gran conversador como él mismo. Sentados ambos en el tren se
pusieron a charlar y el otro no le dejaba intervenir, cortando sus deseos una y
otra vez con gran enfado del tío. Pero le guardó la ofensa y en otra ocasión
que volvieron a coincidir en un trayecto del tren mi tío se lanzó a charlar
ininterrumpidamente y cuando el otro charlatán intentaba meter baza no se lo
permitía aumentando la velocidad de su charla. Así le mantuvo mudo a la fuerza
durante tres horas seguidas y se vengó cumplidamente.
El tío
Salvador tuvo con la tía Matilde un solo hijo llamado José Luis, con quien
apenas coincidimos en Ricote debido a su edad, superior a la nuestra como la de
su padre.
Mi padre se
libró de pertenecer a la Benemérita como su padre, hermano y luego su cuñado al
ser enviado de pequeño al seminario por sus padres para conseguir que el zagal
estudiase sin que le costase dinero a la familia. Pero la carne es débil y en
su juventud sucumbió a los encantos de mi madre Rita, una real moza muy
guapetona, de boca grande, ojos vivos y hermosos y sonrisa alegre según
testimonian fotos de la época. Ella le hizo tilín y mi padre mandó el seminario
a hacer gárgaras, se convirtió en novio de mi madre y al cabo se casaron. Luego
de casados se trasladaron a Madrid, a la misma calle Francisco Silvela e
idéntico número donde acabó viviendo la tía María con su familia. Las dos
hermanas se hacían compañía de ese modo en la ciudad inhóspita. Iban a la
compra juntas, al mercado de Torrijos, situado en dicha calle que luego
cambiaron su nombre por Conde de Peñalver, casi en su conjunción con la calle
Goya.
La tía
María era mayor que mi madre y parió en primer lugar a su hija Rosarito, luego
vino Andrés y unos meses después mi madre dio a luz al que suscribe. La tía
María no tuvo más, pero mi madre se lanzó a la gozosa maternidad y concibió
cinco vástagos ulteriores hasta completar la media docena: Julio, Javier, José
Ramón, Rosa y Luis, el pequeñín, que apareció felizmente en escena gracias a
una cesárea once años después de que me diera a luz a mí, su primogénito.
La tía
Amparo y el tío Yepes lograron tres hijas: Mari Carmen, Amparín y Finita.
Apenas tengo vivencias compartidas de niño con mis primas, salvo un poco más
con Finita, de mi edad más o menos. A las primas mayores las recuerdo haciendo
bolillos en la pared de la casa de enfrente de los abuelos Dedicación y
Marcelino donde vivieron siempre. Los bolillos hacían un ruido muy gracioso y
ellas los movían con soltura inaudita, consiguiendo hermosos mantelillos y todo
tipo de maravillas manuales.
De pequeño
recuerdo las excursiones que hacíamos con mi padre en el campo de Ricote a la
Facarola, una fuente que estaba lejos de la casa de los abuelos, en la
vertiente del campo de la Sierra de Ricote, aunque entonces no había distancias
que los caminantes no recorrieran. Mi padre me contó que en una ocasión, siendo
joven y fuerte, realizó el viaje desde Murcia capital hasta Ricote, apenas 32
kilómetros de nada, a ver a mi madre andando por la inexistencia de transporte.
Las
excursiones a la Facarola eran en verano para pasar el día frescos, pues la
fuente estaba rodeada de pinos. Llevábamos la comida y se cogía el agua de la
fuente, una manta para sentarnos en medio de los pinos donde comer, descansar y
en el caso de mi padre echar su siesta amada, y jugar a las cartas con una
baraja.
Siempre amé
el siseo de la brisa en los pinos que te refrescaba en verano y allí lo
percibía continuamente. Otro lugar donde lo escuchaba era a la entrada de la
casa del primo Trini donde se alzaban dos hermosos pinos, y a su sombra nos
sentábamos y de cuando en cuando percibíamos el siseo acompasado de la leve
brisa refrescante.
Volviendo a
mi padre diré de él que era una persona muy inteligente y trabajadora. Prueba
de ello es que fuera capaz de obtener su título de abogado, ya casado y con
hijos, trabajando a la vez de contable en una empresa. Cuando lo consiguió yo
contaría tal vez ocho o diez años. Después fue profesor de Derecho en la misma
Universidad Complutense de Madrid donde obtuvo sus títulos de licenciado en
Derecho y luego de doctor, título que era preciso poseer para ejercer de
profesor. Fue profesor adjunto de Derecho Canónico en la Facultad de Derecho y
después de Derecho Administrativo, primero en Derecho y luego en la Facultad de
Políticas y Económicas durante muchos años. Mientras daba clases de esto y
aquello obtuvo su Licenciatura en Ciencias Políticas y preparó la tesina para
el doctorado, añadiendo estos nuevos títulos a su trayectoria académica, tardía
y brillante.
Tras su
paso por el seminario durante seis u ocho años mi padre acabó dominando el
latín, que los seminaristas de su época hablaban entre ellos como si se tratase
de una lengua viva. Así lo consideraba la Iglesia Católica, que lo practicaba en
sus ceremonias religiosas y consiguió con ello durante siglos la universalidad
oral de su credo religioso en todo el mundo occidental. Mi madre contaba,
maravillada, que papá y ella habían acudido a misa en un viaje al santuario de
Lourdes, en Francia, y pudieron seguir la misa sin mayores problemas porque la
decían en latín como en nuestro país.
Yo estudié
latín en tercero y cuarto curso de bachillerato, con doce y trece años y mi
padre ejercía conmigo de profesor por sus elevados conocimientos del mismo.
Después continué con el latín en quinto, sexto y preuniversitario al optar por
el Bachillerato Superior de Letras.
Como
profesor de latín, mi padre era muy malo, duro y exigente conmigo. Dominaba el
latín y tal vez pensó que yo debería hacerlo sencillamente igual que él.
El latín
era un idioma endemoniado de aprender con género: masculino, femenino y neutro;
número: singular y plural; y caso: nominativo, vocativo, acusativo, genitivo,
dativo y ablativo. Los verbos, colocados siempre al final de cada frase,
también presentaban sus complicaciones por su irregularidad que siglos más
tarde heredaría nuestro idioma español como lengua neolatina, y en general
resultaba muy complejo para un niño.
Al igual
que todas las asignaturas en mi época, el latín lo sufríamos como algo
puramente memorístico. Aún hoy, apenas 53 años después de concluir mi cuarto
curso de bachillerato, puedo repetir diversos enunciados de verbos como el de
la primera conjugación: amo, amas, amare, amavi, amatum. Se compone el
enunciado de la primera y segunda personas del singular del presente de
indicativo: amo, amas; del infinitivo: amare; de la primera persona del
singular del pretérito perfecto de indicativo: amavi, y del participio pasado:
amatum, que significa amar. De la segunda conjugación: lego, legis legere,
legi, lectum, que significa leer. Y de la tercera: habeo, habes, habere, habui,
habitum, tener. Otros verbos eran por ejemplo volo, vis, velle, volui, querer,
y nolo, nonvis, nolle, nolui, no querer. El verbo ser, tan usado, se enuncia
como: sum, es, esse fui.
Me acuerdo
del adjetivo bonus, bona, bonum que significa bueno e indica el nominativo
singular: masculino, femenino y neutro respectivamente. Del demostrativo hic,
haec, hoc, traducido como este, esta, esto; de iste, ista, istud, del posesivo
ego, me, mei, mihi, me, y de tantos otros que no cito por no aburrir al
personal.
Las
declinaciones eran varias, comenzando por la primera: rosa, rosae, y de
significado rosa. Especialmente en las declinaciones entrábamos en conflicto mi
padre y yo. El motivo es que ambos las aprendimos de memoria pero en distinto
orden. Yo aprendí a cantarlas así: nominativo, vocativo, acusativo, genitivo,
dativo y ablativo, es decir: rosa, rosa, rosam, rosae, rosae, rosa, en el
singular y rosa, rosa, rosas, rosarum, rosis y rosis en el plural. Él lo
aprendió de otra manera: nominativo, genitivo, vocativo, acusativo, dativo y
ablativo. Parece cosa de nada cambiar el genitivo de cuarto a segundo lugar y
el vocativo de segundo a tercero, pero lo trastocaba todo para un lorito como
yo que lo recitaba tal y como me habían enseñado: sin pensar en ello. Mi padre
me corregía cada vez y ya estaba formado el lío, decíamos lo mismo pero en
distinto orden. Otra particularidad que nos fastidiaba a los dos cuando mi padre
me tomaba lección de latín es que a él le habían enseñado a pronunciar rosae
como rose, con e, y yo siempre lo decía como se escribía, y ahí teníamos otra
fuente de conflicto asegurado. De esta forma, yo debía esforzarme cada vez por
decirlo a su manera y no a la mía, lo que me costaba trabajo y errores sin
número. El aprendizaje memorístico es radicalmente contrario a la idea de
pensar y mi padre me obligaba a conjugar ambos, una tarea complicada para mis
escasos años.
Más de un
pescozón en la cabeza me ha caído por no decir una declinación como a él le
gustaba, aunque la supiera según yo la había aprendido. Aparte de los
pescozones, cuando fallaba algo le bastaba con alzar la mano, avisando otro,
para conseguir amedrentarme.
Porque se
vea la dificultad del latín, citaré una sencilla frase, famosa por su autor que
ahora no recuerdo, con su verbo al final como de costumbre en aquel idioma:
Nihil humanum a me alienum puto. El verbo era puto, putas, putare, putavi,
putatum, pensar, de la primera conjugación, que nos regocijaba mucho el
enunciado en su día como niños, por la fuerte sonoridad de su significado en
español como palabra prohibida. La traducción de la frase es: nada humano me es
ajeno.
Especialmente
dolorosos debieron ser su decepción y enfado ante mi nefasto examen de latín en
la Reválida de Cuarto Curso, con la que se obtenía el título de Bachiller
Elemental; después de quinto y sexto de bachiller sufríamos otra Reválida
llamada de Bachiller Superior. Finalmente estaba el curso Preuniversitario, que
si aprobabas y luego también las pruebas de acceso a la Universidad, podías
cursar alguna de las carreras de la misma.
En la
Reválida de Cuarto acudió mi padre conmigo al Instituto de Enseñanza Media
Ramiro de Maeztu donde estudié todo el bachillerato y la preparatoria, en total
diez añitos. Me esperaba a la puerta cuando salimos del examen de latín, cuyo
enunciado manteníamos en el papel que nos entregaban, y con él estuvimos ambos
repasando la traducción que definía el examen, yo dije mis respuestas y él me
advirtió de los fallos. Su decepción llegó cuando me dieron las notas. Aprobé
la Reválida gracias al otro examen, de Matemáticas que nunca interesaron a mi
padre. Me plantearon un problema que supe resolver con una regla de tres
simple, y no por el latín que no aprobé, pero su mala nota se compensó con el
resultado de Matemáticas porque se sumaban ambas notas y se obtenía la media,
logrando de esa manera superar el examen.
Del uso del
latín en la vida diaria había dos ejemplos en las calles de Madrid: uno pasado
y otro que se mantiene actualmente. El de antes se encontraba en la calle de
Oquendo, que recorríamos todos los días en nuestros paseos de ida y vuelta al
Ramiro. A la derecha de la calle en nuestra marcha hacia el Instituto se
alzaban entonces varias viviendas unifamiliares y una de ellas lucía junto a su
puerta de entrada un azulejo con un perro y la leyenda debajo: CAVE CANEM =
cuidado con el perro.
El segundo
ocupa un lugar más relevante y se mantiene hoy día a la vista de todos los
paseantes. Se trata de la hermosísima Puerta de Alcalá, tan loada y cantada en
canciones, con sus cinco vanos: los tres centrales en forma de arco y los dos
laterales, de puerta y a cuyo lado se abre una de las entradas del parque del
Buen Retiro madrileño. En el frontispicio del monumento luce la leyenda del
responsable de su erección bajo la forma de un precioso ablativo absoluto: REGE
CAROLO III = siendo rey Carlos III.
El latín,
impartido en el Ramiro por la figura relevante del catedrático don Antonio
Magariños quien trataba infructuosamente de desasnarnos, querido en la
distancia y odiado a ratos en su momento, en vez de unirnos nos separó a mi
padre y a mí.
Un día cayó
un rayo sobre el pararrayos de la iglesia de Ricote. Sucedió el caso siendo yo
muy pequeño, una radiante mañana de domingo, en la misa mayor con el templo
abarrotado de fieles. De pronto sentimos un estruendo terrorífico sobre
nuestras cabezas y las paredes temblaron. El fenómeno duró apenas unos segundos
interminables. Los fieles nos revolvimos inquietos mirando al techo y unos a
otros, como pidiendo explicaciones. También el cura miró a lo alto, paralizado,
y luego continuó con la misa.
A su
terminación, muchas personas salieron de la iglesia por la puerta principal y
torcieron a la izquierda en dirección a la puerta lateral, doblaron la esquina
en tropel y yo con ellas. Se arremolinaron alrededor de un lugar, señalaron
hacia la pared y el suelo y varios de ellos proclamaron a voces: ¡un rayo, ha
sido un rayo!
Yo
desconocía lo que fuera un rayo ni mucho menos sus consecuencias, ni que
pudiera matar a nadie ni destruir un árbol o una casa. Todo eso me lo explicó
después mi padre a quien pregunté. También me llevó, algo más tarde, a
contemplar los restos del pararrayos, una vara larga apuntando al cielo unida a
un cable grueso de hierro que corría sujeto por enganches desde la cúpula de la
iglesia, continuaba por la pared y se enterraba en el suelo, junto a los cimientos
del templo. Mi padre me contó que aquel invento maravilloso, que nos salvó a
todos de morir aplastados por la fuerza del rayo bajo los cascotes de la bóveda
y las paredes de la iglesia, debería ser sustituido por otro de inmediato no
fuera a ser que cayera un nuevo rayo. En lo alto del campanario había un
segundo pararrayos que no resultó afectado.
Mi padre
sabía mucho de Derecho Canónico porque estuvo a punto de ser cura como dije y
después lo estudió más a fondo en la carrera de Derecho y para ser profesor de
la asignatura en la Universidad. Por su extenso conocimiento no ahorraba
críticas en Ricote, dentro de casa se entiende, hacia determinados
comportamientos del cura don Manuel. Todas las veces que le veía vestir por la
calle una sotana completamente blanca hasta los pies, en lugar de la negra
tradicional, ponía el grito en el cielo. Sabe que no le está permitido,
mascullaba para sí aunque se le entendía, y sin embargo usa esas sotanas cuando
le da la gana.
Otro
detalle que no soportaba en don Manuel es que nunca preparase los sermones que
soltaba en misa. La costumbre del cura era subirse al púlpito, o directamente
desde el altar, y largar lo que se le ocurría. Le he comentado muchas veces,
decía mi padre dándole a la cabeza adelante y atrás en un gesto muy
característico en él cuando se encontraba apesadumbrado, que se prepare un
guión del sermón antes de cada misa, pero no me hace caso.
A veces,
incluso el sermón de don Manuel no se basaba en un fragmento de los Evangelios
como suele ser habitual, glosado por el cura para alimento espiritual de sus
feligreses, sino en algo tan prosaico y más propio de una charla entre vecinos
y amigos como su último viaje a Barcelona.
Lo de este
viaje famoso a Barcelona no es broma aunque lo parezca. Nadie me lo contó, yo
mismo lo escuché de sus labios como todos los ricoteños que acudieron a misa
aquel día. Nos quedamos de piedra escuchándole desgranar sus peculiares
andanzas por la Ciudad Condal.
El agua de
riego de la huerta de Ricote ha tenido a
lo largo de los siglos una importancia trascendental para los agricultores y en
concreto el manantial del Molino, que nace en algún oscuro lugar de su sierra,
ha marcado hasta tal punto la vida del pueblo que sin él Ricote no existiría.
Tan relevante es el agua como para transmitirse de manera habitual en
compraventas y testamentos. De ese modo, un testamento puede incluir un bancal
con su situación y medidas unido a “dos
horas de agua del Molino”.
A propósito
del agua de riego, mi padre mantuvo un larguísimo litigio como abogado en
Ricote. Una serie de propietarios de terrenos, encabezados por su amigo Torrano
y por Pepe, llamado de la Modesta por su madre o de la Caja por la que trabajó
toda su vida, sacaron unas tierras nuevas en Paulina. Estos propietarios pretendían
que la superficie de riego tradicional comprendida en la huerta de Ricote se
extendiera a sus bancales de Paulina, un paraje algo separado de la huerta
adonde se llegaba por una carreterica situada enfrente del cementerio del
pueblo, cruzando la carretera de Ricote a Ojós.
En este
conflicto del agua, el bando de mi padre, de Pepe el de la Caja y de Torrano
recibió el apelativo popular de regantes porque querían regar, y los contrarios
fueron nombrados como secantes porque no querían que los primeros regasen; al
mando de este último bando se encontraba el médico del pueblo.
El
conflicto de regantes contra secantes duró largos años, con llamadas
telefónicas múltiples de Pepe (entonces siempre en forma de conferencias,
molestas y deficientes, con operadora) y respuestas a gritos de mi padre:
¡Pepe, Pepe!, que se tapaba con un dedo el oído que no ocupaba el auricular del
teléfono para escuchar mejor y nos mandaba callar a todos los hermanos en
nuestra ruidosa casa de Madrid, y tumultuosas reuniones de regantes y secantes
en el pueblo.
El asunto
le ocasionó muchos disgustos, preocupaciones y una gran felicidad a su
terminación, e imagino que casi ningún dinero por medio al tratarse de amigos
suyos a los que apenas cobraría por sus gestiones. El conflicto requirió
diversos juicios en las instancias que la ley ofrece, donde mi padre defendió a
los regantes y finalmente la causa fue al Tribunal Supremo, máxima autoridad
judicial en su tiempo, que falló a favor de los regantes y constituyó un
inmenso triunfo para mi padre como defensor de sus derechos. Mi padre colocó el
fallo favorable del Supremo en el tablón de anuncios del Ayuntamiento de Ricote
y allí se mantuvo expuesto un tiempo a todas las miradas, con gran enfado de
los secantes al hacerlo público y alegría de los regantes.
Torrano era
falangista y embarcó a mi padre a la División Azul, un invento armado para
apoyar a los alemanes que se formó en España al acabar nuestra nefasta Guerra
Civil y comenzar casi de inmediato la Segunda Guerra Mundial, como si no
hubieran tenido ya suficientes guerras en su vida.
Durante el
trasiego del contingente militar español hacia los campos de batalla de Rusia,
con el ejército alemán invasor empleándose a fondo, a mi padre se le produjo o
agravó una úlcera duodenal. La úlcera se convirtió en sangrante invalidándole
para el combate cuando ya se encontraba en Rusia y poco antes de entrar en
combate, habiendo sufrido ya varias víctimas su regimiento por bombardeo de los
rusos. Nos comentaba mi padre que las marchas diarias eran extenuantes:
cuarenta o cincuenta kilómetros cargados con toda la impedimenta. Hacía tanto
frío, comentaba, que podías cagar al aire libre y al acabar dabas una patada a
la mierda que se congelaba en el acto.
La suerte
que tuvimos sus descendientes fue su úlcera que obligó a su repatriación
inmediata. Caso contrario no estaría yo perorando ahora de mi familia porque no
habría existido tal familia. Su amigo Torrano sobrevivió a la expedición aunque
muy mermado físicamente, con varias placas metálicas en la cabeza, y el
estómago, la espalda y una pierna muy dañados por esquirlas de una bomba. No
vivió mucho años después de terminada la Segunda Guerra Mundial. Recuerdo haber
acudido con él y con mi padre a misa en Madrid, siendo yo muy pequeño, y como
llevaba sus condecoraciones colgadas del pecho percibí el reconocimiento de
algunas personas, ex combatientes como él mismo, que se acercaban a saludarle y
le ponían muy nervioso, rehusándolas con un gesto.
Papá supo
pronto de mi locura por devorar libros, al comprobar que leía cuanto caía en
mis manos. En casa no había muchos libros, pero los que teníamos los leí varias
veces.
De los que
recuerdo, uno contaba una historia terrible ocurrida en China, de un misionero
jesuita que al hacerle prisionero los comunistas y para no denunciar a sus
feligreses se cortó él mismo su lengua con una cuchilla de afeitar, convencido
de que lo torturarían para sacarle sus nombres y lograr así su perdición. No
contento con eso, con la boca llena de sangre y el dolor de la herida logró
poco después rebanar de nuevo el muñoncillo de lengua que le había quedado. El
mensaje quedaba claro: cualquier sacrificio era válido y necesario para
salvaguardar la fe católica, amenazada por los malvados y alevosos comunistas.
El segundo
libro trataba sobre la División Azul y su invasión, junto al ejército alemán,
de Rusia en la Segunda Guerra Mundial. Su nombre destacaba: Embajador en el
infierno, pero nada más me viene a la memoria del mismo, ni siquiera la
anécdota principal al mostrarse como un libro perfectamente olvidable.
El tercer
libro que recuerdo es un tocho imponente de más de mil páginas en papel biblia
con pastas de becerro color rojo, de las obras completas del insigne escritor
costumbrista del siglo XIX José María de Pereda nacido en la montaña
santanderina. Del libro entero retengo sólo los títulos de dos de sus novelas:
El sabor de la tierruca y Peñas arriba, y de esta última únicamente la escena
culminante, cuando el paisano del pueblo, experto cazador de osos, penetra en
la cueva del oso acompañado del señorito de ciudad, y el cazador avezado
imparte su última orden: ¡tú al oju, yo al corazón! Aparece el oso, ambos
disparan y el mozo experto dejándose abrazar por la bestia la remata de certera puñalada en el
corazón.
El cuarto y
último de los libros de casa es mi preferido con enorme diferencia: Don Quijote
de La Mancha, grandiosa novela de humor cruel (Rosa se extrañaba de que yo me
riese a carcajadas mientras lo leía), cumbre de la literatura universal, con la
que he gozado innumerables veces a lo largo de mi vida. Durante años fue mi
libro de cabecera y solía leerlo como después supe hacían muchos protestantes
con la Biblia: abriendo cada noche por una página al azar y leyendo al menos
media hora. Conservo en mi poder desde entonces, bien sobado por el uso, el
ejemplar familiar de la Editorial Ferma, Barcelona 1965, que tomé de casa de
mis padres e hice mío porque yo era quien más lo apreciaba.
Años antes,
mi padre me regaló los primeros libros de que tengo memoria, un regalo que en
su día me resultó insólito y totalmente inesperado. Se trataba de tres novelas
del Oeste como premio al aprobar algún curso de Bachillerato, no recuerdo cual.
Él me había visto previamente en Ricote alquilar o cambiar novelas del Oeste en
casa del Cojo, que ganaba con ello unas perrillas para vivir, y se descolgó
regalándome de improviso tres de ellas con su mejor sonrisa porque sabía que me
gustaban. Yo le agradecí el detalle, perplejo.
Muchas de
estas novelas venían firmadas por un autor llamado Marcial Lafuente Estefanía,
mi preferido. Mi recuerdo más duradero condensado en dos palabras es que
siempre transitaba por ellas una muchacha de turgentes senos, único detalle
erótico de las mismas. Este era un asunto que encalabrinaba mis juveniles
hormonas cuando lo leía. Comenzaba por los senos, no tetas como apelativo más
vulgar, ni siquiera pechos, ni mamas ni ubres como mamíferos, sino senos, el
más oscuro de todos los sustantivos para designar uno de los puntos anatómicos
de las mujeres que más nos agrada contemplar a los hombres. Unido a ello el
adjetivo turgente, de significado desconocido y por ello más inquietante, daba
como resultado un sintagma absolutamente arrebatador: senos turgentes. Llamando
en mi ayuda a la amada molinera dice así: Turgente:
muy lleno o hinchado, y por tanto, erguido o con la envoltura tirante, y no
fláccido; se dice, por ejemplo, de la ubre muy llena de leche.
(Por aquel
entonces, los únicos diccionarios que yo manejaba torpemente eran los de griego
y latín y, bien mirado, casi mejor resultó desconocer su significado pues de
saberlo habría perdido irremediablemente su misterio.)
Nunca podré
olvidar la desconocida muchacha, como siempre la llamaban en las novelas, de turgentes
senos, turgentes senos, turgentes senos, turgentes senos, cuya imagen soñada me
asaltaba día y noche.
El
argumento de las novelas del Oeste era muy simple: un forastero aparecía en un
pueblo y su llegada sacaba a la luz el conflicto principal latente, porque
todas aquellas novelas se basaban en la bronca, la pelea y los tiros, con la
venganza y el ojo por ojo concebidos como justicia absoluta y definitiva: una
familia contra otra, propietario grande contra pequeños, bandas de ladrones de
diligencias, de bancos o de ganado contra agentes de la ley, ganaderos contra
ovejeros y temas similares. El sheriff con su estrella de latón y algún
doctor borracho andaban siempre por medio.
En
ocasiones, el conflicto radicaba en el propio forastero que lo acarreaba
consigo al tratarse de un reputado pistolero (gun man decían las
novelas) cansado de su fama a quien muchos querían vencer a tiro limpio en
cuanto le descubrían, le desafiaban y caían abatidos uno tras otro ante sus
implacables Colt 45 de cachas de plata.
El Colt 45,
ese arma mítica de cañón largo y tambor de seis tiros con la que disparaban
desde la cadera y lograban atinar de forma insólita, protagonizaba todas y cada
una de las películas y novelas del Oeste, y fue mil veces contemplada por sus
admiradores, entre ellos yo mismo, en la pantalla grande en emocionantes
duelos. El arma brotaba velozmente en cualquier mano: del bueno, de los malos,
del pistolero y sus retadores, de forajidos, del sheriff y otros agentes
de la ley, de ganaderos enfurecidos, cuatreros y demás, constituyendo el
artefacto fundamental que sostenía la trama, sin él no se entenderían las
novelas ni las películas del Oeste, y si me apuras tal vez ni siquiera
existirían.
El
forastero aparecía por el villorrio (la acción nunca se desarrollaba en
ciudades) y los lugareños le miraban sistemáticamente con malos ojos. Su
actitud, por despistar o no querer entrar en contiendas ajenas, le marcaba
inicial e inequívocamente como cobarde al no portar armas ni lanzarse a pelear
a puñetazos a la menor ocasión e incluso sin ella como cosa corriente, y pese a
los desprecios e insultos que su conducta medrosa merecía a los lugareños. A
veces reforzaba dicha tendencia rara del forastero el detalle estrambótico de
que bebiese zarzaparrilla o leche en el saloon en lugar del casi
obligado whisky puro de los más machotes. La chica de turgentes senos llegaba a
despreciarle inicialmente como cobarde por no andar siempre armado y dejarse
golpear sin responder a las provocaciones de los malos.
Pero
llegaba un momento en que el bueno se hartaba de serlo y se liaba a pegar
puñetazos y luego tiros a diestro y siniestro como un loco hasta lograr imponer
al mundo entero la paz de los muertos. Los abundantes fiambres cosechados por
él lo eran siempre de tiros en el entrecejo, entre los ojos, una fijación
absoluta la del tal Marcial por tiros tan certeros. Ninguna de sus novelas
contaba a su terminación menos de quince o veinte muertos de uno y otro bando,
por eso me parecían muy divertidas y las prefería sobre las de otros autores.
La única
pega de las magníficas novelas del Oeste americano es que resultaban para mi
gusto excesivamente cortas dada mi voracidad lectora. En su formato de octavo y
apenas con cien páginas de extensión eran despachadas por mis ojos ávidos en
poco más de una hora. Siempre he sido un lector rapidísimo, aun hoy mantengo la
tensión lectora durante horas y horas sin respiro si el libro me interesa, y el
mundo sigue dando vueltas y vueltas y nada turba mi felicidad. La velocidad con
que devoraba las novelas del Oeste me obligaba a contar al menos con dos para
cada tarde, y eso no era fácil en Ricote e imposible de conseguir en aquellas
casas aisladas del campo, con lo que a veces me pasaba las siestas mirando a
las musarañas por falta de lectura.
Tiempo más
tarde, encargué a mi padre un libro en uno de sus viajes de trabajo a México:
Los hijos de Sánchez, del antropólogo estadounidense Oscar Lewis, que anoté en
sus primeras páginas como recibido en Enero de 1975. El libro fue editado por
primera vez en inglés en 1961, y el Fondo de Cultura Económica (editorial
fundada en México por exiliados españoles de la Guerra Civil) lanzó su primera
edición en español en 1964, siendo denunciado de inmediato como obsceno y
denigrante para su país por la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística.
Los tribunales mexicanos fallaron a favor de la libertad de expresión y el
libro pudo continuar imprimiéndose. Yo poseo la decimosegunda edición, julio de
1973, de la Editorial Joaquín Mortiz, México D.F.
Subtitulado
como Autobiografía de una familia mexicana, narra la historia de la familia
Sánchez que se traslada de un pueblo a la capital. Lewis, de manera magistral e
inédita en su día, entrevista a todos y cada uno de los miembros de la familia
con un magnetofón y transcribe exactamente las entrevistas, encabezando cada
nuevo capítulo con el nombre del autor de las palabras.
Según
cuenta en el prólogo, el pater familias Jesús Sánchez sostuvo con su trabajo
tres hogares diferentes situados en partes muy distintas de la ciudad de
México. El primero de ellos albergaba a su esposa Dalila, su favorita, más
joven que él y a dos hijos habidos con ella. Su esposa de más edad, Lupita, sus
dos hijas y dos nietos vivían en otro lugar. También sostenía económicamente la
habitación donde vivían su hija Marta con sus hijos, además de su hija Consuelo
y su hijo Roberto.
Desde que
se editó por primera vez en inglés y luego en español, la obra se convirtió en
un formidable icono de la antropología mundial que muchos admiramos.
El
siguiente encargo a papá en otro viaje a México fue de la novela Si te dicen
que caí, de Juan Marsé, prohibida por la censura en España y editada por Novaro
en su primera edición en septiembre de 1973 impresa en México. Yo recibí esa
primera edición el 22 de octubre de 1976.
Los motivos
de la censura en España fueron su tema: la posguerra en Barcelona, el sexo
tratado explícitamente y con crudeza, y en especial uno de los personajes
fundamentales de la trama: un falangista postrado en silla de ruedas que goza
observando escondido a parejas de jóvenes practicar sexo ante sus ojos,
prácticas por las que paga su buen dinero a la vez que dirige los actos
sexuales por mediación de una alcahueta, y también el himno de la falange de
donde procede irónicamente el título. Marsé lo reproduce en la entradilla por
si alguien lo olvidó:
Si te dicen
que caí
me fui
al puesto
que tengo allí.
Volverán
banderas victoriosas
al paso
alegre de la paz…
El libro es
para mi gusto el mejor de su autor y cuenta historias inventadas de la etapa
posterior a nuestra funesta Guerra Civil de hambre, penurias, privaciones,
imposiciones de los vencedores, violencia anarquista y sexo, mucho sexo.
Consiguió el premio de novela México.
Años más
tarde, en concreto en 1983, papá me regaló otro libro excepcional: Memorias de
Adriano de Marguerite Yourcenar, con traducción de Julio Cortázar cuyo nombre
aparece en la portada junto con el de la autora, lo que se sale de lo
corriente, que conservo con gran cariño y he leído numerosas veces. Lo editó
Edhasa, Barcelona, en abril de 1982 por primera vez. Yo poseo la séptima
reimpresión de mayo de 1983.
Este libro
extraordinario cuenta las supuestas memorias del emperador romano Adriano, con
las luchas por el poder en su familia, las guerras emprendidas contra los
bárbaros, sus amores homosexuales y heterosexuales.
Está
escrito con una prosa muy rica, resaltada por la traducción del argentino Julio
Cortázar, un maravilloso escritor de extensa obra cuya novela Rayuela marcó un
hito en la historia de la literatura en español, y traductor de lujo. Todo buen
traductor recrea la obra traducida y Cortázar lo hace de modo admirable. Como
hijo de diplomático con dominio de varias lenguas, su trabajo remunerado fue de
traductor en la ONU de francés e inglés. Tradujo del inglés entre otras muchas
obras los cuentos completos de Edgar Allan Poe para Alianza Editorial que poseo
y del francés la obra citada de Marguerite Yourcenar editada por Edhasa, gran
editorial de libros de Historia.
El libro
lleva como dedicatoria: A Eloy en su 36 cumpleaños y lo firma Papá, en lugar de
su tradicional Jumaestre tan profusamente empleado con todos los hermanos en
tarjetas excusando nuestras ausencias por problemas de salud y en los cuadernos
de notas del Ramiro. Como fecha consta 10-7-83.
Mi padre
tocaba la armónica, una Honner con cambio, en la que interpretaba sus canciones
amadas, en especial muchas de sus zarzuelas preferidas. Nunca nos dejó trastear
con ella ni tampoco nos enseñó, imagino que no se le ocurrió con tantos críos
por en medio a todas horas. Lo que sí hacía era entonar canciones mientras se
afeitaba las mañanas de los sábados y los ratos libres que disfrutaba en casa,
de sus amadas zarzuelas que escuchaba a todas horas. Había una que repetía
mucho llamada Katiuska, en la que decía:
Katiuskaaa,
Katiuskaaa, qué va a ser de ti.
Vivía
sooola con su abuelita, leeejos, muy lejos de aquíííííí
Y no
recuerdo más de la canción.
Durante
años mantuvo mi padre un pulso sin palabras con la familia entera a propósito
del reloj de pared heredado de sus padres Marcelino y Dedicación. Cuando
edificaron su casa en Ricote llevaron al salón aquel reloj de pared que daba
las horas y las medias con repetición y gran estruendo. Ya en la casa de los
abuelos suponía un gran tostón para nosotros escuchar tantas campanadas, pero
allí íbamos de cuando en cuando y dormir lo hacíamos raramente, y ahora en
cambio lo teníamos siempre metido en casa.
Así que sin
hablar del asunto previamente entre nosotros, algunos de los hermanos nos
conjuramos contra el funcionamiento del dichoso reloj de pared en su nueva
ubicación, tan cercana. Sé que éramos varios de la familia los conjurados
contra las campanadas del reloj porque a veces cuando me disponía a detenerlo
comprobaba que ya lo estaba.
A menudo
bastaba entrar al salón, comprobar que papá no estuviese cerca, abrir la
puerta, afortunadamente sin llave, y detener el vaivén del péndulo. Sólo con
eso ya no sonaban las horas ni las medias. Cuando mi padre se percataba del
parón montaba invariablemente en cólera, lo ponía en hora, el péndulo en
movimiento y las horas volvían a sonar. Pero yo mismo u otro en un momento dado
lo parábamos de nuevo y vuelta a empezar. Y por la noche nunca permitíamos que
sonase, pues incluso durmiendo en el piso de arriba y con la puerta del salón
cerrada se escuchaban a la perfección las campanadas, que se sumaban a las del
reloj de la iglesia situada justo encima de nuestra casa.
Así un día
y otro: parada y arranque, parada y arranque sin cesar, mi padre acabó cansándose
de la pelea contra el enemigo invisible y múltiple y se dio por vencido. El
reloj se mantuvo como objeto decorativo hasta hoy y dejó de darnos la lata con
tanta molesta campanada. Contra el reloj de la iglesia no pudimos luchar.
La muerte
de mi padre me produjo un gran dolor y me dejó como un hueco en el cuerpo
imposible de llenar durante años y años. Era un hombre autoritario como los de
su época, un tanto seco en el trato, aunque apenas le veíamos por casa al
encontrarse siempre trabajando. Incluso en casa apenas se mostraba accesible
porque estudiaba para obtener su licenciatura y doctorado en Derecho y después
la licenciatura de Políticas, mientras tanto trabajaba por la mañana en su
laboratorio farmacéutico y por la tarde daba clases en la Universidad. Por la
noche estudiaba o corregía ejercicios y andaba siempre muy atareado.
Le echamos
mucho de menos desde que falleció. Recuerdo que mi madre Rita, cuando le
velábamos en la casa de Ricote sólo decía de él llorando: pobretico mío,
pobretico.
La bici de
Julito
A lo largo
de nuestra vida en casa nunca nos faltó de comer pero lujos apenas disfrutamos.
Por eso la irrupción de una fabulosa bicicleta marca Orbea y color verde oscuro
regalada por su padrino a Julito por su cumpleaños supuso una gran alegría y
una conmoción enorme en nuestro animoso mundo infantil. El padrino tenía mucho
dinero pues era dueño de la empresa farmacéutica sita en Madrid donde mi padre
trabajó toda su vida y de ahí le vino el apadrinamiento a Julito.
La bici fue
llevada de inmediato a Ricote, donde no había ni una sola de niño en los años
50 del siglo pasado. Quien tenía dinero lo usaba en alimentación y vestuario,
pero quedaba muy poco para otros lujos.
Calculo que
Julito tendría cinco o seis años cuando recibió la bici, y al haber nacido en
1949, estamos hablando de 1954 ó 1955. Mi hermano fue muy feliz con su bici y
se chuleaba pedaleando en ella, pero pronto pasó a ser de uso comunitario y la
montábamos todos por turno.
Ni los
primos Sebastián, Eloico y Andrés, ni los hermanos mayores: Javier y yo mismo,
ni los amigos, ningún zagal tenía bici en el pueblo y todos aprendimos a montar
en la de Julito, a la que nunca se acoplaron ruedas pequeñas. Nuestro
aprendizaje se realizaba apoyando los pies en el suelo para frenar y
equilibrarnos, porque aprender a frenar con las manos apretando los frenos
llevaba su tiempo. El aprendizaje resultó duro y lo pagamos sufriendo pequeños
o grandes golpes y caídas, laterales y frontales, con rasponazos en las
rodillas, lágrimas y alegría desbordada cuando lográbamos mantener el
equilibrio y guiarla unos metros a nuestra voluntad.
La base
para nuestros paseos comunitarios en bici la establecimos junto a un árbol
grande (hoy desaparecido), situado al borde de la carretera a la salida del
pueblo y pegado a la casa del abuelo Marcelino. Todo el que quería montar
esperaba allí pacientemente su turno.
El paseo en
bici abarcaba la cercana placeta de Manducho, llamada así por un zapatero
remendón que se afanaba en su mínimo taller de reparación de zapatos, una
covacha con un ventanuco y a un nivel inferior de la calle, situada en la
esquina de la plaza donde comenzaba la cuesta que conducía al interior del
pueblo una vez atravesada la placeta (llamada ahora Plaza de Santiago), cuando
llegabas por la carretera.
El circuito
incluía una vuelta completa a la plaza con piso de tierra apisonada como el
resto, despejada de las palmeras que ahora contiene y por supuesto de coches,
entonces inexistentes. Tras la vuelta pasábamos de nuevo frente a la base y se
continuaba viaje hasta las Flechas, un monumento falangista en recuerdo de la
Guerra Civil que se encontraba en la carretera justo en la esquina de una casa
frente a la cual giraba en una curva a la izquierda para salir del pueblo.
En las
Flechas terminaba el recorrido, se giraba en redondo en dirección a nuestra
base en suave cuesta arriba y cuando se llegaba a la misma el conductor de la
bici descendía y subía en ella el afortunado cuyo turno le correspondía.
Los paseos
en bici al principio nunca se disfrutaban en solitario, temerosos tal vez
quienes esperaban ordenadamente en fila de que el conductor los alargase
injustamente y sin medida. Por ese motivo, la bici con el zagal montado encima
iba siempre flanqueada por otros dos
corriendo a su lado: el que terminaba de montar y a quien le tocaba el turno
siguiente.
Cuando te
correspondía el turno corrías acompañando a la bici y su conductor la primera
vuelta, montabas en la segunda, trotabas de nuevo en la tercera y luego te
retirabas a esperar el siguiente turno. El paseo era muy vigilado, pero no por
ello menos feliz cuando lo gozabas.
Otro lugar
de aprendizaje, de un nivel superior y con algún año más de los participantes
porque se practicaba en solitario sin incómodos corredores laterales, era la
pequeña cuesta arriba que conduce al interior del pueblo y comienza
precisamente en la esquina de la placeta donde estaba el cuchitril de Manducho.
Comenzando
el turno desde la misma base, en la nueva ruta cruzabas la placeta, subías la
cuesta pedaleando arduamente y al llegar arriba llegaba el momento más
emocionante: tras la detención apoyabas los dos pies en el suelo, dabas vuelta
a la bici, respirabas un momento para contemplar la cuesta y tu pequeño valor
del tamaño de una “perra chica” (moneda de cinco céntimos con un caballo y
sobre él su jinete ibero) impulsaba el artefacto cuesta abajo. La bici iba
cogiendo velocidad según bajabas y llegabas al final de la cuesta y esquina de
la placeta asustado, con los pies fuera de los pedales y te encontrabas casi de
frente una pared que debías evitar girando la bici a la izquierda o frenándola.
Muchos no hacíamos ni una cosa ni otra y acabábamos chocando contra la pared en
nuestro duro aprendizaje. En el paredón nos estrellamos uno tras otro, con los
pies en alto y gritando de miedo y de emoción, asustados y felices por
completo.
La suerte
fue que ninguna persona mayor participase nunca de nuestro aprendizaje por lo
que nos evitamos broncas y rollos, y así, entre topetazos y caídas, aprendimos
a montar a nuestro aire en plan salvaje, libres como el viento.
Aquella
bici Orbea resultó muy resistente al aguantar años y años llevando niños a su
grupa como nuestro animal de compañía más querido, pues siguió siendo única
durante mucho tiempo en aquellos parajes para diversión de la chiquillería. Ni
Javier ni yo tuvimos nunca bici de pequeños, pero compartimos la de Julito con
los primos y amigos y el entusiasmo de la edad.
Desde muy
pequeño Julito aprendió a nadar muy bien, como todos a nuestro aire, y luego ya
de más mayor enseñó a nadar a José Ramón, a quien tomó desde el principio como
su protegido y amigo, además de hermano.
Años
después del episodio feliz de la bici, ya en su primera adolescencia,
aparecieron los síntomas de la enfermedad mental que le castigó toda su vida.
El primer
detalle claro de su grave enfermedad lo observé un día que miraba a la calle
insistentemente, sentado en una silla frente a la ventana de nuestro pequeño
salón de estar de la casa de Madrid. Yo entraba y salía de la habitación y él
permanecía sentado en una silla mirando atentamente a la calle, sin moverse. En
un momento determinado le pregunté lo que miraba y su respuesta fue corta y
terrible: nada.
Otras veces
abría un libro y lo mantenía en sus manos tiempo y tiempo sin pasar nunca de
página. Te quedabas triste contemplándole y sin entender nada salvo que algo no
funcionaba como era debido en su cabeza.
Salvando su
niñez, cuando fue feliz como los demás, a lo largo de su adolescencia, juventud
y madurez creo que mi pobre hermano nunca conoció la felicidad. Fumaba
incesantemente sus Ducados y permanecía los días enteros sin hacer nada, salvo
quizás enrollar y desenrollar una cuerdecica entre sus dedos, una y otra vez,
incansablemente, maniáticamente.
En Madrid
no se quería levantar de la cama por las mañanas y yo en plan bruto le obligaba
a hacerlo quitándole las mantas y sacándole de ella poco menos que a rastras.
Yo pensaba que le hacía un favor con ese proceder tan salvaje, pero no servía
de nada. Él se levantaba y no se movía de su silla.
Ya en
Ricote, donde fue con mis padres cuando trasladaron allí definitivamente su
residencia tras la jubilación de mi padre, su vida transcurría en la cama hasta
la hora de comer. Cuando se despertaba, y fuera la hora que fuera, bajaba a la
cocina en pijama a desayunar su tazón de leche con Nescafé y galletas, luego
volvía a subir a su habitación, se metía en la cama y recostado en el barandal
de la misma comenzaba a fumar y a fumar. Hasta la hora de comer lo pasaba allí
con la única ocupación de fumar, a veces ojeaba el periódico ABC, canturreaba
un poco y se esforzaba en liar y desliar la cuerdecica entre sus dedos.
Trasteando
por mi biblioteca descubrí un libro que me regaló Julito en Ricote, según
consta en la dedicatoria que suelo escribir en ellos cuando los compro o me los
regalan. Está fechado en junio de 2004 y es uno de los que regalaban con la
compra del diario ABC, una herencia de mi padre que estaba suscrito al mismo,
cuya lectura prosiguió Julito toda su vida. Gracias al libro, que vino a
apuntalar mi escasa memoria, pude concluir que su muerte ocurrió en ese mismo
año.
Su muerte
se produjo abruptamente un día de finales de diciembre de 2004. Mis chicos,
Pilar y yo habíamos regresado ya a Madrid tras pasar las Navidades con la
familia en Ricote cuando nos avisaron por teléfono que había muerto de repente.
Hicimos de
nuevo las maletas y emprendimos el viaje a Ricote para asistir a su entierro.
Los
hermanos nos contaron que se estaban preparando para ir todos a comer al bar de
la Inmaculada y el Puro cuando vieron que Julito no aparecía. Comenzaron a llamarlo
y ante su nula respuesta subieron a su habitación a buscarlo y lo hallaron
caído en el cuarto de baño, muerto repentinamente. Murió con 55 años y en la
mayoría de ellos apenas pudo vislumbrar algún rayico de felicidad.
La muerte
súbita de Julito supuso un mazazo para mi madre. Mi hermano vivió toda su vida
a su vera y mi madre sufrió su desdichada enfermedad, pero también le alegró su
compañía, día tras día. En cambio para mí y de manera egoísta he de confesar
que la muerte de Julito además del dolor por su ausencia me produjo un gran
alivio. A lo largo de los años cuando acertaba a pensarlo me planteaba lo que
haríamos con él los hermanos una vez que mi madre falleciese. Era impensable
llevarlo a mi casa porque Pilar le tenía miedo, dejarlo allí solo en la casa de
Ricote resultaba muy problemático y que se fuera a vivir con alguno de los
hermanos no me terminaba de cuadrar y supongo que a ellos tampoco. Internarlo
era otra posible solución, pero ¿dónde? Él era un loco manso que no
escandalizaba ni se metía con nadie siempre que tomase su medicación.
A propósito
de su medicación debo decir que era muy fuerte y la prueba de ello la obtuve yo
un día de modo involuntario. En mis primeros años de casado en Madrid yo seguía
viviendo justo al lado del domicilio familiar, en el mismo piso y diferente
vivienda por ser más exactos. Por ello pasaba muchas veces a hablar con mi
madre o a diversos asuntos familiares. Una tarde entré en su cocina y al tomar
un vaso de la platera para beber agua encontré que mi madre había depositado
allí en un plato una tortilla de patatas pequeña y como tenía hambre, pues se
acercaba la hora de la cena, tomé un trozo de la misma y me lo comí. Luego
volví a mi casa y seguí con mis tareas hasta que en un momento dado me invadió
una gran somnolencia, tan grande que me caía al suelo o poco menos. Sin cenar
ni nada dije a Pilar que me iba a acostar y caí desplomado en el lecho, apenas
sin tiempo de desnudarme y vestir mi pijama.
La
explicación de aquel insólito sueño repentino y arrasador me apareció días
después. Julito llevaba días negándose a tomar la medicación necesaria para su
salud mental como me comentó mi madre, por lo que ella introducía la pastilla
en la cena que le preparaba. De pronto se me encendió la bombilla: la tortilla
de patatas cuyo trozo yo comí debió llevar enterrada aquella pastilla y el
medicamento me tumbó en pocos minutos.
La vida de
Julito era muy reducida y se conformaba con poco; si le dabas de comer y le
proporcionabas tabaco ya tenía bastante, él fumaba sus Ducados y callaba, y si
le hablabas ponía aquella sonrisa triste suya y no respondía o sólo con
monosílabos. La muerte se lo llevó por delante y al fin pudo descansar de esta
vida para él tan penosa.
La Consuelo
La Consuelo
entró en la vida de la familia Maestre Avilés hace casi sesenta años y desde
entonces ha ocupado un lugar relevante en nuestros corazones.
Mi madre
Rita siempre contó con una chica que la ayudaba en las tareas domésticas en
Madrid, y en Ricote creo recordar que tomó a la Consuelo cuando era pequeña,
con doce o trece años imagino.
Mis
primeros recuerdos de la Consuelo se asocian con La Mata, nuestro lugar de
veraneo en la playa donde alquilamos una casa hace la friolera de cincuenta y
siete años, es decir cuando yo contaba nueve o diez.
La Consuelo
es pequeña de estatura, de tez muy morena que llaman en Ricote “negricas” o
“renegrías” y muy tetona. A sus 72 años de vida, cumplidos recientemente,
mantiene su hermoso pelo negro azabache y sus ojos oscuros. De mayor estuvo
mala de los bronquios años y años, con asma y dificultades para respirar,
dolencias que todavía arrastra; tal vez por ese motivo su delantera sufrió una
gran merma, pero yo la recuerdo de joven, cuando se mostraba en todo su esplendor
su pechuga imponente.
Consuelo
era muy trabajadora, parlanchina, dispuesta y alegre, siempre beata y rezadora.
Mientras realizaba las tareas de la casa a veces cantaba milagros, aquellos
antiguos cantares de ciego que llevaban por los mercados e iglesias los ciegos
en la Edad Media y que cantaban para su público, en la mayoría de los casos
analfabeto como la propia Consuelo, que los aprendía de memoria. Recuerdo
fragmentos de uno en especial que mostraba la genuina cultura popular, donde
contaba la historia de alguien a quien mataban y arrojaban sus restos a un
estercolero y revivía milagrosamente, un fragmento del mismo decía así:
En aquel
estercolado
había un
gran resplandor
la gente
corría a más y deprisa
y al
estercolado tiran la ceniza
Yo preguntaba
cada vez que la cantaba a la Consuelo por qué decía estercolado cuando todo el
mundo lo llamaba estercolero, pero ella me contestaba juiciosamente que así lo
decía la coplilla y no se podía cambiar.
En La Mata,
la Consuelo recibía cartas de su novio Esteban, apodado El Picaza, que yo le
leía porque ella nunca fue a la escuela y era analfabeta total. Esteban fue
peón caminero, un cuerpo del Estado encargado del mantenimiento de caminos y
carreteras que acabó desapareciendo con los años.
Después de
comer, a la hora de la siesta, ella me pedía a veces que le leyera la carta
recibida y yo lo hacía con mucho gusto. Esteban escribía con letra bien trazada
y sin faltas de ortografía unas cartas ceremoniosas que incluían frases
rituales repetidas cien veces, tanto al comienzo como en la despedida de la
misma. En las cartas se daban noticias pormenorizadas de los miembros de la
familia y Esteban se mostraba en las suyas rígidamente formal.
De las
fórmulas de cortesía empleadas sólo recuerdo una del inicio, mil veces
repetida: “Espero que al recibo de la presente te encuentres bien, aquí todos
bien gracias a Dios”. Luego venían noticias de la familia, algunos detalles
personales y al final la despedida también con fórmula ancestral que he
olvidado.
Una vez
leída la carta, a veces en dos ocasiones seguidas y ya absolutamente asimilada
por su destinataria, un buen día la Consuelo se decidía a responder en otra que
yo escribía palabra por palabra según me dictaba, esforzándome en formar las
letras con claridad aunque siempre he sido muy acelerado y la letra me sale
nerviosa e irregular, fallo que mi madre me echó en cara muchas veces. Al
acabar se la leía entera y si quedaba conforme yo escribía el sobre y ella la
echaba al Correo después de ponerle su sello.
También a
la hora de la siesta me propuse enseñarla a leer y a escribir. Esa hora era la
única de que ella disponía como libre, pues debía atender a tres pequeños
revoltosos que en ese momento dormían. Con pocos meses de vida llevamos a Rosa
a La Mata, y después vino Luis que completó la media docena de Rita y Julio.
Mi madre
irrumpía de cuando en cuando silenciosamente en nuestras clases por ver si
nuestras intenciones eran otras de las de enseñanza del idioma español. La
primera vez me chocó que apareciese en silencio y de improviso en medio de la
siesta, pero luego caí en la cuenta de lo que ella quería asegurar con su
presencia.
Ambos
intentamos que aprendiera a leer sin éxito alguno. Yo no era maestro ni sabía
enseñar, y en los dos meses que veraneábamos en la playa parecía difícil de
conseguir tal proeza, habida cuenta que no utilizábamos todas las siestas para
estudiar. Leer y escribir exige a los niños varios años en la escuela
practicando cada día con un maestro que sabe enseñar y cuenta con medios didácticos
para conseguirlo, y nada de eso teníamos la Consuelo y yo mismo.
Desde
entonces me ha dolido mi incompetencia para enseñar a leer y escribir a la
Consuelo. Como maestro he sido siempre malo como mi padre: nervioso y exigente,
olvidando la virtud fundamental de la paciencia en un docente, pero además
carecía de los conocimientos para enseñar y la voluntad por sí sola muchas
veces resulta insuficiente. Tampoco contábamos con tiempo para el estudio ni
material didáctico de ninguna clase. Un verdadero maestro habría sido capaz de
mostrar a la Consuelo el hermoso horizonte que se abriría para ella con el
aprendizaje de lectura y escritura, ilusionándola. O al menos le habría puesto
tareas para el invierno o tal vez la hubiera orientado hacia los maestros en
Ricote, aunque dudo mucho que en 1960 existiese en el pueblo el concepto de
escuela de adultos. Pero en fin, nada más logré y ella ha continuado siendo
analfabeta durante toda su vida.
Los lazos
entre la Consuelo y yo se estrecharon cuando ella y Esteban decidieron
nombrarme padrino de su boda, que se celebró en Ricote en 1962, siendo yo muy
jovencito, con 15 años, y ella sin haber cumplido aún los 20. De la boda
recuerdo sólo que debí repartir varias cajas de puros que me proporcionaron mis
padres a los invitados al sencillo banquete. La Consuelo quiso que además de
ser padrino de su boda lo fuera de la mayor de sus hijas, María Jesús, y tras
mi aceptación los lazos que nos unían se volvieron más fuertes.
Su extensa
familia se compone hasta el momento de dos hijas: mi ahijada María Jesús y
Consuelo; y un chico, Esteban. María Jesús ha tenido seis hijos, Consuelo tres
y Esteban dos, es decir, once nietos suma la Consuelo. María Jesús tiene ya
cuatro nietos, y Consuelo dos más, lo que hacen seis biznietos para la Consuelo
madre. Un familión, vamos.
La Consuelo
mantuvo durante muchos años el permiso de mi madre para recoger las olivas de
unas oliveras de su propiedad, y cuando las olivas se encontraban aliñadas con
hinojo y algo más, listas para su consumo, la Consuelo llevaba a casa de mi
madre para consumo familiar grandes tarros de las mismas, de las que hemos
disfrutado los hermanos, así como de alcaparras y tápenas que cosechaba en los
caminos de la huerta y de la sierra transitados por ella sin cesar, pues
siempre ha sido una gran andarina.
La Consuelo
nos quiere mucho a todos los hermanos como nosotros a ella, y nos llama
invariablemente “perla” a cada uno, y nos da grandes besos cuando nos vemos en
Ricote.
Quiero
contar un capítulo feliz de la vida de la Consuelo bastante reciente, del que han
transcurrido apenas unos años.
Rosa me
contó que la familia numerosa Alía de Ciudad Real, grandes amigos de mis padres
en La Mata y cuyas hijas mantienen una estrecha relación con mi hermana, había
decidido darle una fiesta a Felisa, que trabajó siempre en su casa cuidando de
la extensa prole y manteniéndose con ellos hasta la fecha, con motivo de su
setenta cumpleaños.
Felisa y
Consuelo se hicieron muy amigas en los veranos en la playa, cada una acarreando
a los niños a su cargo, y eso al cabo de tantos años como veraneamos en La Mata
crea unos lazos muy fuertes.
Rosa pensó
que podíamos traer a la Consuelo a Madrid para que asistiera a la fiesta de
Felisa y yo me ofrecí a ir por ella con mi coche a Ricote, volver a Madrid y
llevarla de vuelta a su casa tras la fiesta.
Hablamos
por teléfono con la Consuelo, que desde la muerte de su querido Esteban, a
quien cuidó amorosamente durante su larga enfermedad, vive sola en Ricote, y
aceptó de inmediato la invitación.
Acordamos
la fecha y fui con mi coche a recogerla a su casa, volviendo con ella a Madrid
y alojándose en casa de Rosa, en Tres Cantos, durante su estancia aquí.
Rosa la
condujo a la fiesta ofrecida a Felisa y las dos se lo pasaron muy bien y fueron
felices recordando juntas tiempos pasados. Ambas recibieron e intercambiaron
regalos y fueron agasajadas cariñosamente por la familia Alía y por mi hermana.
Durante su
estancia en la capital, un día llevé a la Consuelo al Palacio Real o de
Oriente, en una visita turística que yo a lo largo de mi vida en Madrid no
recordaba haber realizado nunca. En la visita con un grupo y una guía que nos
lo explicó todo lo pasamos ambos estupendamente como turistas.
Otra mañana
fuimos a pasear al Retiro. Para no cansarla tomamos un autobús que nos condujo
Castellana abajo hasta la Plaza de la Cibeles y allí nos bajamos y ascendiendo
el pequeño tramo de la calle Alcalá entramos en el Parque del Buen Retiro por
la entrada de la plaza donde se yergue la famosa y bella Puerta de Alcalá,
cantada y vista en mil postales.
Recorrimos
el primer tramo del parque con flores en el centro, tan hermoso, llegamos a la
fuente y continuamos por el paseo adjunto al estanque con sus barcas, que le
gustó mucho, y seguimos hasta el Palacio de Cristal. Este es uno de los lugares
más hermosos del parque y mi preferido sobre el resto, tanto por el palacio en
sí, una maravilla de principios del siglo XX en vidrio y hierro, como por el
entorno: delante de él luce su pequeño estanque con insólitos arbolitos dentro
del agua, patos, gansos y cisnes; en medio del mismo un surtidor eleva a lo
alto su palmera de agua. Lo circundan pequeños prados donde las aves reposan o
reclaman graznando comida a los visitantes, grandes y pequeños, así como una
pequeña gruta a un lado visitada por los paseantes curiosos. Una ligera
pendiente arbolada permite divisar el Palacio y su estanque desde lo alto si te
sitúas enfrente. La disposición armoniosa del conjunto alegra mis ojos siempre
que lo contemplo.
Con este
paseo por el Retiro concluyó la visita dichosa y feliz de la Consuelo a Madrid.
A la vuelta a Ricote nos acompañó Pilar y el viaje resultó por ello más
distraído. Yo hice de taxista, conduciendo en solitario delante, y las mujeres
cotorrearon de lo lindo en los asientos traseros.
La Consuelo
sigue bien físicamente, dispuesta a llegar a los 90 años con una ristra de
biznietos y tataranietos. Un prodigio de fecundidad su entera familia.
Forasteros en el pueblo
El primer
visitante a Ricote que mi memoria acarrea nos lo proporcionó el primo Trini,
que estudiaba Magisterio en Murcia. De allí se trajo un día a un amigo negro,
estudiante como él y nacido en la antigua Guinea Ecuatorial, colonia africana
de España durante varios siglos, cuya presencia causó sensación en el pueblo,
especialmente entre la chiquillería.
Paseamos
los primos por el pueblo con el Trini y su amigo, y los zagales se aproximaban
a nosotros ante el espectáculo insólito de una persona de piel negra como el
carbón, pelo crespo, nariz ancha y aplastada y labios bembones que no habían
visto nada parecido en su vida. Y no contentos con eso le tocaban la cara y las
manos, con la palma más clara y el dorso negro, para ver si era de carne y
hueso y no desteñía, ante el cabreo del Trini por su ignorancia quien trataba
de espantarlos sin conseguirlo. He olvidado su nombre pero era muy simpático y
hablaba tan bien el español como cualquiera de nosotros al haber sido educado
en nuestro idioma.
A Ricote hemos
llevado, mis hermanos y yo, a muchos buenos amigos a lo largo del tiempo. El
primero de ellos fue mi gran amigo murciano de la playa Miguel Marín Noarbe,
que vivía entonces en Murcia capital, cuya familia numerosa sobrepasaba a la
nuestra en tres personas sumando la friolera de nueve componentes, y cuyos
nombres de mayor a menor enuncié en su día tantas veces agrupados de tres en
tres que no he podido olvidar al cabo del tiempo: Jaso, Pili, Mamen…, Conchi,
Eli, Merce…, Rosi, Miguel y Loli. En total siete chicas y dos chicos, porque el
mayor a quien llamaban Jaso su nombre era Jacinto. Miguel acabó estudiando la
carrera de Físicas en la Universidad de Valencia y logrando cátedra en la
Universidad Autónoma de Madrid de Física de estado sólido (que ignoro lo que
es), y no he vuelto a ver hace un siglo.
Miguel vino
a Ricote invitado por mí unos días, siendo ambos pequeños, jugamos y anduvimos
por todas partes. Le llevé a ver la cueva que se ha conocido siempre en el
pueblo como “de los morciguillos” por los murciélagos que la poblaban, de los
que se decía que fumaban. La prueba, según contaban, era que una vez capturado
uno de ellos si se le daba a chupar de un cigarro aspiraba el humo.
La cueva se
encontraba en un extremo de la huerta, ya en la ladera del monte donde se
levantan Las Casas, y era famosa por las estalagtitas y estalagmitas que
contenía. También por los desmanes sufridos a lo largo de su historia, al haber
permanecido para su desgracia siempre abierta y conocida de todos los
ricoteños, con muchos de estos antiquísimos y maravillosos residuos calcáreos
destruidos a martillazos o golpes por los visitantes para llevárselos de
recuerdo. En ella pudimos contemplar las inscripciones en las paredes que daban
cuenta de los nombres de personas que habían pasado por allí y las fechas del
acontecimiento. La cueva gustó mucho a Miguel, y Ricote y su huerta también.
Esta cueva ha desaparecido por completo hace años al ser arrasada por el dueño
de la finca para obtener piedra para la construcción.
Otros amigos
que recalaron por el pueblo fueron los hermanos Julio César y Pedro Antonio
Ribera Rocamora, este último con su novia. Comieron en casa una rica paella que
mi madre nos preparó, fantástica como siempre. Luego nos acercamos a tomar café
al Café de la plaza, donde por entonces apenas entraban mujeres, y menos
forasteras vistosas como la novia de Pedro Antonio, que algunos ricoteños
contemplaban ávidamente.
Caminamos
por el pueblo del que les gustó especialmente la casa de los Llamas, situada en
la Plaza y hoy sede del Ayuntamiento, y también la iglesia barroca, aunque
estas abundan en la zona, entre ellas la más grande y nombrada, la catedral de
Murcia.
La de los
Ribera Rocamora era otra de las familias numerosas de la época amiga nuestra,
que conocimos en La Mata y abundaban mucho más antes que ahora. Los seis hijos
eran por orden de mayor a menor: Pedro Antonio, Conchita, Julio César, Ginés,
Cayetano y Esperanza. Julio César cursó la carrera de medicina en Pamplona,
luego entró en la Marina y acabó su vida profesional como general.
La familia
procede de Abanilla, que mi gran amigo de nombre imperial afirma que es el
primer pueblo de España... al menos por orden alfabético. Se llega a Abanilla
desde nuestra estación de Archena-Fortuna por una carreterica que conduce en
primer lugar al pueblo de Fortuna nombrado así en honor de la diosa romana de
la fecundidad y de la suerte por la legión romana que se asentó en el lugar en
el siglo I d.C., fundó el pueblo y también unas termas en perfecto
funcionamiento de las que se conservan sus hermosos mosaicos. Pasada Fortuna y
siguiendo la carretera, entre olivos y almendros, se termina en Abanilla, un
pueblo hermoso donde se ubicaba la casa antigua y señorial con amplio patio
interior a la manera de la domus romana, de los padres de mi amigo
Julio, en plena plaza del pueblo. Yo pasé allí con ellos, invitado, unas
Navidades inolvidables.
A mis
cuñados Eleny, hermana de Pilar, y Siegfried los llevamos en una ocasión a
Ricote Pilar y yo cuando todavía vivía mi madre. Anduvimos paseando por la
huerta y las callejuelas del pueblo les encantaron. Mi madre les preparó una de
sus paellas huertanas, sólo con verdura, que les gustó muchísimo. Degustaron
las almendras fritas que mi madre siempre tenía dispuestas cuando preveía visitas
y las tomamos con abundante cerveza que a nuestras mujeres, a Siegfried y a mí
nos gusta beber, especialmente en el buen tiempo, cuando hace calor.
Un detalle
que les llamó mucho la atención fue el de las paleras o chumberas, creciendo
junto a unas casas pegadas al monte Ajezal. Les conté que sus frutos, los higos
chumbos, se comían cuando estaban bien rojos y maduros, pelándolos con cuidado
con ayuda de unas tenazas y un cuchillo por evitar las numerosas pinchas que
los defendían.
Loli, prima
de Pilar con quien se profesa un gran cariño mutuo, fue otra de las visitantes
a Ricote que nosotros aportamos. Vive en Madrid como nosotros y al haberse
quedado viuda hace muchos años goza de bastante libertad para moverse. Loli es
una mujer encantadora, animosa y fuerte, que supo sobrellevar con entereza su
temprana viudedad y sacó adelante con esfuerzo y trabajo a su abundante familia
compuesta por seis hijos: Javier, Ana, Susana, Ricardo, María y Modesto.
En el viaje
desde Madrid, Loli pasó al asiento trasero de nuestro coche junto con Pilar, yo
me coloqué la gorra de taxista y me dispuse a conducir, sintonicé una emisora
de radio que me agradase y me mantuve distraído con la música, la carretera y
sus curvas. El viaje se les hizo corto a las dos, prueba de ello es que
mantuvieron su charla sin interrupción hasta llegar a La Roda, nuestra parada
obligada cuando vamos a Ricote. Dos horas justas cotorreando sin parar y
disfrutando con ello.
El detalle
más significativo del viaje lo encontramos al abandonar la autovía por la
salida de Blanca, cuyo desvío al pueblo se rechaza en la rotonda y se continúa
adelante 200 m, penetrando al cabo en el desvío a la derecha que conduce por la
carreterica de servicio del Azud de Ojós hasta Ricote. Ese es el momento del viaje
en que yo me siento feliz, casi como si estuviera en casa y siempre abro las
ventanillas, sea el tiempo que sea, para aspirar el aroma de las hierbas del
campo y de los limoneros, lo que a Pilar suele fastidiar, especialmente en
invierno porque es muy friolera. En cuanto vio los limoneros que la jalonan y
aspiró su aroma, Loli me pidió que detuviese el coche porque quería coger
algunos limones. Pilar y yo nos reímos mucho y le contamos que no pasase
cuidado por los limones que en la huerta de Ricote había para dar y tomar.
Una vez en
Ricote mi madre la recibió con gran alegría, al conocerla hacía muchos años y
apreciarse mutuamente, cada una había parido seis hijos, las dos eran viudas y
ambas circunstancias unen mucho.
Por
supuesto que visitamos la huerta y Loli se admiró allí de la cantidad de
limoneros que la pueblan y tomó de nuestros bancales cuantos quiso para cocinar
con ellos y preparar limonadas.
El último
forastero que he llevado a Ricote hasta el momento de escribir estas memorias
fue mi buen amigo Cecilio, casado con María Dolores, gran amiga de Pilar de
Madrid y compañera suya en la Telefónica.
En uno de
mis viajes a ver a mi madre un fin de semana le invité a que me acompañase y se
avino a ello. Antes nunca había visitado Ricote, que le gustó mucho, y aún más
las comidas que mi madre preparó, en especial su paella huertana, de fama en el
mundo entero.
Llevé a
Cecilio a pasear por mis lugares amados: un día subimos al Castillo, mejor
dicho a sus ruinas. Cecilio se detenía cada dos por tres para tomar aliento y
le maravilló el panorama que se divisa desde lo alto. Otro día fuimos por el
paseo del Carrerón y Azud de Ojós, y quedó asombrado de los paisajes
extraordinarios que se observaban a lo largo del camino. Sus palabras exactas
en mi punto favorito del recorrido: el altozano de la carretera, teniendo
enfrente a Blanca y su huerta contorneadas por el río Segura, Abarán un poco
más lejos y Cieza apenas entrevista, fueron que yo era un cabronazo por no
haberle llevado allí antes a contemplar tamaña hermosura.
Mi hermano
Luis me ha contado que en varias ocasiones ha viajado a Ricote con Marisa en
compañía de familiares y amigos. A los consabidos paseos por la huerta y la
sierra ha unido en cada ocasión la visita obligada al restaurante del Sordo,
donde Jesús les ha ofrecido siempre alimentos sabrosos, en especial las
suculentas carnes que cocina magistralmente, y un servicio amable y atento, junto
con su ambiente y decoración elegantes y relajados que sus amigos aprecian.
También Rosa y José Ramón aman mucho a los ricoteños, al pueblo y sus paisajes
y en cuanto se lo permiten sus ocupaciones se acercan por allí.
Añoranza de
la fiesta
San
Sebastián invicto y fuerte, noble mártir, gran soldado, tú serás nuestro
abogado, en la vida y en la muerte como dice su himno es el patrón de Ricote,
20 de enero, que celebramos durante muchos años en Madrid varios amigos
ricoteños con Andrés y yo mismo.
El
homenajeado era Sebastián “de las sardinas”, llamado así porque sus padres que
regentaban una tienda de alimentación, frontera de la casa de mis abuelos Eloy
y Rosario, entre sus productos típicos se encontraban las sardinas arenques,
vendidas en las tradicionales botas, que Sebastián cuando era joven voceaba con
entusiasmo: ¡qué buenas son mis sardinas¡, y remataba: ¡todas machos!
El resto de
la compañía ricoteña en Madrid lo formaba el Tocayo, de quien hoy mismo ignoro
su nombre y apellidos; Antoñico y Paco de la Juliana, que tenían una sola
hermana llamada Rita como mi madre; con Andrés y conmigo éramos seis los
festejantes.
Cuando los
padres de Antoñico y Paco dieron el salto de Ricote a Madrid, lo hicieron a la
calle don Ramón de la Cruz, cercana a la de Andrés y mía. En parte por ello y
por nuestra relación previa de parentesco y de amistad por nuestra edad similar
salimos innumerables veces juntos en Madrid, tanto a estudiar como a
divertirnos, al Retiro, al cine, de paseo o a ligar; también montamos numerosos
guateques en su casa y en la mía. Antoñico, tan socarrón como gracioso,
tempranamente fallecido, fue uno de nuestros grandes amigos de juventud.
Nuestra
celebración en la capital resultaba sencilla y consistía en salir a tomar unos
vinos o unas copas en la tarde del 20 de enero. Otras veces nos recluíamos en
casa del Tocayo, sita en la Avenida Donostiarra en un edificio enorme, tan
grande como para incluir un paso para vehículos por medio del mismo, con
numerosos portales de viviendas. La Avenida Donostiarra era la calle principal
del Barrio de la Concepción, uno de los barrios que crecieron en el Madrid de
los años 60, al otro lado de lo que luego sería la M30, vía de circunvalación
principal de la capital.
Recuerdo en
especial una tarde de San Sebastián en la que nos reunimos en la Plaza de
Manuel Becerra, inicio de nuestra calle Francisco Silvela y cercana al
domicilio de Paco y Antoñico, que frecuentábamos con ellos Andrés y yo cuando
salíamos juntos a tomar cañas y vinos a la hora del aperitivo en los días de
fiesta y algunas tardes.
Yo siempre
me he considerado goloso, pero a todo hay quien gane en esta vida. En este
sentido el vencedor indudable resultó el Tocayo. Ante el escaparate de una
pastelería realizó un recuento rápido de los participantes: los seis de
siempre, y enunció su frase genial: “somos seis, a medio kilo cada uno son tres
kilos de pasteles.”
Nadie
estuvo de acuerdo con adquirir aquella barbaridad de pasteles y le llamamos de
todo: goloso, panzón y otras lindezas. Aunque compramos pasteles y cava para la
celebración no fueron tres kilos ni mucho menos, creo que nos contentamos con
un kilo para todos. Con la comida y bebida dispuestas, nos trasladamos a su
casa y jugamos a las cartas a lo largo de la tarde como de costumbre, comimos,
bebimos y lo pasamos muy bien.
Cada vez
que nos reuníamos para festejar al santo cantábamos el San Sebastián invicto y
fuerte, noble mártir gran soldado, y Gratos himnos de honor y de gloria
entonemos a San Sebastián (que no sé si son el mismo o dos diferentes), con
mucha seriedad en su casa, y a veces también nos asaltaban las ganas de
homenajear al santo en plena calle y no había quien nos parase. Algunas
personas nos miraban extrañadas al pasar a nuestro lado porque no éramos los
clásicos borrachos, aunque a veces fuéramos un tanto cocidos, ni nuestro canto
era el consabido Asturias patria querida bien macerado por el alcohol, sino un
canto de iglesia que hablaba de un santo, y eso a media tarde y a pleno pulmón
en las calles de Madrid llamaba mucho la atención.
Cuando nos
íbamos de copas Sebastián pagaba siempre la primera ronda por invitarnos y
luego seguíamos a escote como de costumbre.
Nunca se
nos ocurrió concurrir a la iglesia de San Sebastián de Madrid, situada en la
calle Atocha al lado de la plaza de Antón Martín, que frecuentaban otros
ricoteños como el hermano mayor de Jesús del Boni y su pandilla. Nosotros no
éramos de visitar iglesias.
Estando en
Madrid añorábamos las fiestas de San Sebastián que habíamos disfrutado en Ricote
de pequeños. En la plaza del pueblo se montaban los tenderetes donde
comprábamos turrón, almendras garrapiñadas y nos divertíamos de pequeños con
algunas perras en el bolsillo que nos habían dado para los gastos. Casi nunca
coincidía la estancia de mi familia con las fiestas del Santo Patrón, y por eso
resultaban más notorias las que pasábamos allí.
En alguna
ocasión acudimos los primos y yo al circo que se montaba en un terreno libre.
El circo era pequeño y pobretón, compuesto por una familia en la que unos
cantaban flamenco, con algunos equilibristas y la cabra amaestrada que habíamos
visto en espectáculos callejeros en Madrid.
Durante la
misa del día del santo se extendían por el suelo ante alguna de las dos puertas
de la iglesia, antes y ahora, tracas escandalosas y se prendían fuego con gran
estruendo y ese amor levantino por la pólvora en sus festejos que Ricote ha
compartido siempre con tantos pueblos murcianos.
Otra
muestra de su gusto por la pólvora son los fuegos artificiales, que allí se
llaman sencillamente “el castillo”. Estos cerraban siempre la fiesta del santo
por la noche y eran muy apreciados por los lugareños. Los ricoteños a veces los
comparaban con los del pueblo cercano, Ojós, exaltando los suyos y afirmando
que los de los ojeteros no valían nada.
Un año,
siendo yo mozo, conseguí permiso de mis padres para acompañar a la tía María,
al tío Andrés, Rosarito y Andrés, a Ricote por las fiestas de San Sebastián. No
recuerdo si fuimos en el primer coche que los tíos tuvieron, un Renault
Dauphine que ya conducía Andrés hijo, o si marchamos en un taxi desde Madrid.
Los padres y hermanos se quedaron en la capital y a mí me dejaron la llave de
la casa donde vivíamos entonces, situada en la calle principal antes de llegar
al Sampedro, que era de los abuelos Rosario y Eloy y acabó tocándole como
herencia a la tía Rosarico, donde vivió hasta su muerte, una vez dejada la casa
de las escuelas en donde vivieron años y años.
En esta
casa celebramos bailes todos los días que estuvimos allí. Manteníamos abiertas
las puertas y con el tocadiscos a toda pastilla atronábamos los alrededores con
la música y con la juerga que nos corríamos, bailando, bebiendo y cantando.
Debimos ser la comidilla del pueblo en aquellas fechas, en especial yo mismo,
menos mal que eso nunca me ha importado. Pero lo pasamos bien sin meternos con
nadie. Las mozas que aceptaron nuestra invitación bailaron y se divirtieron, y
las demás se lo perdieron. Allí fuimos libres y felices por unos días.
Destino
Ricote
Los viajes
a Ricote siempre fueron para nosotros sinónimo de vacaciones, es decir de
felicidad y libertad, porque Ricote era nuestro paraíso soñado cuando nos
encontrábamos en Madrid deseando que llegase el momento de partir hacia el
pueblo.
Nuestros
viajes familiares los realizábamos mayoritariamente en tren, al carecer los
padres toda su vida de vehículo propio. Tiraban del tren aquellas imponentes
locomotoras de vapor antiguas: negras, brillantes, enormes, ruidosas, soltando
chorros de vapor por todas partes y saludando el maquinista con sonoras pitadas
en las curvas del camino de hierro y al entrar en cada estación para mostrar
claramente su presencia; esos tremendos artefactos que tanto nos admiraban,
aturdían y asustaban vistos de cerca.
Desde muy
pequeños, cada viaje en tren constituía para mí una aventura apasionante rumbo
a lo conocido en la que me sentía protagonista: uno de los jefes de la
expedición. Mi madre era el ama, por descontado, pero en segundo lugar me
encontraba yo, el primogénito de la familia, dado que mi padre nunca viajaba
con nosotros al encontrarse de continuo acuciado por insoslayables tareas
laborales. Yo era el jefe de los mayores: Julito y Javier, los pequeños: José
Ramón, Rosa y Luis no contaban porque eran tiernos corderillos necesitados de
cuidados que nosotros y especialmente nuestra madre les prodigábamos, pero no
resultaban útiles para el enorme trasiego de maletas y paquetes que cada viaje
exigía.
La
maravilla de los viajes a Ricote se sustentaba en dos y a veces tres por año.
El primero por Navidades costaba merecerlo tan sólo un trimestre de estudios, y
se nos hacía corto el tiempo entre los dos periodos vacacionales desde el
verano hasta Navidades, con el añadido fantástico de que estas vacaciones
navideñas duraban más de quince días. El segundo trasiego anual, de Semana
Santa, era el más corto y se concretaba en apenas ocho días de vacaciones, pero
también el más saludable porque suponía superar el sombrío, húmedo y frío
invierno en la capital. Para nosotros constituía el despertar de la primavera.
Este era el viaje menos seguro por su escasa duración y en ocasiones quedó
excluido de nuestro calendario.
Finalmente
el más largo y gozoso de los viajes lo realizábamos a las puertas del verano, y
nuestra estancia en Ricote y en su campo se prolongaba durante tres meses:
Junio, Julio y Agosto, e incluso se añadían algunos días de Septiembre. Las
clases y los exámenes en el Instituto Ramiro de Maeztu donde estudiamos todos
los hermanos varones el Bachillerato (pero no Rosa porque en aquel entonces los
Institutos de Enseñanza Media españoles se dividían por sexos y había
Institutos de chicos como el nuestro y de chicas como el Beatriz Galindo) para
los alumnos oficiales como nosotros terminaban a finales de Mayo, dado que los
numerosos alumnos libres se examinaban en Junio y había que dejar las clases
libres para ellos. Los exámenes de Septiembre de dichos alumnos conseguían que
nuestro regreso a las aulas no se realizase hasta mediados de dicho mes.
El viaje
familiar por la fiesta del santo patrón del pueblo, San Sebastián, el 20 de
enero, resultaba mucho más raro por la proximidad de las vacaciones de Navidad
y la carestía del mismo para pasar allí unos pocos días e interrumpir nuestras
clases. Algunas veces viajé yo solo acompañando a los tíos Andrés y María, con
los primos Andrés y Rosarito. Con la familia al completo no recuerdo ninguno
salvo de muy pequeño.
Ni que
decir tiene que los viajes desde Ricote con destino Madrid no merecen excesivos
comentarios porque nunca nos gustaron ni pizca. Eran viajes hacia el trabajo,
en nuestro caso hacia el estudio, sin aliciente alguno, realizados con desgana
y a la fuerza.
Nada
comparable con nuestros viajes ilusionantes hacia Ricote que comenzaban con los
preparativos, el fundamental de los cuales consistía en obtener los billetes de
ida y vuelta en tren en tercera clase, la del pueblo llano al que
pertenecíamos. La segunda clase en tren de la época, y no digamos la primera,
quedaban reservadas a los ricachones.
Al concebir
seis hijos, mis padres eran considerados como familia numerosa y gozaban de
ciertos descuentos en los servicios públicos, entre ellos en los trenes de la
Renfe. Mi padre rellenaba los papeles indicando las fechas, destino y número de
billetes de ida y de vuelta, y me enviaba a por ellos como hijo mayor.
Provisto
del carné de familia numerosa me personé numerosas veces en las oficinas
centrales de Renfe, situadas entonces en pleno centro de Madrid, junto a la
plaza donde dos leones tiran del carro de la diosa Cibeles entre chorros de
agua. La oficina se encontraba en la acera izquierda de la calle de Alcalá
subiendo en dirección a la Puerta del Sol, nada más pasar el enorme y
maravilloso edificio del Banco de España, en la primera esquina. La oficina
desapareció muchos años después porque el Banco de España compró el inmueble
que la cobijaba, lo derribó y edificó allí una ampliación de su sede central
que hoy día aparece a la vista como un único edificio ocupando toda la manzana.
Llegado a
la oficina de Renfe y después de esperar la cola para obtener los billetes de
largo recorrido me correspondía al fin mi turno. El operario se arremangaba al
observar los numerosos papelillos de petición de billetes y después de escrutar
detenidamente mi carné de familia numerosa se disponía a rellenar a mano, uno
por uno con su letra pulida, los billetes de mi familia, que conforme esta iba
creciendo eran cinco, seis e incluso siete con mi madre cuando el benjamín Luis
apareció en escena. Hasta los cinco años los niños pagaban medio billete pero
ocupaban un asiento entero como los mayores. Cuando alguno de los hermanos
pequeños sobrepasaba en algo esa edad en un viaje concreto, mi madre le
aleccionaba vivamente para que si el revisor le preguntaba su edad dijera que
tenía cuatro años, ni uno más.
El operario
de Renfe escribía pausadamente a mano con su letra florida nuestros billetes y
los de la cola se impacientaban, especialmente cuando se trataba de siete
billetes y otros tantos de vuelta, catorce papelillos en total pues se
compraban a la vez. Cuando al fin salía de la oficina, con mis billetes a buen
recaudo en el bolsillo, feliz ante el próximo viaje, los aspirantes a viajeros
que aguardaban en la cola me miraban y respiraban aliviados ante mi marcha: un
pesado menos.
El viaje en
sí lo iniciábamos en un taxi abarrotado, dotado de baca y no como ahora que
ninguno lleva, que nos conducía a la familia y a la ingente paquetería hasta la
estación de Atocha de donde partía nuestro tren. Por suerte, entonces no había
cinturones de seguridad y el trayecto hasta la estación de Atocha se saldaba
con todos los peques, los mayores y mi madre amontonados en el asiento de
atrás, yo me colocaba en el asiento delantero, junto al conductor. Cuando los
peques crecieron y no fue posible entrar todos en el taxi, recuerdo que los
hermanos mayores íbamos en Metro hasta Atocha y allí nos reuníamos.
Solíamos
viajar de noche a Ricote en el tren Correo, y el viaje de vuelta a Madrid lo
hacíamos de día en el Rápido, un título especialmente rimbombante y falso para
un tren tortuga que tardaba once horas desde la estación de Archena-Fortuna,
parando previamente en estaciones y apeaderos mil, y cubriendo el trayecto
aproximado de 330 km ¡a la fabulosa media de 30 km por hora!
En nuestros
viajes hacia Ricote llegábamos casi siempre con tiempo de sobra a la estación
de Atocha en Madrid. Allí, los taxis eran esperados por los fornidos mozos de
cuerda, llamados así por las gruesas maromas de las que se ayudaban para
transportar los bultos a la espalda, cambiadas años después por carritos
metálicos con ruedas, mucho más cómodos para su espalda y su futura vejez. Su
uniforme consistía en un ropón grande de color azul oscuro y una gorra del
mismo color, ropón que también observé en tratantes de ganado en la época. Mi
madre contrataba uno o dos de ellos, y tomando los mayores de la mano a los más
pequeños para que no se perdiesen, y uno de ellos en brazos de mi madre, la
comitiva se encaminaba hacia nuestro tren que solían situar despectivamente en
una de las vías laterales, de Cercanías, de la estación de Atocha y por tanto
bastante alejadas de la entrada.
Una vez en
nuestro vagón y después de encontrar el compartimento que nos correspondía, el
siguiente trabajo consistía en subir los peques y los trastos por la ventanilla
o la puerta más cercana e intentar desalojar a los viajeros que habían ocupado
nuestros asientos y espacio para bultos. Las pertenencias debían ser vigiladas
en todo momento porque al ser libre la entrada a la estación e incluso a los
vagones de los trenes, sabíamos por experiencia que brujuleaban por ella
docenas de descuideros, es decir de ladrones, que al menor descuido te
despojaban de las mismas.
Cada tren
de la época llevaba billetes de asiento y billetes sin asiento, y de estos
últimos se despachaban tantos cuantos viajeros los demandasen, sin tasa,
circulando los trenes abarrotados de continuo por la ausencia de otros
transportes masivos. De ese modo, quienes viajaban con billetes sin derecho a
asiento se apresuraban a adelantar su arribo al tren detenido en la estación
para ocupar los asientos que les parecía bien, confiando en que los viajeros
con derecho a asiento no compareciesen. Y eso a pesar de que a la entrada de
los compartimentos un papelillo ondease el aviso de Reservado, y dentro de
ellos cada asiento llevaba encima de él, pegado a la pared, un recipiente
pequeño que contenía el papel de Reservado, un papel que los ocupantes
irregulares de los asientos se apresuraban a extraer y destruir. Lo mismo
habrían hecho, tal vez, con el papelillo de Reservado del pasillo a la entrada
del compartimento, pero estaba cerrado y los viajeros no tenían acceso al mismo
por lo que el papelillo se mantenía siempre en su lugar, tal vez a pesar suyo.
Con todos
los niños y la impedimenta a nuestros pies, una vez en el compartimento que nos
correspondía, comprobábamos por ejemplo que cinco de nuestras siete plazas se
encontraban ocupadas y los papelillos desaparecidos. Siempre intentábamos un
acuerdo amistoso, indicando a los ocupantes que aquellos asientos eran
nuestros. En la mayoría de las ocasiones los viajeros se hacían los sordos
mirando al techo y era preciso buscar la solución radical a nuestro problema
consistente en encontrar al Revisor del tren y conseguir que nos acompañara y
los expulsase sin más de nuestros sitios.
Mi madre me
encargaba que buscase al Revisor armado de nuestros billetes y yo me lanzaba a
lo largo de los numerosos vagones del tren a la captura de un señor con gorra
de plato redonda con filete rojo, uniforme de chaqueta y pantalón azul oscuro,
con una insignia brillante al pecho donde constaba su condición de Revisor.
Cuando lo encontraba le contaba nuestras cuitas y a veces me seguía de
inmediato y otras, consultado su cuadernico, respondía que iría en un momento.
Llegado el
Revisor a nuestro compartimento expulsaba directamente a quienes habían
usurpado nuestros asientos. El siguiente paso consistía en que Julito, Javier y
yo mismo colocásemos en el pasillo las maletas y bultos que ocupaban el espacio
que nuestros billetes cubrían, compuesto por la rejilla de encima de los
asientos, el espacio superior y el altillo enorme coincidente con el pasillo,
el mejor para los bultos grandes y pesados. Tras desalojar el espacio ocupado
por aquellos viajeros, por desgracia para ellos sin derecho a asiento ni a
nada, situábamos nuestros equipajes, nos aposentábamos y el viaje podía
empezar.
Cada
compartimento incluía en la tercera clase dos asientos corridos para cinco
plazas cada uno, enfrentados y tapizados de skay marrón claro como el respaldo,
que resultaban incómodos y calientes en verano cuando se te pegaba el culo a
ellos por el calor, y fríos en invierno pese a la calefacción situada bajo los
mismos y a la puerta que se mantenía cerrada en invierno y una ventanilla
grande en el otro extremo, cuya parte superior podía abrirse para las
despedidas de los que no viajaban, cargar y descargar maletas y bultos. Los
compartimentos de segunda clase tenían cuatro asientos en cada lado y los de
primera, tres en cada lado, y nada de tapizarlos con skay marrón como los de
tercerola, sino en tela gruesa floreada de color gris y con apoyabrazos entre
las plazas centrales. Estos compartimentos de la gente rica los veíamos al paso
en nuestros paseos aburridos por el tren y siempre que el revisor nos lo
permitiese, que a veces nos echaba en dirección a nuestra tercera clase. A
todos los compartimentos se accedía por un largo pasillo común festoneado de
amplias ventanillas que se subían y bajaban a voluntad.
El viaje en
los vagones tirados por aquellas locomotoras de vapor, alimentadas con carbón y
gastando mucha agua que les suministraban en ciertas estaciones con un tubo giratorio
que se acoplaba al depósito de la máquina, resultaba maravilloso e
interminable.
En su
momento tocaba cenar, lo que hacíamos allí mismo a base de tortilla de patatas,
tortilla francesa o filetes empanados en bocadillo o huevos duros, embutidos, queso
y otras viandas, además de la indispensable fruta. Tras la cena y llegada la
hora de dormir nuestra madre nos enviaba a los mayores al pasillo a que nos
diera el aire, porque los pequeños debían descansar y dormían estirados en
nuestros asientos. Algún rato nos sentábamos en el pico del asiento, dejando
siempre el lugar bueno a los peques
acostados y dormidos.
En el
pasillo ventoso del tren contemplábamos los mayores por la ventanilla desfilar
las casas, árboles y postes de telégrafos. Preferíamos siempre, al menos yo,
las noches de luna llena que proyectaba su luz azulenca sobre el paisaje
dotándole de un ambiente espectral y peliculero, de película de miedo o novela romántica.
En el duro
suelo del pasillo donde nos sentábamos directamente o sobre periódicos igual
que hacen hoy los jóvenes, comprobábamos la fortaleza de nuestros amados
pantalones vaqueros, los primeros que vestimos, franceses y de marca Blue
Colorado, que nuestra madre compraba en una tienda de Decomisos del Paseo de
las Delicias, no muy lejana a la estación de Atocha de donde partíamos en
dirección Ricote.
El viaje
nocturno en tren concluía por la mañana, con el cuerpo estragado y friolento
por la falta de sueño y la incomodidad del duro suelo del pasillo o la cansada
postura de pie. Nuestro destino era la estación de Archena-Fortuna,
equidistante de ambos pueblos y la más próxima a Ricote.
En una
ocasión concreta no llegamos a Archena sino que el tren se detuvo antes, en la
estación de Ulea donde nunca solía. En la estación de Cieza nos preparábamos de
costumbre para salir en la siguiente, la nuestra de Archena, menos en aquella
ocasión cuando sucedió algo diferente. Después de Cieza, la locomotora se
detuvo poco a poco con su habitual chirrido de hierros, pero aquel día tiraba
de tal número de vagones que no pudimos ver el nombre de la estación por
encontrarnos alejados al haber situado nuestro vagón en los últimos lugares de
la composición. Dos soldados jóvenes que viajaban uniformados y con su macuto
al hombro descendieron del tren pensando como nosotros que se trataba de
Archena. Nos decidimos a descender, pese a las dudas, con toda la parentela y
los bultos, con cierta dificultad porque la altura de las escalerillas del tren
hasta el suelo de cascajo era muy superior a la normal al no entrar nuestro
vagón en el andén de la estación. Cuando teníamos abajo todos los peques, con
nuestra madre y los bultos, los soldados volvieron corriendo y voceando que la
estación no era Archena sino Ulea y de un salto treparon de nuevo al tren.
Pensamos que era imposible subir de nuevo con toda la compañía y el tren se
marchó sin nosotros.
Contemplando
abatidos la trasera de nuestro tren que partía, no nos quedó más remedio que
tomar los bultos y emprender cargados el camino hacia el edificio de la
estación, con cierta tensión y nerviosismo en el ambiente por habernos
confundido en aquella hora temprana y encontrarnos todos cansados y medio
dormidos. Uno de los hermanos, creo que fue José Ramón, captó la tensa
situación de inmediato y asustado dijo a mi madre haciendo pucheros: yo quiero
llorar, y mi madre contestó resuelta: pues llora, hijo, llora. Ante respuesta
tan confianzuda, José Ramón se abstuvo de llorar y llegamos al edificio de la
estación sin mayores escándalos. Allí nuestra madre contó al jefe de la
estación nuestra confusión, quien le permitió llamar por teléfono a Paco
Pestaña que vino a buscarnos a la estación y nos condujo sanos y salvos a
Ricote.
Generalmente
llegábamos a la estación de Archena-Fortuna y solíamos continuar hasta el
pueblo de Archena en una camioneta que llevaba el correo a los pueblos
cercanos. Una vez en Archena, esperábamos desayunando al coche correo que nos
llevaba a Ricote y a veces nos recogía Paco Pestaña, el chófer del pueblo, que
en ocasiones acudía directamente a la estación desde donde nos transportaba a
Ricote en uno de sus inefables vehículos.
El fabuloso
chófer y sus fantásticos vehículos que tantas veces transportaron a la familia,
tanto a Ricote como a nuestra amada playa de La Mata, merecen unas palabras que
diré sin demora.
Paco
Pestaña era un personaje peculiar y entrañable: bigotudo, afable y bonachón,
nunca le vi enfadarse por nada ni con nadie. Durante muchos años taxista de
Ricote, era famoso en el pueblo por sus insólitos coches americanos, negros y
enormes, y las hazañas increíbles que acometía con ellos, transportando por
ejemplo de una sola vez a veintidós personas a la feria de Abarán, un pueblo
cercano.
De un coche
por grande que sea nadie espera que pueda acarrear más allá de ocho o diez
personas, aunque lleve una fila de transportines delante del asiento trasero
como sucedía con los vehículos de Paco Pestaña, pero él conseguía encajar en el
habitáculo dicha cifra de viajeros de forma inverosímil, casi mágica.
Paco hacía
sentarse a cuatro personas en el asiento de atrás y encima de ellas otras
cuatro, siempre familiares o amigos de las primeras o no habrían soportado con
gusto ese peso y molestia adicionales. Luego levantaba los transportines,
previamente abatidos para facilitar la entrada a las plazas posteriores, que
eran dos asientos amplios donde cabrían muy apretadas otras cuatro personas,
dos en cada uno. Con ello ya tenemos a doce personas situadas.
En el
asiento delantero corrido entraban otras tres o cuatro bien juntas con él,
recuerdo verle conducir abrazado al volante y sin apenas espacio para maniobrar
ni mover la palanca de cambios. En este momento habría dieciséis pasajeros
colocados, que parece una burrada pero no un imposible para Paco, un mago
prodigioso en ese sentido. Esta cifra se redondeaba hasta lograr los veintidós
pasajeros de una forma achacable sólo a su genio. El asiento trasero recibía
casi siempre el excedente hasta lograr ese cupo con varias personas
interpuestas, sentadas unas sobre otras después de que el patrón estudiase
concienzudamente la cuestión y acabase con cada persona ubicada prodigiosamente
en un sitio imposible al grito invariable: “tú mete el culo”, y una vez metido
el culo, el resto del cuerpo entraba por añadidura.
Contraviniendo
o matizando la ley de la física que dice: cada cuerpo ocupa un lugar en el
espacio, Paco la convertía en un lugar “moldeable” en el espacio, con lo que su
genialidad se mostraba a la luz, digna de ser admirada por quienes le conocimos
en vida y faro de las generaciones futuras. Como los pioneros que descubrieron
nuevos mundos, Paco Pestaña fue nada menos que un adelantado de la logística
cuando nadie conocía tal palabreja. La logística es la ciencia de transportar
el máximo número de bultos (en su caso humanos) en el mínimo espacio y con el
mínimo aire que nadie paga. Paco Pestaña dominaba su técnica de modo autodidacta,
sin que nadie le hubiera enseñado.
Menciono la
Feria de Abarán como destino deseado por muchos ricoteños porque yo mismo he
viajado con Paco Pestaña en compañía de otras personas hacia ese destino más de
una vez.
En esos
viajes, el coche cargado hasta arriba de gente bajaba hasta Ojós donde se
topaba de frente con el obstáculo natural del río Segura. Desde allí, en vez de
girar a la derecha para atravesar el pueblo en dirección a Archena y Murcia,
tomaba a la izquierda la carretera,
zigzagueante por las numerosas curvas a que obligaba el tortuoso curso del río,
y se llegaba a Blanca, donde podía escogerse el camino de la margen izquierda
del Segura, después de cruzar el puente y atravesar el pueblo, o mantenerse en
la carretera de la margen derecha tomada al bajar de Ricote, ambas conducían a
Abarán y continuaban hasta Cieza.
Cualquiera
de las dos carreteras era infame, estrecha y con curvas numerosas con
prohibiciones de velocidad máxima de 20 e incluso 10 km por hora. Eran
indicaciones de todo punto innecesarias porque nadie sería capaz de conducir
por aquellas estrechas carreteras plagadas de curvas a velocidad superior, y
menos manejando un armatoste de los de Paco, ancho y largo como un camión,
lleno hasta los topes de gente que por poco se salía por las ventanillas.
Por aquel
entonces era obligatorio pitar antes de entrar en cada una de las numerosas
curvas sin visibilidad del recorrido, y a quien no cumplía el precepto la
Guardia Civil que vigilaba las carreteras en pareja le multaba sin más. La
obligación de pitar para avisar de tu proximidad a otros vehículos era
necesaria ante la posibilidad de coincidir en plena curva con otro coche,
camión o autobús, y como no cabían los dos en ella en movimiento era preciso
realizar maniobras, con uno de los dos vehículos orillado en la cuneta y el
otro circulando muy despacio para salvar el obstáculo.
Los coches
de Paco Pestaña asombraban a cualquiera por su pinta estrambótica, de película.
Eran inmensos y los llamábamos de Frank Niting, aunque no recuerdo a quien
designaba ese nombre, tal vez a algún forajido famoso. Eran coches siempre
pintados de negro, de caja cuadrada, lunas rectas y enormes guardabarros
delanteros y traseros sobre las ruedas, con estribos inmensos en donde cabían
perfectamente los pies de varias personas en cada lateral agarradas a la baca
fija. Coches iguales al suyo aparecían en las películas de Chicago años 20,
donde los policías con uniforme y gorra de visera perseguían a los forajidos
ensombrerados disparando una ensalada de tiros, unos y otros dotados de
metralletas (algunas con cargadores redondos llamadas “naranjeros” aunque no
lanzasen precisamente naranjas) para mejor matarse, con algunos malosos subidos
a los estribos de los coches agarrados a la baca con una mano y disparando con
la otra. En todas las pelis había emocionantes persecuciones, con curvas,
aceleraciones, choques y muertos por doquier, y como se decía en Ricote, allí
moría hasta el pìpante.
Navidad de
2012
Este
escrito, germen de mis memorias, fue preparado para leer en voz alta y entregar
una copia a mis hermanos y sobrinos en la Navidad de 2012 en Ricote. Imaginado
en estilo cervantino, con las cinco palabras de inicio idénticas a las de un
capítulo del Quijote, me ha parecido pertinente incluirlo aquí tal cual.
La del alba sería cuando el
vestiglo que exhalaba por sus fauces y narices humo y vapor horrísonos,
haciendo brotar de sus broncíneas entrañas ruidos estruendosos cual fantasma
surgido de las profundidades de la tierra, se acercaba a una venta que la apretada
tropa de los Maestre, con una recia patrona Avilés al mando, apenas terminaba
de vislumbrar en la lejanía su nombre. Al poco y mientras el monstruo se
detenía con agudo chirriar de fierros, descubrieron el cartel do se nombraba:
Archena-Fortuna, un nombre asaz auspicioso como para señalarlo con piedra roja,
puesto que a nuestro destino intermedio: Archena, unía el de la diosa Fortuna,
tan voluble y ciega, pero que ahora nos favorecería de seguro.
Previo al descenso de la bestia
tronadora, la juvenil tropa se agrupaba junto a los pertrechos comunes bajo la
atenta mirada de la patrona Rita y del cancerbero Eloy, el primogénito de la
tribu, que les aleccionaba con ahínco para que nadie se desmandase ni saliese
de la fila. La tropa, con las telarañas del sueño todavía sobre los ojos, y el
frío en los huesos por el relente y la mala noche que los más pequeños habían
pasado, pese al asiento corrido sólo para ellos, añorado por los mayores
enviados por la patrona al pasillo ventoso a contemplar la luna, se agitaba
balando inquieta a la búsqueda de su aprisco. La delicada operación de descenso
del monstruo a la dura tierra de la tropilla soñolienta y sus pertrechos,
cifrados en 24 según los sucesivos recuentos efectuados por los jefes de la
partida a la subida y bajada de la bestia rugidora, se realizó con éxito.
La donosa aparición de nuestro
esforzado cochero: el famoso Paco Pestaña cuyas fazañas corrían en boca de
todos, tiñó nuestros juveniles rostros de un rubor muestra del contento que su
presencia y la del increíble y presentido carruaje presagiaban. El traslado de
los pertrechos y acomodo de los mismos y de la tropa baladora al fabuloso
carruaje pestañesco, traído de lejanas tierras de allende los mares para
asombro de propios y extraños, se produjo con rapidez y eficiencia remarcables.
Acomodando su estrambótica
presencia al puesto de mando de su carruaje, el Pestaña lo puso en marcha con
una llave mágica. Pese al rugir estentóreo de la nueva máquina, que hacía
temblar a los pequeños por el ajetreo de sus engranajes, émbolos y estructuras,
la tropa más menuda tras acomodarse en su interior volvió a su interrumpido
sueño y los demás contemplamos al rosicler los arbolillos frutales y cítricos
que flanqueaban el sólido camino, más duro que la mesma piedra roqueña extraída
de las canteras montañosas.
La villa de Archena, famosa por sus
baños termales donde gentes de todo pelaje y condición remojan sus cuerpos, a
menudo estragados por las enfermedades y los años, nos acogió generosa. Una vez
en ella, el Pestaña detuvo su carruaje fantástico ante una posada en el Carril,
famosa por los dulces alimentos que allí se cocinaban para disfrute de viajeros
como nosotros, posada que abrió sus puertas ante nuestra llamada perentoria. La
posadera nos acogió benevolente frotando sus manos de contento ante su seguro
beneficio al servir el desayuno a tan numerosa prole.
Nuestro pestañesco conductor quedó
vigilante al arrimo de su carruaje, no fuera a ser que a algunos follones y
malandrines se les ocurriera despojarlo de nuestras amadas pertenencias, con
gran descontento nuestro y responsabilidad suya en el alevoso latrocinio, o
robarlo en su integridad para darse a insospechadas aventuras.
Servido el refrigerio con rapidez
inusitada, la tropa menuda consumió su Cola-Cao con leche, un brebaje bien
caliente y querido por su dulzura y la fuerza que procuraba a sus humildes
cuerpecillos en formación, remojando sabrosas viandas en él nombradas como
magdalenas. La patrona mayor, cancerbero y hermanos de mayor talla, consumían
su café con leche con las susodichas magdalenas y todo lo que comían les
parecía insuficiente para llenar unas tragaderas abismales, que la edad y la
agitación continua del viaje exasperaban.
Concluida la mínima pitanza y
pagado el estipendio por la patrona mayor, tras extraerlo de un bolsico
calentado por el seno amado, antaño nutricio, junto al que permaneció acunado
toda la noche, nos introdujimos de nuevo ordenadamente en el carruaje
pestañesco rumbo a la villa de Ricote, nuestro destino final. Allí esperaban
nuestros antepasados paternos y maternos y restante parentela, porque con ellos
pensábamos disfrutar de los próximos festejos navideños para solaz y descanso
de la totalidad de la tropa baladora. La patrona mayor, en cambio, debería
continuar su incesante labor para con los demás de preparación de viandas,
comida controlada de las mismas y reparación nocturna de las fuerzas perdidas,
con algunos descansos intermitentes y escasos para sí misma, pero con la
inmensa satisfacción y alegría de encontrarse en su villa natal y junto a sus
padres y hermanos queridos.
La llegada a Ricote dio por
concluido el trasiego múltiple y felicísimo, especialmente a su terminación, y
comenzaron nuestras vacaciones navideñas, felices por la libertad concedida en
la villa murciana, similar a la de los pajarillos y bestezuelas que señorean
los campos, y negada siempre en la procelosa orbe matritense.
Ricote, tierra de moriscos, de
cristianos viejos y de la hueste de Santiago, antaño poderosa y dominadora del
valle al que da nombre desde la alta atalaya de su castillo almenado, hogaño
pobre por su monocultivo de los dorados limones, despreciados por los
mercaderes. Este Ricote amado al que podría aplicarse un refrán de los que mi
escudero Sancho prodiga: no donde naces sino con quien paces, y al que
procuramos volver siempre que las circunstancias lo permiten porque aquí se
encuentran nuestras raíces y los huesos de nuestros ancestros, y cuyas personas
y parajes amamos.
Hogaño, algunos de aquellos
juveniles viajeros nos encontramos de nuevo felizmente en Ricote, con las
ausencias dolorosas de la patrona mayor, del pater familias y del
segundogénito, y la presencia gozosa de allegados amados y de algunos de los
vástagos habidos con ellos en gozosas coyundas.
Os miro sonrientes y comparto con
vosotros el sentimiento dichoso de encontrarnos de nuevo unidos, un tanto
abrumados por las cargas que el tiempo y sus bochornos obraron en nuestras
espaldas, pero felices al sentirnos en compañía y poder abrazarnos y querernos
como corresponde a nuestra sangre común y a los estrechos lazos que nos unen a
los allegados que aparecieron antaño en nuestras vidas para quedarse.
Antes de
cada viaje desde Ricote, los preparativos ocupaban buena parte del tiempo de mi
madre y un poco nuestro. Con todo dispuesto y embalado, lo primero era contar
los bultos en la propia casa. El resultado daba tres o cuatro maletas con ropa,
dos de ellas enormes con telas de dibujos a cuadros y esquinas con refuerzos de
cuero, una más clara de tonos marrones y otra verde; también bolsas, cajas con
embutidos y otras con dulces caseros ricoteños: mantecados, cordiales y
pastelillos de cabello de ángel; bombonas de aceite y de vino, sacos de
limones, uno o dos perniles del chino, así como docenas de cosas más.
Entre los bultos
más incómodos de transportar se encontraban dos grandes bolsas de lona de color
azul oscuro, odiosas, cuyas asas eran dos aros de hierro que se clavaban,
inmisericordes, en tus dedos cuando las transportabas. Las bolsas adquirían por
su tamaño y carencia de forma un volumen redondo al encontrarse llenas de ropa,
y te obligaban a separar mucho los brazos si las llevabas las dos a la vez,
pero siempre iban chocando de forma molesta con tus piernas a cada paso.
Heredamos
del abuelo Marcelino, que la había hecho con sus manos, una maleta pequeña y de
escasa capacidad, oblonga, indestructible, fabricada íntegramente de madera
color claro, con forma de barrilete con sus lados curvos reforzados por
listones de madera y que por la rotunda fortaleza de sus paredes transportaba
en ella cosas pesadas con la incomodidad inherente. Sus asas eran de madera con
un aro metálico en su interior. Una de las asas acabó perdiendo su maderica y
quedó a la vista el aro metálico fino que resultaba un tormento para la mano transportadora,
siquiera fuese en un trayecto corto. Por su material, la maleta pesaba bastante
incluso vacía, y mucho más llena.
A veces la
impedimenta incluía detalles maravillosos e inverosímiles como animales vivos:
un gallo, un conejo o palomas, cuidando de que no murieran por el camino al no
contar con jaulas ni nada semejante para facilitar el transporte e imagino que
en aquellos tiempos de prohibiciones numerosas dicho transporte concreto
estaría prohibido. Estos animales eran muy apreciados en su destino por los
hermanos pequeños, en especial los conejos, que ellos alimentaban con unos
granos de trigo o cebada todos los días y vivían en el cuarto de baño, debajo
de la bañera con patas, lo que dejaba muchos huecos, de nuestra casa de Madrid.
Brota de
mis recuerdos un gallo lanzando su estruendoso ¡kíkirikí! en el momento de
encender la luz a altas horas de la madrugada pensando que ya amanecía. Y eso
cada vez que alguien encendía la luz en la noche por alguna necesidad
perentoria, con el consiguiente regocijo nuestro (yo a veces le chistaba y le
decía: ¡calla, canalla!) y escándalo de los vecinos. Si entre las neblinas del
sueño te acordabas del puñetero gallo, las siguientes veces había que mear a
oscuras, con riesgo de derrame fuera de lugar.
Los pequeños
se encaprichaban con los animalicos, en especial con los conejos de largas
orejas, ojos enormes, bigotes móviles, piel suave y gran mansedumbre que les
permitía acariciarlos. Un día no los encontraban en su lugar habitual cuando
iban a echarles de comer y preguntaban por ellos y nadie les daba razón. Al
final quedaban muy tristes e ignorantes de su destino: la cazuela familiar.
Recuerdo
haber contado 24 bultos en ocasiones, aunque al comentárselo a mi madre, muchos
años más tarde, afirmó que yo exageraba.
Los viajes
en tren a Madrid solíamos hacerlos en el Rápido, tan lento como el Correo pero
de nombre engañoso, que abordábamos en la estación de Archena-Fortuna por la
mañana temprano. Cuando llegaba el momento colocábamos todos nuestros bultos
reunidos en un punto concreto del andén y los mayores tomábamos fuertemente de
la mano a alguno de los pequeños. El tren remontaba con esfuerzo la cuesta
desde Murcia y de pronto aparecía soltando humo y vapor por todos lados,
pitando y armando un ruido del demonio. La máquina, negra y enorme, pasaba ante
nuestros ojos aterrados con las gigantescas ruedas delanteras y sus bielas
inmensas girando despacio y al cabo se detenía con enorme estruendo, chirriando
los hierros.
La
siguiente tarea ineludible era conseguir que los viajeros del tren nos
permitiesen abrir alguna de las puertas de acceso, de continuo atascadas por
bultos y personas sentados sobre ellas. Los hermanos mayores recorríamos
rápidamente varias de ellas para conseguirlo hasta encontrar una accesible,
aunque nunca nos quedamos en tierra por más que nos costase subir al tren. El
factor, jefe de estación, jamás levantaba su banderica roja para dar la salida
al tren mientras que la totalidad de los viajeros y sus bultos no se
encontraban dentro del mismo. Cuando lográbamos abrir una puerta metíamos con
rapidez todo al tren, mi madre y los niños primero, y luego sólo quedaba
acarrear la impedimenta hasta nuestro departamento y colocar los bultos,
sentarnos y descansar.
Emplear 11
horas en recorrer 330 kilómetros a 30 por hora de media es un prodigio de la
época sólo comprensible si atendemos a las numerosas paradas en estaciones y
apeaderos mil a lo largo del recorrido. Como ejemplo baste decir que en el
importante nudo ferroviario de Alcázar de San Juan, en la provincia de
Albacete, nuestro tren tenía programada “parada y fonda”, es decir y salvo que
llegase con retraso, la parada era de media hora.
En Alcázar
se juntaban, de vuelta en el Rápido a Madrid, el tren llamado “alicantino” por
su procedencia, con el nuestro “murciano” con origen en Cartagena, uniéndose
ambos allí e ingresando en la estación de Atocha como una sola composición.
Recuerdo
una ocasión en que el “alicantino” se retrasó una barbaridad en Alcázar y los
tres mayores, Julito, Javier y yo mismo, ya grandecicos, queríamos salir a
estirar las piernas por la estación. Al intentar abrir las puertas de los
vagones cercanos nos encontramos con que todas ellas aparecían bloqueadas por maletas
y viajeros sentados encima que nos impedían el paso. Después de recorrer varias
puertas con idéntico resultado negativo, como éramos jóvenes y un tanto
alocados descendimos del tren descolgándonos por las ventanillas del pasillo.
Por el andén de Alcázar paseamos cuanto quisimos y un rato más, porque el
“alicantino” arrastró en aquella ocasión un retraso superior a las tres horas.
Llegado el momento de partir trepamos ágilmente por la ventanilla uno tras otro
y asunto concluido.
Nuestros
viajes en tren hacia Ricote o de vuelta a Madrid contaban con la presencia
inquietante de parejas de la Guardia Civil, que deambulaban por los pasillos
mirando torvamente a todos lados, con sus capas verdes en invierno, sus
tricornios charolados y sus eternos mosquetones al hombro, y de la más amable
de vendedores de caramelos de Hellín y de navajicas de Albacete, ambos
artículos renombrados y que los viajeros adquiríamos con entusiasmo, tanto en
las estaciones de las localidades indicadas como en el propio tren adonde
subían los vendedores: mujeres en el caso de los caramelicos y hombres los
vendedores de navajas y cuchillos.
Los
caramelicos de Hellín adoptaban la forma de pequeños cilindros dulces
recubiertos de un papelillo con dibujos y letreros de color rosa sobre fondo
blanco. Los había de distintos sabores: naranja, limón, fresa, plátano,
tomillo, romero, que venían mezclados en la misma bolsa de celofán
transparente, aunque mis preferidos eran los de anís. Comer caramelos sin cesar
era una de nuestras distracciones preferidas durante el largo viaje, ante la
complacencia de nuestra madre. En una ocasión, un viajero que nos acompañaba en
el compartimento comentó a mi madre si no nos haría daño comer tantos caramelos
y ella dijo que no. Me comentó que en esa ocasión yo había comido medio kilo de
caramelos, aunque tal vez exagerase.
En la
estación de Albacete pululaban por el andén los vendedores de sus afamados
cuchillos y navajas, algunos de los cuales trepaban al tren y lo recorrían de
cabo a rabo a la búsqueda de compradores pregonando su mercancía: ¡navajicas de
Albacete! Todos los cuchilleros eran varones y portaban enormes fajas donde
colocaban en varias filas sus productos expuestos bien a la vista, usando el
pecho y la panza, a veces considerable, de soporte y escaparate.
La
tradición en nuestra familia consistía en adquirir para los mayores una
navajica por persona y año. Eran navajicas pequeñas, de niño, con una uña para
facilitar su apertura y poco filo para que no nos hiciéramos daño. La ilusión
con que admirábamos antes de la compra alguna de ellas dotada de unas cachas
preciosas éramos incapaces de mantenerla con su cuidado constante e
invariablemente la perdíamos, por lo que al año siguiente renovábamos la
ilusión comprando una nueva.
De Alcázar
de San Juan y sus largas paradas de tren conservo otra anécdota que me cuidé de
contar en su día y relataré ahora. Como apenas podíamos dormir, allí
descendíamos invariablemente a tomar café cuando viajábamos de Madrid a Ricote
en el Correo por la noche. A la espera del tren, los camareros de la cantina
disponían docenas de tazas de café para el servicio, cada una con su cucharilla
y su azucarillo cuadrado envuelto en papel blanco, en unas mesas pegadas a la
pared en el exterior de la misma. Cuando los viajeros bajábamos del tren a las
tantas de la madrugada: adormilados, aburridos, cansados y enervados por el
viaje, nos aguardaban al menos dos camareros armado cada uno con dos vasijas
blancas de aluminio bien llenas: una con café y otra con leche; al viajero que
se colocaba frente a una taza le preguntaban cómo lo quería y le servían sin
más. De esa forma la rapidez en el servicio era muy notable porque ellos mismos
te lo cobraban.
Nos
detuvimos en la estación de Alcázar aquella noche, pero en lugar de hacerlo en
el andén más próximo a la cantina donde tomábamos el café situaron nuestro tren
con otro detenido interpuesto, por lo que debíamos atravesarlo para acceder a
la cantina. Imagino que desde nuestro tren al andén de la cantina habría un
paso subterráneo, pero nosotros lo hicimos a través del tren.
Alguno de
los hermanos mayores bajó conmigo, no recuerdo si Julito o Javier, y también
habíamos trabado amistad con otros jóvenes por lo que todos nos dispusimos a
ingerir nuestro café con leche hirviendo en el exterior de la cantina. El hecho
de no contemplar nuestro tren delante nos inquietaba porque nunca sabías a
ciencia cierta, pese a estar programada como “parada y fonda”, si la detención
sería de treinta, de diez o de dos minutos, ya que dependía de si el tren
llevaba o no retraso y los retrasos eran muy corrientes en aquellos trenes de
los años 60 del siglo pasado.
Uno de los
chicos que tomaban café con nosotros, que por suerte se pagaba nada más
servirlo, anunció de pronto asustado: ¡el tren se va!, así que echamos a
correr, atravesamos el tren situado en medio y cogimos el nuestro a la carrera
con gran susto de todos. Afortunadamente el arranque de una locomotora de vapor
era despacioso, caso contrario nos hubiéramos quedado alguno allí. Por supuesto
que no dijimos ni una palabra a nuestra madre ni a nadie del percance y salimos
del mismo sin más que un susto morrocotudo. ¿Qué habríamos hecho nosotros en
aquella estación de haber perdido el tren, apenas sin un duro en el bolsillo?,
y el susto de nuestra madre al no encontrarnos hubiera sido de aúpa. En fin,
mejor no pensarlo nos dijimos y proseguimos viaje.
El ruido
típico y agobiante de aquellas jornadas en tren, una vez en marcha, era el
tran-tran, tran-tran, tran-tran continuo, un ruido procedente de los saltos que
las ruedas daban sobre las juntas de dilatación situadas entre los millones de
raíles del trayecto.
Según nos
informaron, estas juntas se mantenían para evitar que al expandirse por el
calor los raíles se levantasen e impidiesen la circulación. Ese ¡tran tran!,
¡tran tran!, ¡tran tran!, ¡tran tran!, ¡tran tran!, ¡tran tran!, ¡tran tran!
tan seguido, bastante molesto y enervante, se multiplicaba por diez
¡tracatrantran trantrantran!,
¡tracatrantran trantrantran!,
¡tracatrantran trantrantran!, en los
numerosos cambios de agujas de las proximidades de cada estación o apeadero del
recorrido.
Además de
ese incordiante soniquete, en las paradas largas como las de Alcázar y en otras
muchas del recorrido, al cabo de los años y los viajes me acabó llamando la
atención la actividad de ciertos mecánicos que con unos martillos enormes se
agachaban entre las ruedas propinando ruidosos martillazos aquí y allá a todo
lo largo de los vagones. Pensando en aquella enigmática tarea me asaltaba la
inquietante sensación de que nuestro tren se salía de sus casillas o se le
aflojaban las coyunturas con tanto salto por la separación de los raíles o por
su fragilidad de fabricación, y que pese a su imponente presencia no era tan
poderoso como parecía, ni mucho menos indestructible al precisar de unos
simples martillazos para funcionar correctamente. Resultaba evidente la
necesidad de los martillazos porque nadie trabaja en balde, y por eso los
mecánicos recibían órdenes de revisar ciertas junturas y corregir sus desviaciones
a martillazo limpio. No se trataba de reparar y preparar la máquina y los
vagones antes del inicio de su recorrido, lo que podría considerarse normal y
lógico, sino de retocar ciertas piezas durante el trayecto, que de no hacerlo
perjudicarían o tal vez impedirían la correcta marcha del tren. De no
martillear cada poco de esa manera: ¿sería posible que el tren descarrilase?
Décadas más
tarde ya no existen las locomotoras a vapor, los raíles son continuos y sobre
ellos los trenes se deslizan sin ruido alguno con harto agrado de los viajeros,
como sucede con los AVE de largo recorrido y gran velocidad. Comparados estos
trenes con los nuestros a vapor hay un mundo de diferencia.
Puestos a
comparar el tren y la carretera siempre preferiré el tren, tal vez porque lo
amo desde mi infancia y los amores infantiles son perdurables. Yo conduzco hace
muchos años pero la carretera te exige una atención constante o te saldrías en
cualquier momento de ella y en cambio montarte en un tren supone una relajación
absoluta. Puedes hacer en él lo que te plazca: dormir, pasear, mirar los
arbolitos pasar como decía Machado, charlar con tus acompañantes o con los
viajeros, leer un periódico, un libro o una revista, tomar un refresco o comer
un bocadillo, ver la película que proyectan ahora en todas las pantallas en los
viajes largos o aburrirte, que es muy sano, mirando al techo. Nada de eso sería
posible conduciendo un coche, aunque la ventaja del puerta a puerta entre el
inicio del viaje y su meta se vuelva hoy día totalmente demoledora a su favor.
Quiero
contar ahora solamente el final de un viaje en tren que realicé en solitario y
siendo mozo de Ricote a Madrid aunque vaya en mi desdoro.
Al apearme
del tren en la estación de Atocha en un andén situado como siempre en el quinto
pino, los mozos de cuerda, ahora ya con carretilla, nos estaban esperando a los
pasajeros que de costumbre viajábamos, a lo que se ve, con la casa a cuestas.
Será porque entonces la mayoría nos embarcábamos en pocos viajes pero muy
cargados. Hoy la tónica es la contraria: muchos viajes y ligeros de equipaje.
Descendí
del tren cargado como una mula y apercibido de ello uno de los mozos se acercó
a mí y ofreció sus servicios diciendo: ¿mozo?, ofrecimiento que yo rechacé con
un gesto. Coloqué mis voluminosos y pesados bultos en ambas manos y bajo los
brazos, que hubiera necesitado convertirme en un pulpo gigante para abarcarlo y
transportarlo todo cómodamente de una sola vez, y emprendimos la marcha hacia
la salida. Y digo emprendimos porque el mozo se colocó a mi lado empujando
parsimoniosamente su carretilla al mismo ritmo cansino de mis pies agobiados
por tamaño peso. Parecía decidido a mantener la cercanía absoluta con aquel cliente
seguro. Pronto tuve que detenerme a descansar y el mozo se plantó a mi lado. Mi
mirada de mala leche no produjo en él efecto alguno. Cuando descansé un poco
reanudamos la lenta marcha, por entonces ya sudaba yo la gota gorda por todos
los poros de mi cuerpo.
Visto desde
la perspectiva actual, el rechazo de sus servicios, con un precio muy moderado,
no se debía a absoluta necesidad porque contaba con dinero para pagarlos,
simplemente yo era joven y fuerte, creía que podía con todo y estaba dispuesto
a acarrear mis maletas y bultos yo solo, sin ayuda de nadie.
Demasiado
pronto para mi gusto hube de detenerme otra vez y el mozo conmigo. Al cabo
reemprendimos el camino mozo y jovenzuelo, recorriendo cada vez menor distancia
hasta la siguiente parada. Finalmente me paré una vez más, totalmente agotado,
ignoro si tras cuatro o cinco detenciones, con el corazón a punto de salirme
por la boca, y le indiqué con un gesto que cargase mis cosas, vencido por
completo.
Ya sin el
estorbo de bultos en brazos y manos, la marcha se hizo rápida y llegamos
enseguida a la parada de taxis, pagué al mozo, cargamos el taxi y pude arribar
a casa sin más contratiempos.
El hecho
ratifica mi cabezonería, aunque no la llevé al extremo de detenerme, sentarme
sobre la maleta y esperar a que el sujeto desapareciera. De hacerlo, lo mismo
el individuo sacaba un bocadillo y esperaba paciente a mi lado comiéndolo a que
yo reclamase sus servicios aunque debiera esperar una hora o dos. Total,
tampoco llegaban a Atocha tantos trenes de largo recorrido como el mío de
Cartagena, donde los clientes parecían asegurados, y podía aguardar al
siguiente sin problemas.
No dije
nada al hombre, a fin de cuentas sólo cumplía con su trabajo y su paciente
espera le dio resultado. Mi orgullo quedó por los suelos, pero aquello era
superior a mis fuerzas y acabé por ceder. En la distancia me alivia el dicho de
que rectificar es de sabios, pero yo no me sentía así en mi descansado viaje en
taxi hasta casa, sudado como un pollo y un tanto dolido por la afrenta. En
aquellos momentos dramáticos debía escoger entre el mozo o la muerte por
agotamiento y mi elección fue acertada.
No logré
sorprender sonriendo al muy cabrito a lo largo del paseo compartido, aunque no
cabe duda que me ganó por la mano.
La mayoría
de los viajes tenían origen o destino Ricote en tren, aunque a veces fletamos
un pequeño autobús de Archena para viajar en compañía de las familias de la tía
María y de la Juliana, e incluso de la familia de Torrano, el amigo falangista
de mi padre.
En una de
estas ocasiones ocurrió un suceso remarcable: nos detuvimos en un mesón de La
Mancha para descansar, mear y comer algo toda la tropa, pero nos olvidamos de
contar a los niños al subir al autobús y uno de los críos se quedó allí.
Como
consecuencia y alertado por su llanto, un enfadado conductor nos adelantó al
poco rato con su coche pitando como un loco y haciendo señas para que nos
detuviéramos. Parados ambos vehículos el hombre descendió de su coche, de donde
salió un niño lloroso cuyo rostro no acierto a distinguir en la distancia, y
nos recriminó con dureza y a grandes voces que hubiéramos dejado olvidado un
niño como si se tratase de un bulto.
Quiero
referirme ahora a otro viaje singular que disfrutamos entre Madrid y Ricote mis
hermanos Julito y Javier conmigo, en el coche de un representante de los
laboratorios farmacéuticos donde mi padre trabajó toda su vida llamado señor
Sánchez.
El viaje
debimos emprenderlo hacia el año 1959 ó 1960 y tengo la certeza de que los
padres no venían con nosotros como luego se verá.
Viajamos en
un Renault 4 x 4, un utilitario de la época de apenas dos metros de largo, lo
más parecido a un huevo grande con ruedas. Por aquel entonces rodaban por las
carreteras, además de los Renault citados, abundantes coches pequeños: cientos
de los famosos Seat 600, los Wolkswagen conocidos como “escarabajos” por su
forma y otros vehículos muy especiales de marca Iseta que se abrían abatiendo
por completo la parte delantera que incluía la luna, y dando paso a las dos
plazas escasas del vehículo con motor trasero. Este último modelo era más
pequeño todavía que nuestro flamante Renault 4 x 4, de cuatro plazas para
personas menudas o delgadas, en aquella época nuestra donde no existían
personas gordas o sólo como excepción debido a la estricta dieta que seguíamos:
mucho pan, comer lo que te ponían en el plato sin repetir nunca; un huevo:
hervido los primeros años y luego frito con patatas cada noche, y en especial
abundante ejercicio diario. Frente a ello se ofrece la dieta actual con bollería
industrial, ingesta abundante de bebidas azucaradas y sedentarismo. La dieta
seguida por los chicos de nuestra época era evidentemente más sana que la
actual a la vista de tantos gordos: niños y mayores.
Nuestro
valiente Renault incorporaba una baca en su techo, donde se acoplaban las
maletas y bultos diversos que acarreábamos siempre en nuestros desplazamientos
con origen o destino en Ricote.
El viaje
transcurrió con normalidad por aquellas carreteras nacionales sin apenas
vehículos hasta que llegamos a uno de los pasos a nivel sin barrera del tren
que la carretera atravesaba. Recuerdo que el suceso ocurrió en La Mancha, entre
Albacete y Murcia. Llegados al paso a nivel, el señor Sánchez detuvo el coche,
miró despacio a uno y otro lado, y luego lo puso en marcha atravesando las vías
con los correspondientes saltos. Nada más cruzar las vías, la baca de nuestro
coche cayó al suelo y quedó tendida en medio de la carretera. Nuestro conductor
detuvo el vehículo apartándolo al arcén y todos nos bajamos, descargamos la
baca de sus bultos, colocamos la baca de nuevo sobre el techo del coche y
después apilamos cuidadosamente los bultos sobre ella y los atamos.
La baca
mantenía como principal sujeción cuatro grandes ventosas colocadas cada una en
una esquina del techo, aunque puede que se sujetase, además, con algunos
ganchos a la carrocería del coche. La nueva colocación de la baca resultó
estupenda porque no se volvió a caer a la carretera en el resto del viaje.
¿Se imagina
alguien un accidente similar hoy día en alguna de nuestras carreteras o
autovías? De seguro que la caída de una
baca cargada de maletas y bultos a la carretera provocaría un accidente tal vez
múltiple con los coches que circulasen detrás. En nuestro caso el asunto se
saldó con una ligera molestia, algo diferente que contar como yo hago ahora.
Durante la caída y recuperación de la baca ningún otro vehículo nos molestó, lo
que indica la escasa densidad en la carretera de los mismos.
La anécdota
del viaje fue redondeada espectacularmente más de cuarenta años después por el
propio señor Sánchez. Él y yo nos encontramos, por sorpresa de mi parte, en la
boda del hijo del primo José Luis, quien trabajó como nuestro conductor en la
misma empresa que mi padre, de cuyo conocimiento procedió la invitación.
El señor
Sánchez vino en ayuda de mi menguada memoria y me recordó un detalle que le debió producir extraordinaria gracia en su
momento. El viaje resultó largo, aquellos vehículos apenas lograban 80 ó 90 km
por hora en terreno llano, y sobrecargado con bultos y personas supongo que ni
siquiera alcanzaría tales velocidades astronómicas.
Buena parte
del viaje, según me comentó regocijado nuestro conductor, anduve importunándole
con la frase: ¿paramos ya, señor Sánchez? Él me decía que no y el viaje
proseguía hasta que yo me soltaba siempre con la misma matraca, una y otra vez.
La solución del enigma, según me advirtió que yo le dije, no era que me hiciese
pis de continuo ni nada por el estilo, sencillamente mi padre me había dado
dinero para que pagase la consumición de todos invitando al señor Sánchez y yo
me mantuve anhelante y preguntón hasta que nos detuvimos y pude cumplir el
encargo.
Un paisaje
idílico
Ricote es
un pueblo luminoso, rodeado completamente de huerta y montañas, de una
hermosura incomparable. Se recuesta sobre la ladera del monte Aljezar, que
todos llaman allí Ajezal, un monte de pura piedra, pelado casi por completo de
vegetación y sagrado para diversos pueblos que han habitado el lugar a lo largo
de los siglos, como indican los numerosos enterramientos medievales esparcidos
por su cima de los moros y moriscos que lo habitaron, de lo que dan muestra
abundantes restos de cerámica.
Su único
acceso por carretera curvada nos conduce cuesta abajo a Ojós, el pueblo de
menor población de la región de Murcia, y una vez en el mismo podemos continuar
a la derecha hacia dicho pueblo y seguir a Villanueva, Ulea y Archena.
Sobrepasando dicha villa y atravesado el hermoso puente de hierro sobre el río
Segura, es posible continuar de frente, atravesar la autovía Albacete – Murcia
por un paso subterráneo y llegar al fin tras una larguísima recta a nuestra
estación de tren de Archena-Fortuna donde tantas veces lo tomamos en dirección
a Madrid.
Sin llegar
a la estación, la carretera de Archena desemboca en la autovía que conduce a
Murcia, Almería y Cartagena a la derecha, y Albacete y Madrid a la izquierda.
Se puede acceder a la misma autovía desde Ricote por la carretera de servicio
del Azud de Ojós, a la que se llega por la carreterica de la izquierda bajando
a Ojós, y en la cabecera del Azud se cruza al otro lado del río atravesando el
edificio de la central eléctrica que bombea el agua del trasvase Tajo-Segura
hasta Ricote. Siguiendo esa carreterica bacheada hasta el final se acaba en la
autovía de Albacete a Murcia.
Volviendo a
Ricote diré que caminar por medio de su huerta fragante es uno de los placeres
más naturales y espléndidos del que nunca nos privamos los habitantes de ciudad
cuando lo visitamos. El silencio, la pureza de la atmósfera, el canto de los
pájaros y el olor intenso de las flores, en especial el azahar de los limoneros
dominantes, te acaban embriagando y haciéndote sentir inmensamente dichoso.
Desde la
Huerta de Abajo, a la altura del camino que conduce de la carretera al
cementerio de Ricote, hasta el Molino y el Lavadero y las estribaciones de la
sierra en el otro extremo de la Huerta de Arriba, se extiende la huerta de
forma irregular por una superficie de tres a cuatro kilómetros de largo por uno
a dos kilómetros de ancho.
Los paseos
por el interior de la huerta son numerosos y siempre magníficos. Lo más
conveniente es salirse del camino principal, cementado y amplio ya que pueden
transitar hasta coches por él, y perderse un poco por las sendas o caminos
secundarios, pues siempre hay puntos de referencia visuales para orientarse y
volver a uno de los caminos principales, y nadie se ha perdido jamás en la
huerta de Ricote.
Yo he
caminado mucho por el pueblo y sus alrededores: sierra y huerta, especialmente
en mi madurez y veteranía, que cuando eres joven no haces demasiado caso del
paisaje, considerado como propio y previsible y sin saber apreciarlo como es
debido.
Un paseo
hermoso desde Ricote consiste en dirigirse por medio de la huerta hacia
Poniente, con la intención de llegar al Molino y subir al Lavadero situado
justo encima de él. Salimos del pueblo y cualquier camino que tomemos por la
huerta en la dirección visual de Las Casas nos lleva al Molino. Llegaremos
bordeando las ruinas de una antigua ermita, antes mezquita, situada
curiosamente en mitad de la huerta, y más adelante superamos una cuesta de
elevada pendiente y suelo muy blanco, calcáreo, que a su terminación tiene una
casica a su izquierda. Veremos luego un enorme nogal, que allí llaman noguera,
en un cruce de caminos, seguiremos a la derecha y siempre picando hacia arriba
el camino se bifurca, conduciendo el de la izquierda a la Balsa del Molino y el
de la derecha al Molino mismo, casi derruido la mitad de él y con riesgo de
derrumbamiento inminente para quienes transiten por delante. Veinte metros de
cuesta más arriba se encuentra el lavadero, restaurado por completo años atrás
y en desuso desde que llegó el agua corriente a las casas a Ricote hace muchos
años. Nadie lava la ropa allí como antaño, ni tampoco las tripas del chino para
confeccionar embutidos pues las matanzas caseras se prohibieron por motivos
sanitarios.
El camino
desde el pueblo al lavadero se cumple cómodamente en 30 minutos como máximo
caminando despacio, regodeándose. Es una maravilla de paseo modulado por trinos
de pájaros, silencio y fragancias de limonero y otras flores que brotan por
doquier. Sugiero hacerlo en completo silencio para disfrutarlo mejor.
En los
paseos por la huerta puedes gozar de la fortuna de contemplar una suelta de
palomos, en cuyo caso lo mejor es detenerse en un sitio elevado y seguir con la
vista sus evoluciones aéreas a la búsqueda y conquista de la paloma hembra. Se
denominan palomistas a quienes cultivan el deporte de criar palomas, en
concreto palomos machos. En Ricote hay una sociedad de colombicultura nombrada
“La Montañesa” de gran solera, con más de sesenta años de vida, cuyo presidente
fue por muchos años Bernardino Tomás Gómez, vecino de enfrente de casa de mis
padres en el pueblo. La Montañesa agrupa a los aficionados y organiza
concursos, en algunos de ellos han participado hasta 85 palomos con un árbitro
que puntúa las evoluciones de cada uno de ellos y designa el ganador.
El deporte
consiste en ponerse de acuerdo varios de ellos para realizar una suelta, soltar
una hembra e inmediatamente después a todos los machos que intentan ligarse a
la hembra, es decir conducirla utópicamente a su cajón, o sea a su casa, lo que
ninguno consigue por el pánico que despiertan en la hembra acosada por tantos
machos. El deporte se basa en cronometrar el tiempo que cada palomo permanece
volando junto a la hembra, sin ceder en su empeño ni despistarse por ninguna
causa de su objetivo fundamental. El que más tiempo permanece a su lado se
declara ganador del concurso.
El
espectáculo único se concreta en docenas de palomas volando por el cielo en un
bando, cada palomo con su nombre propio y las alas pintadas de diferentes
colores que sus dueños de forma insólita son capaces de distinguir de los
restantes. Todos los machos vuelan a la vez y tratan desesperadamente de
perseguir a la hembra.
Lo hermoso
es ver volar el bando compacto, con algunos despistados por un lado y por otro,
y el ligue de producirse es siempre en el aire. Por eso los palomistas
permanecen muy atentos y si el bando se detiene en un punto concreto, en el
suelo, en un camino, en un altozano o donde sea, es preciso mandar a los
zagales a toda velocidad, antes corriendo y ahora en sus moticos, para que
espanten el bando y lo hagan volar de nuevo a cualquier precio.
Los
palomistas igual que los cazadores poseen muy buena vista, acostumbrados a
mirar al cielo a todas horas. Sólo así se entiende que en una bandada compacta
puedan distinguir su palomo concreto de los restantes por los vivos colores
pintados por ellos en la cara interna de sus alas que permite diferenciarlos
desde el suelo. Tal vez la pintura de las alas se realice, además, para atraer
a la hembra con sus bellos colores.
Las sueltas
de palomos cuentan con muchos aficionados en la región de Murcia y se pagan
grandes sumas por los palomos más ligones y rápidos. El peligro es que algún
gavilán, azor, halcón, águila u otra ave rapaz se los lleve como a veces
ocurre, por ese motivo las odian a muerte y escrutan de continuo el espacio a
su búsqueda.
El camino a
pie por la carretera desde el pueblo a las antiguas Casas Forestales, ahora
llamado Albergue juvenil de La Calera y dependiente de otro pueblo como la
propia Sierra de Ricote que el Estado confiscó al pueblo hace más de un siglo,
es bonito y nada complicado, siempre por el arcén izquierdo. A partir de las
Casas es posible girar varios caminos por la sierra que suelen comenzar
subiendo en coche y caminando desde allí a pie. Internarse en la sierra es
sencillo por un camino forestal claramente marcado, que comienza junto a los
antiguos secaderos de piñas situados a la espalda de las Casas. El camino es
amplio, de aproximadamente dos metros de ancho, y en su inicio te lleva por
entre pinos pequeños y peñascos, internándote por un espacio llano o escarpado
en la sierra hasta donde tus pulmones, tu corazón y tus piernas logren
desplazarte.
Una
carretera de tierra, también forestal y para acceder a las profundidades de la
sierra en caso de incendio, contornea la montaña a la izquierda de las Casas y
su orientación dominante al Sur permite largas caminatas invernales y algo
menos extensas en los meses calurosos, cuando el sol zurra de lo lindo en
aquella cálida región del Sureste de España.
Allí hace
mucho calor los meses de Junio, Julio y Agosto, extensible por los dos extremos
a Mayo y Septiembre en ocasiones. El cambio climático es notable en Murcia,
siempre calurosa, que se convierte en bochorno continuo desde hace años en los
meses estivales y primaverales. En épocas calurosas conviene evitar las horas
centrales del día para caminar, siendo preferible hacerlo por las mañanas o
bien entrada la tarde.
Otro de los
buenos paseos se puede realizar aprovechando la construcción del ramal del
Trasvase Tajo-Segura que atraviesa la huerta de Ricote por el Sur. Este ramal
se inicia en el Azud de Ojós, desde donde el agua allí remansada se bombea
hacia Ricote, que se eleva 150 m sobre el cauce del Segura, y una vez en su
término municipal cruza soterrado la carretera del pueblo a Ojós, progresa
hacia la sierra del Cajal, a la que llega tras salvar por gravedad y entubado
una enorme hondonada, y continúa hasta el embalse de Mayés, de donde parte para
atravesar la sierra de la Muela, siguiendo hacia Mula, Lorca y su comarca.
El paseo
comienza desde Ricote y bajando hacia Ojós por la carretera, a unos 500 m del
pueblo se distingue a la izquierda el enorme tubo del trasvase que cruza
soterrado la carretera y luego trepa a la derecha una cuestecica muy empinada,
que los paseantes caminan durante 150 m por una carreterica, adyacente al gran
tubo, construida para dar servicio al trasvase. Durante todo el camino se mantiene
el monte cortado a la derecha y a la izquierda se divisan bancales cultivados,
generalmente de limoneros, naranjos y almendros. Caminamos por ella y vemos que
el agua se mantiene oculta pasada la ascensión mientras bordea una enorme
ladera cortada por la obra del trasvase que en su cima alberga un depósito de
agua, de la que a veces ruedan rocas que en algunos casos han perforado
ligeramente la cubierta del conducto.
Más
adelante, el cauce del agua se abre en un amplio canal hasta llegar a un gran
viaducto de 200 m de longitud y caja cuadrada de cemento con tres grandes
pilotes sustentadores donde vuelve a entubarse, con la carretera protegida por
barandillas por encima y el tubo debajo. Bajo el viaducto se extienden bancales
sembrados de los árboles predominantes en la zona. Frente a él, en un pequeño
promontorio se puede observar un conjunto de veinte o treinta colmenas, donde
las abejas producen y acumulan su dulce néctar. Pasado el viaducto, el conducto
de agua se abre de nuevo en hermoso canal durante otro kilómetro hasta que la
carretera concluye bruscamente.
Llegados a
ese punto el panorama se amplía espectacularmente y nos muestra la Sierra del
Cajal al otro lado de una inmensa hondonada por donde se desploma el agua, de
nuevo entubada, hasta coronar la cuesta de enfrente por gravedad.
El
caminante puede terminar allí su paseo, que es lo habitual, y desde Ricote no
habrá más de 3 ó 4 km, o bien aventurarse a descender la empinada cuesta que
discurre pegada al gran tubo del trasvase. Al completar la bajada se abren a
derecha e izquierda varias ramblas donde se encuentran abundantes fósiles de la
Era Secundaria, hace apenas unos millones de años, cuando las aguas del mar
cubrían buena parte del Sur y Centro de la península Ibérica incluyendo estos
lugares de Ricote que se halla actualmente a más de 100 km en línea recta del
mar Mediterráneo.
Los fósiles
que se encuentran allí proceden en su mayoría de moluscos bivalvos, de los que
los buscadores avezados como nosotros solemos encontrar una de las valvas con
la impresión del cuerpo del animal en forma de anillos. En ciertos casos hemos
logrado recoger algunos fósiles con ambas valvas del animal petrificadas y
formando un bloque. Los fósiles son de gran tamaño y peso, y mi familia y yo
mismo conservamos varios de ellos muy hermosos, alguno de 12 cm de largo por 3
cm de ancho y forma cóncava. Mi hermano Javier, el más viajero de todos tanto
dentro como fuera de España, fue el descubridor de los fósiles cercanos a
Ricote y adonde nos ha conducido a los hermanos, sus hijos y sobrinos.
Gracias a
su hijo Óscar como descubridor y al propio Javier como transportista esforzado
en la parte más dura de la cuesta arriba, pude acarrear una vez yo mismo una
hermosa piedra con cientos de fósiles de corales incrustados en ella. Notado su
enorme peso y mi intención de llevarlo conmigo a casa, el propio Óscar mostró
su extrañeza ante lo que mi hermano Javier, gran conocedor de mi cabezonería,
afirmó rotundamente: si Eloy ha dicho que lo lleva es que lo lleva. Por suerte
contábamos en aquella ocasión con una buena mochila donde transportarlo aunque
los picos de la piedra se te clavasen en la espalda, caso contrario hubiera
resultado imposible trepar la empinada cuesta con ese pedrusco entre los
brazos.
Es una
pieza magnífica que cuando llegamos a casa pesé por curiosidad arrojando un
peso imponente de 18 kg, con 40 cm de largo, 25 de ancho y 25 de alto
aproximadamente, y de forma muy irregular.
Consultado
Internet que proporciona informaciones completas sobre cualquier tema con
inclusión de fotografías explicativas, las conchas pétreas encontradas se
denominan Rudistas y pertenecen a moluscos lamelibranquios. Datan del
Cretácico, también llamado Era Secundaria (245- 65 millones de años). Son
moluscos bivalvos cuyo cuerpo se imprime en una de las valvas. La piedra enorme
con varios centenares de corales fosilizados, unos seres marinos minúsculos de
apenas 2 ó 3 mm de tamaño, se denominan Coralarios o Ciclolites, y son calizas
coralinas litográficas.
Este largo
paseo bordeando el trasvase y siguiendo el tubo hasta las ramblas de abajo
resulta muy hermoso. La subida pegados al gran tubo es dura, especialmente al
final. Todo el paseo dura varias horas, una mañana o una tarde completas, y es
conveniente llevar calzado deportivo, agua y gorras o sombreros para la cabeza.
En época calurosa mejor no intentarlo porque la zona de ramblas por donde
transcurre se encuentra casi por completo desarbolada y protegida de vientos y
brisas, y el sol golpea inclemente de continuo a quien se atreve a desafiarlo.
Cuando los
de la familia vamos a fósiles acostumbramos llegar en un coche que nos
transporta hasta el final de la carretera, iniciando luego a pie la bajada de
la cuesta por donde se precipita entubada el agua del trasvase. El concurso del
coche se agradece especialmente a la vuelta a casa, siempre cargados de pesados
fósiles y con las piernas cansadas de la larga caminata y de la dura ascensión
final.
Un paseo
imprescindible desde Ricote debe conducirnos a las ruinas de su Castillo,
llamado Alarbona y conocido por los ricoteños como “de los moros”, erigido en
el siglo IX d. C. y del que sólo quedan
las ruinas por su construcción endeble en mampostería de piedra suelta y arena
que no ha resistido el paso del tiempo.
En el libro
“El esplendor de los Omeyas cordobeses” hay un capítulo titulado Murcia Omeya
firmado por Pedro Jiménez y Julio Navarro que contiene una referencia
interesante sobre el castillo de Ricote, donde dice así: “especial interés
tiene el capítulo del Muqtabis de Ibn Hayyan titulado <expedición de
Tudmir>, en el que se relata cómo en el año 896 las tropas omeyas, tras
recorrer los castillos de la provincia, acamparon en Molina, sobre el río
Segura, conquistaron Ricote y, a continuación, sometieron a un duro asedio
durante diez días a la ciudad de Murcia… un ejército que había sido capaz de
tomar el enriscado castillo de Ricote.”
La
conclusión es que a finales del siglo IX ya existía un castillo en Ricote, que
fue tomado por los moros y sobre los restos del asedio erigieron el castillo
Alarbona.
Se llega a
las ruinas del castillo saliendo del pueblo por la carretera en dirección a
Ojós y tomando una carreterica de tierra a la izquierda nada más sobrepasar las
últimas casas del pueblo, que nos conducirá al antiguo campo de fútbol, al pie
de un monte.
Antes de
llegar a dicho campo existe un sendero marcado que nos lleva zigzagueando por
la ladera del monte con elevada pendiente que se mantiene hasta la cresta. Una
vez allí nos encontramos con un monte arbolado a la derecha y otro pelado a la
izquierda, tomamos este último para llegar transitando a veces por encima de
enormes piedras a las ruinas del castillo. De él no quedan sino algunos paredones
por la endeble construcción de sus muros que el viento, el sol y el agua han
logrado erosionar y casi destruir al cabo de siglos de abandono.
El lugar
ofrece unas vistas impresionantes y desde el mismo los moros dominaron durante
siglos lo que se conoce como Valle de Ricote, que comprende de Norte a Sur los
pueblos de Abarán, Blanca, Ojós, Ulea y Villanueva, todos menos Ricote bañados
por el río Segura.
En el lugar
siempre corre el viento, aún en pleno verano, y se encuentra tan deteriorado
por los elementos y excavado por ricoteños al cabo de los siglos, a la búsqueda
de un improbable “tesoro de los moros” que nadie ha visto jamás, que resulta
difícil imaginar la planta del castillo.
El paseo se
cubre en alrededor de tres cuartos de hora desde el pueblo. Exige una buena
preparación física aunque sea corto, con detenciones regulares para coger
resuello a la subida. La bajada conviene hacerla sin prisas, con el riesgo en
caso contrario de sufrir dolorosas culadas, dada la escasa consistencia del terreno,
suelto y arenoso, además de su elevada pendiente.
Al Castillo
hemos trepado con los chavales siendo pequeños Pilar y yo, y nos acompañó
Andrés con Charo su mujer y su hijo Andrés; y Sebastián y Mari Jose con sus
pequeños: Jorge, Jaime y Rubén. Ni que decir tiene que los críos por su menor
talla, peso escaso y superior agilidad subían la cuesta con enorme rapidez
comparada con nuestro caminar más pausado y fatigoso. Una vez arriba, como no
nos fiásemos de sus movimientos alocados ante los pavorosos precipicios
cercanos los mantuvimos a nuestro lado agarrados permanentemente para evitar
problemas. De esta subida obtuvimos numerosas fotografías y algunas se incluyen
en el libro.
Pilar y yo
intentamos trepar al Castillo por las Cañadas en otra ocasión y cosechamos un
gran fracaso al acometer un camino sólo accesible por cabras. Comenzamos ladera
arriba y cada vez con mayor dificultad hasta que llegó un momento en que yo,
siempre delante como más atrevido, me encontré en un lugar desde el que no
sabía cómo salir, y no veía la forma de tirar para arriba ni para abajo. Un
dilema. Solventado el problema de alguna manera que no recuerdo, decidimos
renunciar al empeño imposible y volvimos al pueblo escaldados.
Hace pocos
años decidimos subir al Castillo Javier, José Ramón y yo con algunos sobrinos,
entre los que se encontraban Óscar, hijo de Javier; Miguel y Ángel, de José
Ramón y mi hijo Santiago. Óscar, Miguel y Santi treparon en derechura por la
rambla, el lugar más directo y difícil para hacerlo y accesible sólo para sus
piernas juveniles. Javier, José Ramón, con su hijo pequeño Ángel y yo mismo lo
hicimos por el camino marcado que sube ladera arriba del monte a cuyos pies
descansa el cementerio del pueblo por la ladera Sur.
Por su
escaso peso y gran agilidad, Ángel trepó contento y como un cohete, siempre
delante de nosotros y esperándonos en algunos repechos.
Los
chavales jóvenes ascendieron precediéndonos pese a su abrupto camino, más
directo que la falda del monte, y una vez arriba todos pudimos descansar disfrutando
de las espectaculares vistas del Castillo. Los jóvenes adobaron nuestra alegría
previa con unas gotas de miedo, sufrido por los padres al verlos trepar a los
paredones más inaccesibles y peligrosos que del Castillo se mantienen todavía
en pie.
En la
bajada, de nuevo realizada por Ángel con los mayores, se le ocurrió hacerla
corriendo delante de nosotros, y hasta que no sufrió varias dolorosas culadas
no paró. Entonces decidimos advertirle que debía descender con cuidado y
siempre detrás de nosotros, porque de esa manera podríamos detener su caída si
se producía y ayudarle. Así concluimos sin ningún percance esta nueva ascensión
familiar al Castillo de Ricote.
Otro paseo
hermoso, aunque el esfuerzo a realizar sea menor que en la subida al Castillo,
con la recompensa excepcional de las maravillosas vistas en todo su contorno,
es la ascensión al monte Aljezar, conocido por todos como Ajezal, a cuyas
faldas se erige el pueblo.
Desde la
plaza del pueblo se toma la calle de salida hacia Ojós y se sigue recta hasta
llegar a la primera encrucijada de calles en el propio pueblo, con curva a la
izquierda cuesta arriba y curva a la derecha en cuesta abajo. No tomamos
ninguna de ellas sino que atravesamos un pasadizo entre las casas que nos
permite continuar recto. Este pasadizo con un arco lo construyó el Ayuntamiento
hace pocos años en el lugar donde antes se alzaba un edificio, y por lo tanto
no existía en mi infancia.
Siguiendo
todo derecho se atraviesa el barrio de las Cañadas y superadas sus últimas
casas una carretera nos lleva a una antigua fábrica de losas, que dejamos a
nuestra derecha y subiendo una cuestecica con un paso para peatones llegamos al
mirador del Solvente, con unas vistas magnificas del monte del Castillo a la
derecha y otro monte de frente que da nombre al lugar. El desfiladero rocoso de
enfrente se encuentra varios kilómetros más abajo en el término municipal de
Ojós, por donde discurre el río Segura que no vemos.
Es
encomiable la labor del Ayuntamiento de Ricote transformando la zona, un
antiguo basurero donde se depositaban todo tipo de residuos sólidos urbanos
procedentes de desechos de la construcción de viviendas nuevas o reforma de las
antiguas. Ahora todo está limpio, allanado y cubierto de grava con plantación
de algunos arbolicos. Un murete de piedra delimita la ladera del monte Aljezar
a nuestra izquierda. La superficie ha sido abancalada en grandes terrazas en su
zona Este para salvar el desnivel existente en dirección al río y plantada con
algunos pinos, ya de gran porte.
Luego de
extasiarnos un rato con las vistas del Solvente, continuamos el paseo
contorneando el monte Aljezar, cuya ascensión resulta imposible por esta parte.
Seguimos el camino forestal hasta que lo abandonamos por su izquierda en el
lugar donde aparecen varias torretas de la luz en una ancha rampa ascendente.
Trepamos arduamente la rampa y continuamos contorneando la falda del monte
hasta un punto donde divisamos un caminico que tomamos y ascendemos el monte
pelado siguiendo siempre hacia la izquierda de su inmensa mole. Casi en el
borde de la cima e invisible desde abajo, el camino gira bruscamente hacia la
derecha y en un momento nos plantamos en ella, donde no crecen arbustos ni
apenas árboles.
Desde
Ricote a la cima, el paseo consume unos tres cuartos de hora. El esfuerzo de la
ascensión cuidadosa por el terreno de roca suelta y algo empinado compensa
cuando coronas el monte y contemplas el paisaje en derredor.
Comienza la
vista panorámica con el Solvente y el monte del Castillo, girando el cuerpo a
la derecha ves el monte en cuya ladera se levanta el cementerio con la
carretera a Ojós y Archena al fondo. Más a la derecha se divisa la huerta de
Ricote y los tubos del Trasvase con el depósito del agua en lo alto; sigue el
giro a la derecha y aparece el pueblo entero tendido a tus pies con la huerta y
las Casas Forestales y la sierra al fondo; y todavía más a la derecha puedes
contemplar el pueblo y a su lado se yergue un monte pelado de pura piedra que
asemeja el diente de un gigante conocido como el Peñón y en cuya base se
descubrieron asentamientos prehistóricos. Todo es hermoso desde lo alto.
Mi hijo
Santiago, con quien ascendí varias veces el monte con gusto, realizó varias
fotos excelentes con panorámicas del paisaje visto desde aquel otero privilegiado
del monte Aljezar, fotos que pienso incluir en este libro para memoria del
lugar.
La cima del
monte, de más de 100 m de extensión, desciende a la derecha y al abrigo de una
depresión se alza un pino insólito en el lugar. En una cota más baja, también
hacia el Sur otro pino alza sus ramas. Un tercer pino, aislado como sus
compañeros, resume la escasa vida vegetal de este monte mágico, redondo y gris,
una masa pelada a cuyos flancos crece el pueblo.
El descenso
debemos realizarlo desandando el camino de subida como único acceso a la cima
del monte, pues otros caminos intentados acabaron tornándose imposibles.
No se puede
hablar de Ricote sin decir unas palabras del Valle al que da nombre.
Los datos
que siguen han sido extraídos del libro El Valle de Ricote: fundamentos
económicos de la encomienda santiaguista, de José María García Avilés, Edición
de la Real Academia Alfonso X el Sabio y del Ayuntamiento de Ricote, Murcia,
2000.
El origen
histórico del Valle de Ricote, situado en la Vega Alta del río Segura, se vio
confirmado por la Encomienda que Sancho IV de Castilla concedió en 1285 a la
Orden de Santiago en agradecimiento por su ayuda para coronarse rey. La
Encomienda del Valle de Ricote comprendía de Norte a Sur, siguiendo el curso
del Segura, los pueblos de Abarán, Blanca (antes llamado Negra por la gran
piedra junto a la que se yergue el pueblo y trocado en Blanca en honor de la
esposa del rey Sancho IV de Castilla que ostentaba dicho nombre), Ojós, Ulea y
Villanueva, y el propio Ricote, único no bañado por el río y que dominaba el
valle desde las alturas de su castillo. La extensión del Valle desde Abarán a
Villanueva es de 18 km.
Un
Comendador dirigía la Encomienda con sede en Ricote desde la Casa de la
Encomienda, palacio que subsiste en la actualidad en la plaza del pueblo bajo
la forma de un convento de monjas.
Al cargo de
Comendador se unía el de Alcaide que residió en el castillo Alarbona hasta el
año 1535 cuando fijó su residencia en el mismo pueblo. La Encomienda perduró
durante más de cinco siglos, como dan prueba la persistencia de sus
Comendadores, el primero elegido en 1285 y el último fallecido en 1785.
En un
artículo de La Opinión de Murcia del 20 de enero de 1995, firmado por Luis
Lisón Hernández y recogido en el libro La niña bonita tantas veces citado, se
cuenta que a finales del año 1501 se constituyen los concejos de los cinco
lugares (Abarán, Blanca, Ojós, Ulea y Villanueva) que junto con Ricote forman
las seis villas del Valle.
La
concepción turística del Valle de Ricote incluye modernamente a Archena en el
mismo, con su famoso balneario como principal polo de atracción, cuando sólo
supone la puerta Sur del Valle, igual que Cieza es su puerta Norte. Esta idea
turística de los pueblos del Valle se potencia con grandes carteles
señalizadores en la autovía Albacete-Murcia, con ella se pretende dinamizar la
vida de los mismos mostrando a los visitantes su belleza paisajística, su
gastronomía y sus costumbres.
El pueblo
de Ricote ofrece como principal atractivo turístico un paseo por sus estrechas
calles de trazado morisco y en especial la visita a la iglesia parroquial de
San Sebastián, del siglo XVIII, de estilo barroco, restauradas sus cubiertas y
pintado su interior a finales del siglo pasado.
Su interior
cuenta con una nave central, de altura imponente, enorme bóveda y dos naves
laterales, con un coro en el piso superior encima de la entrada principal. En
el coro destaca su maravilloso órgano fabricado por José Meseguer en 1713, por
tanto del mismo siglo XVIII que la iglesia, con el conjunto de tubos situados
en las paredes laterales, a izquierda y derecha del organista que toca el
instrumento de cara al altar mayor. Es el órgano más antiguo de la región de
Murcia. Según mi hermano Luis, gran aficionado a la música en vivo que ha
asistido a centenares de conciertos de música clásica en su vida, este órgano
es de los llamados castellanos, que se diferencian de otros órganos existentes
en España por su sonido.
El órgano
fue restaurado a finales del siglo XX y desde entonces se ofrecen cada año
conciertos en la iglesia a los que he tenido algunas veces la fortuna de
asistir. Recuerdo dos de ellos en invierno, con un frío terrible en el interior
del templo carente de la mínima calefacción, arrebujado en mi abrigo forrado de
plumas y con la calva helada.
El sonido
reflejado en sus paredes desnudas y su alta bóveda resultaba sencillamente
apabullante, atronador, rotundo y hermoso. Escuchar un concierto de órgano en
Ricote constituyó para mí una experiencia inolvidable, en parte por el frío
tremendo padecido en invierno que no pude paliar con la gorra cubriendo mi
calva por encontrarnos en un templo. Esa misma experiencia en verano, con el
fresquito ambiental, imagino que será más dulce que la miel, para paladares
melómanos que amen la música como yo mismo.
También
disfrutamos allí Pilar y yo en otra ocasión de un concierto de música de cámara
con fragmentos corales, interpretados por un joven contratenor de voz preciosa
a quien felicitamos efusivamente una vez acabada la audición.
El templo
posee dos tallas: un San José y otra de San Joaquín con virgen Niña, del famoso
artesano Salzillo cuyas obras enriquecen la catedral de Murcia y otros templos
de la zona.
Otro de los
lugares emblemáticos de Ricote es la Casa de los Álvarez-Castellanos, también
conocida por Palacio de los Llamas, construida en 1702. Los Llamas fueron
Comendadores de la Orden de Santiago. El edificio se encuentra en la misma
plaza y es la sede actual del Ayuntamiento. El Palacio merece destacarse y ser
visitado por los forasteros. La portada exterior con su escudo nobiliario de
piedra y la entrada con hermosa escalera destacan por su belleza.
Hay otra
casa en el pueblo de obligada mención. Se trata de la Casa de Hoyos, también
del siglo XVIII, que albergó el Santo Oficio de la Inquisición de la que sólo
se conserva su portada con un escudo de piedra en la misma.
La
existencia documentada en Ricote de esta sede de la Inquisición demuestra una vez
más la preeminencia del pueblo sobre los del Valle de su nombre, porque todo
hace suponer que en ella se juzgarían los casos de atentados contra la fe y la
moral católicas de los habitantes de los pueblos cercanos sometidos a la
jurisdicción de la Inquisición. Por desgracia, las actas de la Inquisición en
Murcia fueron destruidas en el siglo XVIII, cuando una turba asaltó la cárcel
de Murcia y quemó los archivos. Por este motivo carecemos casi por completo de
documentos que prueben la existencia y funcionamiento de la Inquisición en los
tres siglos que permaneció activa.
En 1993 se
halló en unas excavaciones en el barrio de San Andrés de Murcia un tesoro áureo
de mudéjares huidos de Ricote en enero de 1497, compuesto de 79 monedas y tres
joyas de oro, una auténtica fortuna en perfecto estado de conservación. Se
encontraron en un pozo de agua, a cuatro metros de profundidad respecto al
nivel actual de la calle. El valor de las monedas se calculó en 30.000
maravedís.
Mi paseo
favorito he decidido dejarlo para el final como mejor manera de regodearme con
el mismo. Yo lo denomino del Carrerón y Azud de Ojós, por los dos puntos
emblemáticos que se atraviesan, y se cubre en hora y media sin demasiado
esfuerzo con salida y llegada en Ricote.
El paseo
comienza desde la plaza del Ayuntamiento tirando por la calle del estanco,
atravesando la rambla y girando a la izquierda por otra calle hacia la
carretera de desvío del pueblo o a la derecha hacia la Calle de los Pasos que
se recorre en su totalidad. En ambos casos se acaba en la carretera hacia las
Casas Forestales y el Campo de Ricote. Una vez fuera del pueblo, se continúa
300 m por la carretera hasta llegar a la antigua fuente, de donde nace un
camino moderno y empedrado situado a la derecha de la carretera, al lado de un
hondo de oliveras. Seguimos ese camino que se empina bruscamente haciéndonos
jadear hasta sobrepasar la Fuente Buena, antiguo aprovisionamiento de agua para
el pueblo cuando no existía suministro de agua potable en las viviendas.
Una
cancioncilla ricoteña de mi época juvenil, recordada recientemente en compañía
de la Consuelo decía así:
Van a hacer
escuelas
van a hacer
cuartel
y un cuarto
de baño
que va
estar muy bien
y la Fuente
Buena
la van a
bajar
se queda
Ricote
como una
ciudad
Continuamos
ascendiendo, ya con camino de tierra, bordeamos por la derecha una casa en
construcción que se comió el camino antiguo y ascendemos una fuerte y corta
pendiente de piedras y tierra, con pequeñas curvas a derecha e izquierda para
suavizar el ascenso.
Seguimos el
camino cuesta arriba y antes de internarnos por un estrecho paso entre
paredones rocosos, el Carrerón propiamente dicho, hacemos un alto para coger
resuello y contemplar la vista del pueblo que admiramos desde arriba.
El Carrerón
es un paso estrecho y empinado en la montaña que el hombre ha consolidado con
muretes de piedra en ambos lados. Tiene poco más de dos metros de ancho y
cincuenta de largo, con abundantes pedruscos en medio del camino por los
pequeños derrumbamientos de ambas paredes rocosas producto de las filtraciones
de agua y de los pequeños seísmos, tan abundantes en la zona. También de su
escasísimo uso hace décadas, por el abandono del transporte animal y del
tránsito de personas y bestias por el lugar.
Superado el
paso, el camino de piedra amplio y bien trazado se abre entre un bosque de
pinos. Algunas de las hermosas piedras del camino y aledaños adoptan formas
cóncavas que se llenan de agua cuando llueve y mantienen el vital elemento para
bebida y regocijo de los animalillos. El camino aparece sembrado de cagarrutas
de cabra, lo que indica que es transitado por las mismas.
Desde ese
punto elevado, el camino desciende continuamente con suavidad hasta alcanzar
una carretera forestal que conduce a la izquierda hacia las Casas y el Campo y
que nosotros tomaremos a la derecha.
Antes de
seguir adelante con el paseo contaré que cuando caminaba un día por allí nada
más salvar el Carrerón contemplé a la izquierda del camino entre los pinos un
montón de plumas de varios colores y deduje que alguna de las aves rapaces que
patrullan la zona desde lo alto debió llevar su presa: un palomo, que los
ricoteños pintan sus alas de distintos colores para reconocerlos desde el suelo
cuando vuelan. En el lugar se dio un festín con él y sus plumas coloridas
quedaron como testimonio.
Continuamos
el paseo por la carretera forestal y tras caminar un kilómetro, llevando
siempre el monte a nuestra derecha, contemplamos desde un alto la vista
magnífica de una parcela de albaricoqueros y melocotoneros, con una alberca a
su lado para regarlos, más allá se distinguen bancales de almendros y de
oliveras, y tendiendo la vista en la misma dirección veremos la carretera del
campo a lo lejos directamente hacia el Oeste.
Pisamos la
carretera al menos otro kilómetro y alcanzamos el punto más elevado de la
misma, con la vista despejada por completo, desde el que divisamos hacia el
Norte tres pueblos en línea recta y debajo de nosotros. En primer lugar se
encuentra Blanca, con su huerta y el río Segura bordeándola, en un segundo
plano aparece Abarán y todavía más lejos se vislumbra Cieza, todos siguiendo el
curso del río.
El lugar
sobrecoge por su hermosura. Podrías quedarte allí horas y horas mirando sin
cansarte. Con sol y luz intensa de continuo, uno sueña a veces en convertirse
en águila y planear sobre el río, la sierra, los campos, las huertas y los
pueblos contemplando sus dominios casi infinitos.
Pero en
algún momento y con pesar hay que continuar el camino, que nos lleva algún
trecho después en suave cuesta abajo hasta donde termina la carretera, con un
amplio estacionamiento a la izquierda donde los coches se aparcan y pueden
girar los que llegaron hasta allí con comodidad para desandar el camino.
En ese
punto hay que seguir el camino forestal para peatones perfectamente marcado a
la derecha. Este camino forestal corre pegado al monte y de pronto se amplía el
panorama ante el Azud de Ojós, un embalse construido para acumular el agua del
Trasvase Tajo-Segura. Aunque se llame de Ojós, el embalse ha inundado buena
parte de la antigua huerta de Blanca pegada a su cauce.
Este azud
abre el cauce del Segura en una gran extensión con escasa profundidad, con la
semejanza de una gran balsa redonda. En sus orillas los pescadores se afanan
con sus cañas a la búsqueda de esquivos pececillos que llevarse a la sartén.
De la
elevada dificultad en la construcción del camino forestal que transitamos dan
muestra los impresionantes murallones pétreos construidos para salvar las zonas
especialmente escarpadas del monte que bordeamos. Por esos rumbos me sobrevoló
un día un águila, inconfundible por su gran envergadura, tal vez asustada por
mi presencia inesperada, y proyectó su majestuoso vuelo sobre el monte y el
azud.
El camino
asciende continuamente en la zona más laboriosa del paseo y tal vez una de las
más bellas, con el suelo irregular de piedras, hasta que coronamos un gran
repecho, con un mirador a la izquierda que conviene ascender para contemplar
las vistas. Allí aparece el Solvente enfrente, un enorme paredón rocoso cortado
a pico que se alza un centenar de metros y se derrumba hacia la ladera del río.
De ahí en
adelante, la senda se vuelve más llana y el suelo liso de tierra favorece la
caminata, con ligeros descensos y ascensos en el resto del recorrido hasta
alcanzar el mirador del Solvente, donde nos detendremos para contemplar de
nuevo las bellas vistas y seguir después hasta el pueblo. Atravesando este
mirador una mañana de intenso calor tuve la fortuna de contemplar un hermoso
lagarto de más de dos palmos de largo que descansaba soleándose y al verme
salió huyendo dando grandes saltos bamboleándose a esconderse.
Este es un
camino que he tomado docenas de veces a completa satisfacción de mis sentidos.
Procuro salir a media mañana del pueblo, entre las diez y las once en tiempo
fresco, y más temprano cuanto más calor hace, y siempre en el sentido de Fuente
Buena, Carrerón, azud de Ojós y vuelta al pueblo por las Cañadas, nunca en el
contrario. Ignoro los motivos de mi preferencia, tal vez porque de esta manera
lo más duro de la ascensión sucede al principio, cuando más descansado estás,
pero como las costumbres hacen leyes, pues esta es la mía.
Desconozco
la distancia total recorrida en este paseo como en todos los demás con origen
en el pueblo o en las Casas Forestales, pero el tiempo estimado de mi paseo del
Carrerón y Azud de Ojós en hora y media a tranco mediano puede servir de
aproximación para futuros caminantes que se animen a recorrerlo tras leer mis
recuerdos.
Ricote es
un hermoso pueblo con grandes posibilidades como destino turístico para el que,
no obstante, habría que realizar ciertas reformas por parte del Ayuntamiento y
de los ricoteños emprendedores para dar mayor lustre a su belleza.
En primer
lugar, el Ayuntamiento debería acometer el soterramiento de sus tendidos
eléctricos, que cada año se acumulan de casa a casa en todas las calles de
manera increíble y dolorosa de contemplar. También debería promocionar el
hermoseamiento de las fachadas de las viviendas y la proliferación de macetas
con flores y plantas con un concurso anual con premios en metálico. No es
preciso gastarse mucho dinero en ello, sólo lograr que los ricoteños se preocupen
por la belleza de sus casas y hagan todo lo posible por mantenerla y
acrecentarla en lo posible sintiéndose orgullosos de lo que tienen. Al filo de
este posible concurso, debería preocuparse por imponer multas a todo vecino que
dejase su fachada a medio construir o enlucir como a veces sucede.
Las rutas fuera del pueblo, tanto las que yo
cito como otras muchas posibles y de gran extensión para verdaderos caminantes,
deberían contar con guías dispuestos a hacerse cargo de las expediciones de
paseantes.
La
realización de un camping para tiendas de campaña, que más adelante se podría
ampliar tal vez a autocaravanas, en el maravilloso mirador del Solvente sería
otro asunto de gran interés acometerlo sin demora. Agua corriente y luz parecen
imprescindibles en ese sentido y tal vez una pequeña piscina para remojarse en
tiempos cálidos, los más abundantes allí, serviría de atracción para los
campistas. Dejando un espacio libre para el camino forestal en dirección al
pueblo, el resto de espacio podría ocuparlo el camping. Unas señales en la
carretera y alguna en el pueblo para orientar a los visitantes completarían
esta iniciativa a la que auguramos un futuro feliz. Además de las tasas diarias
por tienda de campaña instalada, los campistas deben comer y beber con lo que
los comerciantes de Ricote se beneficiarían de su estancia.
Las sueltas
de palomos, tan vistosas, constituyen un espectáculo que merecía ser
publicitado por el propio Ayuntamiento. Sólo habría que ponerse de acuerdo con
la asociación de palomistas y programar una suelta a la semana, tal vez en la
mañana o primera hora de la tarde de sábados o domingos para lograr mayor
número de turistas.
Sería una
visita guiada, con pago de una pequeña cantidad por persona, que partiera del
propio Ayuntamiento y en la que algún palomista especialmente charlatán y
gracioso fuese explicando poco a poco a los turistas en qué consiste su deporte
y todos los detalles para que los forasteros lo apreciasen junto con alguna
anécdota atesorada en tantos años de afición. El espectáculo del bando de
palomos con las alas pintadas volando en compañía de la hembra acosada no
dejaría a nadie insatisfecho. En este sentido, las visitas programadas de
asociaciones de colombicultura de toda España a Ricote serían otra buena
iniciativa turística.
El pueblo
cuenta con varios puntos fuertes de atracción del turismo, que comienzan
siempre por su enclave físico, el pueblo y las vistas.
El primero
de ellos es un restaurante que regenta Jesús, un hijo de Paco el Sordo y de la
Vitorica, que ha tomado el nombre familiar y se llama Restaurante del Sordo. Al
mismo acuden cada año centenares de personas para degustar sus ricos guisotes,
entre los que destacan los de carne de la que Jesús es un consumado
especialista. Los fines de semana el trasiego en el restaurante resulta
interminable y es preciso solicitar con tiempo reserva de mesa para poder
acceder a sus delicias. Salvo este enclave, el turista gastronómico no ve
muchos más atractivos en el pueblo. Varias tiendas venden su afamado vino.
Pili
Abenza, hija de Resure y Francisco y nieta de la chacha Federica, hermana del
abuelo Eloy y por tanto prima segunda mía, regenta una tienda llamada
Rico-Valle, Productos naturales, en el Mercado de Ricote. En ella vende
productos de Ricote y de la zona como arrope, mistela, pan de dátiles,
mermeladas de diversas clases que ella misma confecciona, roscos de almendra,
rollos con y sin azúcar, integrales sin azúcar, melocotón en almíbar en envases
de vidrio y lata, almendras crudas y fritas, picardías de Abarán, miel de
diversas clases y otros muchos.
Si de algo
están orgullosos los ricoteños es de su vino como transparenta una coplilla,
lindando en la irreverencia y posiblemente de Carnavales, que antes todo el
mundo conocía y cantaba que dice así:
En Ricote
no hay tranvía
tampoco
tenemos metro
pero
tenemos un vino
que
resucita a los muertos
Se echa de
menos un hotelito, de los llamados con encanto, una construcción de nueva
planta con pocas habitaciones y todas las instalaciones exigibles hoy día: aire
acondicionado, televisión y baño en cada habitación, conexión a Internet y
todos los inventos modernos. Una piscina como principal instalación permitiría
incrementar los atractivos del lugar donde refrescarse en los tiempos cálidos.
El lugar más indicado para erigir ese hotelito sería en las inmediaciones del
restaurante del Sordo, para aprovechar su tirón. Ya existe un pequeño hotel
dentro del pueblo llamado El aljibe de Monastrell, por la uva característica de
la zona, situado junto a la casa de los Carrichosos.
Entre los
atractivos naturales de Ricote destacan algunas hermosas palmeras de varios
troncos unidos en su base y escondidas en la Huerta de Abajo por lo que casi
nadie las contempla, como las famosas del Huerto del Cura de Elche, que podían
ser trasplantadas a un huerto urbano para su contemplación.
El máximo
exponente botánico del pueblo es la Olivera Gorda, un ejemplar de más de mil
años, ocho metros de altura y varios metros de contorno, que se encuentra justo
al lado de la carretera de Ricote a Ojós, a un kilómetro más o menos de cada
población. Este es un árbol mágico y el más longevo de la región de Murcia.
Bajo sus ramas se coronó emir uno de los hijos ilustres del pueblo, de nombre
Ben Hud, en el año 1225 ante sus tropas.
Otro de los
hijos ilustres de Ricote fue Abn Sabin, que fundó en La Meca una secta llamada
de los sabinetes. En honor suyo, Jesús, cocinero y dueño del restaurante del
Sordo, nombró de esa manera al segundo de sus tres hijos, transformado de
inmediato en Abensabin y cuando era pequeño en su diminutivo murciano
Abensabinico.
Mi hermano
Luis añadió al respecto: “los ricoteños comenzaron a pedir perdón por la
expulsión de los moriscos el día en que Jesús puso el nombre de Abensabin a uno
de sus hijos.”
Hay un
lugar mágico en Ricote que descubrí un día por casualidad en un paseo por el
pueblo a la caída de la tarde. De pronto, junto a unas altas tapias escuché el
canto de numerosos pájaros y me detuve fascinado. Esto imaginé:
Los
pajarillos han pasado un día entero volando por aquí y por allá buscando la
esquiva comida que les sustenta, y al final, un tanto fatigados pero felices al
verse rodeados de amigos y familiares, se posan en el gran árbol que les acoge
desde que nacieron.
En una
esquina, unos ancianos dormitan, otros se cuentan sus achaques y ninguno hace
caso de los demás, sólo atentos a colocar su charleta; de cuando en cuando
cantan gravemente: pióóóó, pióóóó, pióóóó; tros murmuran apenas mientras
contemplan a los demás, critican a las pajaricas presumidas, a los jovenzuelos
petulantes y a los que cantan para seducir a sus amadas, todas melindres, que
se acicalan con el pico como haciéndose las descuidadas. Nadie hace caso de
ellos.
Los más
pequeños se persiguen de rama en rama jugando al que te pillo, que entre
pájaros se llama que te pico, porque uno no la lleva hasta que quien la liga no
le ha dado un picotazo. Algunos de ellos reclaman comida desesperadamente a sus
progenitores abriendo el pico y persiguiéndoles agitando repetidas veces sus
alicas.
En la zona
de los cantores rivalizan las mejores voces y se emboban los ignorantes del
canto tratando infructuosamente de aprender. Las jóvenes pajaricas se acercan
para escoger cada una al más pituco de los cantores. Las más pizpiretas se
pavonean con vuelos cortos ante ellos que no se fijan en nada, atentos sólo a
dar el do de pecho en el sitio exacto y no equivocarse. Ningún cantor desea
emitir una nota falsa y acabar siendo el hazmerreír de la concurrencia.
Hoy parece
que va venciendo Pedrito, un hermoso verderón que hincha el pecho y lanza a los
aires hermosas melodías aprendidas de su padre y especialmente de su abuelo, un
gran campeón recordado por todos. Los que escuchan son entendidos y no se dejan
embaucar por notas bellas logradas al azar sino que exigen un canto armonioso y
continuado. Los pájaros críticos mantienen su jerarquía y el más entendido, un
tal Aniceto, colorín reputado, espera a que los cantores terminen su canto
diario y luego vuela y revuela en homenaje delante de quien ha considerado
mejor cantor en ese día. El resto de los pájaros críticos hacen lo propio y
escogen a su vencedor, muchos de ellos siguen a Aniceto en sus juicios, la
verdad es que sabe mucho, aunque ya sea incapaz de emitir una sola nota como en
su juventud, cuando fue un gran campeón estimado por todos.
Poco a poco
va cesando la algarabía. Algunos pajarillos ya duermen y otros cantan algo más,
felices de encontrarse juntos y de exhibir sus dotes canoras. Pero el silencio
acaba imponiéndose e incluso los más resistentes han cerrado el pico. La
comunidad duerme en su árbol magnífico arrullándose unos a otros. El día ha
sido largo y el descanso, merecido.
El lugar
preciso donde esto sucede se encuentra cerca del Sampedro. Subiendo por alguna
de las dos callecicas empedradas de gran pendiente que flanquean a derecha e
izquierda las antiguas escuelas, después almacén de limones y hoy vivienda, se
llega a unas tapias altas y dentro de ellas habitan los pájaros en los árboles
que los acogen amablemente.
Allí hay
que detenerse y escuchar. Los pájaros no se ven y apenas se vislumbran las
tupidas ramas de los altos árboles. Sólo escuchar su canto multitudinario,
estruendoso, magnífico, te hace sentir bien, en paz con el mundo. Tanta hermosura
musical brotando de esos mínimos cuerpecillos constituye un concierto único que
es preciso disfrutar en absoluto silencio y quien se atreva incluso con los
ojos cerrados. Se recomienda llevar una silla plegable para reposar sentado.
El pueblo
goza de una referencia literaria de alcurnia al ser citado nada menos que en el
Quijote de Cervantes, la más alta cumbre de la literatura universal.
Ricote
aparece en el Quijote en la figura de un morisco que caminaba por La Mancha en
compañía de otros supuestos monjes alemanes, vestidos todos con hábito y
capucha. Al ver a Sancho Panza este se da a conocer quitándose la capucha,
reconociéndole Sancho de inmediato como su vecino Ricote.
Se trata de
un morisco que ha huido de España tras la expulsión de los mismos decretada por
los Reyes Católicos en 1609. Es sabida la costumbre de hace muchos siglos de
nombrar a las personas por su lugar de procedencia, de lo que deduzco que este
morisco o tal vez su familia procedían exactamente de Ricote, de donde tomaron
su nombre.
Según
cuenta la inmortal novela, Ricote había escondido sus joyas y dineros en el
pueblo cuando huyó precipitadamente por la expulsión, y decidió volver y
rescatar el tesoro de su escondite y llevarlo consigo a Alemania donde había
conducido a su familia. Para conseguir su propósito pide ayuda a Sancho,
garantizándole una sustanciosa ganancia por llevar la empresa a buen término.
Sancho rehúsa ayudarle porque su escudería a las órdenes del Quijote le impide
dedicarse a cualquier otro menester. Como glotonazo que era, Sancho se limita a
comer y beber en abundancia en compañía de Ricote y sus amigos, y luego regresa
un tanto apesadumbrado al servicio de su amo, que nunca le ofreció un banquete
como el gozado allí.
La Rita de
Eloy
Mi madre
fue conocida como la Rita de Eloy porque en el pueblo apenas se usan los
apellidos para identificar a las personas. Por el mismo motivo yo soy Eloy el
de la Rita o el de Maestre.
Mi madre
fue una mujer excepcional: elevada estatura, boca grande, altos pómulos y ojos
bellos y luminosos de clara mirada heredada por mí y que entreveo en mi nieta
Leyre. Sus principales rasgos de carácter fueron el amor a todo el mundo, su
fuerte temperamento, su bondad y su generosidad, que ejerció universalmente y
en cualquier circunstancia, especialmente conmigo y mis constantes problemas
económicos. La valentía para arrostrar dificultades y su fortaleza física fueron
también muy destacadas.
Entre sus
virtudes cristianas destacaba la compasión y pese a que nunca le sobró el
dinero siempre ayudó a las personas necesitadas en Ricote, como algunas de
ellas me comentaron con admiración.
Sufría de
un mal genio súbito que yo repito, un pronto que desaparecía en un instante
como azucarillo en el agua, no sintiendo al concluir rencor por nadie. Por
experiencia propia sé que es un impulso incontrolable, lo bueno es que dura
poco y en general no causa desaguisados duraderos y suele saldarse con alguna
disculpa si metes la pata o hablas de más, al menos en mi caso. Su fortaleza
física derivaba directamente de los genes heredados de su madre: la abuela
Rosario, más fornida, ancha y alta que el abuelo Eloy.
Dado el
fuerte carácter que compartimos mi madre y yo, la pregunta es cómo no chocamos
nunca. La respuesta parece clara y evidente: chocamos pero en cosas sin
importancia, predominando siempre el intenso amor teñido de respeto que nos
profesábamos mutuamente. Yo la incordiaba a veces cuando era mayor recordándole
que estaba gorda y que debía comer menos y moverse más, y ella contestaba que a
su edad no podía ponerse a régimen. Mi respuesta era que nadie le pedía eso,
sino que comiese menos cantidad, especialmente en el aperitivo, que en sus
buenos tiempos degustaba con alegría. Ni que decir tiene que no me hacía caso
alguno.
Y es que mi
madre siempre tuvo buen diente, con un estómago que digería las piedras. Como
prueba de ello, muchos años atrás había sufrido un episodio de piorrea en las
encías y el dentista le recetó un tratamiento con unas pastillas muy fuertes,
que la curarían si era capaz de aguantarlas. Y vaya si lo hizo, su estómago la
defendió y la piorrea desapareció para siempre con el tratamiento.
Gracias a
su buen apetito tuvo la fortuna de disfrutar comiendo casi hasta el final de su
vida, pero los kilos se le fueron echando encima inexorablemente para no
marchar nunca de su lado, algo parecido a lo ocurrido con su madre Rosario
cuando fue mayor.
Siento que
nunca podré corresponder al extraordinario amor que nuestra madre profesó a sus
hijos, extensible a los nietos en cuanto aparecieron, el primero de ellos mi
hijo Eloy a quien cuidó primorosamente y amó desde su nacimiento como luego
haría con los demás nietos. Al ser yo su primogénito nuestro amor mutuo fue muy
intenso por vivir más tiempo que ninguno con ella, y cuando los cinco hermanos
fueron creciendo a nuestro lado y de inmediato a darnos guerra, algunas de las
preocupaciones maternas me fueron transferidas, convertido en obligado ayudante
por la numerosa familia, controlador de hermanos en cuantas ocasiones se
presentaban.
Un recuerdo
vívido de la carga enorme que supuso mi responsabilidad como hijo mayor me
sucedió una tarde en Madrid, en un suceso extraño, cuando mis padres fueron al
cine. Yo estaba escuchando la radio y soñando despierto como a veces me sucede,
y de pronto en la radio sonó una canción, entonces muy oída, titulada Dos
cruces, que en sus inicios dice algo así como:
Están
clavadas dos cruces
en el monte
del olvido
por dos
amores que han muerto
que son el
tuyo y el mío
Siendo como
es una canción de amor perdido, mi ensoñación fue que las dos cruces
significaban que mis dos padres habían muerto, y a ver lo que hacía yo entonces
solo con mis hermanos pequeños. Firme en esa idea tonta y agobiante, pasé una
tarde de angustia inenarrable que a nadie conté, y hasta que no volvieron a
aparecer mis padres, vivos y sonrientes por la película y el asueto, no respiré
tranquilo. Desde ese día en adelante, cada vez que oía la canción, muchas veces
programada en la radio que escuchábamos a todas horas, me volvía el recuerdo
angustioso de mi absurdo y doloroso ensueño.
A propósito
de los nombres de los hijos que lograron entre Julio y Rita hay dos anécdotas reveladoras del fuerte carácter de
mi madre que afectan a la imposición de nombres a su primogénito y a su hijo
menor.
Que el
primer hijo varón llevase el nombre del padre era entonces una tradición,
seguida sin ir más lejos por su hermana María, nombrando Andrés a su hijo igual
que su padre, y por su otra hermana Rosarico, llamando Sebastián a su hijo
mayor como su marido. Pero mi madre rompió con la tradición y siendo yo su
primogénito me llamó Eloy, como su padre. Tal era la fuerza de la costumbre que
cuando le anunciaron al abuelo Eloy que al hijo mayor de su Rita le impusieron
su nombre dicen que no se lo creía.
La segunda
muestra de su carácter con elección decidida contra viento y marea del nombre
de sus hijos la ofreció con su benjamín, Luis.
A la abuela
Dedicación, su suegra, le gustaba el nombre de su marido, Marcelino, y al ver
que mi madre concebía uno tras otro hijos varones andaba dándole la lata para
que alguno de ellos le nombrase como Marcelino sin conseguirlo.
Fracasados
sus intentos con los cuatro primeros hijos varones, el quinto hijo fue por fin
una niña como mis padres ansiaban, por lo que no hubo caso en su petición. Pero
mis padres insistieron en completar la familia buscando otra niña y apareció
finalmente entre berridos un nuevo varoncito, que por esas casualidades de la
vida lo hizo un 2 de junio, día de San Marcelino. La abuela Dedicación pareció
contenta con la circunstancia y sentenció dirigiéndose a mi madre: ahora
tendrás que ponerle Marcelino, a lo que mi madre repuso: de eso nada, se
llamará Luis.
Mi hermana
Rosa dio una nueva interpretación, más jugosa si cabe, del hecho. Según ella,
la abuela Dedicación al ver que el pequeño había nacido el día de San Marcelino
y ante su negativa a imponerle dicho nombre afirmó: por no querer ponerle
Marcelino te va a castigar Dios, a lo que mi madre repuso: pues que me
castigue.
Al contarlo
mi madre exclamaba: Marcelino, que nombre tan feo, que se lo hubiera puesto
ella a alguno de sus hijos.
Con el paso
del tiempo, ambas costumbres han cambiado radicalmente. En mi generación se
mantuvo la primera, de nombrar al primogénito con el nombre del padre que yo
mismo he respetado, igual que los primos Andrés y Eloico sostuvieron con los
suyos; mis hermanos Javier y José Ramón (ambos con dos hijos varones) no lo
hicieron y el primo Sebastián (con tres varones) tampoco. Las dos chicas: Rosa
y Rosarito, tampoco siguieron esa tradición; Rosa puso a su hijo Pablo, nombre
distinto al del papá de la criatura, y Rosarito concibió dos niñas, así que no
sabemos lo que hubiera hecho de tener varones. En la siguiente generación, la
de nuestros hijos, creo que ha decaído absolutamente.
La segunda
costumbre, de bautizar a los hijos con el nombre del santo del día por
imposición de los curas, que tantos horrores ha producido con nombres antiguos
y de fea sonoridad: Escolástica, Apolonia, Felicísima, Pelagia o Leocadia como
nombres de mujer, y Policarpo, Eutimio, Toribio, Crescencio, Pacomio, Aresio o
Josafat entre otros muchos para los hombres, ha declinado por completo en la
actualidad. De esta costumbre imagino que procede también la de feminizar los
nombres de varón: de Pascual, Pascuala; de José, Josefina; de Fernando,
Fernanda. No existe en el santoral una santa Fernanda, que yo sepa.
Ambas
costumbres: santo del día y feminizar los nombres masculinos, me parecen un
ejercicio de sadismo de los padres con sus hijos, y más específicamente con las
niñas, para las que existen decenas de nombres más hermosos como los de flores:
rosa, azucena, clavel, violeta, alhelí, margarita, jazmín, hortensia, lirio y
tantos otros.
Cuando
falleció mi padre, la Rita de Eloy se encontraba físicamente bien, pese a haber
sufrido dos operaciones en las rodillas para implantarle sendas prótesis debido
a la artrosis o artritis que padecía. Con ellas podía moverse con soltura y
apenas sin los dolores que antes la aquejaban de continuo.
Inmaculada,
que todos llamamos Inma, fue su ángel bueno durante muchos años. La tomó mi
madre a su servicio antes de que se casara y después del breve plazo de
nacimiento de su hija, también llamada Inma, mi madre la recuperó y ayudó a
criar a la hija jugando con ella mientras la madre cumplía las tareas de la
casa. Desde que la conozco Inma se ha mostrado como una chica alegre, dispuesta
y muy trabajadora.
En aquellos
primeros años de viudedad con buena forma física y una pensión holgada para
atender a sus necesidades, con Inma a su lado y nosotros viajando de cuando en
cuando a verla, mi madre fue feliz. Ella entraba y salía, iba por las noches a
jugar a las cartas al chinchón a casa de la tía María, adonde también acudía la
prima Resure y con ella completaban el trío famoso de jugadoras y disfrutaban
mucho. Así continuaron durante años hasta que una noche aciaga nuestra querida
tía María murió de repente, sin que la aquejara ningún mal conocido salvo la
vejez y la artrosis que no mata aunque duela, y su ausencia dejó tristes y
desamparadas a las otras jugadoras que ya nunca volvieron a reunirse para
jugar.
Antes de
que el verano se nos echase encima cada año buscaba yo un fin de semana libre
en Madrid para viajar a Ricote y acercarme al campo con mi madre. Ella y yo
íbamos a por vino a casa de Santiago y la Josefica, sus caseros, y de paso
visitábamos a veces sus bancales de almendros y evaluábamos a ojo la cosecha y
lo pasábamos bien.
En nuestra
expedición portábamos una colección de bombonas de vino vacías: de arroba,
media arroba y algunas de cuartillo. Siempre les llevábamos limones que los
apreciaban mucho porque carecían de ellos, y la Josefica solía obsequiarnos, a
cambio, con una bolsa de huevos de sus gallinas, que mantenían allí en su
corral junto con varios conejos, pese a que su vivienda habitual estuviera en
Cieza. Ellos viajaban continuamente al campo para atender sus fincas y las de
los demás en el caso de Santiago. Él era un buen tractorista y quienes carecían
del mismo le contrataban para que labrase sus tierras. Siempre tenía trabajo
pendiente porque eran numerosos los que requerían sus servicios. Trabajaba
mucho e imagino que ganaría sus buenos cuartos a cambio porque la pareja
compraba bastantes tierras: viñas y almendros principalmente, y también tierras
blancas para plantarlas.
Los viajes
al campo de Ricote los hacíamos mi madre y yo en mi Opel Kadett, mi segundo
coche, que contaba con un maletero enorme. Mi madre no gustaba de ponerse el
cinturón de seguridad, pero yo la obligaba a ello y a que quitase la mano del
cinturón mientras estaba sentada en el coche, porque si me veía obligado a dar
un frenazo le rompería la mano. A mi padre tuve que forzarle de la misma manera
en Madrid, que no quería ponérselo, y le dije que en mi coche iba a viajar
siempre con el cinturón puesto, y si no quería que tomara un taxi, que había
muchos en la calle.
En los
viajes a por vino al campo comprendí pronto la importancia de que las bombonas
ocupasen todo el maletero puestas de pie porque así se sujetaban unas con otras
y no volcaban en las cien o doscientas curvas de la carretera de Ricote al
campo y vuelta, que bordeaba la sierra de Ricote con curvas continuas a derecha
e izquierda. Era una carretera divertida para conducir: estrecha, con asfalto
viejo y los arcenes comidos, conduciendo por el centro de la calzada salvo en
los cambios de rasante y curvas sin visibilidad que debes tomarlas ceñido a tu
derecha, y siempre a mínima velocidad porque caso contrario te salías de ella.
Te cruzabas con escasos coches que superabas con cuidado, los adelantamientos
resultaban casi imposibles por las pocas rectas que la carretera posee.
Empleábamos más de media hora en cada viaje.
Antes de
acercarnos a por vino al campo llamábamos por teléfono a Santiago para ponernos
de acuerdo en la hora en que estaría por allí, porque debían desplazarse él y
su mujer desde Cieza. Llegábamos mi madre y yo, bajábamos del coche y sacábamos
las bombonas que siempre parecían excesivas a Santiago y a la Josefica, y a
veces incluso lo decían, en otras ocasiones bastaba con que pusieran mala cara
para advertirlo. Preguntábamos a la Josefica por la familia y contestaba de
buen talante, y en cambio cuando se hablaba de nuestras tierras y su producción
sobrevenía invariablemente el llanto y crujir de dientes.
No había
sábanas en el mundo para contener el río de lágrimas derramadas por la Josefica
sobre mi madre y yo mismo acerca de los males infinitos que aquejan al
agricultor: nunca llovía lo suficiente (y si había llovido lo aceptaban a
regañadientes), los almendros del hondo junto al pozo estaban secos, la otra
finca había dado cuatro almendras y no valía la pena ni cogerlas, nuestra viña
no produjo apenas uva y el vino obtenido era poco y malo, y bla, bla, bla, bla.
La Josefica se comportaba con nosotros como los tenderos cuando les preguntan
por su negocio: siempre llorando. Aparentemente al menos, nosotros éramos los
ricos y ellos los pobres, por lo que debían llorarnos encima como obligación
cada vez que nos veían. Y digo aparentemente, porque con el tiempo y su trabajo
acabaron poseyendo otra hermosa casa cercana a la suya llamada “del
Valenciano”, y muchas más tierras, viñas y almendros en el campo de Ricote que
nosotros.
Superado el
preámbulo agrícola luctuoso y una vez en la bodega, Santiago nos daba a probar
el vino. Primero catábamos el más nuevo, del año anterior, ligero y dulce,
siempre el preferido de mi madre, y luego uno o varios más secos de años
pasados, que yo prefería también por sistema al vino del año.
Santiago
llenaba nuestras bombonas de vino viejo y de vino del año, y para
diferenciarlas yo colocaba una soguica a las bombonas de viejo, mis favoritas,
de las que llevaba dos de media arroba conmigo de vuelta a Madrid. Como
capricho personal, entre las bombonas de media arroba había una que consideraba
mía, forrada completamente de esparto trenzado con asa del mismo material, en
la que solía acarrear el vino para consumo mío y de Pilar, que lo apreciábamos
mucho.
Volvíamos
cada vez a Ricote felices y contentos mi madre y yo con nuestra carga de vino,
y allí había que repartir algunas bombonas entre los que yo llamaba “sus
clientes” aunque ninguno pagaba por el producto. En primer lugar nos deteníamos
en el bar de la Inmaculada y del Puro, su marido, donde bajaba una bombona de
arroba del viejo, que lo preferían como yo mismo. La siguiente parada era en la
Rambla, en una casa cuya dueña había arreglado los papeles de Julito en una
ocasión, y desde entonces merecía gratitud eterna a mi madre que pagaba con una
bombona de media arroba de vino al año. El viaje continuaba hasta la casa de
Pepe “el de la caja”, ya en una esquina del Sampedro, cuya viuda Encarna
recibía con gusto la bombona de arroba, y si no la Rita, su criada de toda la
vida. Luego aparcaba delante de nuestra casa y extraía las restantes bombonas,
depositándolas en la despensa situada al fondo del pasillo en la planta baja.
Lo
inmediato una vez colocada la carga en su lugar era pasar a la Antonia, su
vecina de enfrente, su bombonica de cuartillo, que también gustaban mucho en su
casa de nuestro vino.
La Antonia
era muy cariñosa y siempre se preocupaba de mi madre y pasaba a verla todos los
días varias veces. Las otras visitantes más asiduas eran la prima Asuncionica,
de la familia de los Carrichosos, que se ofrecía a comprarle el pan y lo que le
hiciera falta del mercado cuando ya mi madre apenas salía, y la prima María a
quien quería hondamente y charlaban sentadas horas y horas, que vivía en la
placeta de Manducho y estuvo casada con Paciano.
Otras veces
parábamos en primer lugar en casa de la Consuelo, y depositábamos allí su
bombonica de cuartillo y ella apreciaba el detalle, tanto cuando vivía Esteban
como cuando se quedó viuda. Cuando lo consumía o lo trasegaba a botellas, la
Consuelo nos devolvía la bombona vacía a nuestra casa en alguna de las
múltiples visitas que rendía a mi madre.
Sobre el
transporte del vino del campo a Ricote retengo un recuerdo gracioso que voy a relatar.
En una ocasión, en el viaje de vuelta al pueblo la carga de las bombonas en el
maletero del coche no iba bien estibada porque el maletero no se encontraba
lleno de bombonas y no debí atarlas bien todas entre sí y a los laterales para
que no volcasen. El accidente sucedió en una de las múltiples revueltas de la
carretera, en la bajada a una rambla con curva pronunciada a la derecha y
cuesta abajo, curva a la izquierda y paso de la rambla, subida con curva a la
izquierda y luego curva a la derecha. En este territorio hostil mi madre
escuchó volcarse una bombona y gorgotear el vino pues tenía buen oído, y me
dijo: ¡para, para, que se ha volcado una bombona y se está derramando el vino!
Detuve el
coche en cuanto pude fiado de su buen oído, abrí el maletero y tenía razón: una
bombona de media arroba yacía volcada de medio lado y derramaba alegremente su
vino sobre la moqueta del coche. Cuando la enderecé más de media bombona se
había perdido. La cerré bien con su corcho y la até con cuidado a uno de los laterales
del maletero y proseguimos viaje al pueblo. Desde ese día y durante años, al
entrar en el coche siempre percibía el olor dulzón del vino que se mantuvo
impregnado en la moqueta.
De ahí en
adelante, en sucesivos viajes mantuve un cuidado exquisito en taponar bien las
bombonas cerrándolas con cinta adhesiva transparente una vez llenas y en la
estiba de la carga de vino. La mejor solución resultó como tantas veces la más
simple: llenar por completo el suelo del maletero de cajas de limones vacías y dentro
de ellas colocar las bombonas de pie. De esa manera unas se aguantaban con
otras y no era preciso atarlas precariamente a los laterales del maletero
porque aunque lo hicieras el peso combinado del vino y del vidrio de las
bombonas, con las violentas curvas, podía vencerlas hacia un lado y que se
produjera el odioso derrame de nuevo. Odioso por el olor persistente dejado en
mi coche y especialmente por la pérdida del maravilloso néctar que nos alegraba
un poco la vida, pintándola de hermosos colores, cuando lo paladeábamos Pilar y
yo en casa chato a chato con veneración y arrobo, y en las comidas de Navidad
con los hermanos, nuestra madre y restante familia.
¡Ay de mi
vino de Ricote! Ahora que lo he perdido para siempre lo echo tanto de menos.
Llegó un
momento en que mi madre no estaba en condiciones de viajar al campo conmigo y
yo iba solo a por el vino, pero el viaje no era lo mismo que con ella. Sin mi
madre yo me sentía muy solo y con ella iba distraído charlando sin perder de
vista la carretera ni por un segundo. Y sobre todo ella se vio privada de uno
de sus grandes placeres, porque la visita al campo era uno de los
acontecimientos que ella aguardaba con gusto cada año. Viajando conmigo a su
campo querido era feliz.
Muchos años
atrás, con ella al lado, la visita al campo comenzaba por una primera parada en
la antigua casa de los abuelos Rosario y Eloy, pasado el barranco de Berrandino
y nombrada en la fachada como Campo de Arriba, y dividida a su muerte entre los
cuatro hermanos. La descripción del conjunto de las edificaciones de izquierda
a derecha mirándolas de frente es como sigue: casa de Juan, bodega de Juan,
cuadra conjunta, casa de los abuelos, bodega de los abuelos y almacén de
almendras. La única vivienda en buenas condiciones cuando rendíamos visita era
la del extremo derecho, el más cercano a la era, la que correspondía al antiguo
almacén de almendras que le correspondió al tío Pepe en el reparto de la
herencia y vendió con rapidez. El comprador derribó el almacén y construyó allí
su casica.
En las
visitas con mi madre, una parte de las edificaciones ya se encontraba
parcialmente en ruinas: la bodega y la casa de Juan que correspondió a mi madre
e incluía el horno del pan y detrás de la casa el corral donde guardaban las
ovejas y en lo alto el palomar. El horno del pan estaba medio caído, igual que
la casa. El corral vacío y el palomar sin palomas, que sólo se refugiaban y
vivían allí cuando se les suministraba comida y agua de forma regular. El
conjunto mostraba su silencio mineral. Daba pena contemplar la ruina total en
que se convertía el bloque de las edificaciones año tras año. Desde allí nos
acercábamos a pie al bancal de los almendros que se encontraba en el camino al
Cabecico Alcoba, en un bancal encima del pozo y del hondo de las higueras.
El bancal
de los almendros contenía ejemplares viejos que daban cada vez menos almendras
y se iban secando uno a uno. Sus gruesos troncos con estrías pronunciadas en la
corteza y color negro cada vez procuraban menos dulces frutos. Con el tiempo
dejamos de ir tanto a ver la casa como los almendros, ambos en claro declive.
Porque nuestras visitas tenían como finalidad disfrutar y ver aquello sólo
causaba dolor.
La visita
principal a los almendros no era a estos citados sino a otro bancal en plena
producción, de almendros jóvenes y hermosos de la variedad marcona, la mejor de
las almendras del mundo entero que se usan para consumir en aperitivo y también
para elaborar tartas y otros dulces, especialmente turrones.
Esta visita
a los almendros buenos la gozábamos intensamente mi madre y yo. Ella me dirigía
y yo, tras salirme de la carretera por donde ella me indicaba, metía el coche a
dos por hora por aquellos caminos y veredas de tierra hasta que llegábamos al
bancal entre una nube de polvo. Descendíamos del coche e íbamos mirando los
almendros uno por uno, una fila y vuelta por la siguiente, y así hasta
contemplarlos todos. Evaluábamos torpemente a ojo la posible cosecha de
almendras que darían, quitábamos con las manos los pollizos que brotaban de sus
troncos y gozábamos de nuestra condición de propietarios.
Palpando
los troncos ásperos de sus almendros mi madre era completamente feliz, estoy
seguro. Su vida no dependía como la de sus padres de los productos obtenidos en
el campo y en la huerta: almendros, limoneros, oliveras, viñas, tierras blancas
de trigo y de cebada, pero en sus genes llevaba impreso el amor por la tierra y
por los frutos que ofrecía a quien la trabajaba año tras año sin descanso. Su
mirada enamorada se tendía sobre cada tronco, ramica, hoja y almendras propias
y era dichosa.
Aquel
hermoso bancal de almendros nos rindió su último y gran servicio años después a
mi madre y a todos los hermanos. Con la fiebre urbanizadora que sacudió España
en los años 90 del pasado siglo, un inversor inmobiliario tocó en la puerta de
mi madre en Ricote ofreciéndole unos milloncetes de pesetas por el bancal de
almendros que tantas veces habíamos visitado.
La cantidad
ofrecida era muy superior al valor de los almendros en sí, pero el promotor
contaba, de forma insólita para nuestro entender, con edificar allí viviendas
en mitad del campo. Tras la primera oferta que mi madre rechazó apareció un
segundo promotor ofreciendo más dinero en mano y mi madre lo comentó a los
hermanos, comenzando por Luis. Al trabajar en el catastro, mi hermano logró
enterarse gracias a un amigo que trabajaba en la Región de Murcia del precio
exacto allí de una hectárea de tierra de secano sembrada de almendros y resultó
bajísimo en comparación con lo ofertado.
Al final,
puestos de acuerdo la madre y los hermanos, aceptamos la última oferta y el
bancal de almendros cambió de dueño. Mi madre, con su generosidad habitual,
repartió la totalidad de lo obtenido a partes iguales entre todos los hermanos
y ella como una más. Ni que decir tiene que el dinero nos vino de perlas, y en
la mejor tradición de los promotores inmobiliarios aquel nos lo pagó dinero en
mano, en billetes de 500 euros de color morado, planchados y magníficos.
Luis llevó
el grueso de las negociaciones y cuando se celebró la venta recibió de sus
manos la cantidad acordada. Marisa, su mujer, confeccionó para la ocasión unas
cartericas en tela azul oscura con cintas para atarlas al cuerpo por debajo de
la ropa y dentro de ellas depositó la cantidad correspondiente a cada hermano.
La
emocionante entrega de aquel pastón a todos los hermanos, menos a Javier que
reside en Canarias, tuvo lugar poco tiempo después en un restaurante de Madrid.
Mi madre se desplazó a la capital con Luis, en cuya casa residía cuando venía a
Madrid, hecho repetido varios años. Una vez todos en el restaurante de marras,
Luis nos llevó a los hermanos varones a los lavabos de hombres y nos entregó a
José Ramón y a mí mismo nuestra carterica con los billetes, que nos obligó a
contar y guardamos, alborozados y con mimo, entre nuestras ropas en plan
misterioso. Actuando así nos sentimos en peligro como los espías de las
películas. Mientras tanto, Marisa condujo a Rosa al lavabo de señoras y le hizo
entrega de su correspondiente carterica azul con sus maravillosos billetes
morados.
Al llegar a
casa escondí la carterica azul oscuro entre mis botellas de vino, en el suelo
del armario de mi despacho. De allí iba extrayendo con gran dolor de mi corazón
y parsimonia, uno a uno, los billeticos que cambiaba en la Caja de Ahorros para
el gasto corriente, ya que no podías presentarte en un comercio con tal
billetón en las manos porque te lo habrían tirado a la cara. Así se consumieron
todos los billetes del primero al último. Yo hubiera deseado guardar al menos
uno para mi colección, pero no fue posible. Nos quedamos para siempre sin las
magníficas almendras marconas, pero las alegrías proporcionadas por aquellos
billetes hermosamente planchados que después nunca he vuelto a ver resultaron
inolvidables.
El promotor
que nos compró el bancal de almendros los arrancó según lo previsto, pero
después nunca logró edificar allí. El plan urbanístico del Ayuntamiento de
Ricote que le habría permitido edificar quedó en agua de borrajas. Con nosotros
perdió dinero, aunque imagino que lo ganaría de sobra en otros negocios
similares.
Mi madre
tuvo ocasión de mostrar de nuevo su generosidad inigualable cuando vendió la
casa de Francisco Silvela donde habíamos vivido tantos años en Madrid de
alquiler.
Sucedió que
la propietaria del edificio ofreció a los inquilinos la venta de las viviendas
a un precio ventajoso para su posterior rehabilitación. Mi madre aceptó comprar
la suya y después de la rehabilitación total del edificio, nuestra antigua casa
quedó preciosa con una completa renovación de los interiores y tan nueva y
hermosa que la pusimos a la venta de inmediato con cierta pena. Pronto apareció
un comprador y después de un tira y afloja con el precio, al tratarse de un
especulador que compraba para después revender, logramos ajustar el precio de
venta con un considerable beneficio para mi madre.
Ella
dividió el importe obtenido entre todos los hermanos, tomando para sí una parte
igual a la de cada uno de nosotros, mostrando de nuevo su magnífica
generosidad.
Sólo he
sufrido un percance con el sol en mi cabeza y espero no padecerlo nunca más.
Sucedió hace años en Ricote, precisamente en el bancal de almendros que mi
madre acabó vendiendo al promotor inmobiliario. Allí nos bajábamos del coche e
inspeccionábamos los almendros uno por uno. Por esas fechas cercanas al verano
ya resultaban imposibles las temidas heladas que en tantas ocasiones dejaban al
árbol sin frutos en los dos últimos meses de invierno: febrero y marzo, cuando
las hermosas flores blancas habían brotado y los pequeños frutos se encontraban
creciendo débilmente, sin la protección de la dura cáscara que luego los
recubre. Si en ese momento caía una helada, muchas veces porque el invierno
hubiera resultado cálido y se adelantase la floración, las flores o las mínimas
almendras aún sin cuajar se helaban y los árboles no producían más que hojas.
Si
sufrieron una helada ese año y lo sabíamos nunca nos acercábamos a verlos,
porque la visita era para disfrutar como propietarios y no para sufrir
contemplando los estragos de la naturaleza. Caso contrario acudíamos
ilusionados a mirarlos y gozar con su cosecha esplendorosa. Los almendros eran
admirados uno por uno, mi madre ya un poco renqueante y yo mismo.
En la
ocasión citada contemplamos los almendros cargados de frutos de mi madre en una
preciosa mañana y luego volvimos a Ricote a comer. Después de comer, de forma
abrupta e inesperada, comenzó a atacarme un dolor de cabeza que poco a poco fue
intensificándose hasta tornarse insoportable. Tuve que acostarme y me dieron
una aspirina que no produjo apenas efecto. Me notaba muy acalorado y me
pusieron un termómetro que marcaba 38º C y dos horas después alcanzó casi los
40º C de fiebre. Me aplicaron paños fríos en las sienes con la cabeza
estallándome de dolor, como si se hubiera hinchado al doble de su tamaño. Me
mantuve enfermo todo ese día y el siguiente, aunque poco a poco remitió el
dolor y bajó la fiebre.
Sin duda
sufrí una insolación y eso puede ser muy peligroso. De hecho hay quien muere de
una insolación, como le ocurrió a un amigo de mi hermano Luis en La Mata, donde
sus padres le permitieron irresponsablemente salir a la hora de la siesta y
estuvo por ahí haciendo el cabra como correspondía a sus escasos años, y le dio
una insolación de la que murió, aunque le llevaron al hospital los médicos nada
pudieron hacer por él.
Desde la
insolación de los almendros y en previsión de posibles males, que con una
insolación en mi vida ya tuve bastante, llevo mi cabeza cubierta
permanentemente si hace sol, sea verano o invierno.
La
calefacción que gozamos en la vivienda de Ricote se la debemos a un médico de
La Roda. Esa calefacción que solicitamos e imploramos tantas veces en vano los
hermanos, nuestras mujeres e hijos, los de casa, acabó por conseguirla un
extraño, un médico a cuya consulta acudimos mi madre y yo.
Mi madre
había sufrido un constipado en los oídos que le duró bastante tiempo y dejó
ciertas secuelas. El episodio se lo trató en Madrid un otorrinolaringólogo
particular a cuya consulta acudimos los dos. El médico, sentado en la consulta
con la mesa por medio frente a mi madre y yo mismo, comentaba ciertos aspectos
de las pruebas obtenidas sobre la enfermedad padecida y ella asentía con las
dos manos encima del bolso, recuerdo este detalle. En un momento dado yo tuve
una ocurrencia feliz, no todo van a ser tonterías de mi parte, y le dije al
médico que mi madre afirmaba no afectarle el frío. Ante eso y para sorpresa de madre
e hijo el médico se indignó al mencionar yo sin querer la palabra clave: frío,
de la que tenía muy malos recuerdos.
Nos dijo
que él nació en La Roda, un pueblo grande de la provincia de Albacete, en La
Mancha, por donde pasa el tren y la carretera de Madrid a Murcia y conocido por
nosotros de toda la vida por sus tortas cenceñas para hacer gazpacho manchego
con conejo y perdiz, su magnífico pan sobao y unos dulces riquísimos llamados
Miguelitos, productos que solíamos adquirir en nuestros numerosos viajes.
En La Roda
hace un frío intenso durante el invierno y el otorrino lo confirmó al decirnos:
yo tenía que estudiar envuelto en una manta dentro de mi casa en invierno y ni
aun así entraba en calor, las casas no tenían calefacción y el frío era
horrible.
Viendo que
la conversación avanzaba por donde yo deseaba, de cuando en cuando introducía
nuevos elementos para activarla.
-
Así que el frío afecta a los
huesos.
-
A los huesos y a todo el
organismo. La artritis que padece su madre no la ha producido el frío, pero se
agudiza con él. También le afectó en su dolencia de los oídos.
Yo
observaba a mi madre y la encontraba nerviosa, inquieta, movía las manos sobre
el cierre del bolso y daba la impresión de querer salir corriendo. Aquel médico
hablaba de algo que ella no quería, llevándole la contraria, y eso la
fastidiaba.
Pero yo
hice como los felinos cuando atrapan una presa: mantenerla atravesada entre los
dientes sin soltarla ni por un instante.
-
Y no quiere poner
calefacción en su casa de Ricote, dice que allí no hace frío.
-
Seguro que en Murcia no hace
el frío de La Mancha, pero frío siempre hace en invierno. Haga caso a su hijo e
instale la calefacción en su casa, sus huesos se lo agradecerán.
Y el médico
siguió hablando de lo mismo para mi alegría. Mi madre continuaba sin hablar,
agitada y pensativa hasta que nos despedimos de él. Luego acabó su temporada en
Madrid y volvió al pueblo.
Al cabo de
unos meses y sin decir nada a nadie mandó instalar la calefacción en su casa de
Ricote, reservando la sorpresa de la instalación para nuestra siguiente visita
multitudinaria en Navidad.
Los
técnicos montaron un enorme depósito de gasoil en la cochera e instalaron la
caldera en una esquina del patio, protegida por el hueco de la escalera que da
acceso al patio de arriba. Colocaron radiadores en todas las habitaciones de
aquella hermosura de casa: seis dormitorios en el piso de arriba y el suyo de
la primera planta, en los dos baños grandes, en el despacho de la entrada y en
los pasillos inferior y superior, dos radiadores en el salón y otros dos en la
amplia cocina. El espacio completo de los dos pisos quedó cubierto con ellos.
La instalación costó bastante dinero dada la amplitud de la vivienda, pero como
lo tenía y una vez decidida no le importó gastarlo.
A partir de
ese año, todos los inviernos los pasamos en Ricote con la calefacción puesta,
tan ricamente. Cuando llegaba Navidad y la familia entera llenaba la casa,
disfrutábamos de agua calentita para ducharnos y de una temperatura caldeada y
amable para vivir.
La
conclusión era que mi madre estaba caliente todo el día y la noche, y nosotros
felices. Y todo gracias a un otorrino de La Roda, a una ocurrencia mía y al
dinero ahorrado de mi madre que con su voluntad lo hicieron posible. En
resumen: una pequeña historia con final feliz.
Y hablando
de frío diré otra cosa que afecta al tiempo de invierno. Cuando mi madre iba a
la compra en el pasado al mercado de Torrijos en Madrid en algún día lluvioso
(lo recuerdo ahora en otro día especialmente lluvioso del presente), a veces
tropezaba con alguna compradora que soltaba una frase que para ella constituía
una herejía cuando llovía abundantemente: ¡qué día más asqueroso!, ante la que
mi madre nunca callaba y reprendía a la osada con otra, igual de rotunda: ¡nada
de asqueroso, señora, hace un día precioso para el campo!
Una mujer
de pueblo como ella, nacida en el secarral murciano donde apenas llueve cada
año, y cuando lo hace en ocasiones es torrencialmente, llevándose por delante
bancales, caminos, puentes, coches e incluso casas y vidas humanas, no podía
dejar pasar así como así la afrenta de una frase despreciando la lluvia que
siempre añoraba en su tierra y sabía apreciar en Madrid.
De estos
hermosos días de lluvia, ella amaba especialmente los que llovía poco a poco,
una lluvia que llamaba “mansica”.
En los
buenos tiempos que iba a ver a mi madre al pueblo y estaba sana paseábamos por
el pueblo y por el desvío y todo le parecía bien. De cuando en cuando realizaba
viajes a Madrid con Julito y ambos paraban en casa de Luis y Marisa. Ella nos
invitaba algún domingo a toda la familia a comer en algún restaurante cercano a
dicha casa y éramos felices juntos. Salvo Javier que vive en Canarias, la fa
milia entera se reunía al lado de la patrona para festejarla. Cuando Julito
murió ella siguió viniendo a veces a Madrid, aunque ya estuviera más mermada
físicamente.
En el
verano marchaba a La Mata donde alquilaba una casa en donde acogía a los hijos
y nietos. Pilar y yo poseemos allí un apartamento y nos bañábamos cada día en
la playa con ella. La Rita de Eloy entraba en el agua conmigo, del bracete,
salvo que hiciese Levante o amago del mismo, en cuyo caso prefería mantenerse
prudentemente sentada en la orilla, bajo la sombrilla y en su silla de playa
hablando con todos. Una vez dentro del agua los dos, la mantenía cogida de las
manos y ella charlaba con las amigas si se encontraban cerca. No le gustaba que
la mojase la cabeza, como a los críos, pero yo me empeñaba en ello y la
fastidiaba para que se refrescase bien.
En Ricote,
mi madre se acercaba los días de mercado a la plaza a comprar sus frutas y
verduras, y sobre todo sus platicos y ollas, que sentía gran debilidad por
todos los accesorios de cocina: paelleras, cazuelas, morteros y demás.
Mi madre
debió operarse de cataratas en los dos ojos, uno tras otro, cuando era bastante
mayor, no sabría decir los años que contaba. Las operaciones se distanciaron
algunos meses entre cada ojo. En una de ellas tuve el gusto de acompañarla yo
mismo, bajándola a Murcia desde Ricote. Llegamos al hospital público Morales
Meseguer el día indicado por la mañana y una enfermera le administró unas gotas
en el ojo, advirtiéndole que si dilataba bien la operación sería sencilla y
rápida.
Se llevaron
a mi madre y yo quedé en la habitación esperando, a la media hora como mucho
apareció ya operada, tranquila y contenta. Le prohibieron que agachase la
cabeza en los días siguientes y en concreto que hiciera las camas porque el
resultado de la operación peligraría. La recomendación fue que le echáramos
unas gotas en el ojo cada cuatro horas, que con la operación se secaba mucho, y
que llevase gafas de sol en la calle para proteger el ojo de la excesiva
luminosidad ambiental. Descansó otra media hora en la habitación y luego nos
marchamos de vuelta a Ricote en mi coche.
La
operación salió bien al seguir estrictamente las recomendaciones de los médicos
para los cuidados subsiguientes y asimismo resultó perfecta la practicada en el
otro ojo en la que estuvo acompañada por Rosa. Continuó usando gafas de sol
durante muchos años porque en Ricote luce muy fuerte y de cuando en cuando le
administrábamos las gotas para que el ojo lubricase bien.
En las
operaciones de cataratas además de la limpieza de las mismas les colocan una
lentilla fija en cada ojo, con lo que los operados pasan a ver mucho mejor que
antes de las operaciones. Mi madre era ferviente católica y mientras las
fuerzas le aguantaron siguió acudiendo regularmente a la iglesia cercana, a
unos pasos de su casa, tanto a misa como a rezar el rosario. Algunas tardes,
los fieles como ella cumplían el programa completo y seguido: primero el
rosario, dirigido por una monja del convento cercano, y luego la misa con el
cura.
Al cabo de
tantos años, hacíamos con ella en Ricote como con su madre Rosario en Madrid:
llevarla a la iglesia para que rezase por ella y por nosotros, y volver luego a
recogerla si es que no regresaba a casa por sí sola acompañada de la
Asuncionica, de la Consuelo, de la prima María o de alguna amiga.
Su mayor
alegría por la mejoría de la vista tras las operaciones se produjo precisamente
en la iglesia ante su San Sebastián querido, que veía con claridad en su
hornacina situada encima del altar mayor, “tan hermoso y tan bonico” como decía
ella, y que nunca lo había distinguido tan bien como ahora.
Pasaron los
años y su condición física menguó claramente. Siempre se negó a vivir de forma
permanente con ninguno de sus hijos: José Ramón, Luis y yo mismo, que vivimos
en Madrid, y Rosa que vive en Tres Cantos, a un paso de la capital. Muchos años
atrás viajó varias veces a Canarias a ver a Javier y pasar unos días con él y
sus niños, pero vivir allí ni se le ocurría. Visto su estado, cada vez más
mermada físicamente, los cuatro hermanos que vivíamos en la Península nos
reunimos y decidimos que cada fin de semana uno de los hermanos se acercaría a
Ricote para acompañar a nuestra madre unos días, ya que no podíamos estar con
ella de manera continua.
Así lo
hicimos durante años con perfecto acuerdo entre todos. En mi caso concreto,
durante mi última etapa laboral nunca debía fichar en el trabajo y el fin de
semana que me correspondía viajar a Ricote lo hacía en la mañana del viernes,
por lo que llegaba holgadamente a tomar el aperitivo y comer con mi madre. Mis
hermanos solían marchar el viernes por la tarde y llegaban a cenar y dormir.
Cada mes
emprendía un fin de semana felizmente el camino a Ricote para encontrarme con
mi madre. Nunca consideré una carga la obligación de visitarla, al contrario,
me sentía dichoso porque iba a ver a mi madre querida.
En una de
las ocasiones que viajé a Ricote llevé conmigo a mi gran amigo Cecilio, y lo
hice por sorpresa, sin avisarla previamente, lo que en principio la contrarió.
Cuando llegamos puso mala cara al verle, pero yo le dije que Cecilio era como
de la familia, que comía de todo y no se debía preocupar por su venida. En
muchas ocasiones que visitaba a mi madre solía prepararme, ella o Inma, mis
platos preferidos: arroz y alubias para comer; una fuente de frito para cenar:
compuesto de tomate, pimiento, cebolla y berenjena fritos; y torta de desayuno:
un bizcocho grande y grueso, jugosísimo, que yo mojaba en el café con leche con
fruición, igual que mis hijos y Pilar. El frito y la torta restante la llevaba
conmigo de vuelta a Madrid en grandes recipientes de plástico.
Aquel día y
como era ya casi hora de comer tocaba arroz y alubias que comimos todos con
gusto, incluido Cecilio, lo que agradó a mi madre.
Cuando iba
a verla, por la noche después de cenar jugábamos invariablemente al chinchón.
Con ella no era preciso dejar que ganase por darle gusto, muy al contrario,
necesitabas esforzarte al máximo para conseguir ganar alguna partida porque lo
normal era que te venciese siempre. Ella se lo pasaba bomba jugando y yo también.
Aquella
misma noche jugamos los tres al chinchón, y así se reconcilió conmigo y con
Cecilio. El juego consiste en realizar escaleras del mismo palo de tres o más
cartas y juntar tres, cuatro, cinco, seis o siete cartas iguales y se juega con
dos barajas españolas a la vez, quitando los ochos, nueves y dieces si los
tienen. Se dan siete cartas y quien consigue ligar las siete en una escalera de
color o sumar siete cartas iguales, por ejemplo siete reyes, consigue chinchón,
la jugada máxima.
A mi madre
le gustaba mucho este juego y en su transcurso mirar las cartas de los demás.
Gozaba de una suerte increíble para coger buenas cartas. En numerosas ocasiones
conseguía menos diez de mano, la mejor jugada a excepción del casi imposible
chinchón, consistente en ligar las siete cartas por separado, por ejemplo un
trío y una escalera de cuatro, o cuatro iguales y una escalera de tres. A la
primera vuelta estaba prohibido cerrar aunque tuvieras las cartas ligadas, pero
a la segunda ella cerraba y casi siempre te pillaba con varias cartas sin ligar
y te apuntabas un montón de puntos.
El cierre
era posible llevando menos diez o bien con seis cartas ligadas en tus manos
siempre que la séptima marcase cinco puntos o menos. El menos diez era
infinitamente mejor jugada que el cierre vulgar porque se pagaba por separado
unos céntimos por jugador, y lo más importante: nadie podía descartarse cartas
con el resto de jugadores y cada uno debía apuntarse las que no tenía ligadas
en ese instante. Cerrando otro con seis cartas ligadas estaba permitido unir
tus cartas sin ligar a las ya ligadas de los restantes jugadores: escaleras o
tríos. Las más peligrosas de mantener sin ligar eran las sotas, caballos y
reyes, pues cada una valía diez, once y doce puntos respectivamente, motivo por
el que nos desprendíamos rápidamente de ellas. Si te pillaban con ellas sin
ligar en un cierre podrías tener la fortuna de que alguien llevase tres
caballos ligados y si a ti te sobraban dos se los podías echar y no te
apuntabas los veintidós tantos, salvo que quien cerrase lo hiciera con menos
diez y te las apuntabas todas.
Cada mano
se robaba una carta tapada del montón o la que descartaba destapada el jugador
situado a tu izquierda, de ahí la emoción por disponer de inmediato de una
carta que te viniese bien para el juego, y la impaciencia de que el otro jugase
rápido y no se demorase. Se jugaba a cien puntos y el que llegaba o superaba
los cien perdía. Si jugaban tres o más jugadores, el que alcanzaba o
sobrepasaba los cien podía reengancharse con el jugador que llevase más puntos.
Y así hasta que un jugador echaba a todos los demás y ganaba la partida,
obteniendo como premio unos céntimos por la partida y otros por cada
reenganche, el que no los sufría pagaba sólo por la partida. Nada para convertirse
en millonarios.
El juego
del chinchón entre dos personas era divertido y lo practicábamos siempre ella y
yo, pero resultaba imposible reengancharse: uno ganaba la partida y el otro
perdía. Pero en aquella ocasión con Cecilio como tercero en liza lo pasamos
mejor aún, con la ventaja de que Cecilio apenas sabía jugar y era presa fácil
para expertos como yo y en especial como la Rita de Eloy. Cecilio me confesó
hace poco que incluso le echaba las cartas que mi madre necesitaba porque se
las había visto, que ella gozaba mucho ganándonos. Tal vez por dicha ayuda, la
suerte de mi madre se elevó en aquella ocasión al máximo y nos ganó todas las
partidas que jugamos esa noche y la siguiente, únicas disponibles, por lo que
disfrutó de lo lindo. Una de las veces logró un chinchón y todo.
En los
últimos años de mi madre le costaba lo indecible caminar aunque lo
intentábamos: ella a remolque y yo tirando de ella. Se me colgaba del brazo y
casi me lo arrancaba con la fuerza que ejercía sobre él. Ambos nos esforzábamos
aunque le costase cada mes un poco más caminar. Finalmente, los paseos entraron
en el terreno de la tortura conjunta: ella quejándose todo el rato de que yo
andaba demasiado deprisa y yo aburrido de su lentitud. Yo tenía la sensación de
que no nos movíamos y casi me caía a veces por dar un pasito corto tras otro.
Un buen día ya no quiso pasear y desde ese momento dejamos de hacerlo, quedando
recluida en casa.
Mientras la
acompañaba en Ricote las mañanas de los sábados y los domingos discurrían de
idéntica manera: yo me levantaba, le preparaba su naranjada y los dos vasos de
agua tibia que se arreaba por consejo médico o voluntad propia no sabría
decirlo, después de ducharme y desayunar en la cocina yo solo. Luego ella se
levantaba y yo le preparaba su pan torrado que lo comía con mermelada y la
leche bien caliente con Nesquik, ingiriendo sus pastillas. Los domingos veía y
escuchaba en la tele la misa que daban a las once de la mañana.
Cuando ella
acababa de desayunar yo partía invariablemente para mi paseo largo mañanero. A
veces ascendía por la huerta hasta la balsa del Molino, y de allí al propio
Molino y al Lavadero del abuelo Marcelino, restaurado hace años sin objeto
claro, dado que allí nadie subía a lavar la ropa desde que se implantase el
agua corriente en las casas del pueblo y existieran lavadoras. Desde el
lavadero iba caminando sin subir de cota hacia la derecha, y llegaba bordeando
hasta nuestro bancal de limoneros de la Tejera de Arriba, alcanzando una
carretera amplia y para coches con el suelo de tierra que me llevaba hasta la
carretera asfaltada de Ricote al Campo, a mitad de camino desde el pueblo a las
Casas Forestales. Desde allí bajaba al pueblo andando por la carretera, siempre
por el arcén izquierdo porque circulaban coches de cuando en cuando y la
carretera no era ancha ni con buena visibilidad. Aunque mi camino preferido no
era este sino el del Carrerón y Azud de Ojós, del que ya he hablado, y que
tomaba invariablemente uno de mis dos días disponibles: bien el sábado o el
domingo.
Debo
detallar algunos de los platos que nos preparaba mi madre Rita, magnífica
cocinera de sus especialidades murcianas. Comenzando por su paella, siempre
imperial, bien la de pollo con algunas verduras o la que yo llamaba huertana y
que sólo contenía alcachofas, judías verdes llamadas por ella bajocas como
murciana, pimiento rojo y guisantes. La paella le salía bordada porque tenía
mucha costumbre y con el arroz bomba de Calasparra y las paelleras de distintos
tamaños que atesoraba en su despensa y que nos ha legado a los hijos que apenas
las usamos ya, y su maestría en cuanto a cantidades y tiempo de cocción,
conseguía la perfección culinaria. También dominaba otra paella que en Murcia
llaman sencillamente arroz y conejo, que cocinaba antaño muy seguido para
nosotros.
Como soy
tan goloso recuerdo especialmente de muy niño algunos de sus postres como las
natillas en un plato de porcelana con sus tres galletas María Fontaneda bien
remojadas y anunciadas en la radio de esta manera:
¡Qué buenas
son las galletas Fontaneda,
la galleta
se acaba y el sabor queda!
También
recuerdo sus flanes enormes, con las cajitas de Flan el Chino Mandarín, siempre
en danza el chinito mandarín con su negra coleta y su sombrerito también negro,
por los cajones de la cocina. En la radio cantaban al respecto:
Soy el rico
flan el chino el mandarín
que he
venido del Pekín de la ilusión
mi coleta
es de un tamaño colosal
y con ella
me divierto sin cesar
el
mandarín, chin, chin, el mandarín, chin, chin
Asimismo
añoro otras especialidades de postres maternos de las que sólo nos queda el
recuerdo emocionado, porque los hermanos no fuimos capaces de anotar sus
recetas para tratar de reproducirlas más tarde en la cocina. Entre ellas se
encuentran las tortas de patata, una de las llamadas “frutas de sartén”,
espolvoreadas luego de fritas con azúcar y canela. Los rollos, también fritos y
bañados en azúcar, estaban riquísimos desmenuzados en la leche del desayuno.
Finalmente, citaré las bolitas de zanahoria y coco que tantas veces paladeamos
con gusto y ya no podremos hacerlo nunca más tras su dolorosa desaparición.
Otras veces
nos preparaba rollos de naranja, cocidos al horno como los dulces de Navidad,
entre ellos los famosos mantecados hechos con manteca, de ahí su nombre, y
especialmente los cordiales, que gustaban a todos por igual con su cabello de
ángel por dentro, su intenso sabor a almendra y por digerirse estupendamente.
Los
bizcochos “borrachos” ocupaban un puesto de honor entre los dulces. El secreto
mejor guardado por todos los dulceros no era sólo el de la fabricación de los
bizcochos, cocidos al horno en casa y antes en el horno de pan del pueblo, sino
en la preparación del almíbar con que los bañaban profusamente. Nuestra madre
nunca nos dijo el secreto suyo, pero los “borrachos” que preparaba para toda la
familia eran maravillosamente dulces, memorables.
Otras
comidas que nos hacía eran los michirones, cocinados con las habas secas, el
zarangollo, el pisto, el hervido, el caldo con pelotas, el arroz y alubias, y
las migas con pan duro. Las patatas con ajo cortadas a todo lo ancho y fritas
en una de sus sartenes de hierro hondas,
pequeñas o grandes, bien negras, abolladas y sobadas del uso,
constituían un acompañamiento suculento a cualquier comida de carne o pescado.
Como buena
murciana nos legó su amor por la fruta, que siempre comimos en casa en grandes
cantidades con gusto. Recuerdo de mi infancia que comíamos higos chumbos toda
la familia y yo el primero, sujetos con tenazas y pelados por los mayores con
cuchillo por sus numerosas pinchas y que siempre me producían estreñimiento,
hasta que me di cuenta y dejé de comerlos para siempre.
Las frutas
que teníamos disponibles porque las fincas de los abuelos nos las procuraban en
primavera y verano eran higos verdales, con la suave cubierta color verde claro
con estrías blancas, y brevas negras que llamaban toreras; unas peras pequeñas
pero riquísimas de sabor, llamadas peretas; melocotones, sandías, melones y
ciruelas, tanto negras como claudias, además de albaricoques y plátanos
comprados porque en casa no se producían. Disponíamos de unas manzanas muy
coloridas y algo ácidas, y también de otras más alargadas y de piel
amarillo-verdosa que llamábamos peros, imagino que como contrapunto a las
peras, aunque hoy se llamarían manzanas y tenían un aire su forma y color a las
manzanas de variedad “golden” actuales.
En invierno
disponíamos de las dulces naranjas y de los agridulces granos de las granadas
que mi madre me enseñó a pelar. La granada es una fruta grande, engañosa por su
feo aspecto y además monárquica, cada cual coronada con su corona. La corteza
brillante y dura de colores extraños esconde en su interior una multitud de
pequeños granicos, como perlas líquidas.
Las
granadas es preciso pelarlas bien por alguien que sepa hacerlo, caso contrario
se romperían las perlas líquidas. Con un cuchillo de punta se procede en primer
lugar a despojarla de su corona y convertirla en republicana. Después se
aplican cuatro cortes profundos a la corteza de arriba abajo y se separan los
cuartos con las manos. Cada cuarto de granada, una vez despojado de la corteza,
aparece recubierto por un velo blanquecino que se retira y quedan límpidos los
granos al aire y a su contemplación enamorada. El cromatismo de las perlas
apretadamente situadas una junto a otra oscila del blanco perlado al rojo
intenso con todos los colores rosáceos intermedios que imaginarse pueda.
Sería una
descortesía para tanta belleza comer las granadas a bocados una vez despojadas
de la corteza y nunca lo hacíamos. A cambio desprendíamos los granos con los
dedos, con cuidado para no romperlos, aunque cedían al tacto con una
consistencia superior a lo que su vista prometía, y se dejaban caer a un plato,
si cada uno pelaba su granada, o a una fuente si una persona pelaba las de
todos.
Una vez
dispuestas las perlas en un plato o en una fuente comunitaria, se procedía a
aliñarlas con algo de azúcar y un chorrico de vino. Ricote era tierra afamada
por sus vinos y de ellos destacaba especialmente el del abuelo Eloy.
El consumo
regular de vino en las comidas no implicaba en nuestra familia exceso alguno.
Jamás he visto a nadie borracho de mis padres, tíos, tías ni abuelos, ni
profiriendo risotadas beodas ni farfullando sandeces o locuras. El vino servía
para sentirse alegre y contento, y también se apreciaba su valor alimenticio.
En verano
se preparaban vasos con tajadas de melocotón y vino para la comida de los
domingos, y cuando nos sentábamos a la mesa allí estaban las dulces tajadas
flotando en el vino tinto de los abuelos. Los hijos recibíamos un vasico
pequeño y los mayores uno grande. El vino se impregnaba de la dulzura del
melocotón y este absorbía el vino y el conjunto quedaba espectacularmente
sabroso.
De aquellos
tiempos retengo el anuncio de un vino generoso de alta graduación que decía:
beba quina Santa Catalina, que es medicina y es golosina. Este vino quinado, o
sea muy dulce, y otros muchos se administraban a los niños en pequeñas
cantidades porque se consideraba un alimento necesario para ellos.
Sobre todo
las naranjas, y las mandarinas cuyo cultivo y consumo ha proliferado después,
eran nuestras frutas preferidas en invierno.
Citaré una
anécdota familiar que da idea de la permisividad de los mayores hacia el
consumo de fruta de los pequeños. Mi madre Rita fue ama de casa toda su vida y
bastante trabajo tuvo pariendo y bregando con seis mamelucos, cinco de ellos
chicos y una chica, y con el marido, y nunca trabajó fuera de casa. Mi padre
Julio lo hizo toda su vida y cuando se jubiló ambos marcharon desde Madrid a la
casa familiar de Ricote, edificada sobre el solar de la antigua de los abuelos
Eloy y Rosario. Viajaron acompañados de Julito, el segundo de la saga, único
que se mantuvo soltero toda su vida y ya fallecido como ellos.
Mi padre
murió años después del traslado al pueblo con 75 años y mi madre quedó viuda y
sola con Julito en Ricote. Allí recibía la visita de algunos nietos durante el
verano, que se mantenían a su lado un mes y a veces más tiempo. Entre los
asiduos se encontraba mi hijo Santiago y mi sobrino Pablo, hijo de mi hermana
Rosa y tristemente fallecido años después, en plena juventud, en la selva de
Perú.
Cuando
Pablo y Santiago coincidían en Ricote con mi madre, ella les permitía comer a
cada uno doce ciruelas al día, porque más les podían hacer daño. Es decir, doce
ciruelas entendía que les sentarían bien, un número mágico la docena.
Otro
detalle de consumo abundante de fruta, en este caso de naranjas, corresponde a
mi hermano Javier. En la casa familiar de Madrid mi madre compraba las naranjas
en invierno por cajas, que eran consumidas alegremente por la muchachada,
especialmente por Javier, que a horas intempestivas, a media tarde por ejemplo,
se dedicaba a devorar naranjas como un descosido hasta que mi madre le
sorprendía con numerosas cáscaras alrededor reprendiéndole. A continuación
escondía las naranjas, única forma de que Javi no aumentase el destrozo de la
caja comunitaria.
Javier
sostenía firmemente el legado del genio familiar. En una ocasión memorable, el
primo Pepico que era muy simpático debía andar incordiándole con bromas hasta
que el pequeño Javier se plantó y le espetó su frase famosa: si me llamas
Javier no te contesto y si me llamas Francisco Javier tampoco te contesto.
Cuando
éramos pequeños, mi madre tenía por costumbre pelarnos la fruta a los hijos,
tanto en Madrid, como en La Mata o en Ricote, y allí nos manteníamos todos como
pajarillos con la boca abierta esperando el presente, tal vez un melocotón, que
mi madre entregaba pelado por riguroso turno a cada uno. Tampoco solía permitir
a mi padre que se pelase su propia fruta, le calificaba de destrozón porque
según ella se llevaba la mitad de la pulpa con la piel al no saber pelarla. Con
los seis pajarillos con la boca abierta y mi padre a veces sumándose
involuntariamente a nosotros, mi madre no paraba de pelar fruta en media hora,
pero nunca le importaba, así era feliz.
Las
almendras fritas constituyen tradicionalmente en nuestra familia el principal
aperitivo para acompañar a la cerveza en Ricote. Cuando iba a verla en los
fines de semana me esperaban allí las almendras ya dispuestas en un gran frasco
de vidrio para hincarles el diente, y en mayor cantidad en Navidad, cuando
todos los hermanos regresábamos al nido con nuestra madre.
Ahora que
la hemos perdido, cuando me acerco por allí en Navidad las preparo yo mismo con
mimo porque somos muchos a tomar el aperitivo y se acaban volando. Se comienza
despojando a las almendras de su cáscara, un trabajo pesado y ruidoso que
realizamos sin problemas, al poseer una vivienda unifamiliar no hay miedo de
armar mucho ruido ni vecinos en el piso de abajo que puedan quejarse de los
golpes que damos.
El trabajo
es potencialmente peligroso y aconsejo el uso de gafas protectoras para
acometerlo. En más de una ocasión han saltado esquirlas hacia mis ojos, con la
suerte en este caso de que yo uso continuamente gafas por mi mala vista que me
protegieron de los pequeños impactos.
Las
almendras se parten una por una sujetas con los dedos con cuidado de no
atizarse en ellos con el martillo, aunque alguna que otra vez ocurra y resulte
doloroso. La forma de hacerlo es la siguiente: como soy diestro, tomo el martillo
con la mano derecha y con la izquierda cojo cuatro o cinco y coloco una de
ellas de canto sobre el tronco de limonero cortado que me sirve de soporte y la
golpeo con el martillo. La almendra nunca se golpea en su panza para romperla
porque las posibilidades de que salte entera o de aplastarla, con el gajo
dentro y hacerlo fosfatina, son mucho mayores. La cáscara es muy dura y el
golpe debe ser considerable, no sirviendo más que los martillos pesados con el
peligro potencial que ello implica. Se coloca de canto la almendra para mejor
asirla porque la resistencia es menor que en la panza y de esa forma se logra
un buen golpe y no aplastarla del todo. Nunca se debe golpear una almendra sin
estar bien sujeta con la otra mano, ya que saldría disparada entera en
cualquier dirección y podría dañar a alguien.
Yo las
parto en dos golpes: aproximación y rotura, pim pam, pim pam, pim pam, a ver
quien es capaz de mejorarlo. Cuando me pongo a ello parto un cubo o dos de
almendras en una sola sentada por la tarde en varias horas sin descanso.
Rota la
cáscara de las almendras, se procede a despojarlas por completo de la misma una
a una, golpeando si es preciso de nuevo las cáscaras que no soltaron su tesoro,
y separando las cáscaras de los gajos limpios. Las cáscaras constituyen un buen
combustible y las usamos para alimentar el fuego del hogar, en compañía de los
troncos partidos.
Pelados los
gajos de las almendras y apartados, se coloca una cazuela en el fuego con agua
abundante hasta que hierve, se arrojan las almendras en su interior y se
mantienen un par de minutos remojando. Al cabo se retira la cazuela y se
extraen las almendras poco a poco con una espumadera para no quemarnos,
tomándolas de una en una para su pelado definitivo. Se despoja a las almendras
de su pellejico marrón oscuro y se colocan en una bandeja grande donde antes
habremos colocado papel de cocina. Vamos situando las almendras limpias en la
bandeja sin amontonarlas para que sequen por completo. Cuando todas las
almendras se encuentran completamente extendidas sobre la bandeja se procede a
eliminar el papel de cocina donde la humedad se depositó para conseguir el
mejor secado de las mismas y se extienden de nuevo. Las almendras deben
mantenerse en proceso de secado al menos durante toda una noche. Si se las
despojó de su fina piel una buena mañana, no hay problema alguno en esperar a
freírlas a la mañana siguiente y también si se pelaron por la noche, el caso es
que cuando lo hagamos estén bien secas, para lo que conviene orearlas de cuando
en cuando moviéndolas.
Para
freírlas se toma aceite limpio de oliva, no virgen porque da demasiado sabor
sino suave, que después de freírlas sirve perfectamente para seguir cocinando
con él porque las almendras no dejan sabor alguno en el mismo.
Dependiendo
de la cantidad de almendras, se freirán en una o dos tandas. Se vierte aceite
hasta cubrir dos dedos de una sartén grande y se calienta bien sin llegar a
humear. Luego se van echando las almendras hasta que las cubra el aceite y de
inmediato deben comenzar a bullir. Damos vuelta continuamente con la rasera a
las almendras para que se doren en toda su superficie y las retiramos del fuego
apenas notemos que comienzan a coger color. Tendremos dispuesta una escurridera
con un plato debajo y allí las echamos con la rasera. Después añadimos
generosamente sal y revolvemos con la rasera para que la tomen bien.
No se
pueden mantener friéndose las almendras hasta que parezcan doradas porque una
vez extraídas de la sartén y debido al aceite que mantiene cada una en su superficie
se siguen friendo un rato ellas solas fuera de la sartén, y si pones el oído
cerca una vez en la escurridera las oyes crepitar. Si esperas hasta que se
encuentren muy doradas, con su propia e inevitable fritada posterior quedan al
final oscuras, casi negras, y su sabor palidece mucho y amarga.
Cuando
procedemos correctamente, retirándolas apenas veamos su superficie rosada, y
después de salarlas bien, que es parte de la gracia de las almendras fritas, se
colocan de nuevo brevemente en otra bandeja con papel de cocina hasta que
enfrían, y luego ya se pueden comer o guardar en un tarro de vidrio limpio y
seco hasta su consumo.
Las
almendras fritas constituyen un manjar delicioso, el doble si son marconas.
Este es un placer del que me atrevería a decir que muy pocos españoles ha
disfrutado en su vida, en primer lugar por no tener a mano almendras marconas y
en segundo por no saber ni tener la paciencia de prepararlas. Deben ser
consumidas en pocos días desde su fritada, caso contrario se enrancian, se
ponen blandas y dejan de saber exquisitamente. Por ese motivo no conviene freír
más que la cantidad prevista para su consumo inmediato o en breve plazo. Las
almendras marconas se reconocen por su elevado precio y su forma arriñonada,
cuando en la mayoría de los restantes tipos su fruto es de forma alargada.
Las
almendras pueden freírse con su pellejico, pero no es lo mismo y me parece de
vagos hacerlo. Se comen asimismo torradas en el horno y de esa forma aguantan
más días hasta su consumo, pero lo ideal es freírlas despojadas de su fina piel
y sin dejarlas quemarse. Acompañadas de vino o de cerveza constituyen un festín
inolvidable para el aperitivo o la merienda. Y nada de comerse cuatro o seis
almendras cada vez, hay que comer a saco y disfrutar de ellas cuando se tienen
a mano. Da mucha guerra su preparación, pero el esfuerzo vale la pena.
También un
amigo turronero de Jijona, Alicante, cuna del mejor turrón de España,
apreciaba, como su empresa, enormemente las almendras marconas. Le conocí de
una manera curiosa, en Villaviciosa de Asturias, comiéndome un helado que me
sirvió al borde de la maravillosa playa de Rodiles. Una vez casados, Pilar los
peques y yo veraneamos en Gijón muchos años y luego en Villaviciosa, y salvo
que estuviera lloviendo, todos los días marchábamos a la playa porque los hijos
lo exigían imperiosamente. Yo me acerqué a tomarme un helado y no sé cómo
pegamos la hebra y me dijo que su mujer era asturiana y él era turronero, de
Jijona, durante el invierno, y heladero en el verano.
Este
paisano, que mantiene en la actualidad con su mujer una tienda de chucherías en
Villaviciosa, al lado de la plaza del Ayuntamiento conocida popularmente como
“el huevo” por su forma, me indicó en aquella ocasión que en su empresa
probaron a utilizar para confeccionar sus turrones la mitad de almendra de
California, mucho más barata que la nacional, y que el turrón no ligaba con
ella. Más adelante probaron a incluir una pequeña parte de la misma y tampoco
dio resultado. En la actualidad, la publicidad de sus turrones indica que
utilizan exclusivamente almendra marcona y de procedencia nacional.
Fabrican
unos turrones maravillosos, no precisamente baratos, se llaman Primitivo Rovira
e Hijos y no venden a particulares salvo a los buenos clientes antiguos como yo
mismo a quienes nos envían los pedidos a casa, en general trabajan con
comercios, entre ellos la tienda Gourmet de unos famosos grandes almacenes. En
casa disfrutamos de su amplia gama de turrones: blando, duro en tabletas o
tortas finas redondas, de coco, de chocolate, de nata y nueces, de yema
tostada; peladillas, piñones, figuritas de mazapán, pan de Cádiz, polvorones y
demás productos dulces todas las Navidades. Cuando pruebas sus polvorones te
das cuenta de que todo lo ingerido hasta la fecha con ese nombre palidece ante
aquel manjar. Una de sus especialidades que no he encontrado en ninguna otra
parte se llama turrón a la piedra: de color marrón claro, blando y fabricado
con miel, posee un sabor muy dulce, exquisito, único, verdaderamente insuperable.
Las
Navidades ha sido tradicionalmente el tiempo más feliz para la familia, cuando
todos los miembros nos reuníamos en Ricote al menos por las fechas de
Nochebuena y Navidad. Al principio con papá, Julito y Pablo, y cuando ellos
fueron desapareciendo el resto seguimos con nuestra madre.
En aquellos
días los hermanos madrileños con sus familias y Javi el canario con la suya
trasladábamos el ajetreo acostumbrado de la ciudad al pueblo y no parábamos
quietos ni un minuto. Amaneciendo siempre tarde, costaba trabajo acarrear a una
parte de la compañía a dar un paseo por la huerta, seguido de los consabidos
aperitivos en alguno de los bares del pueblo, incluido el del Puro e Inma, y
regresando a casa a comer de continuo tarde, con la Rita de Eloy medio enfadada
por la tardanza. Sólo respetábamos el horario de vuelta a casa cuando ella nos
advertía de que prepararía una paella, que el arroz no puede esperar.
Durante
esos días dichosos a veces íbamos a fósiles, siempre guiados por Javier,
nuestro experto guía; otras, algunos subíamos a las ruinas del Castillo y en
ocasiones nos acercábamos por la tarde a los Baños de Archena a darnos un
remojón en su piscina de agua caliente con chorros, que gustaba a la mayoría y
especialmente a los más jóvenes.
Pero lo
mejor sucedía en las comidas y especialmente en las cenas de los días
señalados. Con tanta gente en casa, era necesario abrir las dos alas de la mesa
del comedor y acercar la mesa redonda de la cocina y colocarla en una esquina
para cubrir el aforo. De esa manera se conseguía que todo el mundo estuviera
sentado, algo apretados pero bien, y la comida bulliciosa se desarrollaba con
alegría.
La cena de
Nochebuena era la más sonada, en especial por la juerga cantora que nos
corríamos una vez pasados los postres, con ingesta de toneladas de mandarinas,
y los dulces típicos del lugar: mantecados y cordiales, además de los turrones
y golosinas de Primitivo Rovira.
Lo primero
que cantábamos eran villancicos, y uno de ellos daba invariablemente comienzo a
la sesión: el Adeste fideles que entonábamos en latín porque nuestro padre nos
lo enseñó y dirigió con la mano al compás su canto hasta su muerte: Adeste
fideles, leti triunfantes, venite venite, in Belem. natum videte, regem
angelorum, venite adoremus, venite adoremus, venite adoremus, dominum.
Después
aparecían en tropel los clásicos: Esta noche es Nochebuena… Hacia Belén va una
burra… Una pandereta suena… Campanas sobre campanas… Esta noche nace el niño…
Los pastores son los pastores son… La Virgen lava pañales… Dime niño de quién
eres… 25 de diciembre fun, fun, fun… que cantábamos aproximadamente en catalán.
Ay del
chiquirritín, chiquirriquitín es un villancico con una particularidad que lo
distingue del resto. En un momento dado la canción dice: ¡escuchad, escuchad!,
y todos callan, el silencio se rompe con un sonido que imita el canto de un
pájaro. Cuando se cantaba en la iglesia el villancico, el efecto se conseguía con
una figurica de barro cocido que se llenaba de agua y soplando por el extremo
brotaba de allí un sonido chirriante y curioso. En nuestro caso, cuando
decíamos todos: escuchad, escuchad, nos callábamos y José Ramón extraía de su
garganta un sonido profundo que semejaba el canto de un pajarico. Acabado este,
atacábamos en grupo la continuación de la melodía: qué lindo, qué bello, qué
gloria qué gloria que da…
El
tamborilero o pequeño tamborilero en versión Raphael merece un capítulo aparte.
Siempre era interpretada con gusto por el coro, y en ocasiones señaladas José
Ramón la cantaba después en solitario, a veces tras una interrupción juvenil
para lograr de los mayores el ansiado aguinaldo (en murciano aguilando), ese
que en plan agresivo suelen cantar los demandantes:
Si me das
el aguilando
el
aguilando pirulo
si no me lo
quieres dar
te lo metes
por el culo
En el
pequeño tamborilero, Jose, con su voz prodigiosa nos ofrecía una actuación
estelar plena de sentimiento, celebrada por la concurrencia con entusiasmo.
Además, nuestro hermano es especialista en imitar al cantante Raphael, de quien
nos ha regalado con varios de sus éxitos, entre ellos el famoso Yo soy
aquel..., con el que saltó a la fama. A veces cantaba Somos un sueño imposible
que busca la noche… de Armando Manzanero, y canciones de El Fari, con
aportaciones geniales de su propia cosecha. Mucho hemos gozado con sus
fabulosas interpretaciones.
Rosa o yo
mismo proponíamos un villancico andino que nos encanta: Cholito toca y retoca,
toca el tambor y la quena… y la compañía nos seguía fiel. Las canciones, como
sucede a veces en una reunión amable donde se cuentan chistes y chistes,
brotaban encadenadas unas con otras, un poco por temática y otro poco por zonas
geográficas.
Marisa
reivindicaba su tierra con la famosa: A la Mancha manchega, que hay mucho vino…
yo mismo interpolaba otra jota escuchada en el campo de Ricote: Las manchegas
corridas, van por tu calle van por tu calle… y Marisa o sus hijas remataban con
otra de sus favoritas: Albacete está en llano, Chinchilla en cuesta… que
destacaba la hermosura de las mozas manchegas.
De allí,
alguien saltaba al caliente trópico con canciones cubanas: Cuando, salí de La
Habana válgame Dios… y otro seguía con Guantanamera, guajira guantanamera…
Luis
proponía otra muy hermosa: Salió de Jamaica, cargado de ron…, que
interpretábamos a dos voces sobre un barco que se hundió y “la culpa la tuvo el
señor capitán que se emborrachó”. Se cantaban habaneras como nuestra muy
querida: Es Torrevieja un espejo… Allá en la Habana… Cuando salí de Cuba… Si me
calentaba tanto ardor caribeño, además del vino y del cava ingeridos en
abundancia, yo me lanzaba en plan de viejo izquierdoso con una de mi época
juvenil de un famoso grupo cubano: Cuba sí, Cuba sí, Cuba sí, los yanquis no… y
otra más del mismo grupo: Cómo no me voy a reír de la OEA, que es una cosa tan
fea… aunque esta última no conseguí enseñársela (aquellos incultos ignoraban lo
que fuese la OEA, Organización de Estados Americanos) y había que desistir
enseguida.
Uno de los
jóvenes proponía una canción nueva como ellos, tal vez mi hijo Santiago que le
gusta mucho: Ojalá que llueva café en el campo… y la más famosa todavía del
mismo autor: Me sube la bilirrubina, cuando te miro y no me miras… Alguno de
los mayores atacaba la del pájaro chogüí: Cuenta la leyenda que en un árbol se
encontraba encaramado un indiecito guaraní, que sobresaltado por el grito de su
madre perdió apoyo y cayendo se murió…
A veces yo
incluía una jota famosa comenzada como siempre por la segunda estrofa: Y se me
murió en Oliteeeeeee… que trataba de una mula muerta. En plan gamberro
continuaba en ocasiones con otra más breve: Ahora sí que estamos bieeeeeeen, tú
preñada yo en la cárceeeeeeeel…tú no tienes quien te meta, yo no tengo quien me
saque.
Pilar
viraba al Norte de España y aparecían canciones de la zona: Oliñas veinen,
oliñas veinen, oliñas veinen e van…y otras más subidas de tono siempre
propuestas por los jóvenes revoltosos: A miña casa non quero que veñas, siempre
me jodes nunca me empreñas…Nunca faltaban las ricas sardinitas: Desde Santurce
a Bilbao, vengo por toda la orilla…Maitechu mía se presentaba siempre a la
cita. Yo salía con una muy corta que les enseñé en su día y les gustó: Un
inglés vino a Bilbao, a ver la ría y el mar…que los jóvenes se empeñaban en
acelerar su final, siendo motivo de juerga.
Las alegres
canciones de la tuna se mostraban regularmente: Triste y sola, sola se queda
Fonseca (cavilando siempre quien sería aquella Fonseca), Clavelitos: La tarde
en que a media luz, vi tu boquita de guinda…Cuando la tuna te dé serenata, no
te enamores compostelana…y otras muchas más.
Casi todos
somos capitalinos, por eso alguien termina proponiendo el que puede
considerarse himno de la capital pese a ser compuesto por un mexicano y a lo
que digan los políticos: Madrid, Madrid, Madrid, pedazo de la España en que
nací…
Otro daba
un salto tremendo a Suramérica con Los ejes de mi carreta del gran Atahualpa
Yupanqui: Porque no engraso los ejes, me llaman abandonao (repetición)... Sapo
de la noche, sapo cancionero… de los Chalchaleros. Y ¿cómo olvidarse de los
boleros y sus maravillosas letras? : Que se quede el infinito sin estrellas…
Bésame, bésame mucho… Reloj no marques las horas… Quizás, quizás, quizás… Se
vive solamente una vez… Los Angelitos negros de Machín (primera canción contra
el racismo que yo escuché en mi juventud); Jazmines en el pelo y rosas en la
cara, airosa caminaba la flor de la canela…
Y los
jóvenes gritos de pronto interrumpían cualquier canción clamando: ¡aguinaldo, aguinaldo,
aguinaldo!
América del
Norte también estaba muy presente con las canciones mexicanas: Si Adelita se
fuera con otro…Las mañanitas: Qué linda está la mañana en que vengo a
saludarte…Guadalajara: Jalisco, Jalisco, Jalisco, tú tienes tu novia que es Guadalajara…Canto
al pie de tu ventana, pa que sepas que te quiero…La cucaracha, la cucaracha, ya
no puede caminar…
Cualquier
canción conocida tenía cabida allí, aunque costaba trabajo imponerse cuando
proponías alguna porque las bromas imperaban y varios participantes estaban a
la que salta al concluir una canción para colocar otra más de su gusto y a
veces se imponía la tuya y otras no. Los jóvenes alborotaban lo suyo con risas
y bromas, soltando ellos y los mayores algún que otro gallo sin cresta, y todos
éramos muy felices.
La compañía
sabía canciones con sus letras completas por docenas, y las cantábamos durante
horas, menudeando traguitos de cava, ya calentorro, vasos de agua, y algún
trozo de turrón o de dulces caseros para reponer fuerzas.
Todos los
hermanos tenemos buen oído para la música y en cuanto a voces destacan las de
José Ramón y Luis, que han cantado en coros, y tampoco desentonan las de
Javier, Rosa y yo mismo. Los hijos y sobrinos acompañan desde pequeños de
maravilla, y lo mismo puede decirse de Pilar, Marisa y Mar. Cuando el coro se
esfuerza en no gritar ni acelerarse y modular bien las letras lo hacemos
estupendamente, porque algunos cantan la segunda voz y los cantos quedan
armoniosos y bellos. Lo principal es no correr acelerando el ritmo y que cada
uno vaya por su cuenta, y especialmente no gritar. Cantar a pleno pulmón
solemos hacerlo de continuo y bien.
Cuando nos
habíamos despachado a gusto cantando y cantando, ya un tanto afónicos, llegaba
el mejor momento, el de las actuaciones de los pequeños: nuestros hijos y
sobrinos, a quienes conminábamos a que cantasen, bailasen, declamasen poesías,
improvisaran algo, como paso previo a la entrega del aguinaldo por parte de los
padres y abuela.
Los nueve
nietos de la Rita: dos míos, dos de Javier, dos de José Ramón, uno de Rosa y
dos de Luis, se esforzaban siempre y a veces nos hacían reír mucho con sus
bailes, cantos e interpretaciones variadas, aunque casi nunca han coincidido
todos allí por la diferencia notable de edad entre el mayor, mi hijo Eloy y el
menor, Ángel, de José Ramón. Miguel, también de José Ramón y Mar, era el
penúltimo de la saga, al casarse ambos más tarde que los demás. Mi hijo Eloy
dejó pronto de ir por Ricote en Navidades por motivos amorosos, primero ocupado
en cortejar a su novia Ana y luego ya casado con ella. Allí nos vimos como
máximo con ocho nietos, con los dos de José Ramón como más pequeños y a menudo
eximidos de actuar ante la concurrencia para ganarse el aguilando pirulo.
Mucho
habría que decir de las fabulosas muestras de ingenio de los jóvenes para
merecerse el aguinaldo, que a veces se pasaban horas ensayando en alguno de los
dormitorios de arriba, lejos de las miradas de los mayores, para después actuar
por la noche con mayor éxito.
Todos los
nietos se esforzaban por deleitarnos. Entre las interpretaciones sonadas
recuerdo una de Óscar, el pequeño de Javier, que como su padre y hermano domina
varias lenguas: inglés y alemán, y estudiaba japonés un año. Por eso nos
sorprendió con una interpretación cantando una canción en japonés que se
inventó y nos hizo mucha gracia.
María y
Rita, que casi siempre actuaban juntas por ser las dos únicas sobrinas chicas,
tan altas y guapas ellas, se marcaron unas sevillanas espectaculares en una
ocasión, pese al poco espacio disponible para bailar en el salón, abarrotado de
espectadores. En otra ocasión cantaron una canción italiana contra la guerra,
que comenzaba: C´era un ragazzo che come me amava i Beatles e i Rolling
Stones... (en nuestra época todos los jóvenes conocíamos y cantábamos montones
de canciones en italiano y en francés, no como ahora que domina absolutamente
la cultura anglosajona y el inglés). Aquella canción la interpretaba Gianni
Morandi y me emocionó recordarla, ellas quedaron sorprendidas porque yo la conociera.
La cantamos sus padres, ellas y yo, ellas en su perfecto italiano ya que ambas
son bilingües desde pequeñitas al haber estudiado en el Liceo Italiano todo el
bachillerato, y los demás valiéndonos de nuestro oído y entusiasmo habituales
que superaban cualquier inconveniente.
Pablo, el
hijo de Rosa tristemente desaparecido, nos deleitó con un canto que se inventó,
incluida letra. Iván, siempre el más gamberro y gracioso, nos sorprendía de
cuando en cuando con una vibrante y breve cancioncilla andaluza de una chica
poco agraciada, que terminamos aprendiendo todos, en la que se acompañaba con
palmas:
Fea
requetefea
como los
monos del parque
como los
monos del parque
fea
requetefea
fea te
queas
Iván se
ponía fácilmente de acuerdo con Santiago y preparaban a dúo alguna canción,
incluso acompañándose con la guitarra de nuestro hijo. Miguel, el más pequeño
de los participantes porque Ángel no contaba, también se esforzó cantando en
ocasiones solo y fue muy celebrado.
En
interpretaciones de los mayores fuera de concurso como las llamábamos destacaba
asimismo Javier, dotado de hermosa voz que modula perfectamente porque ha sido
actor de teatro y dados sus abundantes conocimientos lingüísticos producto de
sus numerosos viajes y su amor por las lenguas extranjeras, domina el francés,
inglés e italiano, con algo de árabe de sus estudios y viajes por los países
del Magreb. Javier nos ha deleitado a veces con canciones en inglés, de las que
su preferida es Fever, y en italiano, con la famosa Azzurro de Adriano Celentano,
acompañándole en el estribillo quienes lo sabíamos:
Azzurro,
il
pomeriggio è troppo azzurro
e lungo per
me
Mi accorgo
di non
avere più risorse
senza di te
E allora
io quasi
quasi prendo il treno
e vengo,
vengo da te
ma il treno
dei desideri
nei miei
pensieri all´incontrario va.
Luis y
Marisa con sus hijas Rita y María se atrevieron en una ocasión con el aria “Son
gia mille e tre” (1.003, número de las conquistas de Don Juan en España) de la
ópera Don Giovanni de Mozart, y nos dejaron turulatos.
También
valía declamar poesías, y yo mismo hace unos años me aprendí Margarita está
linda la mar, de Rubén Darío, que declamé sin excesivos tropiezos.
Conforme
avanzaban las actuaciones, dentro o fuera de concurso, más pesados se ponían
los jóvenes dando palmas acompasadas con la misma tabarra: ¡aguinaldo,
aguinaldo, aguinaldo!
Al final,
por cansancio en las voces o porque se nos acababa el repertorio o por no
aguantarlos, los mayores nos reuníamos en el despacho de papá y decidíamos sin
interferencias la idéntica cantidad de dinero a entregar a cada uno de los
hijos y sobrinos.
La entrega
del aguinaldo casi siempre acarreaba el final de la reunión, porque los mayores
estaban cansados de cantar y los jóvenes con dinero fresco en el bolsillo
ansiaban salir a los bares y gastarlo, y los más pequeños junto con los más
mayores nos metíamos en la cama.
Antes de
eso recogíamos la mesa, alguien fregaba los doscientos vasos y platos
ensuciados, se ponía el lavaplatos a tope, si es que no lo habíamos preparado antes,
se conectaba y nos íbamos a la cama felices de la velada pasada.
Mamá
disfrutaba con la juerga tanto como la que más, y entregaba a sus nietos, tan
guapos y listos, un aguinaldo muy superior al que dábamos los hijos. Así
terminaba una noche maravillosa.
Como
colofón a nuestras veladas cantoras navideñas, tengo oído que nuestros vecinos
de enfrente: Bernardino y Antonia, dejaban siempre abierta su ventana en esta
fecha y apagaban la tele para mejor
escuchar con agrado las canciones interpretadas, porque nuestra ventana del
salón nunca permanecía cerrada por el bullicio y el calor de tanta gente
reunida.
Los
postreros años de la vida de mi madre, desde la muerte súbita de Julito
acaecida a finales del mes de diciembre de 2004 hasta su muerte el 7 de enero
de 2009, con el intermedio tremendo de la imprevista y dolorosísima muerte de
Pablo en 2008, resultaron muy duros para ella.
Físicamente
se encontraba cada vez peor. No salía de casa ni apenas cocinaba y eso que le
gustaba mucho hacerlo, era una de sus tareas principales en la vida, pero el
cuerpo ya no le respondía. En una etapa previa cocinaba sentándose en una silla
al lado de la cocina donde se preparaban los alimentos porque ya no aguantaba
de pie, y progresivamente dejó de hacerlo, recayendo la tarea enteramente sobre
Inma cuando no estábamos nosotros allí. Al final no se arrimaba a la cocina y
viajaba sólo de la cama al sillón en el salón frente a la televisión, y de allí
a la cama de nuevo, con algún breve intervalo para ir al baño siempre acompañada.
Se le
hinchaban las piernas porque retenía líquido y en las comidas prescindía casi
completamente de sal. Si se producían heridas en las piernas, cuya piel estaba
suave y seca, fina como un pellejo de ciruela, tardaban mucho en curarse.
Recuerdo especialmente la última de estas heridas que sufrió en su vida,
producida por un simple golpe contra una esquina de su cama en la zona de la
tibia izquierda carente de musculatura, con el hueso cercano a la piel por lo
que los golpes resultan muy dolorosos.
La herida,
al principio pequeña, parecía aumentar con el tiempo pese a los cuidados que le
prodigábamos en vez de disminuir. Inmaculada la curaba habitualmente y cuando
estábamos allí los hermanos lo hacíamos nosotros, con mucho cuidado al
manipularla por miedo de que la herida se eternizase e incluso creciera.
Una
enfermera de Ricote llamada Mila pasaba a ver a mi madre de cuando en cuando,
charlaban un rato y observaba su estado de ánimo, escuchándola atentamente y
queriéndola. Los hermanos apreciábamos mucho sus visitas como las de cualquier
familiar o amiga que se acercase a verla.
Esta
enfermera aprovechaba sus visitas para curarla cuando mi madre sufría sus
heridas, en especial esta última en su pierna que debió durarle meses. En una
ocasión la curó con el jugo de una ramita de aloe vera, una planta que mi madre
tenía en la cocina y en el patio junto con muchas más alegrándonos la vista.
Ante mi presencia, Mila cortó una ramita la partió en dos y con los extremos
untó la herida de mi madre con un cuidado exquisito, primero un extremo y luego
el otro, advirtiéndome de que la planta poseía propiedades medicinales. Ignoro
si fue por esta medicina natural, pero la herida acabó curando.
Los
sufrimientos físicos de mi madre fueron en aumento hasta convertirse en
insoportables. No bastaban los calmantes habituales que tomaba de la mañana a
la noche, Inmaculada que convivía con ella todos los días le comentó al médico
en alguna de sus visitas en demanda de medicinas para la enferma la necesidad
de que le recetase parches de morfina, tras pedirlos reiteradamente, como a
cualquier otro enfermo terminal que sufriese dolores agudos.
Siempre que
pensamos en estas soluciones últimas, dramáticas, para aliviar dolores
insufribles tendemos a asociarlas con enfermedades agudas como el cáncer, pero
hay muchos otros casos en que resulta necesario recurrir a dichos extremos
farmacológicos como el de mi querida madre doliente. No recuerdo en detalle lo
que le contó el médico a Inma de vértebras rotas y aplastadas de la columna de
mi madre pero eran varias.
Los
hermanos y el resto de la familia nunca podremos agradecer bastante el cariño,
dedicación, amor y compañía que Inmaculada prestó a nuestra madre durante todos
los años que se mantuvo a su lado. Los hermanos nos encontrábamos lejos y
amándola en la distancia, pero ella se mantuvo al pie del cañón día tras día
hasta su muerte. Nuestro agradecimiento a la figura de Inmaculada, que nuestra
madre religiosa y devota llamaba “mi ángel bueno”, tiene que ser eterno.
Pero la
muerte que supuso un auténtico aldabonazo en mi madre de la que ya nunca se
recuperaría fue la de mi sobrino Pablo, hijo único de mi hermana Rosa, en abril
de 2008, en las lejanas selvas de Perú y en plena juventud.
Todos
sentimos su pérdida terrible, pero mi madre y Rosa en especial. Nos resultaba
increíble que un hombretón como Pablo, cariñoso como ninguno, buen jugador de
baloncesto y después entrenador, estudiante aventajado que había concluido con
éxito sus estudios universitarios y partió hacia Perú para estudiar en la selva
la conducta de una especie concreta de monos fuese a perecer de repente,
víctima de persona o animal que nunca se supo y la investigación policial sobre
su muerte se saldó sin resultado alguno.
Mi madre
sufrió por sí misma y por la soledad y el dolor que la muerte de Pablo produjo
en mi hermana Rosa, imposible de imaginar para cualquiera. Pablo fue el fruto
de su primer matrimonio y vivió siempre con ella, fue su sostén y su vida y
cuando murió una parte de mi hermana murió con él.
Mi madre
jamás se recuperó de la muerte de Pablo, como comentaba la Consuelo por
aquellos días con razón, y esta muerte vino a acentuar sus padecimientos
físicos y mentales. De hecho, mi madre no sobrevivió a dicha muerte ni un año,
dado que ella falleció el 7 de enero de 2009.
En esa
última Navidad de 2008 su condición física había decaído absolutamente. Nos
reunimos todos los hermanos con nuestras mujeres y algunos nietos alrededor
suyo, como cada año en aquellas fiestas entrañables, y nos empeñábamos en
levantarla cada día de la cama y aposentarla en su sillón, colocado en el salón
frente a la televisión, aunque ya no hacía ni caso de ella. A lo largo del día
pasaba largos ratos con la cabeza caída a un lado, dormitando. Le acariciábamos
la mano colocada entre las nuestras y tratábamos que contestase a las
trivialidades que se nos ocurrían, a menudo en vano.
Nuestra
enfermera Mila la visitaba a menudo en estas fechas y decía que estaba muy mal.
Pasadas Nochebuena y Navidad la mayor parte de los hermanos regresaba a sus
hogares con la familia en los días siguientes. Mi hermana Rosa solía quedarse a
pasar la Nochevieja y ese año lo hizo también. Cuando comentamos a Mila la idea
de marcharnos todos algún día y dejar a nuestra madre sola nos previno para que
no lo hiciéramos porque estaba muy mal.
Al trabajar
en mi domicilio, yo gozaba de completa libertad para acompañar a mi madre el
tiempo que fuera preciso, así que me ofrecí a quedarme con ella. Pilar y los
hermanos con sus familias se marcharon, y Rosa también después de Año Nuevo.
Tras la
marcha de Rosa mi madre se mantuvo en la cama sin moverse, medio incorporada
gracias a una almohada, casi todo el tiempo con los ojos cerrados y boca
arriba.
Inmaculada
venía todas las mañanas y realizaba las tareas de la casa asomándose de cuando
en cuando a mirarla, sombría y con los ojos llorosos. Mi madre apenas comía ya
un yogur de cuando en cuando o un poco de sopa que Inma o yo le dábamos. Los
últimos días no comió absolutamente nada. Incluso el menos avisado, yo mismo,
percibía el cercano fin de su vida.
Mis
hermanos llamaban continuamente por teléfono interesándose por ella y yo les
informaba de la falta de cambios en el desastre inminente. Luis me pidió que
llamase al médico de urgencia y así lo hice en una ocasión en esos días. Acudieron
en su ambulancia y la auscultaron y no hicieron nada más, aunque sus miradas
bajas y serias lo decían todo.
Muchos años
atrás mi madre había firmado un testamento vital ante notario, según el cual no
quería que la obligasen a vivir llegado el caso ni la internasen en un
sanatorio asaeteada por agujas y martirizada por tubos. Los hermanos estábamos
de acuerdo con su decisión: debía morir tranquila en su casa rodeada por los
suyos.
La mañana
del 7 de enero de 2009 cuando murió, Inmaculada y yo anduvimos nerviosos y
tristes alrededor de ella, yo me esforcé por tragar el desayuno pero no se me
ocurrió marcharme de paseo. Mi madre permanecía con la boca abierta, la nariz
cada vez más afilada y los ojos cerrados, siempre boca arriba. Una de las veces
que pasé a verla percibí angustiado que ya no respiraba. ¡Había muerto! El
abismo se abrió a mis pies.
Inmaculada
lo comprobó asimismo con los ojos llorosos y me pidió que avisara a Antonia la
vecina, lo que hice de inmediato. Después telefoneé a mis hermanos y les
comuniqué la triste noticia.
Ni en ese
momento ni después fui capaz de derramar una sola lágrima. El dolor me
atenazaba de tal forma que quedé mudo y angustiado. Cuando es tan intenso como
en este caso, el mayor dolor de mi vida, me deja petrificado y no hallo
consuelo ni con mis hermanos ni con Pilar ni mis hijos, con nadie.
Pasadas
unas horas llegaron mis hermanos que penetraron en la casa llorosos y
afectados, abrazándose a nuestra madre muerta. Yo andaba por la casa como
sonámbulo, sin enterarme de nada, atendiendo a los vecinos, familiares y
amigos. La Consuelo llegó al poco y lloraba dando gritos. Inmaculada lloraba
sin consuelo.
Esa noche
sufrí escalofríos porque me dio fiebre y no pude quedarme al velatorio, tomé
algo de caldo, me acosté y dormité malamente algunas horas, al día siguiente
enterramos a nuestra madre querida. En primer lugar la llevamos a la iglesia,
donde recibió el responso de cuerpo presente, testimonio cristiano cuya fe
abrazaba, dirigido por Jesús, el primo cura, y el coche fúnebre la condujo
después hasta la placeta de Manducho donde nos colocamos los deudos en fila y
los familiares, vecinos y amigos desfilaron ante nosotros para homenajear a la
fallecida y darnos el pésame. Luego la tomamos los hermanos a hombros y salimos
con su ataúd hacia el cementerio por la carretera y luego por el camino de
tierra hasta alcanzarlo. Una vez en él la depositamos en el panteón familiar
donde reposa toda la familia y descansó en paz.
La muerte
de mi padre me dejó un hueco en el cuerpo que sentí varios años como si me
faltase algo. La muerte de mi madre, ya con más años encima y dado el cariño
superior que sentía por ella, me dejó una cicatriz imborrable en el corazón.
¡Tantas vivencias juntos, alegrías, penas, buenos momentos, angustias, todo se
borró en un momento!
Desde que
murió mi madre apenas hemos vuelto esporádicamente las familias de los hermanos
a Ricote más que en las Navidades, exceptuando la de 2013 que tampoco acudimos
ninguno por diversas circunstancias. Ella era nuestra ancla con Ricote y una
vez que su barco partió a los hijos nos cuesta retornar al nido, ahora vacío y
solo, polvoriento y como lejano. Nuestros corazones sangran con su recuerdo y
ya nada será lo mismo en Ricote sin ella.
FIN
Autocrítica
Esta
costumbre o manía mía de criticarme tal vez pueda considerarse reprobable pero
ha adquirido carta de naturaleza en mis escritos verídicos y debo respetarla.
Yo tengo todo el derecho a hacerlo, he leído el libro varias veces y el jefe, yo
mismo, me he dado permiso. De esa forma, nadie podrá decir que este libro no ha
recibido ni una puñetera crítica, la actual vale por todas.
Las
memorias suelen escribirse cuando uno se siente ya a punto de palmar y no es mi
caso porque pienso dar mucha guerra todavía, abarcan la totalidad de una vida y
aquí tampoco coincido, y ocupan todos los escenarios y las personas relevantes
conocidas del memorialista lo que tampoco sucede en esta ocasión. Estos
aspectos definitorios de unas memorias ortodoxas no se cumplen en las mías, por
lo que debo considerarme en puridad un heterodoxo al haberlas concebido así.
Que el
escenario de mis memorias se reduzca a Ricote cuando mi vida ha transcurrido en
su mayor parte en Madrid parece insólito, tal vez absurdo. La razón de ello
estriba en mi superior amor por Ricote que por la capital, y en mi deseo
ferviente de volcarme en mi infancia feliz en el pueblo y en su campo, y en los
momentos dichosos con la familia, especialmente con mis padres y hermanos, mis
primos queridos y los amigos que tuvieron a sus calles, huerta, campos y montes
como telón de fondo. Mi madurez, como diría Antonio Machado en su Autorretrato:
“son casos que recordar no quiero.”
Unas
memorias deben ajustarse a la verdad y estas lo hacen. Que sean divertidas
resulta dudoso, pese a que en algunos momentos puedan provocar la sonrisa del
lector. Es cierto que arrojo algunas flores sobre mi cabeza, aunque se me
perdonará por el buen olor que difunden. En cualquier caso me redime la frase
rotunda del director de cine Pedro Almodóvar: lo que no es autobiografía es
plagio.
Disiento de
la idea de Jorge Manrique: “cualquiera tiempo pasado fue mejor.” Los tiempos
pasados unos son buenos y otros malos, ni más ni menos que los presentes.
Coincido en cambio con la letra de una de las canciones de Peret, el famoso
cantante de rumbitas flamencas: “los ratos buenos hay que aprovechar, si fueron
malos mejor olvidar.” Peret antepone, como yo mismo y conmigo todos los
optimistas del mundo, los ratos buenos siempre a los malos.
Acepto que
me pongo un poco pesado con el latín y los juegos infantiles, y también con los
juegos de cartas que deseo reivindicar, particularmente el del truque con el
que tanto hemos gozado con los primos y amigos, y un tanto olvidado ya de los
ricoteños que apenas lo practican. Con su descripción espero promover el juego,
o al menos que quien no sabe nada de él adquiera gracias a mis descripciones el
suficiente conocimiento para poder jugarlo con sus amigos si le apetece. Hablo
del chinchón en homenaje a mi madre querida que lo amaba.
Volver al
mundo feliz de mi infancia me ha hecho profundamente dichoso. También encontrar
al albur una palabra nueva y desconocida para este modesto escritor es como
hallar una perla en una ostra comprada en la pescadería. La palabra fue
alboroque y todavía estoy alborotado y alborozado por el hallazgo como ante al
albor de un día radiante.
A nivel
interno, indicaré que mi felicidad se vio acrecentada al lograr prescindir en
el momento de escribir estas memorias del corsé periodístico que ha regido mi
vida profesional, buscando la eficacia y economía de palabras para informar. En
estas memorias me he permitido el lujo de utilizar, con impunidad y regocijo,
cuantos adverbios (incluidos los acabados en mente, azote de malos escritores)
y adjetivos ajustados al relato me han pasado por la cabeza y he considerado
oportunos, y también algunos términos y
verbos poco usuales que jamás tendrían cabida en un texto periodístico.
Mi afición
por frases o expresiones propias y ajenas me define cabalmente: dar el macho,
cortijo con parrales en Almería, senos turgentes, ¡toma yesca!; ¿paramos ya,
señor Sánchez?; a la mierda te mando pa siete días; tú mete el culo; a esos los
primeros; billetes billetes verdes pero qué bonitos son; ¡las mismas que
retiró!; jabón de olor; estoy aquí en
viaje de descanso...
El
mecanismo de la memoria feliz, de la infeliz mejor no hablar, es curioso y
desconocido. Guarda uno sus recuerdos sin querer en diversos cajones, a veces
comunicados entre sí y otras aislados, inconexos. Cuando comencé estas memorias
me dispuse a abrir metódicamente esos cajones uno a uno y relacionando los
recuerdos fueron quedando agrupados poco a poco para su mejor entendimiento.
Pero de pronto, de manera inesperada, alguno de ellos se abría ante mis ojos
asombrados sin que mediase mi voluntad. Y así he ido acumulando vivencias y
exponiéndolas para disfrute de todos, en especial de mí mismo, descubridor de
tantos tesoros nimios, preciosos.
La fábrica
de estas memorias se sustenta en episodios pequeños. Nadie busque en ellas
grandes pensamientos, verdades eternas e inmutables, revelaciones
sensacionales, personajes famosos, genocidios, desastres medioambientales,
muertes violentas, ni sexo ni drogas ni rock and roll. Sólo recuerdos mínimos
que forman un conjunto grande. En ellos se contiene una vida, una época, un
mundo pasado y lejano. Si vamos a ser precisos, estas memorias constituyen un
microcosmos y como tal deben valorarse.
Espero que
haya quedado diáfana mi absoluta pasión por los libros, y pensando en ellos
quiero rendir un homenaje en este relato, con inclusión de numerosas citas del
mismo, al maravilloso e insuperable Diccionario de uso del español de María
Moliner (a quien me permito llamar cariñosamente molinera sin serlo), esa
laboriosa bibliotecaria que apenas sin ayuda levantó este excelso monumento de
nuestro idioma. Me resisto a llamar lexicógrafa a la autora, sencillamente me
suena mal y utilizar una acepción que exija explicación posterior no es mi
estilo. Ella se denomina a sí misma diccionarista en la extensa e interesante
presentación de su obra, y yo le alabo el gusto y lo asumo porque la define con
precisión y se entiende a la primera.
Del
diccionario citado poseo la edición en dos tomos que publicó la Editorial
Gredos, Madrid 1981, reimpresión de la primera edición de 1967. Mi querida
Pilar escribe en la dedicatoria: Para recordar un aniversario, 2 de agosto
(nuestro aniversario de boda) de 1981. Este es un regalo para ambos que nunca
podré agradecerle como se merece.
Muchos de
los que en el ancho mundo pergeñamos arduamente palabra tras palabra en español
hasta construir un relato con cierto sentido recurrimos continuamente al mismo
sin sentirnos jamás defraudados. Desde aquí brindo por la memoria de la insigne
molinera.
He dejado
para el final el capítulo dedicado a mi adorada madre Rita, el más largo e
importante del libro, confiando en transmitir de esa forma a los lectores los
rasgos más relevantes de su personalidad y un atisbo de la marca imborrable que
ella y su amor grabaron en mi corazón.
Vale.
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